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Cinco animadoras para un mal partido _ cap. 2

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----- CAPÍTULO 2 -----

 

            Como no faltaba mucho tiempo para nuestro cumpleaños, y que Sara hiciera 18, decidí esperar hasta desvirgarla. Por desgracia hoy día la gente va por ahí sin valores algunos, pero luego se quejan de la corrupción y problemática de la sociedad actual (irónico). No es que sea un Flanders tampoco, ni esté chapado a la antigua. Es sólo que podía esperar tranquilamente dos meses hasta hacerlo con mi pareja. Más cuando ella era tan juvenil, y nos queríamos y teníamos toda la vida por delante. Y dicho sea de paso, no iba a ser una tortura cuando cada día me la chupaba mínimo una vez y yo se lo comía lo mismo. Además, mi vida estaba siendo como un concurso de esos de la tele en los que continuamente obtienes pequeñas sorpresas, que sirven de acicate para seguir concursando.

 

            Recuerdo una vez que se corrió mientras le comía el coñito (la primera vez que se corrió conmigo, diría yo; estando ya más tranquila, habituada y con más confianza), a los pocos días de estar bajo el mismo techo. Habíamos dormido juntos la siesta, cuando me despertó una mano jugando con mi entrepierna. Con los ojos medio cerrados me di cuenta de que Sara estaba a mi lado dándome besitos, mientras con su mano buscaba el premio gordo. Recuerdo que pensé: «Joder… ya podía haberme despertado con mi polla en su boca… como hacía mi ex», pero bueno, tampoco iba a quejarme por nimiedades.

            Le di un beso, me saqué la polla y dejé que chupara y chupara.

            Luego continué yo, dándome caña, mientras ella esperaba con su lengua que le diera la merienda. Después de correrme, mientras retomaba el aire, se dedicó a dejarme bien limpia la polla; y luego le espeté de golpe y con teatral aire de enfado:

 

            —¿A qué esperas para ponerme el coño en la boca? ¡Vamos!

           

           Rápidamente se quitó las bragas (lo único que tenía de cintura para abajo), se acomodó sobre mí, con las rodillas en la almohada, y me acercó la gruta de las maravillas a mi boca. Con mis manos la cogí por los muslos para colocarla bien, y con mi lengua me dediqué a lamerle el clítoris.

            El coñito de mi niña era de órdago. Pequeñito, suave y sin un pelo (tal y como le solicité por comodidad a la hora del cunnilingus, y yo mismo se lo hice con mi maquinilla de afeitar), de piel clara y labios rosados. Siempre me encantaba meterle un par de dedos, en cualquier situación, para, como alegaba yo: «Comprobar cómo lo tenía». Un buen novio debe siempre comprobar la humedad y temperatura del coño de su novia, ¿o no? Y por supuesto su sabor. Que era de lo que me encargaba ahora mientras se lo comía.

            Con los dedos de la mano derecha empecé a acariciarle el clítoris, mientras con mi lengua la penetraba más. Ya no sabía si tanta humedad era por mi saliva o procedente de su coño…

            De ella sólo salían leves gemidos que se entrecortaban con pequeñas bocanadas de aire. Al ser tan pequeñita no es que me aprisionara mucho en esa postura, por lo que no me era un suplicio para poder respirar (lo contrario que me ocurría con mi expareja). Supongo que con varias sesiones así de coño podrían convalidarme algo de apneísta.

            Yo me dediqué a lo mío con gusto, y es que siempre me ha gustado que una novia me dé su almeja cuando le plazca y así entretenerme mientras como algo y la hago disfrutar. Y este virginal chochito, catado por primera vez, estaba riquísimo. Y que me corrijan los «catadores profesionales», pero cada coño tiene su sabor particular. Si bien era sólo el segundo que probaba en mi vida, la cantidad de flujo que soltaba Sara hacía que uno no se cansara de degustar. Y así llevaba yo un buen rato, mientras le acariciaba con un dedo el botón, le recorría a lengüetazos los labios internos, y le absorbía con la boca el jugo de su chochito.

