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Cinco animadoras para un mal partido _ cap. 11

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----- CAPÍTULO 11 -----

Volvimos a practicar el sexo anal alguna vez, ya con más ganas y hasta disfrutando ella del todo. Hacíamos el amor incluso fuera de nuestras habitaciones si estábamos solos en casa. Prosperábamos como una pareja normal. Y si bien la cosa no fue tan mal antes de las vacaciones, la cosa fue cambiando con el nuevo año.

Ya cuando llegaron las Navidades estuve un poco descontento. No es que discutiéramos, pero me hubiera agradado ver más predispuesta a Sara para con nuestra relación. Y es que éramos una pareja seria, llevábamos ya más de un año conviviendo, y aunque tuviésemos nuestra diferencia de edad, ambos éramos adultos. Podía ir pensando en ir poco a poco introduciéndome en su círculo familiar. No digo que me llevara estas Navidades de golpe a su casa, pero no sé… Supongo que no quería pasar otras fiestas solo, en casa, mientras las demás inquilinas iban con sus respectivas familias y/o amistades.

La cosa fue peor a principios de año. Como a mediados de enero noté cómo Sara y yo nos distanciábamos un poco. Si bien no se debía a nada por mi parte, son cosas que uno nota. Entendía que la universidad cada vez se iría poniendo más difícil para ella, y yo generalmente «ocioso» podría tomármelo haciendo un grano de una montaña de arena, pero aun así me sentía molesto porque ya no pasásemos días enteros juntos.

Conforme pasaban los días la cosa estaba fría. Noches que «no tenía ganas», días que «venía muy cansada de clase», etc. Hasta San Valentín fue algo soso.

De vez en cuando teníamos alguna tarde normal (dentro de lo que cabe), y me relajaba un poco. Salíamos a merendar y poco más. Lo cierto es que poco a poco lo sobrellevaba, pues trataba de entender lo agobiante de los exámenes, y tardes enteras que ella se pasaba en la biblioteca estudiando. Y yo, como entrenaba por las tardes, tenía entretenimiento para no rallarme la cabeza.

Pero ya por primavera la cosa empezaba a ser molesta, pues casi hablaba y tenía más relación con las otras inquilinas del piso que con mi novia. Una tarde de sábado, mientras veía la tele junto a Mari Carmen, la rubita me preguntó que qué me pasaba.

—Nada… Sara. Ya sabes… la universidad, está muy agobiada… Hace tiempo que no salimos por ahí a cenar, o… en fin… Que de tanto estudiar ya no tiene tiempo para mí. Pero bueno, es normal…

—Eh… ¿dices ahora?

—Sí, claro. Lleva toda la semana quedándose en la biblioteca estudiando o haciendo trabajos… —noté que Mari fruncía el ceño mientras le hablaba—. ¿Qué pasa?

—No sé Adri… Los exámenes acabaron hace semanas.

—¿Si…? —pregunté sorprendido y tragando saliva. No tenía ni idea de la universidad, puesto que yo no había ido, así que no me había parecido tan raro hasta entonces.

Ante la duda de si Sara me estaba mintiendo o qué pasaba, y tratando de evitar comerme la cabeza en ese momento, desvié el tema por otro lado. Pero tendría que hablar con Sara…

Esa noche cuando llegó cansada de estudiar apenas cruzamos palabra. Se duchó, se metió a su cuarto y yo me quedé en el mío. Me estaba rallando por dentro, y no me sentía con ganas de acostarme al lado de una persona que parecía darle lo mismo si me metía con ella a la cama o no. Es más, de haberlo hecho y haber empezado a juguetear con mis dedos seguro me hubiera dado queja.

Al día siguiente llegó después de comer. Dejó sus cosas en su habitación y se metió al baño. Yo ya no podía aguantármelo más, pues estaba para explotar de los nervios… Así que me dio por coger su móvil. No tenía mensajes míos ni guardados, ninguno; el único mensaje que había estaba en la bandeja de entrada, y al verlo me quedé seco. Lo escrito, tal cual, era:

Tenemos que quedar para otra "comida" ;)

No sé si lo de «comida» era una excusa para quedar, y luego hacían otra cosa; o si directamente era un eufemismo para una mamada. El caso es que sentí que algo se me rompía.

Cuando vino a la habitación y me vio sentado sujetando su móvil se mostró enfadada hacia mí.

—Qué es esto, ¿eh?

—¿Qué coño haces mirando mi móvil?

—¿Qué qué coño hago?

De golpe la llevé contra la puerta y me eché sobre ella, empujándola, aprisionándola para no dejarla salir. Con una mano apoyada en la puerta y la otra cogiéndola por la muñeca, con una mirada de acero y un corazón de cristal, le pregunté apretando los dientes:

—¿Qué coño pasa? Y dímelo.

Ella me volvía la cara, rehuía mis ojos. Noté cómo temblaba, percibí su pulso acelerado con la mano que la agarraba firmemente, con fuerza. No pudo más, sabía que no se libraría tan fácilmente, que no había salida rápida y buena.

