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Mis memorias (2 de 3)

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No pegué ojo en lo que quedaba de noche a pesar del cansancio. Tengo que reconocer que acabé agotado pues uno tiene sus limitaciones y aquella noche había sobrepasado largamente mis capacidades.

Había pasado una noche inolvidable, mi ego estaba fortalecido; pero me preocupaban varias cosas. Una de ellas era las posibles consecuencias de nuestra infidelidad, pues la relación entre ambas familias había sido hasta entonces muy buena, de total confianza. Mi esposa e Isabel eran íntimas amigas y yo no sabía si ésta tendría remordimientos o si me exigiría que abandonáramos a nuestras respectivas familias para consolidar nuestra relación viviendo juntos.

Yo, por mi parte, lo tenía claro: no tenía ningún problema de conciencia y no pensaba abandonar a mi mujer porque yo la seguía queriendo tanto como el primer día. Si, ya sé que se preguntarán que si tanto la  quería como era que le ponía los cuernos acostándome con una de sus mejores amigas. Pues muy sencillo, por la  misma razón que me encantan los platos que mi mujer cocina pues es una buena cocinera y eso no impide que de vez en cuando disfrute de una buena comida en un restaurante o de los platos que prepare alguna de nuestras amigas, o amigos. Me gusta disfrutar de los placeres que la vida pone a mi alcance.

A las ocho de la mañana, en vista de que no podíadormirme, me levanté, me di una ducha de agua fría y me incorporé al trabajo que me había llevado hasta aquella ciudad. A los pocos minutos de llegar sonó mi teléfono. Reconocí el número de Isabel.

―Tengo que verte hoy. Ha pasado una cosa muy grave – me dijo en cuanto descolgué.

―¿Grave? ¿Cómo de grave? ¿Quién está enfermo? ¿Algún herido?

―No. No hay ningún enfermo. Tampoco ningún herido, al menos de momento.

―Pues dime. Me has dado un susto de muerte.

―Te lo contaré cuando te vea. Iré a verte a mediodía, cuando salga del trabajo.

―Ven pronto que me has dejado preocupado.

Durante toda la mañana estuve dándole vueltas al asunto. ¿Qué sería aquello tan grave? Se habría enterado su marido, me preguntaba. No , no podía ser porque si fuera eso ya se habría presentado ante mi intentando romperme la cara.

Por fin pasados unos minutos de las dos de la tarde, apareció por el despacho que me habían montado en el hotel. Estaba tan atractiva, o más, que la noche pasada. Llevaba un traje de chaqueta con falda entallada y, debajo de la chaqueta, una blusa blanca abierta hasta justo el inicio de sus senos.

―Tenemos que hablar – me dijo nada más entrar en el despacho.

―De acuerdo; pero vamos a mi habitación. Allí nadie nos interrumpirá.

Le hice pasar delante de mi y, a lo largo de todo el pasillo que llevaba a mi habitación, pude contemplar la redondez de su trasero y una piernas perfectamente torneadas subidas a unos tacones de altura media.

―Ha sucedido una cosa muy grave – me dijo al entrar en mi habitación.

―Si, si. Ya sé. Pero... ¿es grave o es urgente? Porque si he podido esperar más de cinco horas para enterarme, creo que puedo esperar  otros cinco minutos mientras te beso – le dije mientras la abrazaba y posaba mis labios en los suyos.

―¡No, no! ¡Ahora no es el momento de besos!

Yo no le hice caso, volví a besarla mientras la acercaba abrazándola fuertemente. Hice una breve presión sobre su boca para inducirle a abrirla e introduje mi lengua buscando la suya. Isabel respondió inmediatamente a mi petición y me devolvió largamente las caricias con su lengua. Le quité la chaqueta, le saqué la blusa de la falda e introduje mis manos por debajo buscando el cierre del sujetador. Una vez liberados sus pechos de la prenda, los acaricié suavemente y pronto empezó a gemir y a suspirar. Sus gemidos se hicieron más profundos cuando me agaché para lamérselos.

―¡Por favor! ¡Déjame! Me haces perder la cabeza

―Pues la perderemos los dos

Y cogiéndola de la mano la llevé hasta la cama. Allí le acabé de despojar de la blusa y del sujetador, le desabroché la falda que cayó a sus pies. A continuación hice que se sentara en la cama y así le quité los zapatos y las medias, y la acosté. Isabel se quedó allí, sobre la cama, desnuda, mirándome mientras yo me desnudaba. Yo presentaba una erección más que respetable y pude darme cuenta que ella no perdía de vista mi polla.

