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Amantes para Leopold (I-06): El Despertar (06/08)

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 Amantes para Leopold (006)

 El Despertar (06 de 08)

 

La casita en la que vivían Kebu y su mamá le despertaba una gran nostalgia a Leopold.  Toda pintada de blanco, con su techo de tejas pequeñas y cubiertas de una pátina de humedad antigua, rodeada de flores y con ventanas y puertas de una madera de tonos claros y sin pintura.  Ubicada en medio una pequeñísima estancia en las afueras de la ciudad, le recordaba la casa en la que había crecido siendo tan feliz, hasta antes de la muerte de sus padres.  Con la misma cuidada limpieza, el mismo olor a comida recién cocida en el hogar, el mismo brillo de los pisos de cemento liso.  A Leopold le hubiera gustado mucho vivir allí.  Pero la mamá de Kebu no lo quería bien.

¡Kebuuuu…! – llamó Leopold con un grito.

Y una de las dos ventanas del frente de la casita se abrió y por allí se asomó una mujer enjuta, con una abundante pelambrera rizada, tan voluminosa como tres veces el tamaño de su cabeza, en la que se apreciaba un rostro abotagado, lleno de arrugas, con rasgos afilados y piel cuarteada y del color del chocolate oscuro.

¡Kebuuuu…! – gritó a su vez la mujer – ¡Ahí está ese vago mechiparado amigo tuyo…!  ¡Eso es que se enteró que traes dinero y viene segurito a sonsacártelo…!

Leopold sonrió con sorna ante las conjeturas de la mujer.  ¡Si ella se enterara de dónde solía salir el dinero para su medicina!  Casi al instante asomó la melena esferoidal de Kebu por entre la puerta a medio abrir y con una sonrisa avergonzada le hizo señas de esperar un momento.  Al chico no le quedó más remedio que suspirar con resignación y seguir escuchando aquella cantinela que iba desgranando la enjuta mujer.

Por fortuna Kebu no tardó en reaparecer.  Traía un buen vaso de café recién colado y un trozo de pan blanco pero algo duro.  Le ofreció a Leopold la escasa merienda y trató de darle una disculpa por la mala leche de los comentarios de su mamá.

¡Te vienes conmigo!  ¡Necesito que me ayudes a cargar algunas cosas!

Kebu sonrió con franqueza y se estremeció con verdadera emoción.  Ir con Leopold a donde fuera le causaba una gran alegría.  Los dos partieron hacia la casucha de Homer.  El uno ensayando sus habituales tonadillas y cabriolas como pasos de baile.  El otro sonriendo divertido y haciendo cuenta de qué tantas cosas iba a llevarse al refugio.

A esa hora la barriada empezaba a llenarse de chiquillos que correteaban o jugaban en grupos, alborotando cuanto podían por la callejuela polvorienta.  Al ver a Leopold se le acercaban gritando para saludarlo con alborozo.  A Kebu en cambio le dedicaban alguna mueca obscena o graciosa que él les respondía amenazándolos con algún coscorrón.

Llegaron frente a la casucha de Homer y se la encontraron con la puerta apenas puesta sobre el marco, tapando precariamente la entrada.  Leopold la levantó en vilo y la puso a un lado recostándola sobre la vetusta pared de madera y cartones.  Adentro parecía que se hubiese concentrado un huracán para ponerlo todo en desorden, dejando por el suelo un reburujo de trapos, ollas, platos, papeles y basura.

Leopold no perdió tiempo.  Ayudado por Kebu, entre los dos fueron escogiendo las cosas que iban a llevarse.  La estufa de kerosene, un par de platos y cucharas, algunas ollas y otros viejos y desgastados utensilios de cocina.  Dos raídas camisetas de Gary, mantas casi todas las que había.  Y ya estaba.  Ahora solo necesitaban en qué empacar.

¡Asómate a la casucha de doña Chuby y dile a Johnny que me preste un par de talegos para empacar todo esto! – le ordenó Leopold a Kebu.

El muchacho abrió los ojos como platos.  Sacudió de lado a lado la melena rizada como si ejecutara un movimiento de baile y con tono de cabreo le dijo a Leopold:

¡¿Acaso es que tú quieres que esa vieja marrana me convierta en salsa de tomate?!

Leopold soltó una carcajada acordándose del tomatazo.  Y por más que le explicó entre risas que la vieja estaría a esa hora en la plaza de mercado, el otro no quiso aventurarse.  Y tuvo que ir el mismo Leopold a buscar a Johnny para lo de los talegos.