            Y se corrió, sin avisar, mientras con su mano me cogía del pelo y me apretaba contra su sexo; y me llevé una sorpresa. Imagino que en las anteriores ocasiones, entre los nervios y la falta de confianza (subconscientemente)… pero, ¡joder, qué es esto! Pensé que o se había meado o yo qué carajos sé. ¡Y resulta que la pequefresa se había corrido y lo había empapado todo!

            Y yo, por supuesto, me lo tragué entero. Y es que, puede que sabio no, pero tonto ni un pelo.

 

            Siglos y siglos llevan los estudiosos de diversas culturas a lo largo del mundo buscando y experimentando por encontrar el elixir de la eterna juventud, aquel maravilloso caldo que daba la vida eterna a los dioses… y los muy tolais se habían pasado la vida entre manuscritos y pócimas extrañas, cuando la respuesta estaba entre las piernas de una mujer. Para mí, entre las piernas de la mojadora de mi niña. La cual se echó a un lado y respirando entrecortadamente colocó su cabeza sobre mi pecho, abrazándome tan tiernamente que aquello era magistral. No era sólo placer físico…

            No me dijo nada, y no dio tiempo a hablar del tema, pues llamaron a la puerta (Ana; algo de una llave). Pero noté que Sara estaba muy colorada, no sólo por el orgasmo, sino que además se había quedado algo cortada… casi diría avergonzada. Esa ternura y vergüenza sólo hacía ponerme más cachondo, y ella sabía sacarle buen partido siempre lamiéndome el biberón después.

 

 

            Cuando llegó su cumpleaños, un día antes que el mío, almorzó en casa de sus padres (quienes seguían sin sospechar nada), pero por la tarde vendría y sería toda para mí. Luego saldríamos a cenar por ahí y el «postre» volveríamos para tomarlo en casa.

            Pensé en regalarle un portátil, pero a sus padres les extrañaría, ya que tarde o temprano lo verían; y además ya se lo habían comprado ellos para la universidad. Así que finalmente le regalé un anillo de oro blanco (más fácil de ocultar), con la fecha del día en que por fin se asentó en la residencia, junto a mí. Además de una cena en un restaurante, un masaje que le di luego en la cama, y bueno, unas bolas chinas (¿qué? Joder, no esperaríais que el anillo iba a ser todo, ¿no?).

            Esa noche no las usamos; bueno, sí, un poco, pero no se las introduje en la vagina. Al fin y al cabo era virgen, y lo primero que iban a entrar iban a ser mis bolas españolas. En cambio, la desvirgué.

            Todo muy bonito y tal y pascual… ella nerviosa, me daba con los dientes en la polla cuando me la comía, me quedé luego las bragas que llevaba ese día de recuerdo… En fin. Pero esa parte fue especial, y me permitiréis que me la salte.

            Además, con lo ardiente que éramos los dos, no iban a faltar momentos de placer.

 

            Al día siguiente, en mi 24 cumpleaños, ella me regaló un colgante de plata: Un pequeño corazón con su nombre; que jamás me quitaría (y que, de hecho, tuvieron que quitármelo con el tiempo…).

 

 

            A los dos o tres días de mi cumpleaños, cansado de un bloqueo que tenía con un libro que había empezado a escribir antes de trasladarme a Madrid, me dio por ir a la cocina y hacer algo de comer para cuando llegara Sara de la universidad. Para mi sorpresa estaba Catalina, la mexicana, cocinándose algo. Laura, la de Asturias, y Ana, la gallega, tenían ocupada la mini cocina de la 3ª planta (más hablando que cocinando… en fin, mujeres), así que Catalina se bajó a la de la planta principal.

 

            —Espero que no te importe, es que la de arriba ya está ocupada.

            —Para nada chiquilla, tú tranquila, si para eso está. No sé cómo os lo tendré que decir, ¡que la residencia son las tres plantas! —le dije con una sonrisa mientras buscaba algo en el frigorífico— Podéis hacer uso de las tres. Aún nadie, salvo yo, ha utilizado el gimnasio.