—Por favor Adri… —se excusaba gimoteando con los ojos cerrados.

—¡¡Dímelo joder!!

—¡Me he acostado con otro!

Ni siquiera me miró a los ojos. Ni aunque escribiera cincuenta hojas describiría con similitud lo que sentí en aquel momento. Es como si se parase algo que, no que concibes que no se pare, sino que es material, natural y universalmente imposible que se detenga. Como el tiempo.

La sujeté por la barbilla y posicioné su cara frente a la mía; sus ojos a escasa distancia de los míos.

—Dímelo a los ojos.

—Ya te lo he dicho… — continuó entre lágrimas, que más que de arrepentimiento pareciesen ser por haber descubierto lo que ocurría—. Me he acostado con otro… Adri, joder… ¡lo siento!

Jamás en mi vida he abofeteado a una mujer (si exceptuamos algunos juegos sexuales, livianos a pesar de lo que pueda parecer, y siempre por consentimiento mutuo). Pero aquel día lo hice. Aquel día le di la única sonora y fuerte bofetada que le he dado a una mujer en mi vida.

Ella se llevó sus manos a la cara, y se quedó ahí, de pie, inmóvil y llorando. Yo comencé a dar vueltas por la habitación, le di un puñetazo a la silla, una patada al escritorio…

—Me pones los cuernos y ni siquiera tienes la decencia de decírmelo. ¡He tenido que ser yo el que te lo saque! —ella sólo apretaba a llorar—. ¡Me cago en la hostia puta! ¡¿Qué?! ¿Tan mal novio soy? ¡¿Acaso todo lo que he hecho por ti no significa nada?! ¡Joder, Sara! ¡De qué coño me ha servido amarte! —dije sentándome en la cama y echándome a llorar.

Me levanté, la cogí por los hombros para que no se escapara y seguí interrogando a quien no era la víctima, sino la criminal.

—¿Cuántas veces? ¿Eh? —apreté de nuevo los dientes— ¡Dime! Sé que han sido más de una. Ahora lo entiendo todo, tus «tardes de estudios» y tus «trabajitos de clase» de este mes.

—Más de una… —fue lo único que añadió, entre lágrimas y sin mirarme.

Abrí la puerta como un toro bravo, que no había matador que se me cruzara delante sin que le hincara los cuernos (y nunca mejor dicho…). Directo a beberme de un trago la ginebra, pero antes de salir pensé «qué coño…», y me di media vuelta.

Cogí el Gibson SG rojo que le regalé al comienzo, cuando monté todo este sueño de cristal por ella.

—Ya veo lo que he significado para ti. Ya veo cuánto me has querido —mencioné el «cuánto» con sorna—. ¡Esto es lo que he significado para ti!

Estallé el bajo y le partí el mástil al estamparlo contra la parte exterior de su puerta.

—Te quedan dos semanas. ¡Te quiero fuera de mi puta casa! ¡Y no vuelvas!

Las chicas no perdieron detalle de lo ocurrido. Las de arriba se agolpaban en la escalera, asomándose con cuidado de no recibir algún tiro, y Mari Carmen al fondo del pasillo, con su puerta abierta y completamente helada.

Nunca me habían visto así. Ni yo me había puesto así jamás con mi anterior expareja. Supongo que como dice el dicho… «no cabrees a un hombre amable».

Sara cogió sus cosas y se marchó. Y yo me encerré en mi cuarto, con una botella, dando un portazo. Nadie vino a molestarme…

Y encima supongo que debía dar gracias de que quedaran poco más de diez días para que acabara su contrato (que aunque había sido una mera formalidad desde que llegó, ahora me lo iba a tomar a rajatabla porque me salía de la punta del nabo). Ya podía ir buscándose otra casa… y a otro gilipollas.

Una infidelidad es algo totalmente imperdonable… Aunque la mente y el cuerpo traten de engañarte con reconfortantes mentiras, el corazón te dice la verdad… Aunque este no se dedique a definir el bien del mal, su reloj interno te muestra, con su dolor, que lo ocurrido marca un punto y final.

Me senté en el suelo, apoyado contra la pared. De repente, todo aquel rollo zen del principio de «bueno, si con Sara sale mal no pasa nada, lo importante era tener un espacio para escribir» se había ido por la cañería del retrete.

Marta aporreó mi puerta al anochecer, para que cenara con ellas. Fue la que habló primero, pero luego se le unieron las demás, a su lado. No lo hice, y las despaché bruscamente.

Si alguna no se había enterado bien de lo que había sucedido, Mari Carmen se lo explicó. Pero sí sabían todas a estas alturas de mi aventura de libro de cuentos, mudándome de ciudad y montando todo esto… básicamente por ella. Mi musa, al respecto de mi corazón, y lo que me había movido a llegar tan lejos.

 

Como al tercer día oí ruidos en la habitación contigua, la Nº 3, la de Sara. Habría venido con alguien a recoger sus cosas. En ningún momento llamó a mi puerta ni preguntó por mí. Tampoco es que hubiera nadie rondando a esa hora, pues vino por la mañana.

