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El precio de la libertad

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"Todo lo que diga podrá ser usado en su contra. Tiene derecho a un abogado y realizar una llamada. Hasta que el juez no defina su situación procesal tendrá que estar detenido e incomunicado porque el magistrado ya ha ordenado la prisión preventiva". El agente de narcóticos había sido clarísimo con mi marido y no pude contener el llanto. Estaba desesperada y me sentí mucho más desamparada aún cuando advertí que Ricardo tenía la mirada pérdida, como quien sabe que ha sido atrapado y tendrá que permanecer varios años a la sombra. Nos interceptaron dos oficiales de la Policía Federal, cuando volvíamos del casamiento de uno de nuestros sobrinos. Fue el 24 de noviembre del año pasado y todavía tengo pesadillas cuando lo recuerdo.

Yo estaba muy arreglada esa noche. En el casamiento todos habían sido elogios y hasta alguna que otra proposición indecente. Tengo 34 años, soy rubia de pelo ondulado, mido 1.70 y peso 50 kilos. Siempre me fue bien con los hombres gracias a que tengo un muy lindo cuerpo. Para la boda me había puesto un vestido negro que tenía un tajo hasta la entrepierna. A pesar de ser noviembre, no hacía demasiado calor, y decidí llevar medias de encaje que lograron que mis piernas largas lucieran mucho mejor. Mis hombros estaban al descubierto y el escote era generoso para quien se detuviera a mirar. Además, con los zapatos con tacos aguja, daba la apariencia de ser mucho más alta de lo que soy.

Cuando le pusieron las esposas a Ricardo sentí que el mundo se me venía abajo y comencé a gritar como una loca. Ellos me ignoraron, pero me paré en la puerta del auto y comencé a golpear a los agentes, hasta que uno me paró en seco tomándome fuerte de un brazo, a tal punto que enseguida se me hizo un moretón. : "Mira putita, si te seguís haciendo la chiflada, te vamos a tener que llevar a vos también. Y la vas a pasar mal cuando te hagamos la requisa". Me quedé quieta y me disculpé, pero no podía dejar de llorar.

Ricardo advirtió que los uno de los dos muchachotes se había calentado conmigo. Era el más flaquito, el que todavía no había dicho ni una palabra. Cuando su compañero amenazó a mi mujer, le dijo a mi marido: "Ustedes los narcos sí que tienen suerte. Se ponen la mejor pilcha, se compran los mejores autos y se cojen a las mejores minas. El problema es que la cagan por ambiciosos". Yo permanecí en silencio, pero me pareció que Ricardo me hacía señas como para que tratara de seducir al policía. Tenía toda la pintura de la cara corrida por las lágrimas, pero había bebido lo suficiente como para que mis ataduras no me dominaran. "A mí no me van a poner esposas. La otra noche las usé y gocé como una golfa", dije susurrando al oído al jovencito que se estremeció con tremenda confesión. El más morrudo era el que me había zamarreado del brazo y también se sintió confundido cuando me vio coquetear con su amigo. Mi marido aprovechó el desconcierto de los policías y se atrevió a hacer una propuesta: "Muchachos yo soy insignificante en la lucha que ustedes entablan día a día, pero puedo serles muy útil. ¿Cuántas horas de trabajo deben acumular para comprarse una buena vivienda?. Además veo que Marisa les ha encantado. ¿Por qué no pasamos a mi departamento y charlamos como gente civilizada? Acá pueden vernos y sería un desperdicio que no nos pusiéramos de acuerdo".

Las palabras de Ricardo me produjeron dos sensaciones encontradas: por un lado me sentía indignada porque me entregaba así nomás. Como un elemento más de su paquete para sobornar a estos representantes de la ley. Por el otro me sentía sumamente excitada y sucia. Quería ser follada por estos dos desconocidos y sabía que haciendo un buen trabajo, mi marido no debería soportar la humillación de una cárcel de máxima seguridad. Ricardo logró ocultar las esposas debajo del saco y con un gesto amable los invitó a pasar. El más flaco no sacaba sus ojos de mi culo y para tratar de incidir en la definición, comencé a menearlo con movimientos sensuales. Entró primero Ricardo y después el más morrudo. El flaquito se paró detrás de mí y cuando estábamos por llegar al ascensor, me detuve bruscamente porque sabía que me iba a topar con él. "¿Ahí llevas el arma?", le pregunté mirándolo sugestivamente. Y rozando mi culo contra su abultado pantalón de jean gastado