¡Pero ave María purísima…! – chilló Johnny con su voz aflautada – ¡Si lo que ven mis ojitos es a este Príncipe papasote…!  ¡Pásale para adentro mi Príncipe que aquí está tu sirvienta para atenderte como tú te lo mereces, mi papasote divino…!

Leopold sonrió divertido por los aspavientos y la alharaca de Johnny.  Y siguiéndole la corriente en esa forma que tenía de hablar de sí mismo en femenino, le preguntó:

¿Y mi sirvienta tendrá por ahí un par de talegos bien grandes que me preste?

¡Ni más que fuera, mi Príncipe divino!  ¡Para ti todo lo que quieras!  ¡Que no más que ordenes y tu sirvienta se arrodilla ante tus pies para complacerte!

¡Pues entonces trae los talegos a la casucha de Homer y me ayudas a empacar!

Como tú mandes, mi Príncipe papasote… – le respondió Johnny con su voz aflautada y con sus maneras tan fingidamente femeninas.

Y haciendo pucheros, contoneándose con exageración, enfundado en ese shortcito tan minúsculo que le hacía ver el culo como un envoltorio redondo, forrado con esa camisetita tan pegada que le marcaba un par de tetitas como de niña púber, Johnny se fue con Leopold, halagándolo y dedicándole piropo tras piropo con su voz aflautada.

Ni a Kebu ni a Johnny les hizo gracia encontrarse el uno frente al otro.  Pero no se dijeron nada, sólo se miraron con desprecio mutuo.  Y mientras Leopold y Kebu empacaban en los talegos las cosas que habían escogido, Johnny husmeó acá y allá.

¡Ayayay…pero mira qué tan lindo…! – chilló Johnny agitando un paquete de papeles.

Entregado a la labor de empacar y acostumbrado ya a los chillidos y los melindres de Johnny, Leopold no le hizo caso hasta cuando el otro fue a ponerle frente al rostro los papeles que había descubierto bajo el roto y deshilachado colchón del camastro en el que siempre había dormido Gary al rincón de su beodo padre.

Aquello era un buen fajo de dibujos trazados primorosamente en un montón de hojas dispares, algunas muy arrugadas y mugrosas.  En casi todos aparecía la figura de Leopold, plasmada de manera tan fiel, que se hubiera podido suponer que eran fotografías.

Al ver los dibujos, Leopold entendió ese afán que siempre había mostrado Gary por rescatar cuanto pedazo de papel caía en sus manos y esos minúsculos trocitos de lápices que los pocos chiquillos de la barriada que iban a la escuela, dejaban abandonados por ahí cuando ya estaban tan pequeños que casi no podían agarrarlos para escribir.

Junto con los dibujos, había también una pequeña fotografía, casi desteñida, pero en la que se alcanzaba a distinguir la figura de una mujer delgada que tenía en brazos a un bebé de cabello castaño.  Al reverso de la fotografía, había una anotación hecha con letra primorosa y que daba cuenta de la fecha de nacimiento de Gary.

Aaayyyy…mira que Gary cumple sus quince años en dos semanas… – chilló Johnny.

Leopold tomó el fajo de papeles y la fotografía y guardó aquello con todo cuidado junto con las mantas que había escogido para llevarse.  Se despidió de Johnny y se fue rumbo al refugio acompañado por Kebu, cada uno cargando un talego.

Gary los recibió con gran alborozo.  Mientras Leopold y Kebu hablaban de sus cosas, él se puso a desempacar e ir acomodando todo, hasta que se topó con el paquete de los dibujos y no pudo contener un gritito de emoción.  Los recuerdos le llegaron como una avalancha y profundamente conmovido miró a Leopold y se admiró de lo mucho que había crecido y de lo guapo que se había puesto desde aquella tarde en que se conocieron.

Habían pasado algo más de cuatro años.  Esa lejana tarde Gary había bajado al centro de la ciudad con su cajita de madera provista de dulces y gomas de mascar, que el castañito intentaba venderle a los transeúntes, buscando ganarse unas monedas con qué comprar comida para él y para Homer.  Pero esa tarde las cosas le iban peor que mal.

Un gamberro que ganduleaba por ahí en compañía de otro chico que lo seguía como un perro, había divisado a Gary con su cajita colgada del cuello y se le había acercado.  Sonriente tomó un par de gomas de mascar y se echó una entre los dientes entregándole la otra a su compañero.  Hecho aquello, los dos habían dado media vuelta para irse.

