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La terracita

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Es por la tarde, sobre las siete, y en Praga, en enero, hace un frío que pela. Metido en mi plumas, con la boina calada hasta las cejas… «¡si uso boina!, ¿qué pasa?», miramos estupefactos a un montón de turistas germanos, sentados en las terrazas de Staromestské Namésti «Je, je, como mola el checo», frente al reloj astronómico.

—¡Joder!, que huevos, están locos, —dice mi rubia.

—Y beben cerveza, ¡te cagas!

—¿Nos sentamos? —pregunta, y sin esperar respuesta se mete en la terraza. Mis imaginarios pelos se erizan, y elevan mi boina mientras la miro como si se hubiera fumado algo raro a escondidas.

—¿¡Pero no dices que están locos!? —casi no me sale la voz.

—Sí, pero es típico.

—«¡Joder con lo típico!» —refunfuñando por dentro mientras la sigo a la terracita… típicamente polar.

Nos sentamos, y mi rubia, la reina del café, se pide una cerveza sin alcohol, ¡Para flipar! Pido otra, pero con alcohol, que pelo no tendré, pero a huevos, no me gana ningún teutón de estos. Me traen la cerveza en una jarra kilométrica, de por lo menos, dos cuartas de alto. Seguro que con el frío que hace, no se calienta. A mi rubia la traen un botellín con un vasito muy mono.

Cada mesa tiene una estufa de gas alta, con una pantalla que parece una parabólica. ¡Madre mía lo que cae de arriba!, y el quemador esta a toda pastilla. Como precaución me quito la boina, no vaya a ser que se incendie. ¡Error!, la calva se me pone a cien. Y hay me tenéis con la calva cociendo y las piernas heladas; todavía no he descubierto las mantas que hay en todas las mesas para tapártelas. Por supuesto, para mi desgracia, mi rubia sí:

—¿Por qué no te las tapas?, —me dice con suficiencia, como si lo supiera de toda la vida.

—Cariño, mi problema principal no son los pies, es la calva, ¡se me va a pelar!

—¡Qué exagerado!, tú como siempre, —me dice la cachonda; claro, como ella tiene pelo.

—Qué no mi amor, mira, tócamela… la calva, —me pone su mano helada, como es normal en las mujeres, y siento un placer inusitado, creo que incluso sale vapor.

—Pues es cierto, —se ríe — ¿has pensado en ponerte la boina?

—«¡¡¿¿@#&??!!!! ¡Ya esta la lista!» —pienso para mis adentros— Pos no, estaba esperando a que me lo

dijeras, —la digo con retintín mientras me calo la boina hasta las orejas.

Me mira con cara de guasa, esa mirada de ser superior que ponen todas las mujeres. En mi caso, admito que mi neurona, una, no puede competir con la extensa red neural de mi rubia.

Me termino mi cerveza y para machote yo, me pido otra. Por supuesto, me mira con cara de desaprobación.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó con precaución.

—¿Estás piando y te pides otra?, cuando digo que los hombres sois básicos.

De repente, un gran grupo de japoneses aparece por un lateral y se interponen entre el reloj y nosotros. ¡Estoy salvado! Mi rubia centra su atención en ellos cuando el esqueleto comienza a tocar la campana.

—Qué graciosos son los japoneses. ¿Verdad?

—Si mi amor, lo son… y mucho.

 

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