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Amantes para Leopold (I-02): El Despertar (02/08)

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 Amantes para Leopold (002)

 El Despertar: 02 de 08

 

La mañana se coló como una explosión de luz por entre los empolvados cristales de aquella estancia que en la madrugada había escogido Leopold para refugiarse de la pertinaz llovizna que los persiguió a él y a Gary desde que salieron de la vetusta covacha en la que Homer había quedado tendido e inconsciente, a medias por la ebriedad y a medias por los golpes que le propinó aquel pequeño e imbatible guerrero.

Leopold había dormido poco, pero extrañamente se sentía lleno de energía.  Como si con el despertar del nuevo día amaneciera para él una vida también nueva.  Gary dormitaba sentado entre sus piernas y apretado contra su pecho.  ¡Se veía tan indefenso y frágil!  Leopold no pudo evitar estrecharlo un poco más entre sus brazos y suspiró al recordar la historia de aquel cachorro que él y su padre habían rescatado.

De eso hacía casi cinco años.  Fue unos meses antes de que aquellos hombres encapuchados acribillaran a sus padres.  Leopold y su padre andaban por el bosquecillo que estaba al lado del riachuelo que surcaba por la margen de su parcela.  Iban buscando algo de leña para el hogar y se habían topado con un cachorrito minúsculo, casi ciego, emparamado por la lluvia de la noche anterior.

Leopold lo recogió y le limpio algo del lodo que le embarraba la hirsuta pelambrera.  El cachorrito soltó un gemido profundo y tonteó un poco, como buscando la teta de su madre entre las manos del chico.  Su padre los contemplaba con una sonrisa entre curiosa y enternecida.  Seguramente la madre del cachorro lo había abandonado o tal vez algún cazador había dado buena cuenta de ella y, como fuera, el animalito ahora estaba condenado a morirse de hambre y frío.

El chico le acarició un poco el húmedo pelambre.  No sabía qué hacer con él.  Y optó por lo que le parecía más razonable.  Buscó un sitio que no estuviera tan mojado entre la hierba del bosquecillo y depositó allí al animalito, esperanzado con que tal vez su madre regresara para alimentarlo y cuidarlo.  Aunque a sus casi ocho años de edad, Leopold sabía muy bien cuál era la suerte que le esperaba al cachorrito.

Si lo dejas allí, seguro que va a morirse – le había dicho su padre.

Pero no sé qué más hacer con él – respondió Leopold con una mueca de tristeza.

Puedes cuidarlo hasta que esté fuerte.

Pero es que será un problema – se quejó Leopold.

Tal vez tengas que hacer algunos sacrificios… – le dijo su padre –…pero cuando el cachorro crezca y esté fuerte, él te va a proteger a ti…

Convencido por los argumentos de su padre, Leopold optó por llevarse a su pequeña casa al cachorrito.  Y durante semanas lo cuidó, se ingenió la forma de alimentarlo con un biberón, le mantuvo limpia de pulgas la pelambrera y cuando el animalito estuvo en condiciones, fue adiestrándolo y jugó con él, sin hacerle mucho caso a las protestas de su madre que se quejaba de que el cachorro se ensañaba estrenando sus dientecitos incipientes con las bonitas flores del jardín que ella con tanto mimo y amor cultivaba en los alrededores de la casita de la familia.

La noche fatídica en que murieron sus padres, los hombres que los asesinaron iban también a por Leopold.  El cachorro había crecido.  Era un perro enorme y hermoso.  Y al ver que uno de aquellos asesinos perseguía a su Amito, se había ensañado con el perseguidor, gruñéndole y mordiéndole cuanto pudo, hasta que una bala mortífera había acabado con su vida.  Pero el sacrificio del cachorro había valido para que Leopold pudiera escabullirse entre la espesura del bosque que conocía tan bien y de esa manera lograra perdérsele a su perseguidor y salvar así su propia vida.

Un suspiro sacudió todo el cuerpo de Leopold y lo hizo estrechar aún más a Gary contra su pecho.  Sin pensárselo, se inclinó un poco y le obsequió un beso suave sobre la melena castaña y volvió a suspirar.

Con el abrazo fuerte de Leopold, Gary terminó por despertarse.  A pesar de los verdugones con que le había marcado la piel la paliza de Homer, de la llovizna que los había perseguido a él y a Leopold, de la larga caminata desde la covacha hasta ese viejo y renegrido edificio, Gary había pasado una noche estupenda.  Nunca antes en sus casi quince años de vida había podido dormir sintiéndose tan seguro y tan confortado.

Los fuertes brazos de Leopold seguían rodeándole y él había encontrado además una cuna cálida entre las musculosas piernas del chico.  Se hubiera quedado allí para toda la vida, recostado sobre el pecho amplio de Leopold.  Se sentía tanto bienestar y tanta fuerza protectora junto a él.

¡Venga! – le dijo Leopold – ¡Levántate ya!

Gary giró un poco su cabeza y alzó la mirada.  Sus ojos garzos se cruzaron con los penetrantes ojos negros de Leopold y se estremeció por un momento antes de esbozar una tímida sonrisa.  Con desgano se apartó del pecho del chico, se estiró un poco como para desperezarse y sin pensárselo, con un movimiento agilísimo se le acercó de nuevo y le estampó un besito sobre la mejilla derecha.

Al momento sintió una aprensión terrible, sus mejillas adquirieron un intenso sonrojo y se recriminó interiormente por el atrevimiento que había tenido.  Tal vez Leopold iba a enfadarse con él por ese besito que sin embargo no había podido resistirse a darle.  Incluso hasta era posible que Leopold fuera a castigarlo.

Perdóname… – le imploró con un sollozo.

