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Tiempo extra (capitulo 8)

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Solo fui capaz de balbucear algo ininteligible. En estos últimos meses, aunque pensé constantemente en él, no imagine que pudiera aparecer y mucho menos que se refiriera a mí de esa manera tan grosera y humillante. Ahora sí que me quería morir, su recuerdo, ese pequeño hilo que me unía a la realidad se había roto, y definitivamente, ya nada me unía a la vida.

—Esta puta no está disponible, —dijo Vólkov después de observarle con interés— pero seguro que entre las otras chicas hay alguna que te gusta, todas… son muy guapas.

—Seguro que si, que lo son, pero esta es la que quiero, —respondió José Luis con calma y una media sonrisa.

—Pues entonces hay un problema porque la puta es mía, de mi propiedad y solo me la chupa a mí, —dijo Vólkov con voz seca, mirada fría y su pronunciado acento ruso. Después, pregunto con un ligero tono amenazador—: ¿tenemos un problema?

—Yo no lo llamaría así, tal vez: ¿disparidad de criterios?

—¡Tal vez podríamos llamarlo de esa manera! —concedió Vólkov observando con ojos escrutadores al hombre que tenía frente a él, y que demostraba un aplomo considerable.

—¿Me equivoco sí creo que eres un hombre de negocios? —pregunto José Luis—. Si es así, podemos hablar y, tal vez, solo tal vez, llegar a un acuerdo.

—Podemos hablar, pero lo del acuerdo ya es otra cosa, —Semiónov y Gólubev, los otros dos socios, en silencio asistían muy interesados a la conversación, mientras Zviad se había ido aproximando hasta situarse justo detrás de José Luis, a escaso medio metro de él. Casi podía notar su asqueroso aliento en su nuca—. Te repito, que es una propiedad muy valiosa para mí…

—¡Venga ya! Esa puta para ti no vale una mierda, —le interrumpió José Luis con una sonrisa sarcástica.

—Te lo repito: es muy valiosa.

—Muy bien, de acuerdo, no nos vamos a pelear por una zorra asquerosa, ¿no?, pero respóndeme a una cosa: ¿es muy valiosa porque si, por cojones, o porque para ti tiene mucho valor… en dólares? —preguntó José Luis. Vólkov le miró fijamente, se notaba que los dólares le gustaban. Cuando se manejan grandes cantidades de pesetas, blanquearlas en dólares, o en cualquier otra moneda importante, puede ser muy complicado.

—Bien, hablemos, —sentenció Vólkov.

—Pues hablemos ¿qué estáis bebiendo? —preguntó José Luis sentándose a la mesa en uno de los taburetes.

—Whisky, —respondió Gólubev sirviéndole un vaso.

—¿Whisky? ¡no me jodas! Creía que los rusos le dabais al vodka, —dijo tomándoselo de un trago.

— ¡Los rusos le damos a todo! –respondió Semiónov soltando una carcajada coreada por los demás.

Vólkov le llenó otra vez el vaso y José Luis le da un nuevo trago. Ni se inmuta. No hace el más mínimo gesto y deja el vaso encima de la mesita.

—No os gastáis mucho en el whisky, —afirmó—. Lo hay mucho mejor por poco más.

—Pues es de tu país, —dijo Gólubev—. Deberías estar contento.

—Si es una mierda, es una mierda, aunque sea una mierda de nacional.

—¿Qué interés tienes en la chica? —preguntó Vólkov.

—Tengo cuentas pendientes con ella.

—¿La conoces?

—¡Ya lo creo!

—¿Y de que la conoces?

—Es una antigua… novia.

––¿Y que piensas hacer con ella?

—Matarla, —respondió con una sonrisa fría y dando otro trago al vaso—. Pero eso será al final, primero tengo otros planes para ella.

—No me puedo imaginar que te ha podido haber hecho esta…

—Son cosas mías… y de ella.

—Pues resulta que tengo cierto interés en saber…

—¡A mí nadie me abandona! —le interrumpió alzando la voz—. Ninguna tía se ríe de mí.

