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Amantes para Leopold (I-01): El Despertar (01/08)

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 Amantes para Leopold (001)

 El Despertar: 01 de 08

 

Homer iba tambaleándose.  Su enorme panza oscilaba por la torpeza de sus pasos y la calva le brillaba reflejando la mortecina luz de la única farola que alumbraba la polvorienta callejuela.  Un eructo alcohólico lo sacudió mientras intentaba atinar en la cerradura de la puerta con la llave, pero su ebriedad era tan avanzada y la penumbra tan precaria, que no lograba su objetivo.

¡Puta! – masculló con alicorado acento.

Y sin lograr su cometido, tiró la llave lejos de sí y lanzó una patada sobre la puerta que hizo que la miserable covacha se sacudiera.  Aún sin poder franquearse el paso, arremetió con todo su peso sobre la mugrienta puerta, haciendo que de nuevo el rancho endeble se estremeciera y crujiera con un sonido como de lastimero gemido.

Esta vez la puerta cedió abriéndose de par en par mientras algunas astillas de madera volaban hacia el interior y el propio Homer caía de bruces en medio de la estancia lanzando una sarta de improperios y de maldiciones, con la cólera hirviéndole en las venas y mezclándosele en la sangre con el licor barato.

El estrépito y las maldiciones despertaron a Gary.  El pobre muchacho abrió los ojos aterrado y se acurrucó contra el rincón más oscuro sobre su dura y miserable cama.  Era un intento vano por sustraerse a la ira de Homer.  Sabía muy bien en donde iba a descargar la cólera su alcohólico padre.

Homer trató de sobreponerse un poco a su ebriedad y sin dejar de disparar procacidades e improperios, se puso en cuatro patas y dio unos cuantos pasos hacia el rincón que hacía de cocina.  Una pequeña estufa, fría dese hacía demasiadas horas, sostenía una olla que contenía un puñado de arroz blanco sin nada más.

Ajeno a la ruidosa presencia de Homer y al terror que atenazaba la garganta de Gary, Leopold roncaba apaciblemente sobre su pequeño jergón dispuesto al fondo de aquel lóbrego salón que constituía la única estancia de la vetusta vivienda.

Homer alcanzó la estufa y logró izarse sobre sus piernas.  Tanteando en la penumbra encontró la olla y con gesto ansioso tiró la tapa al suelo y metió la mano para agarrar el puñado de arroz blanco.  Engulló el bocado sin masticarlo y volvió a meter la mano en la olla para encontrársela esta vez casi vacía.

La ira se le renovó y le hizo bullir la sangre que empezó a agolpársele en la cabeza y a crisparle los puños.  Con demasiada habilidad para su estado de ebriedad, lanzó la olla vacía hacia el rincón en el que se acurrucaba Gary.

La olla le dio sobre las espinillas al muchacho causando un ruido sordo y haciéndolo emitir un gemido que más que de dolor era de miedo renovado, al tener ahora la certeza de no poder librarse de la cólera de Homer.

¡Mi cena! – gritó Homer – ¡¿Dónde putas está mi cena?!

Gary se encogió un poco más replegándose sobre el rincón en el que anhelaba protegerse.  Intentó explicarle a su padre que aquellos granos de arroz eran la única cena.  Quiso decirle que aquel día Leopold no había llevado a casa más que aquella exigua pitanza.  Pero solo un sollozo salió de la garganta del aterrado muchacho.

Homer fue acercándosele con su paso vacilante.  Mientras se tambaleaba hacia la cama que compartía con Gary, fue soltándose la hebilla de su grueso cinturón.  Mascando su ira, mascullando maldiciones y soltando insultos y amenazas.

Estiró su brazo y con su mano como una garra afianzó a Gary por los pelos y tiró con todas sus fuerzas.  El muchacho cayó desde la cama al suelo con un sonido de odre a medio llenar.  Homer se tambaleó un poco antes de asentarle pesadamente un pie sobre la nuca y de inmediato le propinó un primer golpe con la hebilla del grueso cinturón.

Las costillas de Gary crujieron con el primer azote al tiempo que el aterrado muchacho lanzaba un alarido lastimero que terminó por despertar a Leopold.