Con temor pero necesitado de cada moneda que obtenía con la venta de sus cosillas, Gary carraspeó y con timidez y una vocecilla suavísima le reclamó al gamberro que le pagara el precio de las dos gomitas.  El chico, un rubiales guapillo como de la misma edad del castaño, se volvió sobre sus pasos y en cambio de entregarle al otro las moneas que correspondía, puso su mano bajo la cajita de madera y la golpeó hacia arriba con fuerza.

Los dulces y las gomas de mascar salieron volando y enseguida se desparramaron en el suelo.  Gary acompañó con ojos llorosos el recorrido de sus mercaderías, gimió al imaginar la paliza que iba a propinarle Homer cuando se apareciera en la casucha sin comida, sin monedas y sin los dulces ni las gomas de mascar.  Y sin pensárselo se echó también al suelo, gateando para recoger el reguero.

El truhan que había causado tal desastre, torciéndose de risa al ver los lloriqueos de Gary, se le acercó por detrás y le estampó tal patada por el culo que lo hizo caer de bruces.  Sin la menor compasión, el rubiales se inclinó para agarrarlo por los pelos castaños y lo obligó a ponerse de rodillas para de inmediato asentarle tal bofetón que le partió un labio provocándole un hilillo de sangre que corría por su tembloroso mentón.

¡Dame lo que traes! – le exigió el rubiales.

Gary sollozó, negó con la cabeza e intentó suplicarle al gamberro que lo dejara en paz.  La respuesta fue que el rubiales le introdujo su mano entre los bolsillos del pantalón hasta que encontró las monedas que el infeliz había recibido por las ventas de aquel día.

Insatisfecho con el miserable botín, el truhan desquitó su frustración endilgándole un nuevo bofetón al pobre Gary, tumbándolo otra vez al suelo para dedicarse a patearle el culo y las costillas ayudado por el otro gamberro.

¡Déjenlo ya, hijoputas! – les gritó alguien.

Y los dos abusivos pararon por un instante de golpear a Gary para ver quién les interrumpía la diversión.  Y se torcieron de risa y de nuevo a lo suyo, pateándolo con renovada energía, cuando se percataron que quien los enfrentaba era un chiquillo robusto, de abundante y negrísima melena pero que no debía pasar de los ocho o nueve años.

Viendo la inutilidad de sus palabras, el chiquillo dio media vuelta, fue a depositar sobre el andén un par de bolsas grandes que pendían de sus manos, se armó con una piedra gorda que casi ni le cabía en su mano, volvió a ponerse de frente a la escena del abuso, midió la distancia con una sola mirada y sin pensárselo ni por un instante, lanzó la piedra con toda su fuerza contra la cabeza del rubiales que seguía atizándole patadas a Gary.  El proyectil fue certero a impactar en el pómulo derecho del gamberro.

Atontado por tan tremendo golpe, el rubiales ni pensó en la relación que existía entre la pedrada y el chiquillo robusto que lo había movido a risa.  Agarrándose el pómulo con la mano y percatándose de que por entre los dedos le escurría una buena cantidad de sangre, retrocedió yéndose de allí.  El otro gandul se fue con él, despavorido y agitando la cabeza de lado a lado tratando de impedir que a él le fuera a tocar alguna parte de la furia del chiquillo que acababa de correr a su jefecillo de una manera tan poco honrosa.

Los dulces y las gomas de mascar que habían quedado regadas en el suelo se habían echado a perder, pisoteadas por los gamberros y por los transeúntes que caminaban con premura.  El chiquillo que lo había defendido se le acercó a Gary y se lo encontró con que estaba en tan mal estado, que decidió acompañarlo durante un rato, por si los truhanes volvían por allí a desquitar la pedrada.

El maltrecho muchacho gimoteaba, lamentándose más de la pérdida de sus exiguas mercaderías que de la paliza que acababa de recibir.  Pero los sollozos más angustiados de Gary le venían de imaginar la paliza que iría a propinarle Homer en la casucha.

Acompáñame a casa, por favor…te lo suplico… – imploró Gary entre gimoteos –…y le dices a mi papá lo que ha pasado…y tal vez no vaya a matarme a palos…por favor…

El chiquillo lo observó con sorna.  Aquel muchacho era un llorica y un cobarde.  ¡Mira tú que dejarse apalear así no más sin defenderse!  ¡Si es que hasta le hubiera asentado él mismo un buen tortazo a ver si dejaba de gimotear tanto!  Pero en el fondo, conmovido por las súplicas de Gary y previendo que aquel par de truhanes pudieran regresar, decidió acompañarlo hasta dejarlo a salvo en su casucha.