Los rusos le miran y él los mira a ellos. El silencio es tenso, frío. Gólubev se abre la chaqueta y deja al descubierto la cacha de la pistola mientras Zviad sigue detrás de él dispuesto a saltar en cualquier momento.

—No está bien presumir de tenerla grande, —dice José Luis abriéndose también la chaqueta y enseñando la espectacular cacha labrada de su Colt 45— porque siempre puede haber alguien que la tenga más grande que tú.

Zviad hizo un movimiento hacia adelante que Vólkov paró con un gesto enérgico, mientras José Luis y Gólubev se miraban intensamente a los ojos.

—Mantengamos la calma señores, —dijo Semiónov con tranquilidad—. Hemos quedado que somos hombres de negocios.

—Pues hablemos de negocios, —dijo centrándose en Vólkov y dando un trago del vaso—. Ponle precio, ¿cuánto vale para ti?

—No, no, no, la pregunta es: ¿cuánto estás dispuesto a pagar?, ¿qué valor tiene para ti?

José Luis mira fijamente a Vólkov. Los dos guardan silencio. Los demás callan.

—El dinero no es problema.

—El pago es en efectivo y en el momento, —dice Vólkov.

El sigue sentado, tiene los codos apoyados en las piernas ligeramente abiertas, mientras su mano derecha esta a escasamente una cuarta de su pistola.

—No es problema, —repite secamente.

—¿Tienes el dinero aquí? —pregunta Semiónov entornando la mirada—. Puede que no sea muy inteligente.

—El dinero necesario lo tengo encima, —y sonriendo, añade mirando ligeramente hacia atrás—: sois tres… casi cuatro, solo tenéis que quitármelo, pero es una opción peligrosa. La otra es seguir hablando y negociar.

El comentario no le gustó a Zviad pero Vólkov le manejaba bien y le vuelve a parar con un nuevo gesto de la mano.

—Vamos a tranquilizarnos señores, somos caballeros y los caballeros no hacen esas cosas tan feas, —dijo Semiónov riendo.

José Luis no fuma y casi no bebe, pero esa noche lo hizo como nunca le he vuelto a ver. La negociación comenzó mal, su primera oferta es considerada ridícula y los tres rusos gesticulan y perjuran en ruso. Él no se inmuta y detenidamente mira a los ojos a los tres.

—¿Eso es todo lo que vale para ti? —casi le escupe Semiónov.

—La puta, para mí, no vale una mierda, otra cosa es lo que este dispuesto a pagar para llevármela, —respondió—. Eso es algo que tendréis que averiguar.

La negociación es larga, laboriosa y en ocasiones un tanto crispada. Pero en otras se iban por los cerros de Úbeda y terminaban hablando de mujeres y como no, de deportes, sobre todo de futbol. Pero luego volvían a retomar la negociación en medio  de nubes humo y litros de alcohol. Mientras, yo asistía a la escena temblando como una hoja, llorando sin parar. De vez en cuando los rusos me miraban riendo, pero él me miraba con ojos gélidos. No es mi José, no reconocía a ese hombre, ¿cómo es posible que haya estado tan engañada, tan ciega?, ¿dejaré las manos de unos animales para caer en las de un monstruo? Mientras seguía con mis lúgubres pensamientos, ocurrió lo peor que le puede pasar a un ser humano, peor incluso que la propia muerte. Pierdes toda tu dignidad y te conviertes en una mercancía. Acababa de mirar el reloj y eran la una y veinticinco de la madrugada. A esa hora llegó a un acuerdo con Vólkov. A esa hora cambie de propietario. A esa hora, pase a ser de su propiedad. A esa hora, pagó por mi 13.000 dólares. A esa hora, se convirtió en mi nuevo dueño.

De un bolsillo interior de la chaqueta saco un fajo de billetes de cien dólares y lo tiro encima de la mesa, y de otro separo tres mil más. No lo hizo a escondidas, lo hizo a la vista de los rusos que disimuladamente se miraron entre ellos con ojos cómplices y codiciosos. Había muchos dólares en sus bolsillos.

—¡Tú, levanta! —casi me grito mientras se ponía de pie—. ¡Vámonos!