El chico se sentó parsimoniosamente en el borde de su reducido jergón, se restregó los ojos con el anverso de sus manos y no tuvo que prestar demasiada atención para saber lo que estaba ocurriendo: ¡De nuevo ese malnacido de Homer estaba moliendo a golpes a Gary!  “¡Maldito hijoputa ese Homer!”, pensó Leopold.  Ya estaba harto de aquella situación de todos los días.

Se estiró un poco como un gato, tratando de sacarse la modorra del sueño interrumpido.  Se puso de pie y con un par de pasos se acercó a donde el ebrio seguía moliendo a Gary con furiosos y desordenados azotes.  Y con un movimiento ágil logró agarrar el cinturón por la hebilla para interrumpir el enésimo golpe que Homer le obsequiaba a su tembloroso y gimiente hijo.

Unido al ebrio por aquel grueso cinturón, Leopold no le dio tiempo de reaccionar.  Con agilidad felina le lanzó una patada a la entrepierna asentándole tal golpe, que Homer se quedó completamente estático por un instante, lo justo para que el chico halara con fuerza del cinturón haciéndolo inclinarse hacia adelante, como amenazando con irse de bruces.

Sin esperar a nada, con la misma agilidad felina, Leopold levantó de nuevo su pierna y le asentó a Homer una tremenda patada en plena boca, impidiéndole que se fuera de bruces y haciéndolo tambalearse hacia atrás.  En ese mismo instante el chico soltó la hebilla del cinturón y el iracundo ebrio, desprovisto hasta del menor rastro de fuerza, osciló hacia atrás y cayó pesadamente al suelo sobre su propia espalda, agarrándose los huevos con ambas manos y tratando de aspirar un poco de aire para poder seguir respirando.

Sin ocuparse ya más de Homer, Leopold volvió hacia su miserable jergón, se vistió a las volandas, tomó sus escasas ropas y las empacó en una raída bolsa mientras mascullaba improperios y maldiciones.

Gary seguía en el suelo, gimiendo y sin comprender qué era lo que había pasado.  En medio de su angustia y de su miedo, el pobre muchacho seguía esperando el próximo golpe sobre sus desnudas costillas.  Hasta que se percató de las imprecaciones que lanzaba Leopold y puso sus ojos llorosos en los movimientos del osado chico que acababa de salvarlo de la paliza con que lo había estado obsequiando su borracho padre.

Reuniendo los últimos restos de sus fuerzas y haciendo gala de un valor que no tenía, Gary se puso en cuatro patas y reptó hasta estar a un palmo de los pies de Leopold.  Levantó su cabeza y con los ojos llenos de lágrimas y temblando de dolor y de frío, le preguntó entre sollozos:

¿Qué haces Leopold?

¡Me harté! – le respondió el chico – ¡Ahora mismo me largo…ya no aguanto más a este maldito hijoputa!

Un latigazo de tristeza sacudió el aterido cuerpo de Gary.  Si Leopold se iba, él se quedaría completamente solo en el mundo.  Ya nadie habría que se ocupara de él.  Eso sería como morirse.  Aunque podía estar seguro que de quedarse solo con Homer, el ebrio terminaría matándolo de una paliza.

No me dejes Leopold… – le imploró Gary puesto en cuatro patas a sus pies.

Si me quedo, mañana o pasado voy a terminar matando a ese hijoputa…

La terrible pero realista sentencia de Leopold hizo que Gary se derrumbara.  Sin esperanzas y lleno de tristeza, el pobre muchacho se dejó caer de nuevo al suelo, hipando en medio de angustiosos sollozos.  Leopold, por su parte, agarró la raída bolsa con sus escasas prendas, dio un paso saltando sobre el desvalido y tembloroso cuerpo de Gary y se encaminó hacia la astillada puerta de la covacha, traspasándola y saliendo hacia la polvorienta callejuela.

Entonces, como el náufrago que ve alejarse su última tabla de salvación, Gary reaccionó y aunque tremendamente adolorido, se puso en pie y tambaleándose como si él mismo estuviera ebrio, caminó hacia la puerta por la que acababa de salir el otro chico y aferrándose a la húmeda madera le gritó:

Leooopooold…

Al oír el llamado de Gary, Leopold detuvo su andar, se dio media vuelta y se quedó por un instante parado en medio de la calle, con los ojos puestos en la delgada figura del muchacho, que escasamente vestido con un pequeño calzoncillo, lo llamaba desde la puerta de la miserable covacha.  Enseguida desanduvo sus pasos para indagar para qué lo requería el otro.

