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Aprendiendo a ser una buena esposa (1 de 2)

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Vivo para servir a mi esposo, y estoy orgullosa de ello. Hoy en día, con tanta liberación femenina y revolución sexual las mujeres han olvidado lo esencial: su lugar en el hogar. Porque nadie puede negar a la institución más grande de todos los siglos, la familia. Pero no "familias" modernas de madres solteras, divorcios, hijos sin padres; familias con f mayúscula, familias patriarcales, familias como se las conoció siempre en la historia.

Para mí, la vida es mucho más simple y feliz que para la mayoría de las chicas de mi edad. No me atormentan las dudas existenciales, yo sé quien soy y cuál es mi propósito en la tierra: ser una buena madre y esposa. Por suerte, mi esposo… en realidad es mi Señor, mi Amo. No me gustan los nombres modernos de esposo y esposa, eso pone en igualdad de posiciones a ambos, cuando esta claro que una mujer nunca podría ser igual a un hombre. El hombre es sabio, fuerte, protector. La mujer es débil, ignorante, y necesita quién la guíe en la vida. Cuando acepté ser su mujer hice eso, acepté ser suya, le pertenezco y cuerpo y alma.

Tuve la suerte de dar con un hombre tan maravilloso como Francisco. El me cuida en todo sentido. No puedo más que decir que somos una familia perfecta. Tenemos 5 hijos, dos varones y 3 mujeres. Francisco se ha encargado de procurarnos una gran casa donde podemos vivir cómodamente, y un ingreso que permite que podamos realizar la tarea de criar y educar a nuestros hijos.

Francisco es le hombre ideal, es mi Señor, mi padre, mi maestro y mi confesor. Sin él estaría perdida. Creo que no me alcanzaría la vida para agradecerle el que me haya cobijado bajo su techo.

Francisco tienen viñedos, y gracia a ellos él puede estar en casa muchas horas al día, y en algunas épocas del año, hasta se queda todo el día. La mayor parte del tiempo la dedica a enseñarme a ser una mejor esposa. La casa es grande, como había dicho. Los niños tienen dos habitaciones, una de varones y otra de mujeres, también está la biblioteca, la sala de estar, el cuarto de juegos, el comedor, los cuartos de servicios donde viven la cocinera, las tres domésticas, la institutriz y la niñera. Nuestra habitación está llegando al final de la propiedad. A la entrada hay una pequeña biblioteca, que funciona de antesala. Nuestra habitación, hablando correctamente, es la habitación de Francisco. Es amplia y muy luminosa, con una gran cama con dosel y todas las comodidades que un hombre necesita para recuperarse de una cansadora jornada. Hay una puerta a cada costado de la habitación. Una es la entrada a su baño, con una gran bañera estilo francés, calefacción y vista a su jardín. La otra lleva a un pasillo, al final del pasillo está mi cuarto, que es más pequeño, tienen una cama bastante pequeña, no tiene ventanas y el piso de frías baldosas. En una esquina hay una rejilla que permite que el agua tibia de la ducha se escurra. Por suerte no sale con mucha presión ya que si no, mojaría mi cama. En la misma rejilla es donde orino en caso que necesite hacerlo una vez que mi Señor me manda a mi cuarto. No hay inodoro ya que no es necesario, Francisco me ha explicado que no puedo defecar estando allí, y gracias a su constancia he aprendido a controlar mis esfínteres hasta hallarme en un lugar donde él considere propicio a tales fines. Mi habitación es austera pero inspiradora, es el lugar donde puedo reflexionar sobre lo aprendido en el día, sobre los errores cometidos, y sobre cómo poder complacer mejor a mi Amo.

No me permite dejar la puerta del pasillo y de la habitación abiertas, ya que mis ruidos podrías podrían molestarlo. La llave del pequeño foco de la habitación está junto a la cama de Francisco, por lo que él maneja los horarios de luz y oscuridad. Pero tiene un motivo. Él me ha enseñado que la oscuridad me permite pensar mejor las cosas, y que nadie mejor que él sabe cuánto necesito pensarlas. Volviendo a las puertas, si bien no me deja dejarlas abiertas, pocas veces las cierra con llave, así, si me necesita para algo, hace sonar un timbre que tiene junto a su cama y puedo ir hasta él sin que tenga que levantarse.

