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Mi Educación

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Desde pequeña siempre sentí el dolor y la sumisión como necesidades en mi vida. Provengo de una familia católica rígida. Los mejores recuerdos de mi infancia nacieron siempre en la iglesia, y allí morían también. Íbamos a misa rigurosamente todos los sábados y domingos por la mañana y los domingos por la tarde. El resto de la semana solo iba quien necesitaba escuchar la palabra del Señor. Mi padre y mi madre eran muy estrictos y supieron inculcarnos bien los valores del catolicismo. Tuvieron 6 hijos, yo fui la tercera mujer de cuatro, seguidas por dos varones, los varones de la casa. Así como en las épocas de Nuestro Señor, se nos enseñó a servir a los hombres, y todas lo hacíamos sumisamente. En mí, más que en ninguna de mis hermanas, quedó grabada en mi mente la noción tan precisa, antigua, y a la vez imperturbable de que el propósito de la mujer en la tierra es el estar al servicio del hombre. De Dios, nuestros padres y hermanos en los primeros años, de Dios y nuestros esposos en edad madura.

La educación tanto religiosa como la formal la recibíamos en casa de mano de nuestra madre, quién fue siempre a su vez nuestra maestra. Pocas veces salíamos de la casa si no era para ir a misa. Mis padres estaban convencidos que el mundo había cambiado mucho y los buenos valores ya no eran respetados ni por los mejores colegios. Ellos, que tenían el espíritu más fuerte y menos influenciable que nosotros, sin embargo, salían a una que otra reunión, y mi padre salía todas las mañanas a sus oficinas para administrar sus campos. Porque él trabajaba la tierra, como todo bueno hombre en la Biblia hizo.

Mi primer mejor recuerdo es de las misas. Nuestra iglesia, como era de esperar, era una de las más antiguas de la ciudad. Las misas eran largas, los sermones más largos aún. Amaba sobre todo cuando reverenciábamos al Señor y nos arrodillábamos ante él. Cuanto más durara la reverencia, mejor demostrábamos cuanto lo amábamos. El dolor en las rodillas al finalizar la misa era la mejor parte. Era como una medalla de honor recibida por hacer algo realmente bueno. El dolor fue siempre el mejor castigo y la mejor penitencia. Podía ser auto inflingido; por ejemplo, en las misas, o con castigos que mis hermanos y yo escogíamos cada vez que sabíamos que habíamos obrado mal. Además nos deleitábamos con el orgullo que brotaba de los rostros de nuestros padres ante éstos actos de auto castigo. En general consistían en rosarios de oración de rodillas desnudas sobre el piso de madera, algunas veces en ayunos, otras, las menos, en latigazos que nosotros mismos nos dábamos, siempre mal dados y sin dolor real.

El otro tipo de dolor era el inflingido por nuestros padres, siempre sabios. En general eran nalgadas seguidas de rosarios en rodillas desnudas. Amaba que mis padres me castigaran. Sabía que cada gramo de dolor era un peldaño más que me acercaba al Señor. Yo era la más castigada. Hacía comentarios adrede o desobedecía solo para recibir su amor.

A la edad de 8 años aproximadamente empezaron estos castigos. Mis padres disfrutaban castigándome porque siempre se asomaba en mí una sombra de deleite y éxtasis ante el dolor que solo podía indicar cuán bien había sido recibido el castigo y la enseñanza que conllevaba. Pero como seguía reincidiendo, los castigos aumentaron en vigor y pronto en otras cosas también. Primero mi padre me citaba a su estudio, donde él estaba sentado en su poltrona, mi madre parada a su lado. Yo iba con la mirada baja hasta estar frente a él, confesaba mi pecado y el me indicaba que me acomodara boca abajo sobre su falda. Me propinaba nalgadas con su mano, primero 5 en cada nalga, hasta llegar a veces en que contaba 50, según mi pecado cometido. Después debía permanecer de rodillas en un rincón y rezar un rosario. Mis padres no creían mucho en la iglesia moderna ya que había dejado de dar castigos corporales, que eran los más efectivos. Nos dejaban que nos confesemos con el cura, pero siempre la obligación era hacerlo con nuestro padre. Recuerdo el fuego, la picazón, el hormigueo y dolor de mis nalgas y rodillas como los momentos más felices de mi infancia.

