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Cinco animadoras para un mal partido _ cap. 12

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----- CAPÍTULO 12 -----

Pasé los días encerrado en mí mismo, sin apenas contacto humano, cosa que las chicas si bien comprendieron los primeros días, no tardaron en estar encima mía para que pasara tiempo con ellas. Al poco fue el cumpleaños de Gloria, y recuerdo que fue ella la que vino a buscarme poniendo ojitos. Yo no tenía ganas de nada. Pero tampoco quería fastidiarle el cumpleaños, así que pedí las pizzas. Tras pagar y llevarlas a la cocina fui a dirigirme hacia mi cuarto, cuando Ana me cogió del brazo.

—Quieeeeeto. ¿Dónde vas?

—Eres el… ¿cómo se dice? —giraba la rumana preguntándole a Gloria—. El anfitirion… No puedes irte.

—Ella es la chica del cumple —dije señalando a Gloria. Esta se vino hacia mí, me agarró por el otro brazo y haciendo pucheros me dijo:

—Por eso… quédate. Porfiiii.

El silencio únicamente era roto por las chicas cantándole el «cumpleaños feliz» a la de las coletas. Yo hacía como esa gente que acude a la iglesia para un bautizo y se sienta en los últimos bancos.

No sé de qué hablaban, yo estaba absorto en mis cosas, sólo me devolvió a la realidad la mano de Marta sobre mi hombro, moviéndome para que la mirase, mientras esta me sacaba la lengua. Sonreí forzadamente, y tras dejar a medias el segundo trozo de pizza me fui a echarme un poco con la excusa de que llevaba días sin dormir; era verdad, pero tampoco iba a quedarme dormido ahora.

Al día siguiente discutí con la limpiadora, pues abrió la puerta de la habitación de Sara, y cuando salí del servicio me puse a pegar voces. No quería que nadie entrara allí, que esa habitación se tocara y… en fin. Ioana, que andaba por allí, me apaciguó un poco. El caso es que nos quedamos sin limpiadora (o mejor dicho, yo la mandé al carajo en mi ataque irracional de furia y descontento).

 

Tal vez pasaron dos o tres semanas, tal vez más; el tiempo se había vuelto un concepto muy peculiar. Marta estaba de viaje por el funeral de un familiar y Ana había regresado a Galicia por unos temas de papeleo. Ioana había ido a visitar a su madre y su nuevo hermanastro que acababa de nacer, pero aún no había vuelto, así que ese sábado sólo estaban en casa Gloria y Mari Carmen. Aunque esta se iría al día siguiente, pues sus padres venían a buscarla para ir a Ávila una semana de vacaciones y ver a la familia de allí.

Supongo que tanto rollo familiar a la vista me sentó como una tortura del destino. Todo el mundo tenía su familia, sus seres que les querían… Yo estaba a más de 500 Km de mi ciudad natal, solo; y mi familia no era para tirar cohetes. No les odiaba, pero cuanto más lejos mejor, sin duda. Siempre me había sentido solo, hasta que encontré a Sara…

Y ahora yo… Bueno, no me encontraba… Bah, es más fácil describir que me encontraba hecho una puta mierda, que tratar de imaginarme cómo no estaba de bien. Ya ni siquiera recordaba lo que era reír hasta que te duele la barriga, el calor de alguien que te quiere rozando tu piel, su olor… No recordaba ni cosas tan cotidianas como el hambre, el tacto, o la facilidad con que puede fabricarse una sonrisa… Ahora sólo pensaba en lo fácil que era destruirlas en un simple y vulgar bufido… de una novia que gime follada por otro, mientras tú, pobre infeliz, lo ignoras.

Tampoco recuerdo cuántos calmantes llevaba tomados, sólo sé que los consumía como caramelos. Cuanto más agilipollado estuviese, menos fuerzas tendría incluso para llorar… para pensar. Así me pasaba los días en la cama.

Era de noche, y decidí al menos darme un baño caliente; buen momento para escuchar música. Así que me desvestí, me puse el albornoz y cogí unos bóxers limpios (me duchaba tan poco esos días, que la ropa limpia sólo le faltaba acartonarse dentro de los cajones).