Leopold no había sido ajeno a la caricia de Gary.  Pero lejos de encabronarse con el chico, se hizo como si no hubiera sentido aquel besito tímido.  No le dijo nada.  Se puso en pie con presteza y miró en derredor.

La estancia en la que habían venido a parar dentro de aquel viejo edificio era un salón amplio sobre el segundo piso.  Estaba cubierto de polvo y telarañas por todas partes y por los rincones se amontonaban algunos pocos muebles rotos y sucios.  Sobre la pared que daba a un patio en el que crecía la hierba a gran altura, había una ventana que conservaba su vidriera, amplia e intacta pero opacada también por el polvo y la mugre.

Lo importante, pensó Leopold, era que allí podrían estar a cubierto de la lluvia y el sol y que al parecer nadie iba a preocuparse de que dos chicos como ellos hubieran adoptado aquel salón como su refugio.  Por lo demás, en esa zona de la ciudad no había casi vagabundos que quisieran ir a disputarles esa estancia tan bien oculta, que había pasado desapercibida por quién sabe cuántos años.

¡Habrá que limpiar! – dijo Leopold como para sí mismo.

Si tú me lo permites…yo limpiaré…ya sabes que soy bueno para estas labores de casa… – dijo Gary acercándosele obsequioso.

Bien… – respondió Leopold –…sólo ten cuidado por si hay alguna alimaña por ahí.

Gary saltó atemorizado y se colgó de su brazo.  Leopold no pudo evitar sonreír divertido ante el temor del otro chico.  Pero se volvió a verlo con algo de dureza.  Tenía que ser firme con Gary si no quería que se la pasara por ahí dando saltitos y gritando de miedo a cada momento.  ¡Carajo!  ¡Gary tenía que aprender a controlar su permanente miedo!

¡No pierdas el tiempo! – le dijo con sequedad – ¡Y busca con qué empezar a limpiar!

Como tú digas Leopold… – le respondió sumisamente Gary.

Y haciendo mil melindres fue a por la bolsita en la que había traído su escasa ropa, sacó de allí una vieja camiseta y se dispuso con ella a limpiar todo lo que podía, tratando eso sí de estar atento por si iba a toparse con alguna alimaña para poder apartarse con toda agilidad.

Voy a salir a buscar algo que comer y algunas otras cosas… – le anunció Leopold –…tú te quedas aquí limpiando y no vayas a salir a ningún lado.

¿Vas a tardarte? – le preguntó Gary casi con un sollozo.

No lo sé – le respondió Leopold con sequedad.

Y dio media vuelta para empezar a irse.  Gary suspiró viéndolo marcharse y no pudo evitar que lo sacudiera un sollozo al ver la indómita melena de Leopold tan negrísima como sus ojos, y esos brazos fuertes en los que había dormido, y esas piernas largas y potentes y ese culo firme y respingón que abultaba con tanta generosidad los raídos vaqueros de cuyo bolsillo izquierdo colgaba con indolencia un trozo de bayeta, y esos pies grandes que enfundados en aquellas zapatillas rotas habían recorrido ya tantos caminos y que él mismo había descalzado tantas veces y tantas veces había acariciado con sumisa devoción.

Leopold… – lo llamó Gary con un sollozo.

El chico detuvo sus pasos, giró sobre sus talones y le dedicó a Gary una mirada inquisitiva y dura.

¡¿Qué quieres ahora?!

Cuando mi papá nos descubra va a golpearme muy fuerte… – sollozó Gary.

Leopold desanduvo sus pasos para acercársele.  Lo miró como lo había hecho la noche anterior, como midiéndolo, como escrutándolo.  Con esa arrogancia tan natural en él.  Pero lo conmovió un poco verlo encogiéndose como un animalito asustado.

Homer no volverá a castigarte nunca más… – le dijo con firmeza –…jamás volverás con él.  Ahora vivirás conmigo y yo no dejaré que ese ebrio vuelva a tocarte.

Gary se estremeció de felicidad.  Se abalanzó sobre Leopold para colgarse de su cuello y reclinó su cabeza sobre el amplio hombro del chico rozándole la mejilla con la melena castaña.  Y soltó un sollozo quedito.

Leopold lo sostuvo por unos instantes.  Pero casi enseguida lo apartó de él con algo de brusquedad.  Le dedicó una mirada firme y le ordenó:

Deja ya de ser tan llorica y ponte a limpiar.

Y volvió a dar media vuelta y de nuevo intentó irse.  Pero Gary lo detuvo otra vez.

Leopold…

¡¿Y ahora qué?! – le preguntó Leopold ya hartándose.

¿Tú me castigarás?

Leopold lo midió de nuevo con la mirada.  En ese momento, de buena gana le habría dado un tortazo para que dejara de hacerlo perder el tiempo.  Pero en vez de golpearlo le respondió con algo de indulgencia:

Si eres buen chico y haces siempre lo que yo diga, no tendré que castigarte.

Gary suspiró con alivio.  Hubiera ido de nuevo a abrazarse contra el fuerte pecho de Leopold.  Pero ya lo notaba algo cabreado y no quiso arriesgarse a que aquella fuera la ocasión para que el chico lo castigara por primera vez.

Seré el mejor chico para ti, Leopold…te lo juro…

Leopold ya no quiso seguir haciéndole caso.  Dándole la espalda caminó con determinación alejándose de él.  Gary se quedó allí, prometiéndose a sí mismo que haría todo para agradar a Leopold y se dedicó a limpiar cuanto pudo el polvo y la mugre que afeaban aquel amplio salón que antes debió ser una sala de juntas y que ahora era el nido de aquellos dos chicos que empezaban una vida nueva.

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