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La segunda mejor arma

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Todavía me excito cuando recuerdo ese momento. Lo esperé poco tiempo, pero hubiera esperado mucho por su llegada. En el teléfono su voz había sido el mejor estimulante sexual para mi cerebro embebido de  emociones y hambre de sensaciones nuevas. Al bajar del taxi fue un destello que me pegó tanto en la piel que no le quité los ojos de encima ni un solo momento, a riesgo de que los transeúntes me advirtieran, las señoras en la vereda, los porteros del hotel, el policía de tránsito, el mundo entero podría haberse detenido, para mí era Joaquín el único que brillaba. Visualmente, su imagen acudía impecable a mi mente para conciliarse con la voz atrapada en mi recuerdo desde minutos antes.

A Joaquín lo conocí también a través del internet. Fue casi fortuito nuestra detección mutua, ese descubrimiento de la aguja en el pajar, extraña mezcla de desconcierto y placer que nos suele arrebatar la cordura muchas veces. Más de uno ha sabido esquivar los coqueteos de la demencia sexual cuando asoma tímida entre el teclado de una PC y la pequeña cámara web que complicita nuestros furtivos ciberencuentros. Y es que la sed de tenerlo todo es una ambición que pocos podemos enfrentar y, menos, sobrevivir.

Hablando y jugando juegos secretos en una tarde de modorra y calor del verano del 2002, en pleno Miraflores, con la humedad caliente del aire y la laxitud del tiempo libre. Apareció Joaquín, un ligero chiquillo de conversación ligera, desentendida, sinvergüenza. Eso fue lo que me jaló a él, aunque Joaquín no es un nombre que yo deje pasar por alto fácilmente, me gustó desde ese pequeño detalle. Yo, como siempre, dando tumbos entre el interés y la despreocupación, conversé con él a su ritmo, en su idioma. Ligamos no mucho tiempo después y decidimos vernos de inmediato. En ese siempre fui experto, en el arte de la provocación, del misterio secreto y la incógnita preparada. Joaquín jugó con lo que tenía como su segunda mejor arma, la frescura de la juventud recién lograda, su inquietante voz de arrebatado muchacho de residencial y sus ganas de verme.

Nos citamos en la Av. Benavides, la más céntrica de Miraflores, a las 5 de la tarde. Yo estuve un poco antes para poder delimitar el escenario y esperarlo atento. Poco antes de las 5 lo llamé por él celular para confirmar su llegada. Su voz era fresca, excitante, lujuriosa y descuidada, como si tuviera yo puestos unos jeans boss con las rodillas rotas o los filos de la boca sucios. Era alcoholizante esa sensación. Me excité tanto al hablar con él, con su seguridad arrebatada y sus deseos de mí, que no pude evitar que se notara la erección en mí, la misma que fue notada por los seres humanos de mi alrededor. Me acomodé casi en secreto para poder seguir hablando. Me dijo que estaría llegando en pocos minutos. Me acomodé en el umbral de una farmacia para esperar con discreción.

Cundo bajó del taxi me quedé pasmado. Era un chiquillo de porte diminuto, pero caminar seguro. Su carita de ángel acompañaba perfectamente su delgada figura. Tenía la tez muy blanca, cabello castaño oscuro, desordenado, fresco, mojado, suave, perfumado, una delicia desde su sola presencia, combinaba a la perfección con sus anteojos de carey negro con marco grueso. Su cuerpo era delgado, pequeño, formado, con aires de despreocupación, bien vestido. Llevaba, lo recuerdo muy bien, un pantalón comando rojo, una polera crema y una sudadera con capucha crema también, vestido con cuidado pero sin obsesión.

Nos vimos y supimos todo. Empezamos a caminar para salir del cúmulo de personas inexistentes y empezamos una conversación rutinaria. Yo lo miraba de reojo volteando sutilmente la cara de cuando en vez para contemplar su pequeña belleza radiante y juvenil. Joaquín era su nombre, sin reservas ni dudas. Era estudiante de la Universidad Católica, como yo lo fui también. Tenía muchos planes para su vida, era ambicioso, firme, emprendedor y valiente. Eso le daba un aire de seguridad mayor. Se decía gay, moderno para ser exactos, pero que esperaba no tener problemas en poder cambiar algún día su rumbo. Su cabello se movía al ritmo de sus palabras y mi erección también. Ya quería sentirlo más cerca. De pronto sus comentarios se volvieron coquetos, su mirada clavada en la mía y sus labios rojos y pequeños comenzaron a moverse en sentido cabalgante, incitando mis deseos más allá de todo.