Los dos muchachos emprendieron camino.  El chiquillo cargando con sus dos grandes bolsas a la espalda.  Gary con su cajita de madera vacía y colgándole del cuello, gimoteando, limpiándose a ratos los mocos y a ratos el reguerillo de sangre que seguía saliéndole de las heridas de sus labios.  Y de vez en cuando mirando a aquel chico que lo había defendido, admirando su valor y pensando en cómo haría para mantener tan brillante su melena negrísima cuando sus ropas iban en harapos.

Me llamo Gary… – dijo el castaño ofreciéndole la mano.

El chico lo observó por un instante de manera despectiva sin tomarle la mano.  Miró enseguida hacia el horizonte y le dijo con firmeza:

¡Yo me llamo Leopold!

Al llegar a la casucha encontraron allí a Homer, durmiendo aún la resaca de la reciente borrachera.  Al oír los gimoteos de Gary y al encontrárselo en el estado en que venía, con su cajita de madera vacía, intuyó lo que le había pasado y levantándose del camastro, medio tambaleándose, se le echó encima con la intención de apalearlo.

El chiquillo que venía con él reaccionó de inmediato.  Sacando de entre una de sus grandes bolsas un buen paquete de pan duro, unos trozos de carne cocida y una botella de soda a medio consumir, se las ofreció a Homer calmándole la furia.  El castañito sintió un inmenso agradecimiento hacia ese chico que lo había salvado dos veces en el mismo día.

Homer, por su parte, no solo aceptó de buen grado lo que el chico le ofrecía, sino que vio en aquel muchachito robusto e insolente un potencial que su propio hijo no tenía.  Zalamero y astuto, fue indagando al chiquillo con tiento, venciendo poco a poco su arisca reticencia a darle detalles sobre su vida, hasta lograr enterarse de que llevaba meses durmiendo en los parques o en cualquier calle donde le agarrara la noche.

Y tiene un nombre muy bonito… – apostilló Gary que escuchaba con atención los pocos datos que iba soltando el chiquillo con desconfianza.

¡Tú te callas, inútil! – le gritó Homer a su hijo – ¡¿Y cómo es que te llamas muchacho?!

Leopold – le respondió el chico con sequedad.

Homer le ofreció un rincón en la casucha para dormir cada noche.  Leopold se lo pensó por un momento.  Estaba cansado de vagar cada noche con sus pies llagados de tanto caminar.  Y además, en cierto modo, estaba conmovido por la fragilidad de Gary y lo habían convencido sus ruegos para aceptar la propuesta.  Terminó por asentir.  Pero puso como condición que iba a traer cada día algo de comida para compartir a cambio del albergue.  El chiquillo no aceptaba que le regalaran nada.  Homer quedó encantado.

Desde aquel día, Leopold se convirtió en el protector de Gary.  Los chicuelos de la barriada que solían perseguir al castaño burlándose de él o atizándole tortazos, aprendieron pronto que de ahí en adelante aquello iba a costarles una buena tunda de parte del chiquillo robusto que tan bien atinaba con las piedras y que tanta fuerza traía en los puños y en las piernas.

Cada vez que el castaño salía a vender sus dulces y sus gomas de mascar, Leopold tenía que irse a protegerlo para evitar que lo apalearan, lo robaran o le hicieran cualquier perrería.  Así que bien pronto decidió que Gary abandonara tan improductivo negocio, asumiendo él la responsabilidad plena de llevar cada día la comida a la casucha, ingeniándoselas para rescatar algo de entre los botes de basura de los restaurantes, o ganándose algunas monedas llevando el encargo en una tienda del centro, o yendo a ensayar a acarrear bultos en la plaza de mercado.

Gary, por su parte, a su manera, también aprendió pronto a proteger y a cuidar a Leopold.  Cocinaba en la vieja estufa de kerosene los vegetales, los trozos de carne, el arroz, o los fríjoles que solía traer el chico cada día.  Le lavaba la ropa con esmero y se había encargado de curarle las llagas que torturaban sus pies.  Cada tarde, cuando Leopold llegaba a la casucha, allí estaba Gary para servirle algo de comer, para postrarse ante él y descalzarlo, para mimarlo cuanto podía, para admirarlo, para halagarlo y para agradecerle que hubiera aparecido en su vida, que hasta antes de la llegada de aquel imbatible guerrero, había sido tan triste y tan vacía de toda esperanza.

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