Para cuando tenía 12 años, los castigos conmigo habían cambiado muchísimo. Las nalgadas empezaron a ser sin pollera ni ropa interior que me protegiera. Se empezaron a hacer entre familia, esto es, citaban a todos mis hermanos para que fueran testigos de mi reprimenda y así sumarle la humillación. Esto, aunque no lo soportaba, solo mejoraba las cosas para mí. Mi vergüenza era inmensa, no podía mirar a nadie a la cara, y me sentía infinitamente inferior, pero este sentimiento, a su vez, me embriagaba. Después no solo pasaron a ser rodillas desnudas sino el trasero, para que toda la familia fuera testigo del rojo en mis nalgas durante las dos horas que permanecía de rodillas en un rincón rezando. Había días en que no me permitían llevar calzado, como gesto de humildad que tanta falta me hacía. Otros días llevaba colgado un cartel que cubría mi pecho y mi espalda en el que se leían palabras como "pecadora", "hereje" o "fulana". Ser llamada fulana era la peor humillación, ya que daba a entender que era como cualquiera, ya no un miembro de la familia. Otras veces, por mi falta de civilización, no se me permitía comer en la mesa, sino que me dejaban un plato en el suelo, a los pies de mi padre, para que me sintiera como un perro, un animal.

Si bien nunca deje de comportarme mal, mi conducta luego de cada castigo era tan ejemplar que mis padres nunca perdieron la fe en ellos. Mis hermanos se regocijaban al verme humillada, los hacía sentirse mejores personas y eso era bueno. Nunca dudaban en hacer llegar a oídos de mis padres mis faltas, para que reciba la correcta educación. Por mi parte, sentía que esta educación era una parte vital de mi vida, y que sin ella me salía del buen sendero. En algunas ocasiones no cometía ninguna falta, pero aún así iba a mi padre y me arrodillaba ante él y le suplicaba que me castigara. Mi espíritu lo necesitaba. En mi familia esto llegó a ser normal y él siempre estuvo dispuesto a hacerlo. Incluso a veces rogaba que me diera más nalgadas o más azotes. Si, mi padre empezó a azotarme con un látigo en un momento. Los azotes eran lo peor, y la mayoría de las veces solo los recibía por pedido mío.

Para éste entonces yo contaba con 16 años y mi cuerpo ya se había desarrollado. Mi padre, ante el éxito de mis castigos, había dejado de castigar a mi madre o a mis otros hermanos prácticamente. Había mandado a remodelar el cuarto de juegos en lo que ahora era el cuarto de castigos. Las sesiones de azotes sucedían de la siguiente manera. Mi madre y mis cinco hermanos se sentaban en gran banco largo hecho de madera. Mi padre me ordenaba que me quitara la ropa, ya que con ella el dolor disminuía. Luego tomaba mis muñecas y las ataba a una cuerda que pasaba por unas argollas de hierro que pendían del techo. El cuarto de castigos tenía dos de su paredes totalmente vidriadas, para que desde las otras habitaciones pudiera apreciarse al castigado cumpliendo su penitencia. Pero por el momento todos estaban dentro de la estancia. Después empezaban los latigazos. Al principio todos eran dirigidos a mi espalda y, una que otra vez, por error, caían en mi trasero. Yo trataba de soportarlos lo más estoicamente posible. Pero al final en general siempre se me escapaba bien un gemido de dolor, bien un grito. Cuando el castigo era de ésta índole, no me arrodillaba a rezar después. Me dejaba "colgada" de las argollas, aunque mis pies siempre estuvieron firmemente apoyados en el suelo, durante una hora mientras la casa reasumía su ritmo habitual. Durante esta hora desde el pasillo, el comedor y el living podía ser observada en mi humillación por mis hermanas, hermano y padres, a veces de espalda, a veces de frente. Los rubores que ascendían a mi cara y mis pechos eran siempre bien vistos como signos de honorable arrepentimiento.

No sabría explicar muy explicar por qué mi familia se fue adaptando tan bien a los cambios, pero para todos era lo más normal del mundo. Mi vida empezó a distinguirse claramente entre lunes a sábados por un lado, domingos por otro. Los domingos, como íbamos todos dos veces por día a la iglesia, y por ser el día del Señor, no había tratos diferenciados ni castigos. Comía en la mesa siempre, no se me castigaba y vestía como el resto. Sin embargo, los otros días de la semana era otro cantar. Inconscientemente, sabíamos que no podíamos hablar de nuestra rutina especial con nadie, y por este motivo nos volcábamos con más ahínco a nuestra vida familiar.

