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Madre solo hay una

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Tengo la sensación de que muchos de vosotros me entenderán luego de leer estas líneas. Me llamo Lorenzo, tengo 19 años y trabajo en la ferretería de papá. Mi madre falleció cuando yo tenía 4 años y mi padre, que en ésa época tenía 26 años, decidió rehacer rápidamente su vida. A los dos años de enviudar se casó con Silvina, una morocha seis años menor que él, que conocía de la oficina y con quien, según supe años más tarde, mantenía una relación prohibida varios años antes de que mamá se estrellara con el auto.

Mi padre siempre se sintió culpable por el accidente de mamá y por eso trató de que Silvina fuera una sustituta. Desde que la conocimos, papá nos obligó a mi hermano y a mí a que la llamáramos mamá. Por la diferencia de edad, era imposible que ella nos hubiera parido. Ahora tiene 35 años, pero conserva todos sus encantos. La mayoría de los que la conocen, no le dan más de 29 y encima, suele vestirse con la misma ropa que usamos nosotros: jeans gastados, musculosas, polleras y vestidos simples. Es muy elegante y tiene un cuerpo en el que, todavía, no se le ha caído nada.

Silvina era una muy buena mina. Siempre trataba de ayudarnos. Conmigo sentía un afecto especial y yo siempre trataba de hacerla sentir una más de la familia. Empezamos a tener mucha mejor onda cuando estuve mal porque una compañera del colegio no me daba bola y yo me sentía enamorado. Ella me dijo que no me hiciera drama y que iba a haber muchas mujeres más que sí me iban a desear. "Mirá lo que le pasó a tu viejo. ¿Hay algo más irreversible que la muerte?".

Debo confesarles que cuando empecé a ponerme grande y a sentir cosas más fuertes por las mujeres, Silvina dejó de ser una confidente para convertirse en un peligro. Una lucha constante contra mí mismo para evitar cualquier estupidez. La relación de ella con mi padre se había vuelto fría en los últimos años, pero eso no me daba ningún derecho adicional. Silvina dejó de trabajar ni bien se casó con mi padre y la mayoría de sus actividades estaban centradas en la vida hogareña.

Por las mañanas hacía gimnasia con una vecina. Se ponían las dos frente al televisor y seguían atentamente los movimientos para estar en forma. Varias veces me ocultaba detrás de las cortinas del comedor para ver a esas dos hembras moverse como condenadas y con esas mayas de gimnasia que convierten en escultura a cualquier cuerpo. Una de esas mañanas, escuché una conversación entre ambas. La vecina le había preguntado cómo iban las cosas con mi padre y ella le respondió: "La verdad es que estamos para el traste, hace como un año que no me pone una mano encima. Yo estoy desesperada y tengo miedo de hacer una locura". Mientras escuchaba a Silvina, mi polla se había puesto a mil. Me sentía mal por mi viejo, pero esto ya no tenía retorno.

A partir de ese momento, empecé a ser sumamente gentil con Silvina. Le preguntaba si estaba bien, porque no la notaba muy bien de cara. No desperdiciaba ninguna ocasión para alabarla. Varias veces, cuando terminaba su clase de gimnasia, la esperaba en la cocina con el desayuno que ella adora: un yogur, un buen café con leche y tostadas con mermelada. Ese día me la jugué entero: "Silvina, tenías razón con lo que decías de las mujeres. Lo que pasa es que mi padre tuvo mucha suerte, no todos encuentran a alguien como vos". Noté que mis palabras la habían perturbado, al menos que se sintió tocada. Para sacar tajada de mi frase, la abracé lo más fuerte que pude y ella se puso a llorar.

El golpe lo di un viernes en el que mi padre y mi hermano se habían tenido que ir al campo que tenemos en el Sur. Silvina se había alquilado un video y me preguntó qué iba a hacer. Yo le dije que tenía una cita, con la chica que me gustaba del colegio, que por fin había aceptado. Ella me ayudó con la ropa y hasta me pellizcó la cola cuando me probé uno de los pantalones de papá. "Te quedan bárbaros, tenés una cola muy linda. Hoy vas a ganar". Tenía todo pensado, cuando vi que Silvina se metió en la ducha para darse un baño, la saludé. Ella me dijo que esperara y salió del baño cubierta con una toalla. "No me vas a dar un beso", me dijo. Y cuando la besé, traté de poner mis labios lo más cerca posible de los suyos. Ella devolvió el beso y me guiñó el ojo.