 

            Catalina se reía, y mientras ella cocinaba, y yo cortaba algunas cosillas para Sara y para mí, comenzamos a hablar. Preguntas típicas, por las que, según me dijo, su padre trabajaba en algo relacionado con las finanzas, que yo intuí que sería una especie de banquero o algo de eso, y por ello hablaba del tema como si le diera apuro. Imagino que estando como se estaban poniendo las cosas en España, la pobre lo último que querría era decir «¡hola, soy hija de un banquero!»… pero lo cierto es que la muchacha era muy agradable. Muy educada, y por supuesto muy guapa (pero yo, enamorado que estaba, trataba de no pensar cosas indecentes no se me fuera a poner tiesa; algo complicado oyéndola hablar con ese acento mexicano).

            Para rematar la faena se asomó Ana por la escalera y le preguntó algo, mientras yo pensaba: «Joder, no sé qué me pone más, si el acento mexicano o el gallego… ¡o mejor, los dos!»; pero antes de que se me bajara más sangre apareció Sara por la puerta. Saludó, le di un beso, y fui detrás de ella a su habitación.

            —Pequeñaja, iba a prepararte algo…

            —Nene, ¿qué hacías? —me interrumpió dejando las cosas de clase sobre su cama y soltándose la coleta del pelo.

            —Pues eso, algo de comer.

            —Me refiero hablando con esa —si bien no lo dijo de forma demasiado despectiva, se veía algo de recelo.

            —Esa es Catalina, y estaba charlando con ella. Joder… tendré que conocer a la gente que vive bajo el mismo techo que yo, ¿no? —le respondí riéndome.

            —A quien tienes que conocer, y en profundidad, es a mí —dijo cogiéndome la mano y llevándosela hacia su entrepierna. Yo, como buen novio, comencé a acariciarla sobre el pantalón—. Menudo día, qué mareo de cosas… Y encima vengo con hambre —dijo a la vez que hizo ademán de agacharse. Yo la detuve, por supuesto.


            Con las hormonas revolucionadas que teníamos ambos, y bajo el mismo techo viviendo, no era raro que en cualquier momento nos metiéramos mano; o simplemente que mientras estuviésemos viendo una peli mis dedos acariciaran su culo, o los suyos mis bolas. Pero tampoco se había dado el caso antes de nada más llegar de clase buscarme las cosquillas. Pero como digo, a esta cría le pones un termómetro y lo revienta. Pero yo, como ya he dicho, no iba a dejar que se agachara tan pronto. No iba a dejar que me comiera la polla sin antes comprobar cómo estaba mi chochito.

 

            —Eh, espera —y le metí la mano dentro del pantalón y de las bragas, para descubrir lo que ya esperaba. Esta niña se moja bastante; vamos, decir mucho es poco. Así que las braguitas de mi pequefresa de 18 añitos estaban empapadas. Le introduje dos dedos mientras ella, colorada, suspiraba; y los moví en círculos primero despacito y luego más rápido. Seguidamente los saqué, y le enseñé lo pringados que estaban—. Joder, nena, ¿ves lo mojadita que estás? —y comencé a relamerlos delante de ella mientras se ponía más roja que un tomate—. Venga, ya puedes comer —dije mientras la empujaba hacia abajo, colocándose de rodillas—. De primer plato: Polla.


            Y comenzó poco a poco a introducirse mi miembro. Ya era rara la ocasión que me raspaba con los dientes, aun así siempre me daba una disculpa por su parte. No fue una mamada muy extensa, pero sirvió para ponérmela más dura.

            La levanté, la mandé a la cama bocarriba, y me quité los pantalones del todo.

 

            —Y de segundo plato, una buena follada. Y luego, si te portas bien, de postre leche calentita —le dije mientras me ponía el condón y ella se relamía.