De manera muy gradual, fui perdiendo algunos privilegios. Pero era lo normal. Ya no compartía la mesa con mi familia. Ahora siempre tenía un plato de comida en el suelo bajo la mesa junto a los pies de mi padre (excepto los domingos, claro). Cuando mi falta era dirigida hacia otro miembro de la familia, era bajos sus pies que mi plato se ubicaba. Los distintos castigos empezaron a ser diarios. Mis faltas, casi inexistentes. Progresivamente también, al alcanzar mis hermanos varones edades más adultas, empezaron ellos a imponerme castigos. Para este entonces yo contaba con 17 años y mi hermano Joan con 15, Raúl con 14. Me gustaba recibir castigos de ellos también, ya que eran los nuevos hombres de la casa. Además, traían ideas nuevas, en general siempre más humillantes, y daban un respiro a mi pobre padre.

Pero un día todo dio un giro drástico en mi vida y en la de ellos. Mi hermana María, la mayor, ya se había casado e ido a vivir con su esposo. Yo compartía la habitación con Sara y Eugenia. Sara, mayor que yo, un día contó a mis hermanos que por las noches, mientras dormía, mis manos se posaban en las partes pudorosas de mi cuerpo. Yo no sabía que hacía tal cosa y pedí por favor ser castigada por una falta tan grave. Mi padre y mi hermano se reunieron en su despacho, esta vez el castigo debía ser ejemplar. Primero me hicieron disculparme ante mis hermanas y agradecerle a Sara que haya informado mis actos a los hombres. Y así lo hice. Sin pedir mi opinión, todos estuvieron de acuerdo en que no podía seguir compartiendo la habitación con mis hermanas ya que era una muy mala influencia. Lo mejor sería que durmiera por un tiempo en el cuarto de castigos. De forma muy burda, armaron una especie de cama allí. Consistía en un montón de paja arrinconada, cubierta por una sábana. Raúl fue el de la idea de que si estaba incómoda de noche, mi cuerpo dejaría de reaccionar tan lascivamente. Además, agregó Raúl, sería bueno por lo menos por los primeros días, atarme las manos a mis espaldas para estar seguros de que no me tocaría. Desde ese momento esa fue mi cama. Solía dormir mal por las noches, estaba muy incómoda y lo agradecía. Pero ese no fue el castigo sino la consecuencia obvia de mis actos tan vergonzosos.

Fue parte del castigo no recibir alimento por dos días, solo agua. Por temor a que volviera a tocar las partes de mi cuerpo que no correspondían no se me permitió ir al baño sola y tuve que hacer mis necesidades siempre con la puerta abierta. Tampoco se me permitió bañarme sola. Fueron mis hermanas quienes se encargaron de la desagradable tarea. Por indicación de mi padre, frotaban mis partes pudorosas, es decir, mis pechos y mi vagina, con una escofina. Eso me enseñaría. Mis hermanas realizaban su labor al pie de la letra. Me dolía la manera en que me bañaban y agradecía esos dolores más que cualquier cosa. Los dos días siguientes a intervalos de una hora, era encadenada al techo y recibía azotes por parte de mi padre, de Joan y de Raúl, 20 latigazos por vez. Después me desataban y me permitían rezar hasta la próxima hora. A la noche, antes de ir a dormir, mi padre convocaba a toda la familia para que me vea recibir mis nalgadas. Fueron 75 en cada nalga, durante dos noches. Mi trasero estaba bordo y no podía apoyarme sobre él. Todos en mi familia estaban encantados. Pero yo más que nadie. Creo que para ese entonces ya había perdido la dimensión de las cosas. La humillación y el dolor ya formaban parte de mi vida diaria.

