Amantes para Leopold (003)
El Despertar (03 de 08)Â
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Leopold caminó resueltamente hacia el interior de la amplia plaza de mercado. Su abundante melena como el ónix parecÃa aún más brillante por la humedad de la mañana y su torso fuerte y erguido, soportado por la cintura flexible y estrecha, iba moviéndosele con soltura por entre la abigarrada multitud de hombres y mujeres que corrÃan de aquà para allá y se gritaban entre ellos para abrirse paso, para concertar precios o para indagar por proveedores.
Los pulmones iban llenándosele de aquel concierto de olores a vegetales frescos y frutas maduras, mientras él levantaba su cabeza con un gesto casi insolente para responder al saludo que le dedicaban muchos de los que andaban por allà acarreando bultos, o empujando carretas, o recogiendo algunos vegetales desperdigados por el suelo.
Sus vaqueros raÃdos, las zapatillas rotas, la camisa ajustadÃsima sobre los ya evidentes músculos de sus brazos y su pecho, no disminuÃan ni un ápice de ese aire de arrogancia principesca con la que se movÃa con tanta determinación y desenvoltura entre la multitud que corrÃa en desorden, como una colonia de hormigas invadida de súbito por un depredador.
Avanzó sin detenerse, enfilando sus pasos hacia la zona de los pequeños ventorrillos de vegetales. A esa hora ya estarÃa allà doña Chuby, moviendo con dificultad su enorme cuerpo de morsa vieja y gritando con su voz aguda para ofrecerles sus regordetes tomates a los transeúntes.
Por el caminó se topó a Kebu. El muchacho estaba sentado por allà en el suelo, recostada su espalda sobre un viejo cajón de madera, las piernas encogidas hasta tocarse el pecho con las rodillas. Cabizbajo y como meditabundo, mordisqueaba con desgano una manzana que habÃa rescatado de entre las que se tiraban por estar un poco magulladas. A su lado una bolsa con otra media docena de manzanas rescatadas. Leopold se le acercó y se plantó frente a él sin decirle nada.
Kebu reconoció las viejas y gastadas zapatillas del chico y sonrió. Levantó la cabeza despacio, como para poder contemplar con admiración las potentes y largas piernas que se erguÃan frente a él como dos columnas sólidas, forradas en la raÃda tela de los viejos vaqueros. Leopold tenÃa algo que a Kebu lo perturbaba cada dÃa más y que lo obligaba a suspirar cuando lo veÃa.
Acabó de levantar la cabeza y desde abajo le dedicó a Leopold una sonrisa blanquÃsima y amplia y le ofreció la manzana que mordisqueaba. El chico le recibió la fruta sin decirle nada y le dio una buena mordida mientras desde arriba lo observaba con algo de curiosidad. Llevaba dÃas sin verlo y se lo encontraba ahora con que parecÃa que Kebu tenÃa algo extraño, era como si hubiese perdido esa alegrÃa tan suya.
Leopold le devolvió la fruta masticando ya el buen pedazo que le habÃa arrancado de una sola dentellada. Pero Kebu la rechazó moviendo la cabeza de lado a lado y sin dejar de sonreÃrle.
—Acábatela tú…acá traigo más… – le dijo Kebu señalándole la bolsa junto a él.
—¡Bien! – le respondió Leopold.
Y aplicó de nuevo sus dientes a la fruta. Y siguió observando a Kebu desde la imponencia de su altura y aunque seguÃa viéndolo sonreÃr, se quedó pensando que algo extraño le pasaba a su amigo.
—¿Dónde has estado metido?
—Mamá se ha enfermado de nuevo… – le respondió Kebu dejando ahora sà de sonreÃr.
Leopold bufó con algo de desconsuelo. Ahà estaba la razón de la actitud del chico. Lo vio agachar de nuevo su cabeza y tratando de animarlo un poco, se inclinó y le enterró los dedos entre la rizada pelambrera y se la sacudió con suavidad. Kebu suspiró y se estremeció por el contacto de la manaza de su amigo y volvió a sonreÃr, manteniéndose cabizbajo, con los ojos puestos en las viejas zapatillas de Leopold y disfrutando Ãntimamente de aquello que para él era una caricia sublime.
—¡Quédate por acá que en un rato vengo y hablaremos! – le indicó Leopold.
—Acá te espero – le respondió Kebu levantando su cabeza de nuevo y sonriéndole esperanzado.
Leopold enfiló de nuevo sus pasos hacia el ventorrillo de doña Chuby. A la vieja morsa se le iluminaron sus ojillos al ver venir al chico. Ese niño le inspiraba una urgente ternura que le provocaba el deseo de abrazarlo apretándolo contra sus enormes tetas. De no ser porque intuÃa que al muchacho no le harÃa ni pizca de gracia, ella se lo comerÃa a besos cada vez que se le acercaba.