Llegamos a la altura del cine. Nos miramos y sin decirnos nada asentimos en entrar para seguir jugando al placer público. Recuerdo que era la semana del estreno de La Amenaza Fantasma, película que yo no había visto todavía ni tampoco vería esa tarde. Nos sentamos rápido porque la cinta acababa de iniciar su proyección 5 minutos antes. Nunca prestamos atención a la película, por más estreno que era. De arranque me puso su mano sobre la entrepierna. Me estremeció irremediablemente. Sentí el calor de su mano, atrevida, juguetona, lasciva. Fue acariciando mi pene por encima del pantalón, con suavidad pero con firmeza, como masajeando y extrayendo el placer de a pocos. Yo hice lo mismo, coloqué mi mano sobre su sexo. Era abultado, vibrante y cálido. Estábamos ardiendo y la oscuridad nos estaba protegiendo con complicidad, ni siquiera se escuchaban nuestros quedo e imperceptibles jadeos susurrantes. Le puse mi mano en su espalda, fui bajando hasta tropezar sus nalgas, como era delgado, el pantalón le quedaba suelto y podía mi mano interceptar sus carnes en olímpica maniobra. Fue delicioso comprobar que ambos frentes eran aceptados por él hacia mí, lo cual aseguraba mucho más de este viaje hacia los sentidos y el placer.

Su vergüenza quedó atrapada entre su mano y mi verga. Comenzó a bajar la cremallera de mi pantalón en busca de mi pene, ya mojado, ya enorme. La encontró y la sacó, bajó su cabeza y en un acto por demás osado comenzó a darme una mamada de antología. El sentido de lo prohibido y de lo público excitaban más nuestros cuerpos en esa oscuridad sobrecogedora. A cada movimiento infame de su boca, tragándose mi polla, mi cuerpo convulso pugnaba por seguir en ese éxtasis alucinado de sexualidad desorbitada. Su lengua merodeaba rápida y alocadamente por todo mi pene, grueso y exacerbado, rojo y palpitado, degustándolo, saboreándolo, acariciándolo con sus pequeños pero agitados labios. Sentía que ltoda mi leche hacía fuerza para arremeter, así que lo detuve. Tuve ganas de hacer lo mismo, pero era ya momento de pasar al siguiente nivel. Le susurré, vamos a otro lado. Fácil, me dijo.  

Salimos apurados del cine, tomamos un taxi y terminamos en un viaje directo y sin escalas. En el taxi seguimos tocándonos, lamiéndonos las ansias, sin temor de nada, sin mirara a nadie, sin asco ni gloria, tan solo era cuestión de piel, deseo profundo, ganas de él, ganas de mí.

Llegamos antes de 15 minutos al sitio. Era un hotel de zona media, bastante acogedor y agradable, discreto y sencillo, aunque ubicado en medio de una zona comercial y de gente simple. Era un pequeño hotelito donde siempre iba yo, lejos de todo y de todos, pero que me daba la sensación de comodidad que siempre hace falta. Allí fui muchas veces y de tantas formas, siempre lo recuerdo. Entramos rápido, comiéndonos con la mirada. Con sus dientes salidos se mordía la comisura de sus pequeños labios, esperando devorarme apenas estuviéramos solos. Y así fue. Al entrar a la habitación que nos dieron nos lanzamos de frente a la cama, arrancándonos la ropa, lastimándonos el alma, desgarrándonos las ganas. Sentí su manos firmes, alocadas, furiosas, y yo le dejé. Con la misma fuerza le quité la ropa. Nos sentimos libres del fuego de la carne que nos consumía a cada instante. Era deliciosos sentir esas emociones, verlo con su carita de ángel, arrecho, excitado, seguro de sí, fue más que suficiente para mí. Lo quise tener todo, de todas las formas. Estábamos ambos dispuestos a todo. Ya estaba claro.