—Espera hombre, por lo menos que se vista la chica, —dijo Gólubev levantándose con una media sonrisa— se puede resfriar.

—No hace falta, así esta bien, —respondió encarándose con él.

—Señores seamos razonables y mantengamos la calma, —intervino Vólkov—. Mira tío, no puedes sacar a una tía en bolas por la puerta principal. Hay que guardar las apariencias.

—¿Apariencias?, ¿de qué cojones me estás hablando? Ese es tu problema tío, no el mío, —y dirigiéndose a mí me dijo—. Ponte esa gabardina y vamos. No quiero discutir.

—Tiene que bajar para vestirse…

—No se va a mover de mi lado y no vamos a bajar a ninguna parte, —le interrumpió José Luis amenazador—¿Está claro?

Zviad estaba fuera de sí, le miraba con una furia inusitada. Parecía que en cualquier momento iba a embestir como un toro bravo. José Luis empuñó su pistola, pero no la desenfundó, mientras miraba fijamente a todos, al tiempo que las otras chicas, y parte de los clientes, desaparecían rápidamente.

—¡Vale, vale, vale! —se interpuso Vólkov—. Llévatela como te salga de los cojones, pero sal por la puerta de atrás.

José Luis se queda callado y los mira fijamente. Sige empuñando la pistola mientras sopesa la propuesta: no parecía muy convencido.

—¿Por qué quieres que salga por detrás?

—¡Venga tío no me jodas! —salta Semiónov—. Tú eres el que está causando problemas. Coge a la puta de una puta vez y lárgate por la puta puerta de atrás, ¡joder!

—Mira tío, —le apoya Vólkov—. Desde aquí se ve la jodida puerta y tú, desde allí, nos ves a nosotros. Estás armado y tienes ventaja.

Zviad está como loco, e incluso a Vólkov le cuesta trabajo controlarle. Le pone la mano en el pecho y le empuja hacia atrás mientras le dice algo en ruso. La tensión crea una atmósfera prácticamente irrespirable. Todos se miran entre sí, pero nadie se fija en mí que, totalmente aterrada, no podía controlar los temblores.

—¡De acuerdo vamos! —me agarró con fuerza del brazo derecho clavándome los dedos y tiró de mí hacia la puerta sin dejarme ponerme la gabardina. Me hizo un daño horrible y se me escapó un chillido mientras caía al suelo por el tirón. Sin contemplaciones siguió tirando de mí, arrastrándome, hasta que pude ponerme de pie. Mientras avanzaba miraba hacia atrás para controlar a los rusos.

—¡Abre la puerta! —me chilló. Con manos torpes tiré de la puerta: afuera llovía a mares. José Luis me empujó con brutalidad para que saliera—. Corre al contenedor. ¡Vamos, vamos, vamos!

Con la mente casi en blanco salí disparada sin entender nada, aterrorizada, convencida de que mi final era inexorable. Llegué al contenedor de la basura y me metí detrás. José Luis me seguía. Le miré y vi que llevaba la pistola de la mano. Sin mediar palabra me empujó con brusquedad y me tiró al suelo golpeándome la cabeza con la pared. Me hizo un daño terrible y mientras un hilillo de sangre mana de mi frente, le miré mientras era incapaz de contener el llanto. Pero el llanto cesó solo y los dolores desaparecieron. Hizo algo que para mi mente fue como un fogonazo: se iluminó y comencé a comprender. Le miré como quien ve a un extraterrestre. Todo estaba preparado, organizado y previsto al más mínimo detalle. Delante de mí, empapado por la lluvia, con las gotas golpeándole la cabeza y con gesto de determinación en la cara, se inclinó, introdujo su mano izquierda debajo del contenedor y sacó una segunda pistola. Me miró y me guiñó el ojo.

Mis pensamientos se interrumpieron bruscamente, dándome un susto de muerte: estaba gritando y acto seguido sacó las pistolas por la derecha del contenedor y comenzó a disparar con las dos a la vez, alternativamente. Los rusos disparaban también y los impactos en nuestro parapeto son terribles. El contenedor retumbaba, se estremecía, parecía que tenía vida propia. El pánico se apoderó de mí, y mientras se me escapaban chillidos incontrolados, no me pude controlar y me oriné. Entonces, los disparos cesaron: solo se oía la intensidad de la lluvia.