Pasó el tiempo pero nunca volví a la habitación con mis hermanas ni volví a compartir la mesa con mi familia. Tampoco pude volver a ir al baño de manera privada y los baños siempre me los daban mis hermanas. Mi cuerpo también fue cambiando por todo esto. Solía ir al cuarto de Joan por las tardes, y esperaba, de rodillas junto a su sillón, a que terminara su lectura de la Biblia. Siempre en silencio. Cuando cerraba el libro le pedía que me impusiera algún castigo, mi mirada siempre baja. Ya me habían dicho que no era digna de mirar a un hombre a los ojos. Joan siempre parecía bien dispuesto a castigarme. En general se lo pedía a él porque no solo me daba castigos corporales sino que a veces hasta mentales. Solía empezar las conversaciones con frases como "¿Por qué quieres que te castigue, hermana?" y yo sentía la libertad de contarle abiertamente mis necesidades de ser recordada como una pecadora, mi necesidad de que recuerden mi estado de inferioridad y la necesidad de mi alma de expiar las culpas para poder ser salvada. Después él se mostraba de acuerdo con mis excusas y me daba algún castigo.

Para este entonces, el cuarto de castigos estaba totalmente reformado. Además del colchón de paja y de las argollas del techo, habían puesta una cruz de San Andrés para cuando el dolor que iba a recibir era demasiado fuerte. Habían puesto un caballete con grilletes a los costados para mis nalgadas. Un placard para los látigos, esposas, cuerdas, y paletas de azotar. Sobre una de las esquinas había puesta una cruz de madera y bajo ésta, en el suelo, un charco de semillas. También había candelabros para iluminar el lugar. Y por supuesto, el gran banco largo de madera desde donde mi familia observaba mis castigos y mis humillaciones.

Joan me ordenaba ir al cuarto y me aseguraba las manos en los grilletes del costado del caballete. Yo estaba doblada hacia delante, desnuda, lista a que mi trasero recibiera los golpes tan necesarios. Se negaba a pegarme con su mano, le daba asco tocarme, en general me golpeaba con una paleta de ping pong, una tabla con agujero, o simplemente una gruesísima regla de madera. Si bien la cantidad de azotes era menor, el dolor era más intenso.

Aquí yo ya sabía que mi vida no sería como las de las demás personas. Sabía que era especial, que solo una elegida por Dios podía soportar tantos dolores y humillaciones en su nombre y en su amor. Y estaba orgullosa de ser una de las "elegidas" de Dios. Ya tenía 18 años y esperaba que mi padre no me casase nunca, para poder permanecer en mi familia el mayor tiempo posible. Dudaba que la vida con mi esposo fuera a poder igualar la vida junto a ellos. Claro, yo aún no había despertado sexualmente, y eso es lo que ocurrió a continuación.

Recuerdo que un día fui a ver a Raúl, me sentía rara, sucia, y necesitaba que limpiaran mi alma. Mis hermanas acababan de bañarme pero me sentía más sucia que antes, mi cuerpo estaba extraño, no sabía definir cómo. Raúl evaluó que era un asunto importante y me dijo que me dedicaría toda la tarde. Primero que nada me indicó que debía vestirme únicamente con una túnica blanca. Me cambié de ropa frente a él ya que no podía estar desnuda y sola. Me hizo arrodillarme sobre los granos de maíz frente a la cruz y recé un Padre Nuestro y un Ave María. Con las rodillas un poco resentidas por la molestia del cereal, me indicó que me pusiera en cuatro patas, "como un perro", y que levantara la parte de la falda. A Raúl no le daba asco tocarme, sabía que así me ayudaba a acercarme más a Dios. Me dio 30 nalgadas en cada cachete y me hizo agradecérselos uno por uno. Todavía hoy recuerdo el suelo frío en contacto con mis manos y rodillas, Mi trasero expuesto tan groseramente y el dolor punzante de los golpes de mi hermano. Pero no era suficiente. Seguía sintiéndome sucia. Raúl me ordenó que me quitara la túnica y me encadenó a las argollas del techo. En este momento mi madre y mi hermana Sara entraron al cuarto de castigos y se sentaron en el banco. A Raúl le encantaba demostrar frente a los demás cuán hombre podía ser. Ése era su estigma por ser el menor de la familia. Tomó un látigo de tres puntas y descargó su primer golpe en mi espalda desnuda. Le agradecí. Los golpes no eran muy fuertes pero igualmente dolían en mi espalda tan castigada. Al finalizar los 20 azotes que tenía previstos me ordenó que me diera vuelta y que mirara a mi madre y hermana. Así lo hice. Ellas me miraron y la cara de asombro me asustó. Sin quererlo, miré a Raúl para que me explicase que sucedía. Me dijo que por esa impertinencia recibiría otro castigo más. Baje la viste y me disculpé. Mi hermano, como si fueran un maestro, mirando a mi madre y hermana me señaló los pechos y explicó:

-¡He aquí los pechos de una fulana! ¡Esta es la reacción de una pecadora empedernida ante la misericordia de Dios!