¡¿Qué quieres?! – le preguntó con aspereza.

¿Puedo ir contigo, Leopold? – le preguntó Gary con los ojos iluminados por la esperanza y con un par de lágrimas bailoteando en sus párpados.

Leopold le dedicó una mirada escrutadora, profunda…lo observó de arriba abajo, como midiéndolo, tal vez conmovido por su imagen tan desvalida, tan frágil.  Y sin estar del todo convencido le preguntó:

¿Harás lo que yo diga?

Sí Leopold…siempre haré lo que tú digas… – le respondió Gary de inmediato.

Bien…ve a traer tus cosas…y vístete… – le ordenó Leopold.

Tengo miedo, Leopold… – le respondió Gary con un sollozo.

Leopold bufó y meneó la cabeza con gesto de desaprobación.  Y a pesar de ello le entregó la raída bolsa con sus propias prendas a Gary y entró él mismo en la covacha para reunir las escasas pertenencias del apaleado muchacho.  Casi enseguida salió de nuevo para darle las deshilachadas ropas y un par de sucias y rotas zapatillas.

Tomó su bolsa y echó de nuevo a andar por la callejuela, mientras Gary se afanaba en vestirse a medias, al tiempo que daba cortos saltos, como pequeños pasos, tratando de seguir a Leopold, acabando de cubrirse su magullado y delgado cuerpo con los desteñidos harapos.

En la callejuela, enormes ratas como conejos les disputaban la basura a raquíticos y esqueléticos gatos.  Una llovizna pertinaz se desgajó desde el cielo para empapar el camino de los dos muchachos desde aquella barriada miserable.  Allá iban, hacia las luces titilantes del centro de la ciudad esos dos chiquillos cuyo destino estaba tan unido, aunque ellos fueran tan absolutamente diferentes el uno del otro.

Casi tres horas antes del amanecer, empapados hasta los huesos y llevando en la mano su respectiva bolsa con las pocas pertenencias de cada uno, los dos muchachos se acercaron a la amplia fachada de un enorme edificio renegrido y abandonado.  Tuvieron la suerte de encontrar un hueco por el cual se colaron hacia el interior y buscaron un rincón seco donde acurrucarse para descansar y tratar de calentarse un poco.

Leopold recostó su espalda sobre un muro y extendió las piernas abriéndolas un poco en compás, con cierto gesto de machito cansado.  A su lado se acomodó Gary temblado como un pajarillo, encogiéndose hasta donde le era posible y pasando sus delgados brazos alrededor de sus rodillas, como protegiéndose de un inexistente peligro.

Estás muriéndote de frío – afirmó Leopold con seguridad.

Gary levantó la cabeza y le dedicó una mirada lánguida.  El temblor que sacudía toda su piel era una confirmación demasiado evidente de lo que ya sabía el otro chico.

Ven acá – le ordenó Leopold señalando el espacio entre sus piernas.

Gary obedeció de inmediato.  Reptando un poco para acercársele, fue a acomodar su débil espalda contra el ya fornido pecho de Leopold, replegándose contra él con tanta confianza como la de quien encuentra el refugio más confortable para su adolorido cuerpo.

Leopold adelantó sus brazos y los enlazó alrededor del aterido y tembloroso cuerpo de Gary, apretándolo aún más contra su pecho, abrazándolo como quien afirma su posesión sobre una muy querida pertenencia.

Gary entonces giró un poco su cabeza y con un suspiro susurró:

Te quiero Leopold…siempre haré lo que tú digas…te lo juro…

Leopold sonrió.  A la tierna edad de 12 años, sin tener conciencia plena de ello, aquel pequeño pero imbatible guerrero estaba recibiendo el primer juramento de amor, proferido por aquel muchacho que no obstante ser tres años mayor que él, era como una avecilla desvalida y temblorosa, que encontraba consuelo y protección entre aquellos brazos de juveniles músculos que lo rodeaban con firmeza para transmitirle calor. 

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