Semidesnudos como estábamos nos miramos, ardiendo de deseo. Bajé la mirada. No podía creerlo. Ese muchacho de veintitantos, con la cara de ángel, sus labios pequeños, el cuerpo delgado y el cabello castaño tenía un enorme animal entre las piernas, quizás el más grande monstruo que jamás había yo visto. Hasta el día de hoy no ha habido quien supere esa visión. Era un mástil infame, de por lo menos 25 centímetros, grueso, rosado, cabezón, latiente, deliciosamente erecto, con unas bolas redondas, grandes. Humanamente, era inconcebible, casi inaceptable, tal vez imposible, que alguien tuviera un pene tan grande -tan hermoso por cierto- y menos alguien de figura tan pequeña como Joaquín. Era una dulce pesadilla, porque inmediatamente terminé de admirarlo y contemplarlo supe que tendría que aceptar que luego de que yo le introdujera mis humildes 16 centímetros él me empujara esa descomunal carne venosa. Comprendí entonces porqué algo me había dicho que el exhibición de su juventud y de su belleza eran tan solo la segunda mejor arma de Joaquín. Su seguridad, entendí, provenía de su perfección griega, de su músculo deforme, de esa trozo de sexo bello y desproporcionado.

Me lancé, no tuve otra idea, sobre su gran verga. Se la comí a pedazos, a pocos, era imposible que la metiera toda en mi boca, peor me excité mucho de hacerlo, olían tan bien, él y sus bolas, que no tuve más remedio que zambullirme en sus extremidades y deleitarme ahora yo con él, tragándome a cada palmo su pequeño cuerpo. Era perfecto el momento, sentir esa piel blanca, lamer sus lunares en la espalda, oler sus vellos, rasgar las plantas de sus pies. No me contuve, era tan rico que me aloqué. Me lancé sobre su ano, perfumado como no podía dejar de gustarme, lamí y lamí tanto que adormecí mi lengua. Él simplemente extasiado gemía deliciosamente de placer, con su voz ronca por la edad y por el sexo.

Luego del 69 debido, hecho con furia arrancada, nuestras miradas nos alistaron. Primero fui yo. Un recorrido por mi cerebro en cada movimiento me hacía sentir mi cuerpo evadido, etéreo, volátil. Me moví en sentido circular dentro de su pequeño ano, entreabriendo sus nalguitas presurosas, apretadas, carnuditas, perfumadas. Fue un desmayo del espíritu sentir que la leche iba en cámara lenta desde mis duros huevos hasta invadir su culito. Un largo chorro de blanco semen recorrió mi pene hasta sus entrañas, provocando en él convulsos gemidos de pequeño gran placer. Al terminar, dio la vuelta y me cogió del pene, me acercó y me dio un beso en los labios, profundo, corto, pero sentido.

Fue el momento más lindo, después de tanta locura, teníamos los labios rojos, las lenguas hinchadas, la piel torcida, pero los ojos claros, abiertos, vivos. Llegó la calma. Pero él quería lo suyo y yo quería que lo tuviera. Me volteé con voluntad y seguridad. Me acomodé. Obviamente él, sabedor de sus desproporciones, fue cuidadoso, paternal. Fue algo raro, lindo, pero extraño. De pronto lo vi crecer, pero no de talla sino de alma. A cada instante lo conocía más, lo entendía, supe comprenderlo todo en él. Era un buen muchachos y la tenía muy grande.

Estábamos tan excitados que él lo tenía muy duro y yo lo tenía muy abierto. Me mordía la oreja, me lamía el culo, me sobaba las bolas, me masturbaba con suave firmeza, logrando que estuviera listo para recibirlo. Tenía experiencia en ello. Sentí que su enorme glande me tocaba el ano. Me echó saliva y comenzó a meterlo. ME dolió mucho, pero entre su cara de ángel y mis ganas de sexo, aguanté. Sentir su sudor perfumado en mi cuerpo me hizo pasar por alto el dolor que me provocaba. Me sentí bien, me sentí deseado. Me gustó esa combinación de emociones. Se demoró muy poco, tenía muchas ganas y no lo había hecho hacía 2 semanas, me confesó. Terminó con unos movimientos rabiosos sobre mis nalgas, fuerte, con ganas, empujando su pequeña humanidad y sus 25 centímetros contra mí. Se derramó en un grito de guerra que sólo él supo dar, entre muchacho y hombre, entre fiera y ave.

Nos besamos una vez más. Nos dimos un baño y nos besamos bajo el agua. Fue algo parecido al amor fugaz. Quise verlo más pero nunca lo intentamos, ni él ni yo. Fue la magia perfecta para mantener el encanto hasta el día de hoy. Por eso lo recuerdo, con su cara de ángel, su pequeño cuerpo, su cabello castaño y su juventud, su poderosa juventud a flor de piel, esa segunda mejor arma que lo hacía tan seguro, tan varonil.

(9,50)