Abrí la puerta, eché un vistazo y al ver que no había nadie y las luces estaban apagadas fui hacia uno de los pufs, aprovechando la luz de la calle que entraba por la puerta de cristal de la terraza, y saqué una botella. Luego lo pensé mejor, y decidí llevarme dos. Entonces me percaté de que encima de la mesita había un paquete de tabaco; debía ser de Marta. Le cogí un pitillo, lo encendí con el mechero de la cocina y bajé por la escalera. Di la luz abajo, en el gimnasio, y fui al cuarto de baño.

Coloqué el aparato de música y mientras llenaba la bañera de agua caliente me fui pimplando una botella. Luego me metí, sintiendo de nuevo un calor que no recordaba. Cuando me terminé esa botella abrí la siguiente. Me recosté sobre la bañera y me dediqué a beber y escuchar canciones como «Don't Cry» de Guns N' Roses, «Hey Hey, My My» de Battleme, o la clásica «Knockin' On Heaven's Door» de Bob Dylan.

 

No recuerdo cuánto tiempo pasó, pero oí que llamaban a la puerta. Aunque hubiera querido no hubiese podido contestar, el cerebro no me funcionaba. Lo tenía en standby, mirando con los ojos a punto de cerrárseme una colilla que flotaba a escasos centímetros de mí.

Volvieron a golpear, esta vez junto a una voz que no reconocí:

—¿Hay alguien? —preguntaron desde fuera. Al poco volvieron a intentarlo—. ¿Adrián?… —sólo silencio—. ¿Adrián estás dentro?… —silencio de nuevo; salvo por mi banda sonora, claro.

Me pareció reconocer la voz de Mari Carmen, suave como su tono y además a un volumen bajo… Casi se perdían los sonidos de las palabras en el aire del ambiente.

—Adrián, voy a entrar.

Y abrió la puerta, para encontrarme semiinconsciente mientras me perdía entre los rasgueos de guitarra de Slash al final de «Sweet Child O' Mine»:

Where do we go?

Where do we go now?

Where do we go?

No lo sé, pero yo ya me había ido…

—¡Adrián! —gritó Mari lanzándose hacia mí asustada entre sollozos, buscando sujetarme la cabeza.

—Dulce niña mía… —fue todo lo que pude susurrar balbuciente con la mirada perdida, pero pensando en otra.

Se arrodilló junto a la bañera; recuerdo oír el sonido de las botellas al chocar con el suelo. Y comenzó a gritar ayuda, infructuosamente pues la única que quedaba, Gloria, estaba con el portátil y los cascos puestos a esa hora. De todos modos, estando en dos plantas por encima y con las habitaciones insonorizadas no creo que hubiera podido escucharla de todos modos.

Sólo estábamos Mari y yo ahí… Debió levantarse para ir al baño o algo y ver la luz de abajo a través de la escalera, cosa que viendo la hora que era le debió extrañar. Bendita sea.

Mientras me tenía sujeta la cabeza y me zarandeaba el pecho y la cara, a ver si recobraba la compostura, noté sus cabellos rubios acariciarme la cara.

—Mi valquiria… —dije, apenas un susurro atragantado.

—¡Adri, por favor!

Y entonces me fijé en sus lágrimas, en cómo salían a mares de sus ojos y cómo se deslizaban por sus sonrojadas mejillas. Y entonces me sentí mal, porque había hecho llorar a mi Mari. A mi salvadora… Y lloré también.

—Lo siento… perdóname… perdóname Mari.

Antes de que ella dijera nada comencé a vomitar alcohol por un tubo. Qué imagen más deprimente.

No le importó que estuviera hecho una piltrafa, no le importó que hubiese vomitado; que fuera una mera imagen borrosa de aquel chico alegre que ella conocía. No le importó, porque eso no la detuvo para darme un beso en la frente y apretar su cabeza junto a la mía. Y luego, juntando nuestros labios, nos dimos un tierno beso, mientras las lágrimas aún caían por nuestras caras.

En silencio me ayudó a salir; yo no tuve vergüenza alguna. Entonces empecé a tiritar. No recordaba si había salido de un agua caliente o ya fría, pero cuando salí sentí más frío. Ella me ayudó a ponerme el albornoz, me ayudó a subir las escaleras y me llevó a mi cuarto.