Yo me quedé apoyado en la pared que separaba nuestros dos cuartos, llorando como un crío desconsolado, y escuchando con el mp3 «Sweet Child O' Mine» de los Guns N' Roses; su canción favorita, y la que siempre andaba tratando de tocar con el bajo.

Más tarde, cuando fui al baño, no pude evitar fijarme en su cuarto vacío… El único rastro que quedaba de ella era el suave aroma a fresas que perduraba en el ambiente. El olor de su perfume, de su pelo…

Había dejado el gorro ruso que le regalé por su último cumpleaños sobre la cama. Fui hacia él, lo apreté con fuerzas y lo tiré al suelo. Me fijé en el ejemplar que le había regalado de mi primera novela en cuanto la publicaron; abandonado ahora en una estantería solitaria. Al abrirlo volví a leer la dedicatoria que le escribí:

«Mi amor, siempre me inspirarás,

siempre acrecentarás mi talento,

y hasta que expire mi último aliento

a tu vera siempre me tendrás».

Entonces, al mirar de nuevo hacia la cama, como quien rememora viejos tiempos, vi también sobre ella el anillo de oro blanco con la fecha grabada del día que empezó a vivir conmigo; mi regalo por su primer cumpleaños aquí. También lo había dejado…

No había nota alguna, carta o garabato sobre superficie. Se marchó como sucede con los leves momentos únicos de la vida: igual que como aparecen… pronto y sin explicación. Sólo que la primera vez los disfrutas, la otra los sufres.

 

A la hora de almorzar llamaron a mi puerta. Era Mari Carmen; traía croquetas.

—Te he traído croquetas… sé que te gustan —decía esbozando una sonrisa comedida.

—No tengo hambre —respondí inspirando profundamente por la nariz.

—Tienes que comer —y las dejó sobre la mesa y vino a sentarse a mi lado, en la cama.

Hubo silencio. Mientras, ella había colocado su mano sobre mi pierna. Hablé yo:

—¿Lo sabías?… —con la mirada gacha, y pasando a mirarla fijamente insistí en mi pregunta— ¿Tú lo sabías?… Por eso no dijis…

—No, no. Adrián, te lo juro. No lo sabía —su mirada y su voz eran sinceras—. Si lo hubiese sabido, te juro que te lo hubiera contado. Eres un tío genial, y no te mereces esto. Siempre te has portado bien; no, mejor que bien. Y te lo hubiese dicho de saber algo —yo la miré con mis ojos cristalinos… había perdido la fe en la verdad y la confianza antes de oírla tan fidedigna.

Agarré su mano con la mía y la apreté, aguantándome las lágrimas.

—Y la he mandado a la mierda. De hecho se lo dije, que poco era que se hubiera llevado una torta; que lo que se merecía era una patada en la boca, por zorra.

Apretando su mano, y tratando de detener el llanto por unos instantes, seguí tratando de averiguar si se había enterado de algo, si sabía con qué cabrón había sido. Si la había visto alguna vez hablando extrañamente con algún «compañero» de clase, etc. Sara y Mari, si bien no iban a las mismas clases (ni año de carrera, ni carrera) solían pasar tiempo juntas después por el campus, en la cafetería… Quizá la hubiese visto alguna vez en tono cariñoso con algún imbécil, y que Sara le hubiese dicho que «no era más que un amigo».

Al final lo que me dijo me dejó peor (supongo).

—Por lo que… se comenta… —guardaba silencio, le costaba ser franca.

—Vamos, joder, si sabes algo quiero saberlo. Total, ¿ya qué daño puede hacer? —dije tratando de contener el llanto.

Ella suspiró profundamente, cogió aire, y dudando si proseguir o no, continuó cuando le solté la mano y me llevé las mías a la cabeza.

—Parece ser… que… con un profesor.

Yo sólo sé que la miré fijamente, ella asintió frunciendo los labios. Y me eché a llorar entre sus pechos, a la vez que me besaba y acariciaba el pelo. Y me dio tal abrazo, con tanta ternura, que de no tener los pedazos de mi corazón tan separados… hubiera corrido el riesgo de que ella pudiera recomponerlos.

Se quedó conmigo durante horas, a mi lado, y así nos dormimos abrazados.

 

Cuando desperté ella seguía ahí, mirándome. Me acariciaba el pelo, y susurrando con su dulce y femenina voz me dijo:

—No quiero verte mal. No puedo…

Yo acaricié su cara, cerca de la comisura de sus labios. Me dio un besito en el dedo… Y sin darme cuenta luego nos estábamos besando. No fue con lengua, no fue con pasión ardiente, pero fue intenso. Fue con ternura y con mucho, mucho cariño.

—Debería irme, tengo que entrenar —y carraspeando salí de allí como un rayo.

Pero lógicamente no fui a entrenar (aunque no me hubiera venido mal). Fui a castigarme el hígado.

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