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Ana y su hermana

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Tuve la suerte, o la desgracia, de embarazar a mi mujer a los pocos meses de haberme casado. Eso contribuyó para que nuestros problemas de convivencia y de pareja, pasaran a un segundo plano. Teníamos que convertirnos en adultos responsables y sólo pensábamos en el "bien de nuestros hijos". El plural está bien utilizado en este caso, porque tuvimos mellizos. Ana nunca se recuperó de ese doble parto, se dejó estar y al cabo de un año ya se había puesto gorda como una ballena. Siempre estaba de mal humor y le molestaba cualquier sugerencia que yo le hiciera. Lo cierto es que dejó de calentarme y, primero por el tema de la cuarentena y luego por la atención que requerían nuestros hijos, dejamos de tener relaciones sexuales.

La probabilidad de que tuviéramos mellizos era alta, porque Ana era también melliza y dicen que eso es hereditario. Ana y Beatriz, así se llama su hermana, son prácticamente idénticas. Cuando las conocí en la facultad de medicina eran un calco: dos rubias de rasgos filosos, buena cintura y una reputación envidiable según los testimonios de los estudiantes que aseguraban que juntas eran dinamita. En el bar de la universidad, las habían catalogado como a dos hembras increíblemente sensuales cuando estaban solas y absolutamente infernales cuando estaban juntas.

Según la leyenda universitaria, engañaban a los chicos con los que salían y los intercambiaban. Y si ambas coincidían en los gustos, no tenían dramas en entregarse juntas. Se decía que una mamada de las mellizas, equivalía a un 10 en neuropsiquiatría y que sus escenas lésbicas, podrían provocarle una erección a los finados de la morgue. Ana siempre me negó todas esas historias. "Se las imaginan ustedes, que son todos unos pajeros", me contestó una tarde en la que le pregunté si era cierto si ella y Beatriz habían participado en varias "fiestitas" de futuros egresados. A pesar de que en un principio, Ana en la cama parecía afirmar las versiones estudiantiles, los años de convivencia y una escasa variedad de recursos a la hora del sexo, me inclinaron a aceptar la versión de mi mujer. De los tres, Ana, Beatriz y yo, el único que se recibió de médico fui yo. Ana dejó los estudios cuando se confirmó lo del embarazo y Beatriz un año más tarde, cuando se casó con un empresario y se recluyó en el gimnasio y la vida familiar.

A pesar de todo lo que se dice acerca de las mellizas, Ana y Beatriz no parecían tener esa necesidad mutua que caracteriza a los que compartieron el vientre. Alcanza con decirles que mis hijos ya tienen 14 años y hasta que cumplieron diez sólo nos habíamos visto en escasas ocasiones con la hermana de mi mujer. Pero todo cambió imprevistamente el año pasado, gracias a una mano que me dio la profesión.

Soy médico cirujano y por mis resultados me he convertido casi en una eminencia cuando se trata de problemas cardíacos. Ese prestigio profesional derivó en un importante crecimiento económico y pude comprarme un departamento cerca del consultorio, para atender mis asuntos particulares. Básicamente, allí llevaba mi vida de soltero, tenía varias amantes y disfrutaba de los beneficios de hacer lo que se me daba la gana sin que nadie me lo recriminara. En una operación sólo se puede saber la hora de inicio, pero nunca la de finalización. En ese contexto y con esa libertad podía moverme por el mundo sin que nadie advirtiera mi doble vida.

El año pasado recibí una llamada en mi celular. Era Beatriz que me pedía que fuera urgente para su casa porque su marido tenía problemas de corazón. Le aconsejé que llamara a la clínica para que enviaran una ambulancia de alta complejidad. "Para evitar cualquier inconveniente", le dije para tranquilizarla. Cuando llegué, el cuadro me sorprendió: ella estaba con un conjunto de encaje, medias negras y tacos altos. Tenía puesto un body de tul casi transparente que me permitió apreciar todos sus encantos. Tenía el tul metido entre las nalgas y su cola era redonda y dura, el opuesto cruel de la de Ana. Mientras me llevaba hasta el dormitorio, pensé en cómo se había arruinado mi mujer y traté de concentrarme en mi trabajo para no cometer errores. Beatriz era la imagen de la hembra de la que yo me había enamorado y eso me excitó mucho.