Baje la vista aún más para mirar mis propios pechos y vi que los pezones estaban salidos. La vergüenza que sentí fue tan que solo pude largarme a llorar, aunque no entendía muy bien que es lo que sucedía. Después mi hermano se fue en busca de los otros miembros de la familia y cuando todos estuvieron presentes fue mi padre el que habló.

-Raúl, quiero felicitarte por este descubrimiento. Yo no había prestado atención. Es una vergüenza para esta familia. ¡Una ramera! –y mirando mis pechos fijamente siguió- ¿Cómo te atreves a comportarte así bajo nuestro techo? Ni siquiera estás casada y tu cuerpo de ramera ya actúa de esa forma….

Siguió con su monólogo. Mi cuerpo entero estaba en llamas de tanta vergüenza. Volví la vista a mis pechos y seguían igual de salidos. Lo primero que hicieron fue vendarme los ojos. No querían que me deleitara ante mi propia imagen. Mi hermano Raúl fue el encargado de azotar mis pechos. Veinte azotes a cada uno. El dolor tenía que ser mi mejor maestro. El dolor tenía que limpiarlos. Así estaba yo de pie, atada, de frente a toda mi familia, en uno de los días más humillantes de mi vida (porque después vinieron más), recibiendo en mis pechos el castigo por ser una ramera. Mis senos eran vírgenes de todo castigo. El dolor fue inmenso y punzante. Yo no sabía que hacer para obtener el perdón de mi familia, de mi padre más que nada. Estaba desesperada. Cuando el castigo terminó me dejaron atada al techo por tres horas. Cuando por fin fui liberada fui hasta donde mi padre y le rogué por favor que me castigará más, no soportaba la culpa que me corroía el alma y que tanto me alejaba de él y del Señor. Mi padre, en su sabiduría, me dijo que lo primero que haría sería prohibirme usar ropa de la cintura para arriba, de este modo se sabría si los pezones de "una ramera" salían. Desde ese momento solo usaba una bombacha y una falta larga. Pero me dijo que para el día siguiente igualmente tendría algo pensado.

Esa noche Raúl y Joan me ataron a mi camastro boca abajo, con los brazos y las piernas extendidos y separados del cuerpo. Sobre mi espalda apoyaron un cajón de mimbre y lo llenaron de troncos. La presión que hacían sobre mi cuerpo hacía que mis pechos tan doloridos se enterrarán más todavía en la paja. El mimbre también lastimaba mi espalda. a la mañana siguiente el dolor que sentía en mis pechos era como el de cien agujas clavadas a la vez, y no podía siquiera moverme para evitar que algunas pajas me pincharan tanto. Fueron mis hermanas las que me desataron y me bañaron. Cuando frotaron mis senos con las escofinas creí que moriría del dolor, pero solo pude agradecerles. Fui a servir el desayuno y mi padre me ordenó que me quedara en cuatro patas a su lado, yo no comería nada ese día. La posición sin embargo fue un alivio, ya que mis pechos, que para esta edad ya habían crecido bastantes, quedaron colgando y al aire, recibiendo así la suave brisa del otoño que parecía llevarse un poco mi dolor.

Bajo sus órdenes, lo seguí a cuatro patas toda la mañana y siempre quedaba a su lado cuando el se sentaba. Durante el almuerzo sucedió lo mismo. Mientras levantaba la mesa sonó el timbre, había llegado un encargo para mi padre. Se fue junto a mis hermanos al cuarto de castigo y me prohibieron que viera nada. Quedé recluida en la cocina, con los brazos atados a mis espaldas para que no me tocara. Un rato más tarde fue mi hermana Sara a buscarme y me dijo que me esperaban en mi cuarto. Cuando entre vi un nuevo artefacto instalado. Era un cepo con cuatro agujeros alineados horizontalmente, los dos de las puntas más pequeños que los de adentro. La altura de los tablones era ajustable. Con una sonrisa a medio ocultar mi padre me indicó que me parara detrás del cadalso. Ubicó mis manos en los orificios pequeños y mis pechos en los grandes, aunque debo aclarar que seguían siendo más chicos que mis senos. Mi hermano Raúl tomó mi seno izquierdo con las dos manos, lo estiró para afuera apretándolo e hizo que calzara en el agujero, lo mismo hizo con el otro. Mis pechos, apretados, salían para afuera como dos bolas amuradas a una pared de madera. Mi padre puso las trabas y ahí quedé yo parada con las manos inmovilizadas y los senos más que expuestos.