Al entrar cerró la puerta, yo caí bocarriba sobre la cama y ella se sentó en el borde. El albornoz no me tapaba gran parte de mi cuerpo desnudo, pero tampoco me importaba. Ella se quedó mirándome (no sé si a la cara, pues yo tenía los ojos cerrados), y al cabo de unos segundos que me parecieron eternos habló:

—¿Quieres que me vaya? —me preguntó con su dulce tono, relajando mis sentidos.

—¡No! —le solté, mirándola de pronto y sujetándola de una mano. Se la apreté fuerte y continué, con cara de perro callejero—: No te me vayas… tú no…

Y ella se acercó, me besó en la mejilla un beso largo y profundo y luego me susurró: «No me voy».

Apagó la luz y vino a acomodarse a mi lado. La luz anaranjada de las farolas que entraba por la ventana le iluminaba el cabello prendiéndolo en llamas; era fuego… Pero no un incendio descontrolado que todo lo arrasa, no. Era una pequeña fogata, que te calienta y te reconforta después de días a la intemperie.

—No me des estos sustos… Adri, por favor —dijo a punto de volver a llorar.

—Lo siento, valquiria… —fue lo único que atiné a decir, con la mirada perdida en los bucles de su pelo.

—Te quiero mucho… Adri… —dijo abrazándose a mí, con más fuerza.

En ese momento no caí en el peso que tenían esas palabras con todo lo que quería decirme; así como en lo mucho que tuvo que haberle costado soltarlas… Tal vez la situación no fuera la idónea, tal vez sí, pero tal vez lo hizo porque no había otra situación. Y por poco no había más «yo».

Yo acerqué mi boca a su oído, mientras respiraba. Ella giró su cabeza y se quedó mirándome un buen rato; hasta que yo me di cuenta que lo estaba haciendo y entonces le devolví la mirada, para acabar fundiéndonos en un apasionado beso.

Deslicé una mano y comencé a acariciar las curvas de su cuerpo. Muchos hombres coincidirán conmigo: una chica con unos kilos de más, que tenga dónde agarrar, es una delicia. Ella me acariciaba el pecho.

No pude evitarlo, ni consciente ni inconsciente ni nada… Se me estaba poniendo dura y ya cada vez iba a más.

No me di mucha cuenta de lo que hacía, pero el caso es que lo hice. Cogí la mano que me acariciaba el pecho y la fui bajando lentamente. Ella, al principio dio un respingo, pero después se dejó hacer. Abrí mis ojos para encontrarme con los suyos, mirándome. Su boca respirando suave pero entrecortadamente.

—Joder… —la oí decir cuando comprobó el grosor de mi pene, saliéndose del silencioso papel que representaba.

Comenzó a subir y a bajar su mano haciéndome una paja despacito, recreándose en mi capullo. Yo aspiré por la nariz y eché la cabeza hacia atrás. Con mi mano busqué su sexo, enviándola a explorar el interior del pantalón de su pijama.

—Espe… ra —dijo, soltando mi polla y deteniéndome con aquella mano—. Es que… hace mucho…

Supuse que se refería a que haría mucho que no lo hacía, que tal vez no estaba preparada, etc. «De acuerdo…», pensé yo. Pero no. Lo decía porque no tenía su sexo depilado, y le daba vergüenza.

—No me importa… —le susurré mientras le comía el cuello a mordiscos—. Mientras sea el tuyo.

Ella entornó los ojos cuando con mi dedo corazón alcancé su clítoris. La humedad llenaba toda la zona. Bajé un poco más la mano, la puse en el final de la raja de su coño y comencé a pasar la yema del dedo recorriendo toda la abertura, hasta su clítoris otra vez; comprobando que tenía los labios muy mojados. Saqué el dedo empapado, podía ver los finos hilitos de flujo que se extendían sobre él y el dedo pulgar cuando los junté. Lo saboreé mientras ella, ruborizada, me miraba, y me supo a gloria venida del cielo. Esa era Mari… mi ángel… mi valquiria.

Volvió a agarrar mi polla, tiesa como el tronco de un árbol, y a pajearme mientras me besaba el pecho.

—¿Te gusta? —me preguntó con dulzura.

—Sí… porque eres tú… —le respondí.

—Te gusta… ¿que sea yo?… —la interrumpí con un beso—. Que sea yo… ¿la que lo haga?