Su marido estaba sentado en la cama, se tapaba sus genitales con una sábana, pero no llevaba nada puesto. Le pregunté los síntomas, le tomé la presión y noté una arritmia que me obligó a ordenarle la internación. Miré a Beatriz y le dije como para que notara que la había observado. "Vestite así nos vamos para la clínica". Llamé a Ana y le conté lo que había pasado. Le dije que ni se molestara cuando se ofreció a venir porque lo iba a derivar a una sala de terapia intensiva, donde no estaban permitidas las visitas. Beatriz estaba muy nerviosa y asustada, pero se calmó cuando le dije que esto era de rutina y que seguramente volvería a su casa luego de dos días de observación.

Después de hacer todos los papeles y permitirle que se despidiera de su marido, le pedí que aguardara en la sala de espera porque debía hacerle algunas preguntas. Por los años de profesión, puedo asegurar que los hospitales sensibilizan a la gente. Beatriz se presentó en mi oficina para hablar a corazón abierto. Le pregunté si su marido había estado nervioso en estos días o si había pasado algo que pudiera haberlo presionado más de la cuenta. "Lo único que puedo decirte es que está tomando Viagra desde hace unos meses. Se la recomendaron en la empresa, algunos compañeros, pero nunca se hizo ver por un médico", me contó sin tapujos. La excusa me animó para que hiciera un comentario malicioso, cargado de ironía. "Si fuera que está con Ana entiendo la del Viagra, pero con vos, que estás como cuando éramos estudiantes. Qué desperdicio, Beatriz, por favor". A ella la incomodó un poco, pero en el fondo le gustó. Porque desde allí su actitud cambió.

Le ofrecí un café y le recomendé que se fuera a su casa a descansar, que volviera al otro día durante el horario de visita para que le diera el parte médico. Ella me dijo que prefería quedarse porque se sentía muy sola, que era una suerte tenerme dentro de la familia y que quedaba en deuda conmigo por lo de esa noche. La charla se prolongó varias horas, empezamos con los clásicos recuerdos de la universidad y fuimos llegando hasta nuestras inquietudes sexuales. Mientras me hablaba noté como sus pezones se habían puesto duros. Me contaba sus intimidades con tono cómplice y varias veces apoyó las manos en mis muslos como gesto de confianza. Quería cogérmela, pero no sabía cómo.

Ella me piropeó diciendo que yo me había mantenido muy bien y que siempre había envidiado a Ana. Me confesó que su marido tenía problemas de erección y que desde hacía varios años su vida sexual era prácticamente nula. Por supuesto que yo le mentí, evité contar mi parte oscura, y le aseguré que no tenía sexo desde que los mellizos habían cumplido cuatro años. Cuando me dijo que se iba me dio un fuerte abrazo. Nos quedamos así quietos unos segundos, pude sentir todo el calor de su cuerpo en mi delantal. Tenía la polla tiesa y no dudé en apoyársela para que la sintiera. Sabía que para la esposa de un impotente, no había nada más apetecible que una buena polla bien parada.

Afortunadamente, el marido de Beatriz fue dado de alta luego de la observación de rutina. Efectivamente, la taquicardia había sido producto del uso irresponsable del Viagra. Le aconsejaron que no tomara nada raro por el momento, hasta que tuvieran los resultados de todos los análisis a los que había sido sometido. Beatriz se despidió con un beso que me dio más cerca de los labios que de las mejillas y prometió un llamado para que la familia se reuniera. "Te debo una, bebé", me chuceó al oído.

Pero lo bueno llegó a la semana siguiente de lo de la internación. Estaba por salir de la clínica cuando recibí una llamada de Beatriz en mi celular. Pensé que su marido había tenido una recaída, pero la mano venía por otro lado. "Necesito verte en tu consultorio. Tengo un dolor en el pecho y me gustaría que me revisaras". Intentar algo en la clínica, con la melliza de mi hermana era una locura porque obviamente el único retrato que tenía de Ana era de cuando todavía estaba buena. Así que cité a Beatriz en mi departamento, donde obviamente tengo montado un consultorio como coartada en caso de inconvenientes con mi esposa.