—Mi niño hermoso… – lo saludó doña Chuby con zalamerÃa –…que ni te imaginas cómo te he estado pensando y lo preocupada que estoy por ti mi niño hermoso…
—Hola doña Chuby…
—Mira mi niño que ese bruto del Homer andaba esta madrugada hecho una fiera puteando y llamando a Gary a los gritos y maldiciéndote a ti mi niño hermoso y jurando que a ti y a Gary los va a partir a golpes cuando los encuentre… – le soltó la vieja sin tomarse un segundo para respirar.
Leopold sonrió por los aspavientos y la zalamerÃa de doña Chuby. Aunque no dejó de cabrearlo el enterarse de que ese ebrio de Homer hubiese andado profiriendo amenazas y juramentos contra él y contra Gary.
—¡Homer a mà no puede tocarme ni un pelo! – le dijo a la vieja con un dejo de altanerÃa – ¡Y a Gary tampoco vuelve a tocarlo! ¡Me he ido de la casucha y me lo he llevado!
—Eso me imaginé mi niño hermoso…y qué bien que te hayas llevado al castañito que si no, ese bruto lo habrÃa terminado matando de una paliza…y contigo protegiéndolo no le pasará nada al castañito que estás poniéndote ya hecho todo un hombrezote todo grandote y con esos musculotes…¿Cuántos años es que tienes mi niño hermoso?
—¡Ya voy para los trece, doña Chuby! – le respondió Leopold ya algo incómodo.
Él no habÃa venido a que la vieja lo halagara. Necesitaba ganarse algo de dinero y le estaba inquietando perder tanto tiempo con las zalamerÃas de doña Chuby. Pero la lengua de la vieja era como una ametralladora imparable.
—¡Ave MarÃa purÃsima! – gritó la vieja – ¡Y con lo hermosote que estás! Si te ves más grandote que el Gary que ya irá por sus quince y tan finito y enclenque que se ve y tú tan machito que ya apareces como esos actores de las pelÃculas que se matan a trompadas con todo el mundo…es que ni mi Johnny que ya va por sus dieciocho y es tan debilucho y flacuchento que a veces me da la impresión que se mueve como una señorita y en cambio tu tan varoncito que te notas…
Leopold no pudo evitar sonreÃr de nuevo por los comentarios de doña Chuby. Pero lleno ya de impaciencia le preguntó sin dejarla que continuara con su perorata:
—¡¿Tiene algo de trabajo para mÃ, doña Chuby?!
Los mofletes se le desinflaron a la vieja y una sombra de desconsuelo le cubrió sus ojillos minúsculos. De buena gana le habrÃa pagado a Leopold para que se quedara allà sin hacer nada, sólo para ella poder regodearse viéndolo y para que el chico le siguiera escuchando la sarta de halagos que aún tenÃa guardados en su garganta para dedicárselos a él. Pero las cosas no iban nada bien ese dÃa en su negocio.
—Nada mi hombrezote de trece años… – le dijo con tristeza –…tal vez donde el viejo Richardson…ese viejo avaro seguro que sà tendrá trabajo…pero no te dejes explotar de ese viejo tacaño que querrá que le trabajes por nada…
Leopold ya no la escuchó más. Agradeciéndole con una palabra escueta, se apresuró a irse hacia donde doña Chuby le habÃa indicado. A grandes zancadas abandonó la zona de los pequeños ventorrillos, dio vuelta a la izquierda y se encaminó hacia las bodegas de papa y en el portalón del último local divisó al señor Richardson, que sosteniéndose la enorme panza con ambas manos, oteaba hacia el horizonte, como si tratara de adivinar de qué irÃa el clima aquel dÃa que habÃa amanecido tan luminoso.
—Hola Leopold… – lo saludó el hombre al verlo llegar –…tú por acá…eso debe ser que a esa vieja morsa de la Chuby no le irán bien las cosas estos dÃas…
—Nada, señor Richardson… – le respondió Leopold con una sonrisa –…es que hoy me apetece cargarme unos buenos bultos de papas… – remató el chico doblando brazo para marcar sus bÃceps.
—Jajajaja… – se rió el viejo de buena gana –…jajajaja…qué vanidoso eres… ¡¿Eh?! …pequeño cabrón…jajajaja…
Leopold sonrió divertido por el comentario del señor Richardson. Marcó aún más los músculos de sus brazos y se los observó por un momento con cierta fatuidad. Enseguida se relajó, adoptó un gesto adusto y le dijo:
—En serio, señor Richardson…que necesito algo de trabajo…
El viejo negó con la cabeza. Tampoco a él le iban bien las cosas ese dÃa y para lo poco que habÃa que hacer tenÃa a Carepuño. A ese feo mulato petizo y cuadrado le pagaba un salario semanal, que el otro debÃa compensar estándose allà para lo que el viejo necesitara. Y en dÃas como aquel, con tan poca provisión, ese bruto se bastaba él solo para acarrear hacia y desde la bodega los pesados bultos de papas.