La reacción de mi cuerpo fue inmediata. Aunque esta vez traté de controlarlo, no pude. Mis pezones volvieron a salirse. Joan señalo que estaban "erectos" otra vez. Y sin mas introducciones empezó a golpearlos con las manos como si los estuviera cacheteando hasta dejarlos rojos y ver las lágrimas silenciosas que caían por mis mejillas. Volví a pedirles disculpas pero ninguno de los tres respondió. Se quedaron parados en silencio mirándome los pechos. Finalmente se sentaron en el banco. Yo creía que no podría soportar más humillaciones. Pero ninguno dijo una palabra.

Un rato más tarde yo ya estaba exhausta de estar tanto tiempo parada. Mis pechos seguían con su color rojo, empezaba a creer que era por el aprisionamiento. Me dolía cada músculo de mi cuerpo. Pero nadie hizo nada. Cayó la tarde y se fueron. Me dejaron sola en la misma posición. Yo trataba de cambiar el peso de mi cuerpo de una pierna a la otra pero indefectiblemente terminaba agotada y dolorida. Después de la cena entró mi hermano Joan y por fin me libero de semejante tortura. Mis pechos estaban helados, igual que el resto de mi cuerpo. Me condujo al baño y me sumergió en la tina de agua caliente. Aunque muy levemente, se me había cortado un poco la circulación, y el dolor que sentí al reactivarse la sangre fue uno de los más placenteros que sentí en mi vida. Otra vez las mil agujas me recorrían los pechos, esta vez por dentro. Se quedó sentado junto a mi sin dirigirme la palabra hasta que el agua se empezó a enfriar y me indicó que saliera y me secara.

Una vez seca, me dijo que me quedara desnuda. Aparentemente, había aceptado humildemente el castigo impuesto, aún cuando todos pensaron que pediría por favor ser liberada antes de tiempo. Mi padre quería premiarme y había aceptado que durmiera con mis hermanos esa noche, libre de ataduras, ya que ellos estarían encargados de vigilarme por la noche. La única condición es que estuviera desnuda para que pudieran ver cualquier reacción de mi cuerpo. Según había explicado, estaba en un período de prueba. Siempre con la mirada baja fui hasta donde mi padre y le agradecí su misericordia. Por primera vez desde la tarde el me habló y me deseo buenas noches.

No cabía en mi alegría. Dormiría en un colchón, no sobre la paja, junto a mis hermanos. Además mi padre me había perdonado y mis hermanos también, me sentía la mujer más feliz de la tierra.

Mis hermanos compartían una gran cama. Después de decir las oraciones de rodillas junto a la cama me ubicaron en el centro, Joan se acostó a mi derecha y Raúl a mi izquierda. Ellos vestían un camisón muy parecido a las túnicas que a veces me hacían usar. Raúl me advirtió que podía dormir boca arriba o de costado pero no boca abajo, para no esconder mis senos. Me quedé boca arriba. Ya me había acostumbrado un poco a la desnudez de mi cuerpo, aunque seguía dándome vergüenza. Cerré los ojos y trate de no pensar en nada. Estaba tan exhausta que en minutos me quedé dormida.

A media noche desperté y me acomodé mejor en la cama. Me puse de costado de espaldas a Joan. El rostro de Raúl estaba muy cerca del mío y dormía placidamente. Tuve sueños muy raros aquella noche. Me despertaba sobresaltada a cada rato. En un momento recuerdo que Joan se acomodó más cerca de mí, su pecho descansaba sobre mi espalda. Él también se despertó. Me dijo que iba a ver como se comportaban mis pechos me abrazó, poniendo sus manos en forma de cuenco, abrazando a su vez mis pezones.

- Están lisos. Creo que pasaras bien la noche –y volvió a dormirse.

(9,50)