            Entró de golpe. Ya no le dolía, y además estaba bastante lubricada con tanto flujo, así que no me corté ni un pelo en empujársela hasta el fondo. Más aún cuando una chavala de 18 años te espera en la cama, desnuda de cintura para abajo, con las piernas algo levantadas y abriéndose el chocho de par en par con las manos. Más aún cuando lo hace poniendo cara de pervertida… joder.

            Vaya si se la metí. No tardé más que lo justo en ponerme el condón. Y la metí bien en caliente, esa niña parecía que tenía una puta catarata de esas de agua calentita como la de los Spa.

 

            Cuando noté que le quedaba poco para correrse, comenzó:

 

            —Que no te vea… muy cerca… de esas guarras… ¿me… oyes?

            —Calla y disfruta… que para guarra ya te tengo a ti… Joder… cómo tienes… el coño…

            —¡Ah… Dios, nene!... ¡Te quiero, te quiero! ¡Fóllameeee!


            Y después de unas embestidas, mientras me abrazaba con un brazo por el cuello y el otro por mi espalda, se corrió por vez primera mientras follábamos. Lo noté porque el único motivo para que una mujer tenga abierta la boca sin decir nada, aparte de estar bostezando, es estar teniendo un orgasmo. Que también lo indican sus ojitos cerrados y ese calambre que te transmite por el cuerpo cuando uno estalla por mero disfrute de verla en éxtasis.

            Imagino que el día que la desvirgué, con los nervios que tendría la pobre y tal… Pero ahora volvía a sentir su catarata, empapándome la polla. Por un instante creí que igual se había roto el condón, pero estaba claro que no, su cara reflejaba lo mismo del día en que me chorreó en la boca. ¡Resulta que la pequefresa se había corrido como el tobogán de un parque acuático!

            Ver la cara de ese angelito, colorada, muerta de vergüenza, y tratando de coger aire de donde no lo había (porque ya me faltaba a mí, jajaj), es de lujo. Me la hubiera puesto dura y me la hubiera follado otra vez, si no fuera porque se hacía tarde y había que almorzar.

 

            —Al final me he quedado sin postre —me dijo con los ojillos entrecerrados y estirándose en la cama.

           —Es que me pones muy burro, pequeña… Es meterla aquí —señalé mientras le acariciaba con mi dedo índice el clítoris, y empujaba el dedito poco a poco hacia dentro— y no puedo contenerme.


            Me abrazó, me besó, y nos tiramos así un rato hasta que nos levantamos y nos hicimos algo de comer. La cocina ya estaba vacía, y la casa tranquila, pues casi todos los inquilinos ya habían almorzado y estaban en sus respectivas habitaciones. Luego me puse a ver una peli con Sara hasta que llegara a visitar la residencia la posible nueva, y última, inquilina. Llegó casi una hora más tarde de lo acordado (el metro de Madrid…).

 

 

            Mari Carmen tenía 20 años, madrileña, poco más baja que yo, rubita y rellenita (vamos, gordita pero con curvas, nada desmesurado). Estaba estudiando algo relacionado con la publicidad y el caso es que ya no tenía techo. Con el tiempo y la confianza me contó que estaba hasta los huevos de su casera, que no arreglaba nada y hasta se llevaron dos semanas sin agua caliente, eran tres chicas en un piso enano y una se acabó yendo harta ya de la dueña, y las dos que quedaron no podrían hacerse cargo del aumento del precio, así que se vieron con el culo al aire…

 

            Todo le pareció genial, y se quedó en la habitación Nº 1 (la que quedaba), y se acopló muy bien, la verdad. Era algo reservada y vergonzosa al principio, pero luego era una chica genial, con la que hablar de muchos temas. Algo de agradecer, con esa voz tan dulce que tenía… y que contrastaba tanto con la de la fumadora Marta.