—Sí… Eres especial… siempre lo has sido. Más que nadie —era verdad, pero lo cierto es que tampoco medía muy bien mis palabras en aquel momento, aún ido, por el estado en que me había encontrado.

Y tras oírme me besó con una pasión tan amorosa que noté que me latía el corazón como hacía tiempo no lo sentía; a la vez que aceleró bastante el ritmo de la paja. Me corrí con su nombre entre mis labios.

Ella restregaba su sexo contra mi cuerpo cuando los borbotones de leche acumulada durante días caían calientes sobre su mano. La oí tragar saliva y decirme con avidez:

—Quieres que… —se le entrecortaba la voz— ¿Puedo…?

—Dime, cielo… no te cortes…

—Limpiarte…

—Claro —dije sonriendo, pensando que tampoco era nada del otro mundo.

—Digo… tu corrida. O sea… si quieres que la… pruebe…

La miré con deseo, cogí aire y le pregunté:

—¿Tú quieres?

—Sí… mucho.

—Es tuya, mi valquiria.

Y subió su mano, para dejarme ver cómo se relamía degustando la leche que ella había conseguido sacarme. Luego bajó hacia mi polla y comenzó a lamer y lamer… suavemente, buscando limpiarla toda y no dejar ni gota de esperma fuera de su boca.

Tras un buen rato lamiéndomela —más de lo necesario para sólo retirar el semen— comenzó a gatear hacia arriba, sobre mí, dándome besos. Yo dirigí mi mano derecha bajo ella, la introduje en el pantalón de su pijama, dentro de sus bragas, y le metí dos dedos. Ella se quedó así, a cuatro patas sobre mí, mientras yo empezaba a acariciar su clítoris con los dedos índice y corazón, a la vez que se los introducía en su buen y empapado agujero de vez en cuando, buscando tener siempre el clítoris mojado para que no le doliera cuando acelerase el ritmo. Con la otra mano le acariciaba el rostro, mientras me regalaba un gesto de placer y felicidad.

Su orgasmo no tardó en llegar. Entre jadeos y espasmos se echó sobre mí, mientras empapaba mi mano con sus flujos. Y si bien no era un coño seco, pensé en ese momento que el de la zorra de Sara solía estar más mojado… pero por el contrario, el de Mari encharcaba mucho más cuando se corría.

Sentir su peso sobre mí, en un tierno abrazo, no era agobiante. Al contrario, era tierno y sensual. Sentir sus caderas sobre mi vientre, sus rodillas a los lados, sus besos en mi cuello… Sentir encima a esa chica, algo acomplejada por su peso, con un corazón tan tierno, y que sólo había tenido un novio antes (el cual el muy idiota la dejó por otra)… fue una maravilla. Sentir a toda Mari sobre mí me hacía sentirme arropado por ella; sexual y afectivamente.

Se acomodó a un lado y nos dormimos.

 

A la mañana siguiente, cuando vi a Mari junto a mí, no podía creer lo que había hecho. No me arrepentía de haber hecho algo así con ella, pues no se trataba de ella. Si tenía que ser con alguna, mejor que fuese con ella.

Se trataba de mí. No podía creer que habiéndome roto el corazón tan pronto una chica, habiéndome puesto los cuernos y tenerla que mandar a paseo, cayendo en una vorágine de miedo, soledad (porque yo la buscaba) y odio a mí mismo… hubiese acabado tan de prisa en los brazos de otra. ¡Era como si traicionara el amor que yo había sentido por Sara!

Puede que me hubiese sido infiel, y que fuese una zorra que se mereciese lo peor… Pero por mucho que mi mente me dijera eso, mi corazón sólo podía sentir dolor, no odio, a menos que este fuera hacia mí mismo por ser un fracaso de persona. Y ahora, tan pronto, había acabado disfrutando, no sólo sexualmente, con otra chica. Con alguien que me era muy especial, que no quería estropearlo y perderla… Que no quería caer en el oscilante juego de hacerme ilusiones para luego llevarme un revés.