Llegamos al piso 18, donde teníamos un apartamento de lujo. Yo suponía que Ricardo andaba en algo raro, porque cuando nos conocimos no tenía ni la imaginación ni los recursos como para comprarse una cosa así trabajando. Mis sospechas se acrecentaron cuando hacía viajes relámpagos en aviones privados a distintos puntos del país. Nunca fue muy cariñoso conmigo, pero desde que trabajaba para un tal Peñaloza, no dejaba de comprarme joyas. A mí me gusta el lujo y por eso nunca hice preguntas que pudieran molestar. Ricardo, con esa lucidez que otorga el miedo, no perdió el tiempo: "El trato es el siguiente – les dijo sin rodeos - cien mil dólares en efectivo para cada uno y una buena revolcada con mi esposa. Ustedes no nos vieron, nosotros no los vimos y a otra cosa. Y por supuesto, nosotros nos vamos a ausentar por un tiempo largo de la ciudad para que no sospechen de su honestidad". Yo lo miré haciéndome la indignada, pero en el fondo deseaba que aceptaran la oferta. Mis jugos me habían mojado toda la entrepierna y necesitaba urgentemente una buena polla. O como en este caso, dos buenas pollas.

Se apartaron un momento y discutieron entre ellos. El flaquito estaba súper excitado y quería agarrar viaje. "Ni laburando toda la vida hacés cien lucas boludo. Y ni naciendo de nuevo te vas a comer a este bomboncito". Yo me senté en el sillón y con toda la intención de excitarlos, abrí bastante las piernas para que pudieran verme la tanguita. Era de esas negras, de seda transparente que se me había metido en la vagina y se había impregnado con mis flujos. "Está bien –respondió el morrudo- pero nosotros manejamos la situación". Por primera vez en la noche sacó el arma y le ordenó a mi marido que fuera a buscar el efectivo. "Y vos putita escuchame bien: mejor que te portes bien con nosotros. Mirá que podemos romperte el culo, llevarnos la guita y mandar a este cornudo a la sombra porque nos sobran pruebas". Me asustó un poco su tono amenazante, pero ya nada podía contener mi calentura. Ricardo volvió con dos sobres llenos de dinero, que contaron pacientemente. Nos llevaron al dormitorio y a mi marido lo esposaron en la manija del vestidor. Sabía que mi hora había llegado y que me tenía que lucir.

Les pedí que bajaran un poco las luces y puse música suave. Tomé un trago de wisky directamente de la botella y me acerqué al más morrudo para besarlo en la boca. Le apoyé sus dos manos en mis tetas y se las ofrecí. "Quiero que me las chupes hijo de puta, eso me va a poner muy cachonda". Noté que llevaba varios días sin afeitarse porque sentía su aspereza en mis senos. Me sentía una zorra sucia y eso me calentaba mucho más.. Mi vagina estaba latiendo, así que le pedí al otro que me la chupara. Era rara la sensación de ser poseída por dos desconocidos, pero me gustaba sentirme útil, ser indispensable para que nos dejaran en libertad. Con mis dos manos abrí bien mis nalgas y le ofrecí mi culo al que más me gustaba. Tenía una barba candado y era un experto con la lengua. Me besó hasta que tuve un orgasmo que me hizo temblar las piernas a tal punto que casi pierdo el equilibrio. "Comete mi polla", me dijo ahora el más gordito. Un tremendo instrumento de casi 20 centímetros que me enloqueció. Quería sentirla adentro, que me reventara las entrañas.

Se la besé hasta que sentí que había peligro de que se corriera. Le pedí que me penetrara y lo hizo sin demoras. Mientras, me entretuve con la polla del más lindo. No era tan grande como la de su compañero, pero su sabor era mucho más dulce. "Dámela por el culo", le supliqué. Así fue que me sentí en la gloria, con dos desconocidos follándome frenéticamente mientras mi marido observaba todo esposado a la puerta de un placard. Para evitar males mayores, un embarazo por ejemplo, les pedí que acabaran en mi boca y así lo hicieron. Primero el más flaco, que no aguantó mucho en mi colita. Y después el morrudo. Yo no pude contabilizar la cantidad de orgasmos que tuve mientras era penetrada por mis dos agujeros. Estaba exhausta, pero satisfecha. Sabía que el "trabajito" les había encantado.

Ellos se vistieron y liberaron a mi esposo. Tomaron su dinero y antes de irse nos advirtieron: "Si te volvemos a ver, además de cojerla, la matamos". La amenaza sonó seria, por lo que decidimos venirnos a vivir aquí. Lejos, muy lejos de Buenos Aires.

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