 

            No llevábamos ni cuatro meses y ya estaba «el cortijo» preparado. Buena convivencia y todo genial. Ana tocaba la flauta en su habitación, sin causar molestia a nadie (benditos paneles insonorizados, que, si bien no hacían desaparecer el ruido, sí lo disminuían bastante). Marta curraba por las mañanas en un bar-cafetería, cuyo jefe (un latino, irónico) le guindaba del sueldo (algo typical spanish de nuestros empresarios y que la fauna extranjera acomodaba a sus costumbres), por lo que solía venir algo arisca. Si bien nunca lo pagaba con nadie ni generaba mal ambiente, algo que me extrañó, pues se la veía una chica con cojones, y me esperaba que quizá en algún momento explotaría y pobre de aquel que tuviera delante… Pero no, nunca cruzó esa raya.

            Laura, la asturiana, se la veía poco fuera de su habitación. Y Catalina, si bien era de las más agradables, siempre procuré no estar cerca de ella cuando Sara apareciese por la puerta. Aunque, no sé qué tendría de malo que me hiciera lo mismo que aquel día jajaja.

 

            A los tres meses y algo de llegar, Laura se volvió a Asturias. Catalina se marchó también como una o dos semanas después (traslado del padre; al parecer algo frecuente). Así que pasamos a ser cinco en la casa. Sara se había hecho amiga de Mari Carmen («Mari»), incluso iban juntas a la universidad, por lo que yo dejé de acompañar a mi novia por las mañanas; cosa que agradeció mi perezoso cuerpo pudiéndome quedar en la cama durmiendo cuando Sara se iba. Sí solía en cambio esperarla en el metro, cuando llegaba de clase, para cogerle la mochila y charlar de cómo le había ido el día, camino de la residencia.

            Con Ana y Marta no es que no se llevaran, imagino que era más porque hacían su vida en la 3ª planta, si bien ya era más frecuente que las viéramos bajar, solían estar más arriba. Además ellas dos eran amigas, no sé cuánto de unidas pero más de una vez me asomé por la escalera a media noche y las vi salir de la misma habitación (casi siempre la de Ana).

            No es que fuera a espiar… es que si estaba con Sara viendo una peli en la «mini zona de esparcimiento» (como yo cómicamente describía al sofá, tele de plasma y pufs… pufes… pufos o como coño sea el plural de esos asientos cúbicos) de la 2º planta, bajo la escalera, y la cosa se ponía calentorra tras meterle los dedos y jugar con su coñito mientras veíamos la tele (práctica habitual en mí) pues… no quería que nadie nos pillara y dar una mala imagen como «casero». Aunque las inquilinas sabían que Sara y yo éramos pareja, y nos llevábamos seis añetes.

            Si a Mari le daba por abrir la puerta de la Nº 1, aparte de que se escucharía y nos alertaría, la visión daba recta al pasillo. Ni siquiera podía ver lo que había en la tele (que tampoco era nada del otro mundo: Cuarto Milenio… aunque, bien mirado… jejejej… «chiste fácil»). Mucho menos a Sara y a mí en el espacio abierto a la derecha, donde el sofá y la cocina. Pero si alguna de las de arriba le daba por bajar por la noche, a lo que fuera, bastaba con asomarse a la escalera para ver cómo yo había pasado de meterle los dedos a Sarita, a bajarle las bragas y comerle el coño. De ahí que subiera alguna que otra vez a asomarme si arriba estaba despejado.

            Al menos fue así hasta que nos trajeron una tele nueva a la habitación de Sara. Y es que se había roto… Que viene siendo un eufemismo para decir que me la cargué sin querer, cuando un día trayendo Sara todas las cosas de la universidad las cogí en peso y las solté de golpe sobre el escritorio… y la tele de la pared se descolgó y cayó. Eso es un mal tornillo, pero bueno.

            Como estaba en garantía, y la instalación la había llevado a cabo la tienda, pues nos traían otra tele (eso sí, tardó unos días). De ahí que estuviésemos viendo Cuarto Milenio en el sofá, con la tele del pasillo, mientras Fríker hablaba sobre experiencias cercanas a la muerte y Sara tenía una experiencia cercana al cielo cuando se corrió y me empapó la boca.

 

 

            —Buff niña, ¡cómo me pone que te corras y lo empapes todo! —dije incorporándome y dándole un beso en los labios.