Me fui a comer una pizza y a la hora volví. Toqué el timbre acusando que me había olvidado las llaves. Silvina me abrió en bata porque ya estaba metida en la cama. "¿Qué pasó?", me preguntó sorprendida. "Nada, esa hija de puta se hizo negar", le dije con mi peor cara de amargura. Ella me abrazó, pude sentir el aroma de su piel suave y me excité de tal manera que sentía que me iba a reventar el pantalón. Como un acto reflejo, también la abracé, la besé en el cuello y traté de llegar a su boca, pero ella me separó bruscamente y retrocedió. "No está bien esto Lorenzo, mejor vámonos a dormir". Y salió casi corriendo para su dormitorio.

Después de dar mil vueltas en la cama, tomé coraje y me dirigí hacia su cuarto. Ella estaba tapada con las sábanas, mirando hacia la ventana con las luces apagadas. Entré sin hacer ruido y me metí en la cama. Ella seguía inmóvil. Con mis manos le empecé a acariciar la espalda. "nnnno, Lorenzo, nooo, está mal", decía mientras se retorcía entre mis manos. Yo estaba en calzoncillos, pero había sacado mi miembro para apoyárselo en la cola. Mis manos ya habían llegado a su vagina y terminé de convencerla cuando comencé a jugar con su clítoris mientras la penetraba con los otros tres dedos. "Ahhhhhhh, pendejo, meteme los dedos, sentís lo mojada que me pusiste. Este es nuestro secreto aaahhhhhh, mirá que no quiero problemas con tu padre. Quiero ver esa polla que tenés, Ahhhhhhhh".

A partir de ese momento se invirtieron los roles y empecé a disfrutar realmente de lo que tenía enfrente. Una mujer con experiencia, súper sensual que estaba muy, pero muy caliente. Me dijo que me pusiera boca arriba y me recorrió todo el cuerpo con su boca. Se detenía en las tetillas y volvía a subir hasta mi cuello. Así fue bajando por todo mi abdomen hasta llegar a mi polla. Siguió por mis piernas sin tocarla y luego volvió a subir. Ahí apenas la rozó con la punta de su lengua. Silvina me hacía desear porque sabía que tenía el control de la situación. Se acomodó entre mis dos piernas y comenzó a jugar con sus senos. Puso mi polla entre ellos y los movía como si me estuviera haciendo una paja. Cuando la cabeza de mi polla aparecía por la canaleta de sus tetas, la apretaba con sus labios y succionaba. No pude más y le acabé en la cara. "Vos sabés pendejo lo que a mí me gusta, dámelo ahora. Ahhhhhhhh". Y se tragó hasta la última gota.

Yo estaba tan caliente que después de acabar mi polla no se bajó ni un centímetro. Ella se sentó arriba mío y empezó a cabalgar. Me decía obscenidades y me pedía que le pellizcara los pezones. Sentí que me iba a triturar la polla cuando empezó a tener contracciones en primer orgasmo. Descansó unos minutos y se puso en cuatro patas a los pies de la cama. "¿No te gustaría meter esa polla en este culo?", me preguntó con cara de puta y dándose palmadas en las nalgas. Me puse como loco y tuve que contenerme para no acabar antes de tiempo. Ella me la volvió a chupar. "Para que esté bien lubricada y no me duela", me aclaró. Yo estaba en el paraíso. No podía creer que follara tan bien. Me acomodé por detrás y la penetré por el culo lo más suave que pude. No por temor a lastimarla, más bien por temor a eyacular antes de entrar. Duré apenas unos minutos y le llené las entrañas con mi semen caliente.

Silvina se retorcía como una perra en celo, seguía caliente y volvimos a hacer el amor. Fue un fin de semana frenético en el que no tardé mucho en hacerle comprender que no debía sentirse culpable. "Silvina, tranqui, que madre hay una sola". Seguimos follando durante varios meses, hasta que conoció a otro, mandó al cuerno a mi padre y se marchó.

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