Mi nombre es María, y mi día comienza cuando Francisco se despierta. Lo primero que hago es preparar el baño. Siempre me quedo de pie junto a la bañera por si necesita algo. Me encargo de secarlo con una suave toalla. La ropa siempre la elige él, claro, el elige la ropa de todos los miembros de la casa. Mientras se viste traigo el desayuno que una de las domésticas dejó en la mesita de la antesala. Francisco vuelve a la cama y toma su desayuno mientras yo me baño en mi cuarto y me cambio. De día siempre llevo un vestido clásico de estampados simples y florares, de esos que se abotonan adelante. No llevo ropa interior ya que me la prohibió hace años. Cuando llego a su habitación le retiro la bandeja del desayuno y vuelvo a dejarla en la mesa de la antesala.

A Francisco le encanta empezar bien el día. Hoy se sentó en una de las poltronas que da a su jardín a leer el diario. Me ordenó que le haga una mamada. Fui en cuatro patas desde la antesala hasta donde estaba el, su pene ya estaba fuera de sus pantalones por lo que, arrodillada, me postré frente a él a lamer y chupar su pene mientras él leía las noticias internacionales. Me ha costado mucho no tener arcadas cuando trago su semen en ayunas, pero gracias a su perseverancia ya lo he superado.

Para mi es muy importante que él pueda tener una buena eyaculación a primeras horas de la mañana, ya que nada puede alegrarme el día más haberle hecho comenzarlo bien.

En esta época del año casi no va al viñedo, por lo que se quedará todo el día en casa. Pero es mi turno de ver que mis hijos estén arreglados y desayunando como corresponde. Las niñas en la mesa de la cocina y los niños en la mesa del comedor. Una vez que todos terminaron, recién ahí Francisco me permite desayunar a mí, también en la mesa de la cocina. Claro, la mesa del comedor es para los hombres.

Todavía recuerdo lo ingenua y torpe que fui la primera vez que cenamos juntos, nuestro primer día de casados. Yo me senté en la mesa, al lado de la cabecera, y vi que no habían colocado un plato para mí. Cuando Francisco entró en el comedor y me vio sentada a la mesa se encolerizó y con razón. Fue mi primera falta y su primer castigo. Nunca lo olvidaré. Primero me llevó a la biblioteca (era la época, antes de que lleguen los niños, en las que usábamos la biblioteca), sentó en su sillón y me ordenó que me arrodillara frente a él.

―María, cómo ya sabes, una mujer no está al nivel de un hombre. No es lógico que compartan la misma mesa. Tus comidas, a menos que indique lo contrario, las harás en la mesa de la cocina. Carmen ya sabe donde debe servirla. ¿Me has entendido?

Alcé mis ojos y le dije que sí. Acto seguido me dio una bofetada que retumbo por toda la habitación y me dejó la cara colorada por un largo rato.

―María, esa no es forma de dirigirte a mi. A partir de ahora seré tu Amo y Señor. Tu padre te ha entregado a mí y me perteneces. Ahora háblame como se les habla a un Amo y Señor. Repito, ¿me has entendido?

―Si, mi Señor.

―Muy bien. No seré menos severo por ser tu primer error, ya que quiero que sirva de ejemplo para los siguientes. Levántate el vestido y recuéstate sobre mi regazo. Después de los azotes que vas a recibir no te van a quedar ganas de sentarte en ningún lado por un tiempo.

Dicho y hecho, azotó mi trasero con la palma de su mano una y otra vez. Sentía la piel hervir, pero tenía tanto miedo de volver a defraudarlo que no me animé a pedirle que se detuviera. Fueron 60 azotes contados. Cuando terminó me ordenó que me volviera a arrodillar frente a él y vio mi rostro cubierto de lágrimas, pero eso no lo detuvo a darme otra bofetada.

―Cuando yo te castigo, es porque quiero que aprendas a ser una mejor esposa. Dedico mi tiempo y energía en enderezarte, así que lo menos que deberías hacer es agradecerme.

―Gracias, mi Señor, por haberme castigado. He aprendido la lección y no volveré cometer el mismo error.

―Ven, dame un beso. El proceso del aprendizaje es lento y doloroso. Pero las recompensas de poder servir a tu Señor como él se lo merece son incomparables.

Y me beso tiernamente. Ese fue mi primer castigo. Nunca más me senté en la mesa.

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