Al subirme a la cama, Isabel abrió los brazos para acogerme; pero yo cogí sus pies y empecé a acariciárselos, los besé, fui subiendo lentamente por sus piernas besándolas acariciando el interior de sus muslos con mi lengua. Cuando llegué a su delta, lo bordeé, subí por el ombligo, me entretuve en besar sus pechos y mordisquear sus pezones, besé su cuello. Volví a recorrer el mismo camino a la inversa hasta llegar a su entrepierna. Allí lamí sus jugos, su clítoris mientras ella gemía.

―¡Métela ya, por favor! Te necesito dentro de mi. No me hagas sufrir más – me suplicaba.

Cuando conseguí arrancarle el primer orgasmo, rápidamente, antes de que cesara su agitación, la penetré.

―Eres malo, muy malo. ¿Por qué has tardado tanto en metérmela? ¡Me gusta tanto! – me dijo con voz infantil cuando se tranquilizó – Ahora estate quietecito. Déjame descansar y disfrutar de ella. Me gusta que me llenes.

Puso sus piernas alrededor mío, abrazándome con ellas y presionando para que la penetrara más. Al cabo de unos minutos empezó a mover su pelvis en un movimiento rotatorio mientras su lengua buceaba en el interior de mi boca. Aquello me indicó que estaba ya preparada para otra embestida. Empecé a moverme lentamente, apenas sacaba y entraba un par de centímetros; pero poco a poco mis movimientos fueron mayores aumentando paulatinamente las acometidas hasta que, con un fuerte grito, se corrió. Cuando recuperó la tranquilidad me susurró al oído:

―Eres un amante muy bueno. Sabes como templar mi cuerpo para alcanzar placer como jamás lo he tenido. En menos de veinticuatro horas he echado contigo más polvos que con mi marido en seis meses.

Después nos quedamos acostados uno junto al otro, abrazados.

―Se me había olvidado que yo había venido a contarte un asunto muy grave que nos afecta – me dijo al cabo de un rato ― Es necesario que lo sepas. Verás. Esta mañana cuando nos hemos levantado mi hija Isa y yo, sentadas a la mesa para desayunar me ha dicho:

―¿Qué tal has dormido, mamá? Tienes un aspecto magnífico, relajado, de felicidad

―Lo malo no han sido sus palabras sino el tono irónico con que las ha dicho. Eso me ha hecho pensar que la cosa iba con segundas; pero yo le he contestado que si, que había dormido muy bien toda la noche y que había descansado como nunca.

―Pues si no es porque tú lo dices cualquiera diría que te has pasado la noche follando.

―Me quedé como si me hubieran echado un jarro de agua fría; pero haciendo un esfuerzo le dije:

―¡Hija! ¿Cómo le hablas así a tu madre? ¡Un respeto! ¿Cómo crees que yo he hecho una cosa así?

―¡Mamá! Que no soy una niña y lo que hacías tú y César en la cocina no era jugar al parchis.

―¡¡¡Nos espíaste!!!

―No, pero fui a la cocina a por un vaso de agua y me encontré con lo que me encontré.

―Comprenderás que me quedé de una pieza sin saber que responder –  dijo Isabel.

―¡Jodeeer! El que se ha quedado helado ahora he sido yo. Menudo espectáculo tuve que dar con los pantalones en el suelo, los calzoncillos por media pierna y el culo al aire.

―No te lo tomes a broma, que la cosa es seria.

―¿Y que más te dijo?

―Yo le dije que me comprendiera que había sido un momento de arrebato y que habíamos perdido la cabeza. Pero ella me respondió:

―Pues la locura os duró mucho tiempo porque luego seguisteis hasta bien tarde en la cama

―¿¡¡También nos espiaste allí!!?

―¡Mamá! Con tus gritos era imposible no enterarse. Parecía que te estaban matando.

―Bueno, ¿Y que piensas hacer? ¿Se lo vas a contar a tu padre? Fue un momento de debilidad. Llevaba mucho tiempo desatendida por él.

―¡Yoooo! ¡Qué va! Si me parece estupendo que disfrutaras. Si hasta te envidié. Oyendo tus gemidos y gritos envidié el placer que te estaba proporcionando. César es un buen amante, ¿verdad?

