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Un Collar para la perrita

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Descubrí una veterinaria cercana a mi casa, apenas a cincuenta metros. Mi Señor me había ordenado que comprara un collar de cuero a la medida exacta de mi cuello, un collar de perra comprado en un sitio de animales, haciendo caso omiso de mi velada sugerencia acerca de que “En este sex-shop hay unos elementos de cuero hermosos, ¿no desea el Señor que lo compre allí?”

No, Él quería un collar de perra para su perra, comprado en un sitio de perros; a mí me daba mucha vergüenza: qué importaba que el dependiente no supiera que yo no tengo perro, si yo sí sabía que no tengo, y Mi Dueño también lo sabía, los dos lo sabíamos y eso era suficiente para que a mí la vergüenza me inundara.

No me animé a entrar en el negocio, había dos personas y era muy pequeñito el lugar. Así que caminé dos cuadras, hasta una avenida donde recordaba haber visto una veterinaria más grande. Me dije “Seguramente allí será autoservicio, no me va a ver nadie comprando el collarcito”; pero me equivoqué, el sector de los collares estaba justito al lado de la caja, donde un caballero muy amable me recibió con un “¿En qué la puedo ayudar, Señora?“

Y yo pensando “Si, tengo un problemita, necesito un collar a mi medida y me da mucha vergüenza comprarlo”. En cambio, con mi mejor cara de poker, que me sale divina, hice un mohín y me puse a mirar los collares. Fue peor. El vendedor, que era muy amable, demasiado para mi estado de ánimo, debió pensar que era sorda o no lo había escuchado porque abandonó su puesto y, gentilmente, vino a ayudarme con la selección. No, si después nos quejamos de la mala atención al público, y a mí justo me viene a tocar el candidato a “vendedor del mes”.

Para disimular, me aferré a un collar de cuero, rojo, ancho, de cinco centímetros; imponente, magnífico, una preciosidad, y cuando lo toqué el señor enseguida me dijo “Mírelo tranquila, es muy buen cuero, muy resistente”.

Yo lo miré con ganas de asesinarlo, en cambio puse carita de ángel y le dije “Sí, la verdad es que sí, pero un poco largo.”.

La verdad es que el collar era una preciosidad, el cuero era muy suave, y tenía una apariencia muy bonita, en ese momento se me fue la vergüenza y me imaginé la cara de Mi Señor observando el collar en mi cuello… y pasó algo nuevo en mí: la vergüenza dio paso a la excitación que Él siempre me provoca, cuando recibo sus instrucciones por mail o cuando leo sus palabras ordenándome, indicándome, corrigiéndome, mimándome en el mensajero.

Tuve que hacer un esfuerzo para esconder una sonrisa de picardía, por la excitación que provocaba en mi cuerpo el estímulo de Mi Dueño, y con el tono más profesional posible, antes de que el vendedor preguntara la raza de perro y yo tuviera que decir “La que tenés enfrente tuyo”, le indiqué: “Necesito uno, de unos cuarenta centímetros de largo, como éste. ¿No lo tiene más ancho y en rojo?”, porque a mí el rojo me queda muy bien y puestos a elegir,… pensé.

“No”, me dijo el señor, casi compungido. “El ancho guarda relación con el largo del collar, pero espere que medimos este”. Y allí estaba yo, midiendo un collar con el vendedor tan solícito, sin imaginarse el señor que el collar era para la perrita que le estaba hablando, ¿o se lo imaginó?

El vendedor, cuando pagué, me despidió con un “Qué lo disfrute, Señora.”, y yo me fui muy oronda con el collar y con una sonrisa particular en mi carita, meneando la cadera en forma sutil.

hechicera

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