Haber dormido con otra tan rápido era como si todo ese amor que yo había sentido por Sara hubiese sido una farsa. Como las inmaduras e idiotas protagonistas de esas novelas para adolescentes que, tras ser traicionadas por quien decían amar, acaban pronto en la cama de otro como si tal cosa. Pues joder bonita, mucho no debías amar al otro…

Porque una cosa es que tu pareja sea una hija de puta, y que no te haya amado en todo este tiempo, jugando con tus sentimientos… Y otra es que tú digas que sí le has amado, y demuestres lo contrario zumbándote a otra persona en un tiempo más bien corto.

Aunque, conociéndome, podría haberme tirado otros dos años sin salir de la cueva y sin tener contacto con mujeres, de no haber sido por Mari. Y eso contando con la suerte que tuve de que estuviese ahí y me asistiera… Porque esa mañana, domingo, como os dije sus padres venían a buscarla para ir a Ávila una semana de vacaciones a visitar a la familia. Si se hubiera ido el viernes a su casa…

Me puse el pijama y luego la desperté con un tierno, pero frío beso. Desayunamos los dos solos en la cocina, ella sonriéndome y yo fingiendo sonreír. Luego, cuando tocaba despedirse, casi fue una situación incómoda: ella intentó mover la mano para acercarse a mí, pero con inseguridad por si yo quería, no quería… Yo hice lo mismo, me eché hacia delante, hacia atrás… Un poco cómico. Nos reímos, y al final me lancé a abrazarla. Ella buscó mis labios y nos dimos un beso intenso y con lengua (bueno, ella movía su lengua y la mía se dejaba hacer).

—Adri, si necesitas que me quede…

—No, no, tranquila —no hubiese sido buena idea; necesitaba abstraerme de todo y volver a mi pozo en la tierra.

—Lo digo de verdad, llamo y digo que…

—No, en serio. Debes ir, rubita… —y sonreí de forma sincera, porque noté que no lo decía por cumplir, sino de verdad. Que estaba dispuesta a quedarse ahí con este tonto, sólo para que estuviese bien.

Así que volví a abrazarla, pero esta vez muy fuerte y aspirando el aroma de su pelo. Olía a moras.

—Llámame —me dijo finalmente con una tierna mirada y dándome otro beso.

No la llamé. Y siempre le pedí perdón por ello, pues sé que lloró…

 

Ese día recogí por casa un poco, buscando ocultar las pruebas del delito. Luego me encontré con Gloria y con Ioana, que debía de haber llegado esa mañana temprano. Sé que no nos escucharon a Mari y a mí, y que esta no podía haberles dicho nada porque no se despegó de mí ni un momento desde que me encontró en el baño. Pero supongo que estaban preocupadas por mi estado en general. El caso es que ambas se acercaron y en silencio me abrazaron. Yo las correspondí con un beso en el pelo a cada una.

 

Luego me pasé los próximos dos días sin parar por casa. Quería estar solo, y si me quedaba en casa sabía que Ioana y Gloria no me dejarían hundirme. Gloria me animaría con sus tonterías y Ioana conversaría conmigo y, como es más lista que yo, trataría de ganar mi atención ofreciéndome razones lógicas y filosóficas de por qué aunque la vida sea una mierda, sigo vivo y eso es estupendo. Logrando con ello inmiscuirme en un debate sobre la mortecina apatía de la sociedad actual en la que todos buscamos destruir al prójimo por egoísmo puro, si así evitamos recibir un daño menor nosotros mismos. De modo que acabaría ganando ella ante el argumento (muy simplificado, hago notar) de «sí, la vida es una basura, pero por eso precisamente hay que tratar de levantar cabeza, porque si no lo intentas, entonces te quedas ahí hundido entre tanto deshecho hasta que desapareces».

Así que me limité a dejar el móvil en casa y a regresar sólo a las tantas para dormir, y luego levantarme antes que ellas. Pero sabían que seguía vivo por los rastros en la cocina: alguna bolsa de patatas, alguna botella de ginebra medio abierta, medio vacía…

Ni siquiera reparé en la nota que me dejaron en la puerta del frigorífico, haciéndome saber que Mari Carmen les había llamado para preguntar por mí, ya que estaba preocupada de que yo no cogiera el teléfono.

Para cuando me dio el colapso además de ellas dos había vuelto también Ana de sus tierras gallegas. Ella fue la que me encontró en el suelo de la cocina, gimoteando de dolor y agarrándome un costado. Avisó a las otras, llamaron a una ambulancia y acabé en el hospital.

(9,30)