―Si, si que lo es – respondí ya más tranquila al oír sus últimas palabras – Pero creo que yo también le di bastante placer.

―Eso no lo sé. Cuando vea a César se lo preguntaré.

―No se te ocurra.

―Descuida, que era broma.

―Entonces no te hemos dejado dormir.

―Al principio no, porque además me dejasteis muy caliente y hasta que no me masturbé no me quedé tranquila. Tuve que hacerlo dos veces. Me hubiera hecho falta un tío que me echara un buen polvo.

―¡Hija! ¡Qué manera de hablar!

―¿Qué quieres? Estamos entre mujeres y tenemos confianza, ¿no?

―Mejor que vayamos olvidándonos de esto.

―No creo que tú te olvides. ¿Vas a volver a verlo?

―Si. Pero para decirle que lo de anoche no se puede repetir

―Yo que tú no lo haría. Pero podrías tener más cuidado porque si os ven por ahí juntos pueden pensar mal y hay gente con muy mala leche a la que le faltaría tiempo para ir pregonándolo. Esas cosas conviene hacerlas con la máxima discreción, sobre todo cuando los dos estáis casados... ¡con otros, claro!

―Y eso fue lo que pasó. Mi hija lo sabe todo, yo venía a decirte que no deberíamos seguir; pero en cuanto te veo, me tocas, despiertas mi libido, me poner cachondísima, pierdo la cabeza y me abro de piernas para ti. ¿Qué te parece?

―Pues que por sus palabras creo que no le parece mal nuestra relación y que no piensa decírselo a nadie. Por lo tanto no veo inconvenientes para seguir.

―Pero es que cuando lo pienso, cuando no estoy contigo, me siento mal. Le estoy poniendo los cuernos a mi marido acostándome con el marido de mi mejor amiga.

―No te angusties. Vivamos el momento. A propósito del momento, ¿no tienes hambre?

―Si. Podríamos salir a comer por aquí cerca.

―También podemos pedir que nos suban algo a la habitación, comer aquí y  luego descansar un rato. Así no tenemos que vestirnos para luego volvernos a quitar la ropa.

―Siempre pensando en lo mismo. ¿No te cansas?

―De ti, no. Estás tan apetitosa, eres tan apasionada, me das tanto placer... No me explico como tu marido pasa tanto de ti.

―Él se lo pierde.

Así hicimos, encargué al servicio de habitaciones que nos subieran de comer, con una botella de buen cava bien frío. Para recibir al camarero me tuve que poner un batín que me quité en cuanto se fue. Después de comer nos volvimos a la cama para echar otro par de polvos tan buenos como todos los anteriores. Abrazados nos quedamos dormidos y al despertar me dijo Isabel:

―Soy muy feliz contigo y no me gustaría que esto se acabara. ¿Qué vamos a hacer cuando te vayas a tu ciudad?

―Yo puedo venir de vez en cuando con la excusa del trabajo y tú puedes venir a mi casa algún fin de semana como hacías hasta ahora.

―Eso no. No podré mirar a la cara a Vera. Me moriría de vergüenza.

―Tienes que seguir viniendo de vez en cuando. Lo contrario haría que ella se pregunte por qué no vienes y despertarle sospechas.

―No sé. Es muy fuerte. No podré.

Al cabo de un par de horas Isabel dijo que tenía que marcharse a pesar de que le insistí en que se quedara a pasar la noche conmigo.

―Tengo que ir a casa. Isa aún estará en casa y podría venir Vicente. Si no me viera en casa lo podría descubrir todo. Aunque tampoco me importaría demasiado. Empiezo a estar harta de él.

Pasó el tiempo. Una vez al mes yo iba a su ciudad “por motivos de trabajo” y ella venía a la mía quince días más tarde. Ella llegaba por la mañana en tren, la recogía en la estación, nos íbamos a un hotel donde pasábamos el día y al atardecer la dejaba cerca de mi casa. Yo me iba a dar una vuelta o a tomarme una cerveza y luego aparecía en casa donde era recibido por dos mujeres maravillosas.

Mi relación con Isabel dura muchos años. Estuvo en mi fiesta de cumpleaños y cuando se acercó a felicitarme me dio ligero beso en los labios y me susurró al oído:

―Esta noche me quedo a dormir aquí.

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