            —Así me pones tú… —dijo colorada; y al rato continuó—: No te da… ¿cosa?

            —¿Eh?

            —No sé… los… —tardó en pronunciar la palabra, que se le atragantaba— los chorritos… y eso…

          —Qué dices, me encanta joder… Eso me vuelve loco. Estás riquísima… y ya sabes que yo —decía mientras le levantaba la camiseta un poco para besarle el cuerpo e ir bajando, hasta su coñito de nuevo— me tomo todo lo que me dé mi niña —concluí con cara de pillo.

 

            Nos devolvió a la realidad el ruido de la puerta de Mari abriéndose. Cruzó el pasillo camino al baño, para ver a una tranquila pareja de novios viendo la tele.

 

            —¿Qué estáis viendo?... ¡Ah, Cuarto Milenio! Antes lo veía.

            —Pues siéntate, no ha empezado hace mucho —le dije dando unas palmadas en el hueco libre del sofá.

            Con disimulo Sara me había dado con el codo, y es que mi continuo sentimiento de agradar y ser simpático me había traicionado, pues en verdad era comprensible el disgusto de mi novia. ¿Acababa de comerle el coño, y ahora le decía a otra chica que se sentara con nosotros, como si tal cosa?

 

            —No, qué va, tengo que seguir estudiando —respondió Mari con una sonrisa cansada y se dirigió al baño.

 

 

            —Estás tonto… —me dijo Sara un pelín mosqueada y acalorada, aunque más por el orgasmo que otra cosa.

            —¿Qué? Joer… perdón.

            —Anda, vamos a la cama —y fui tras ella mientras me jalaba de la mano.

 

            La noche acabó con una mamada por su parte, para devolverme la comida, y que ya cada vez me la chupaba mejor. Ya incluso gemía de placer. Ya me la comía bien, sí, como una buena guarrita cachonda. Como una gata en celo en busca de su leche. Y esta gata quería leche todas las noches.

 

            Yo empecé a dedicar mi tiempo a escribir por las mañanas (cuando lograba levantarme de la cama). Y es que mi plan de escribir por el día y pasar la tarde y noche con Sara no estaba saliendo muy bien. Me abstraía de la realidad sólo con ella, y al final por la mañana me terminaba levantando a las tantas. Por lo que acababa pasando todo el día con mi novia, y si bien no tenía nada de malo… no estaba avanzando con la escritura. Así que tenía que hacer algo, y como Sara empezó con exámenes, pues básicamente pasábamos el tiempo juntos a la noche. Así que decidí ponerme a escribir por las tardes, mientras ella estudiaba, y ponerme en serio a usar la mañana para hacer ejercicio.

            Me adecué unas rutinas, me levantaba a las diez y me bajaba al gimnasio. Vamos, un par de bicis estáticas, pesas de varios kilos, un saco de boxeo (más por mí que otra cosa) y algún útil más como una pelota de esas de fitball y bandas elásticas, cosas de esas que emplean las chicas. Lo mío eran las pesas, la bici y el saco. Además el suelo lo había puesto de paneles de esos como colchonetas que se encajan tipo puzle, y podía ejercitar libremente (aunque solo) mis antiguas rutinas de cuando practicaba artes marciales.

            Entonces se me ocurrió buscar algún sitio en Madrid donde entrenar, y encontré uno no muy lejos donde daban clases de Krav Magá por las mañanas, aunque sólo hora y media, dos días a la semana. Nunca lo había practicado, pero mal no me iba a venir; ya era algo. Y esos días que iba aprovechaba y acompañaba a las chicas (Sara y Mari) camino de la parada, para luego yo tirar hacia donde estaba el gimnasio andando, ya que así calentaba y hacía tiempo hasta que empezaran.

 

            La primavera no iba mal. Sara y yo estábamos unidos; salvo por las fiestas navideñas, que lógicamente para no levantar sospechas ella había pasado con su familia, y yo aproveché para escribir. Seguíamos siendo sólo cinco viviendo en la residencia, pero ya había más confianza.