Beatriz llegó puntual y me saludo fríamente. Por momentos pensé que era cierto lo del dolor en el pecho y eso me decepcionó. Sin embargo, bastó que dijera sus primeras palabras para entender de qué se trataba el asunto. "No le dije nada a mi marido porque tenía miedo de preocuparlo. Acaba de salir de una, no lo iba a meter e otra", me comentó mientras colgaba su sobretodo en el perchero. Estaba vestida con un vestido floreado, ajustado en la zona de sus senos y suelto en la espalda. Atrás sólo se sujetaba con dos cintas de tela, por lo que pude advertir que no llevaba sujetador. Cuando le pedí que se sentara en la camilla, noté que tenía las piernas recién depiladas por la irritación que denunciaban algunos de sus poros. "¿No me vas a pedir que me desvista?", me alentó con un tono de golfa que casi que hace mandar al diablo la revisión. Pero el juego me estaba excitando. "Tranquila, primero quiero escuchar tu corazón".

Le pedí que inhalara y exhalara el aire y que tratara de prolongar la letra m para que yo pudiera escuchar con el estetoscopio. Cuando le apoyé el instrumento, su piel se erizó y lanzó un leve gemido cuando empezó a pronunciar la letra m. "Mmmmmmmm, que bien se siente", me apuró. Le advertí que le iba a hacer un tacto en la zona de los pechos, para comprobar que no fuera algún problema mamario lo que le estaba provocando el dolor de pecho. Ella se desató el vestido con un leve movimiento de su mano y sus pechos quedaron flotando frente a mis narices. Mientras la tocaba, ella jugaba con su respiración. "Tengo algo raro, doctor, también siento un dolor cerca de la entrepierna". Yo seguí jugando con sus pechos. Y con mi otra mano le acaricié las piernas. Ella las abrió instintivamente y a mi me aterrorizaba el hecho de estar cogiéndome a mi mujer pero como hacía 10 años.

Después de sobarle los senos, la besé en la boca y nos prendimos en un beso que nos puso más cachondos todavía. Bajé hasta sus senos y recién ahí advertí que se los había operado por una ínfima cicatriz a la altura de los pezones.. Ahora Beatriz tenía unos pechos perfectos y mucho más grandes de lo que yo recordaba. "Doctor, le dije que sentía un dolor en la entrepierna, no podría revisarme también allí": Obedecí y me sumergí en su concha. Estaba empapada y sus flujos le habían dado un brillo especial a su entrepierna. Me gustó su sabor y le di una buena mamada. Digo buena, porque mientras se la daba acabó por lo menos dos o tres veces.

Le dije que no tenía nada y me preguntó si aceptaba el pago en especias. Le dije que sí y se bajó de la camilla. Se sacó hacia abajo el vestido y se puso en cuclillas para comerse mi polla. Era una maestra, mientras hacía la desaparecer en su boca, se acariciaba el clítoris. Y tenía que sacar mi polla de su boca para aullar. "Mmmmmmmmm, que rica polla. Y qué dura está. Necesito que me penetres hasta el cansancio". Apoyó sus codos en la camilla, levantó la cola y me pidió que se la metiera desde atrás. Tenía la concha tan húmeda, que mi polla se deslizó suavemente hasta que mis huevos golpearon con sus nalgas. "Cogeme fuerte, por favor, cogeme", me suplicaba mientras yo la embestía con toda la violencia posible. Me aclaró que ella se cuidaba y que ni se me ocurriera sacarla bajo ninguna circunstancia. Yo estaba como loco, cogiéndome a una hembra en celo, increíblemente parecida a mi mujer. "Enterrámela hasta los huevos", y acabamos los dos juntos, fue algo increíble.

Esa noche cogimos hasta el cansancio. Beatriz se fue de mi pseudo consultorio con una sonrisa que nadie le había visto en años. Desde allí en más, una vez por semana se da una vuelta por mi departamento de soltero para hacerse un chequeo a su medida. Desde que atiendo a Beatriz, ya no tengo problemas con Ana. Directamente nos ignoramos. Ella no se divorcia por la plata y yo porque disfruto dándole placer a su adorable hermana.

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