Una sombra de incertidumbre opacó el brillo de los ojos negrÃsimos de Leopold y el señor Richardson lo notó enseguida. De buena gana el viejo le habrÃa dado algo de dinero al chico, pero de seguro que Leopold lo habrÃa rechazado. El adolescente mantenÃa esa manÃa de no aceptar nada si no se lo habÃa ganado y el señor Richardson lo sabÃa muy bien. Asà que sin más remedio lo vio girar sobre sus talones para empezar a irse.
—¡Espera un poco! – le gritó el viejo desde el portalón de la bodega.
Leopold se detuvo y desanduvo la media docena de pasos que habÃa caminado. Volvió hacia donde el señor Richardson y se lo quedó viendo con expectativa. Otra vez sus ojos volvÃan a tener ese brillo intenso que hacÃa más profundo el negro color de sus pupilas.
—Después de todo creo que sà hay algo para ti…
Y lo condujo dentro de la bodega y le señaló una pila como de tres docenas de bultos de papas y le pidió que los moviera de allà y los llevara hacia el otro lado, para lo cual debÃa acarrearlos algunos veinte metros desde el sitio donde estaban a donde tenÃa que acomodarlos nuevamente. Leopold sonrió socarronamente por lo nimio del trabajo y ni se preguntó por qué el señor Richardson no le ordenaba a Carepuño que hiciese esa tarea.
Tomó el trozo de bayeta roja que colgaba del bolsillo de atrás de sus vaqueros y se lo anudó muy bien sobre la cabeza para evitar que la melena fuera a embarrársele con el lodo que habrÃa adherido a los bultos de papa. La tela quedó además colgándole por la nuca, como una pequeña capa que le cubrÃa parte de la espalda y los hombros. Se sacó la camisa y la colgó con cuidado en un pequeño perchero junto a la puerta de la oficina del señor Richardson, mientras el viejo lo observaba divertido y lo comparaba en su imaginación con un bucanero jovencÃsimo de algún viejo barco pirata, de esos que en siglos anteriores habÃan cruzado el caribe sembrando miedo.
Ya con el atuendo debido, Leopold caminó con decisión hacia el sitio en el que se apilaban los bultos que debÃa mover. Se inclinó un poco flexionando las piernas, afirmó sus manazas sobre los costados de uno de aquellos bultos y lo levantó tan sólo con un poco de esfuerzo, para terminar por echarse a la espalda, sobre la bayeta que se la cubrÃa, aquellos casi cincuenta kilos de papas.
Y se echó a andar con su carga a cuestas hacia el sitio en el que debÃa apilar de nuevo los bultos. Y allà descargó el primero, depositándolo con cuidado para no aplastar las papas del fondo y volvió a por el segundo y luego a por el tercero y asà hasta ir viendo cómo el arrume de donde los tomaba disminuÃa mientras el arrume en el que los depositaba crecÃa con rapidez.
Desde el rincón en el que con parsimonia iba limpiando del barro una pila de papas, Carepuño lo observaba con mirada torva. Al feo mulato no le gustaba para nada ese chico, que se la pasaba por ahÃ, con su insolencia y su arrogancia. Y hasta podÃa quitarle el trabajo. Y lo peor era que ese Leopold andaba en tratos con Kebu y eso al treintañero Carepuño le ponÃa la hiel amarga.
Ajeno a los torcidos sentimientos del mulato, Leopold seguÃa trasteando los bultos de un arrume a otro, con el sudor chorreándole por las mejillas, empapándole la espalda, haciéndole brillar los hinchados pectorales y discurriendo en pequeños reguerillos por los surcos de la tableta de su abdomen hasta ir a perderse en la humedad que ya aparecÃa en la pretina de sus viejos vaqueros. Hasta que terminó la tarea y fue a buscar al señor Richardson.
—¿Ya terminaste, muchacho? – le preguntó el viejo.
—Sà señor Richardson… ¿quiere ir a revisar?
—No hace falta muchacho…tú todo lo haces bien…
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Y sacó de entre la caja de fondos el dinero correspondiente al pago del trabajo del chico y se lo entregó. Leopold guardó el billete entre el bolsillo de sus vaqueros. Desató la bayeta de su cabeza, se secó un poco el sudor con ella, vistió su camisa y se fue a buscar a Kebu. Con la paga que habÃa obtenido alcanzaba para algunos panes y una buena soda para llevar al refugio. PodÃa dedicarle algún tiempo a su amigo.