 

            Un día, mientras Sara trataba de aprender a tocar con el bajo una canción de Guns N' Roses, yo llevaba toda la tarde concentrado en el ordenador acabando ya de corregir mi primera novela completa.

 

            —¡Cojonudo! ¡Siiiii! —solté saliendo de mi habitación y dirigiéndome a la «mini zona de esparcimiento». Allí estaba Ana viendo la tele un rato y tomándose un yogur. Sara salió de la habitación y vino.

            —¿Qué pasa? —me preguntó la novia.

            —¡Que ya la he corregido! ¡La he terminado y la estoy imprimiendo!

 

            Se vino y me dio un beso, muy contenta.

 

            —Ahora sólo tendrás que lograr que te la publiquen —me dijo con un poco de cachondeíto la niña…

            —Ja… ja. Lo importante es que ya la he escrito, por fin. Ahora sólo a mandarla a tutiplén a toda clase de concurso literario y demás.

            —Sí, bueno —decía Ana mientras se comía el yogur—, y esperar a que te la publiquen —concluyó y rieron las dos féminas—. El arte está muy maltratado en este país, da igual si es la música o la literatura, te lo digo yo…

            —Ya… Pero bueno, si nunca lo intentas no puedes decir que fracasaste; y si fracasas, al menos lo hiciste haciendo algo que te gustaba… Muchos fracasan en su vida y la desperdician haciendo cosas que no les satisface, como trabajar en una sucursal bancaria, o… no sé… encofrador. ¿Quién cojones tiene de niño el sueño de trabajar tras un mostrador en un banco, con lo anodino y aburrido que es eso? ¿Y ser encofrador? No me jodas… cuánto daño ha hecho el Meccano.    

            —¿Qué tendrá que ver la música con eso? —preguntó mi joven, y desconocedora, novia.


            Como estaba muy orgulloso de haber terminado mi obra nos sentamos y le conté a Ana un poco de qué iba la novela (Sara ya sabía más o menos, aunque no le había dejado leerla ni nada). Mari vino a la cocina por agua y se nos unió, y ya le conté también y me felicitó. Decidí encargar una pizza familiar esa noche. Sí, ya sé que no es tampoco como para tirar cohetes, pero qué queréis… con la de chufas que hay en la vida, hay que saber disfrutar de alegrías por leves que estas sean.


            El sábado de esa semana, estando en la casa Ana, Marta y yo solamente (Mari y Sara estaban en sus respectivas casas) me encontraba tumbado en una de las tumbonas de la terraza, al atardecer, con la fresca. Escuché la puerta de cristal abrirse, y supuse que sería Marta, que acabaría de hacer ejercicio en el gimnasio y se vendría a echar su cigarrito a la terraza, como solía hacer (absurdo, lo sé, pero bueno). Pero no.

            —Hola, qué, ¿has mandado ya la novela? —era Ana, la gallega, que me preguntaba mientras se dirigía al muro de la terraza a tomar el aire.

 

            Primero se colocó de espaldas a él, mirándome. Yo, sin moverme de la tumbona le dije que aún no, que no tenía ni idea de cómo era eso y que no había pensado en cómo sería una vez acabase un libro (supongo que ya bastante crudo veía el hecho de escribirlo, y no pensé en lo demás).

 

            —Bueno, en internet puedes mirar algunos concursos literarios, para empezar. Las editoriales se fijan en eso, y si consigues algún premio, aunque no sea el primero, puede que le echen un vistazo y te llamen o algo.

            —Sí… La cosa es que hay varios concursos, y tardan un tiempo en dar el fallo. Y no puedes participar con una obra ya premiada en otro concurso. Imagina que echo para un concurso esta semana, que no dan el fallo hasta dentro de dos meses; y luego echo también para un concurso de dentro de un mes, y que no dan el fallo hasta dentro de otros dos meses… Imagina que me cogen en el primero, ya los demás no valen...

