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La cena

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Hace unas semanas, mi rubia me comunicó que íbamos a cenar en un restaurante de diseño, de esos de artista, de chef famoso y televisivo.

—Nena, ¿uno de esos, de tres pegotitos y dos rayitas de colores?

—Si nene.

—Y, ¿de esos que son terriblemente caros?

—Creo que si… no sé.

—Y, ¿qué voy a pagar yo?

— Por supuesto, no voy a hacerlo yo, soy una señora.

—¡Por supuesto, por supuesto! Solo era por saberlo. «¡Joder con la marquesa!» —por supuesto, lo último lo pensé, no lo dije.

El día en cuestión, y metido en mi chaqueta (obligatoria), llegamos al restaurante. La reserva era para las diez, y con puntualidad británica entramos por la puerta.El local es alargado, minimalista con toque orientales, posiblemente japoneses, y con una iluminación suficiente para ver lo poco que, en estos sitios, ponen en el largo desfile de platos que pasan ante ti. Que duda cabe, de que el que más trabaja del restaurante es el que los lava. La jefe de sala, una mujer muy profesional, rubia con moño alto, delgada y alta… muy alta, se acerca y nos toma nota. Si quería copiar el look de la señorita Rotenmeyer, casi lo clava.

La cosa funciona a base de menús degustación y, mi Rubia, elige el más caro, que casualidad. Ha hecho lo mismo que cuándo salimos a cenar fuera y se empeña en elegir el vino, alardeando de conocimientos enológicos. ¡Nos ha jodido!, ¡qué lista!, eligiendo el más caro acierto hasta yo que no tengo ni puta idea.

—¿Te parece bien nene?

— Sí, sí, mi amor, por supuesto, —contestó mientras se aproxima el «somelier», o como se diga.

—¿Los señores desean un aperitivo?

—Si, un jerez por favor.

— El señor, ¿cómo desea el jerez?: suave, fuerte, seco, oscuro, tipo moriles, tipo solera, —y ante mi indecisión, añade con una sonrisa irónica—: ¿tal vez una manzanilla del Puerto?

—¡Eso, eso! una manzanilla.

—Suave, fuerte, seco…

—¡El que tú quieras!, confío en tu opinión —le digo interrumpiéndole.

—Muy bien caballero, ¿y la señora?

—Un Kir, por favor.

— Muy buena elección, señora.

—Gracias.

—¿Cenarán con vino los señores?

—¡Por supuesto! —responde mi rubia con el ceño fruncido, y cogiendo la carta de vinos, elige uno de 42 pavos y blanco.

—Has tuteado al sumiller, —me recrimina cuando este se retira.

—¡Joder!, que no es de la familia real… creo, pero con todo lo que me ha dicho es como si le conociera ya de toda la vida.

—Por favor te lo pido: no te pongas en evidencia, y a mí, menos.

—Pero, si no he hecho nada.

Los platos empiezan a desfilar con una breve explicación por parte de la camarera: sobre lo que es, y como se come. Esto último, importante.

—Espárragos verdes y blancos, brotes silvestres, flores del campo, y perrechicos con aire de tortilla de patatas.

—«¡Te cagas! los espárragos deben ser de los pitufos porque casi ni se ven» —medito mentalmente mirando el plato— «y no voy a caer en la trampa de preguntar que es un “perrechico”».

—¿El señor quiere la carne muy hecha o poco hecha?

—Poco hecha, por favor.

Mi perplejidad llegó al máximo, al menos eso creía yo, cuando la camarera llega con la carne: una pieza de dos por dos centímetros, encima de un pegotito de algo que no sabría identificar, de color morado, pero que reconozco estaba muy bueno.El paroxismo, lo alcance cuando en uno de los postres una laminilla dorada llamó mi atención.

—Helado de vainilla, virutas de cacao, pétalos de lirio, pan de oro y un toque de perfume de Armañac, —informa la camarera—. Recomendamos que se coma de abajo arriba.

—¡Disculpe señorita! —lo siendo, no me pude controlar. Se me escapó— el pan de oro, ¿me lo como o me lo guardo para pagar la factura?

A la camarera le resulto gracioso, se rió mucho. A mi rubia no. ¡Joder!, casi me fulmina con su mirada láser.

—¿¡Cómo se te ocurre decir eso!?, ¿qué van a pensar?

—¡Nena!, ha sido una broma y habitualmente el pan de oro no entra en mi dieta. ¡Además!, la única que no se ha reído, has sido tú.

—¡Es que no se te puede sacar a ninguna parte!

—¡Joder!, yo…

—Siempre dando la nota, y encima te crees gracioso, —mientras, yo, con mi más amplia sonrisa, miraba a los otros clientes que no nos quitaban ojo, no sé si por la bronca o por el color rojo intenso de mi calva— Es que siempre me pones en evidencia.

—¡No, no mi amor!, que soy un palurdo solo lo piensan de mí, ¡seguro!, palabrita de niño Jesús.

—Disculpen, si los señores han dejado de discutir, podemos servir el próximo plato —dijo la estrada jefe de sala.Me dieron ganas de darla dos besos… bueno, mejor no, que no está el horno para bollos.

Después de los postres y el café, me trajeron la cuenta y mis peores augurios se confirmaron, ¡388 pavos!

Dicen que estos restaurantes son una experiencia irrepetible y es verdad, lo juro, sobre todo a la hora de pagar.

—Ha estado muy bien y no ha sido muy caro, ¿verdad nene? —dice mi rubia mientras se enciende un cigarrito cuándo salimos a la calle.

—Desde luego mi amor ¡ha sido genial!

—Habrá que repetir… cuándo se olviden de tus tonterías.

—Si mi amor.

(9,50)