            —Bueno, pero lo importante es que te cojan en alguno, ¿no? ¿Qué más da que no te cojan en los demás?

            —No sé, es que no sé si puede causar algún problema o algo, yo qué sé… No tengo ni idea del mundo editorial.


            Mientras, Ana se había dado la vuelta, mirando hacia abajo, a la calle. Así puesta no pude evitar fijarme en sus caderas, y ese pedazo de culo enorme que tiene (y que me recordaba a mi ex). Para colmo los leggins que llevan ahora las chicas no es que dejen mucho a la imaginación, así que era casi como ver ese culazo desnudo. Y comencé a imaginar cómo sería darle un par de azotes, ahí apoyada sobre el muro, con el culo en pompa mientras se lo dejaba colorado. Y empecé a sentir cosquilleos en la picha (y a sentirme un poco mal, porque no debería pensar en esas cosas salvo con Sarita; pero bueno, había sido un leve desvío por los recuerdos que un culo así me traía). Así que doblé un poco las rodillas, poniendo una pierna sobre la otra cuando Ana se dio la vuelta y mirándome me dijo:

 

            —Oye, el jueves tengo un concierto.

          —¿Y eso, quién toca? —pregunté pensando en grupos de música, cuando lo que quería decirme era que ella, el conservatorio, daban un concierto de música clásica.

            —Yo… junto a los demás de la banda —me dijo poniendo cara de fingida indignación—. Es por la tarde, Sara y tú podríais venir, y así me veis tocar.

            —¡Genial, se lo diré!


            Si bien no soy un gran entendido de la música clásica, con tal de agradar y estrechar más lazos con la gente con la que vivíamos estaba dispuesto a ir, y seguro que lo pasaba bien con Sara. Luego podíamos ir a cenar a algún sitio y fingir un poco como una noche de cuento de esas parejas acaudaladas que acuden al teatro a ver La Bohème y luego a cenar a un restaurant. Porque, la verdad, la pequeña pitufa rockera y yo no es que tuviéramos muchas pintas barrocas, ella pillaba el bajo y yo el teclado (jeje… me refiero al del PC… escribiendo y eso… «chiste malo»).

 

            Pero, aunque no me guste la música clásica, sí me gusta el sonido de algunos instrumentos. El clarinete por ejemplo, es un sonido que me gusta bastante; casi diría que me relaja, y no sé por qué. Y la flauta travesera, que tocaba Ana, también me gustaba; si bien más si fuera música tipo folclórica, pero bueno.

 

            —Lo que tienes que hacer —le dije a Ana— es tocarme la flauta un día, joer —solté sin pararme a pensar en que mis palabras podían malinterpretarse.

 

            Ana comenzó a reírse a carcajadas. Entonces me di cuenta…

 

            —Me… refiero, ¡aix! Digo que nunca te he visto tocar fuera de tu cuarto.

            —Jajaj bueno, es que no me gusta que me vean mientras ensayo.

            —Pues no ensayes, interprétanos alguna canción digna de nuestros melanómanos oídos —dije haciendo gestos con la mano, sobreactuando y poniendo cara de caballero inglés.

            —Se dice melómano —dijo ella mientras seguía a carcajada limpia.

            —Ah, no sé, tú eres la música. Músico. Hummm… ¿cuál es el femenino de «músico»?

            —Ah, no sé, tú eres el escritor —sentenció con más risas.


            Yo me limité a observar su cuerpo, fijándome disimuladamente en cómo los leggins negros le apretaban bien las piernas y las caderas, notándose incluso la marca de dónde irían las bragas debajo. Si bien Ana tenía unas caderas generosas y un gran culo, no le sobraba ni un kilo; estaba para mojar pan y repetir (y más con ese acento gallego jodeeer). Podía imaginarme dándole la vuelta bruscamente, apoyándola contra el muro, bajarle los leggins un poco y empezar a metérsela hasta el fondo en ese pedazo de coño que debía tener.

 

            Quién me iba a decir… que los sueños se acaban haciendo realidad…

 

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