—¡Rápido al coche! —salí corriendo en dirección a un coche que se encontraba estacionado al final del callejón mientras el me seguía—. ¡Métete detrás!

Mientras me subía al coche y me tumbaba en el asiento, le vi pasar de largo en dirección a la calle principal. Más voces, más estruendo, más fogonazos. Me incorporé y por el hueco entre los asientos delanteros le vi, empapado por la intensa lluvia, disparando con su mano derecha, mientras con la izquierda mantenía encañona la puerta de atrás. Entonces cesaron los disparos, la puerta del coche se abrió y entró. Arrancó y salió disparado mientras veía nuevos fogonazos y los estampidos de los disparos se hacían cada vez más débiles. Conducía de rally, como un loco y en las curvas las ruedas chirriaban estridentes. Con los acelerones y frenazos me caí varias veces del asiento y tuve que luchar por subirme a él. No puedo precisar cuanto tiempo estuvo conduciendo, pero a mí me pareció una eternidad. De improviso frenó casi en seco derrapando ligeramente, da marcha atrás y dando tumbos nos rodea un mar de ramas y hojas hasta que finalmente las ventanillas quedaron despejadas. No se oía nada, solo el molesto repiqueteo de la lluvia que claramente cesaba en su furia. Desde atrás le vi apagar las luces, parar el motor y se quedó quieto, vigilante, controlando a ambos lados la carretera. Cogió las pistolas, sacó los cargadores y las volvió a cargar. Introdujo una en la sobaquera y la otra la coloco sobre el salpicadero. Sacó del bolsillo de la chaqueta una cajetilla de tabaco mojada, estuvo buscando uno seco y lo encendió. Fumó lentamente casi saboreándolo. Cuando terminó, tiró la colilla por la ventanilla, giró la cabeza y por primera vez desde que salimos de La Alondra me miró con una sonrisa. Desnuda y empapada sobre el asiento de atrás, no podía controlar los temblores, pero le miré fijamente. Vi en sus ojos, el mismo amor que sigo viendo hoy.

Se apeó del coche y lo rodeó hasta el maletero. Ya no llovía, solo caían las gotas residuales de las ramas que nos ocultaban. Durante unos segundos le oí hurgar en su interior. Después, cerró el portón, abrió la puerta de atrás y con mucho cuidado me sacó del coche poniéndome de pie. Casi no tenía fuerzas, pero él me sujetaba mientras con una toalla me secaba. Mientras lo hacía, revisó mis heridas y me miró a los ojos: estaban tan amoratados que parecía que tenía un antifaz. Yo le miré también y vi como las lágrimas resbalan por sus mejillas.

—Perdóname por haber tardado tanto mi amor, —me dijo mientras me estrecha entre sus brazos.

—No me importa que hayas tardado, —le respondí llorando— ahora solo me importa que estas aquí.

Con la yema de sus dedos acarició mis labios cuarteados e hinchados. Se inclinó, y con mucho cuidado me besó en ellos. Me soltó un momento mientras extendía una manta en el asiento de atrás, luego me tumbó envolviéndome con ella. Me cubrió con otra manta más, se inclinó y volvió a besarme en los labios. Me miró mientras con la mano me acariciaba el flequillo y luego, con la toalla, volvió a limpiarme la herida de la frente. Yo, como hipnotizada no podía apartar mis ojos de él. Salió, cerró la puerta y se puso al volante. Después de unos instantes, arrancó el coche y con las luces apagadas salio a la carretera, tras un par de tumbos, encendiéndolas unos segundos después. Mientras regresábamos a Madrid vi la luna llena por la ventanilla lateral, ¿cómo es posible que hayan desaparecido todas las nubes?, hace unos pocos minutos casi nos ahogamos con el diluvio y ahora nada. Absorta en mis desordenados pensamientos y agotada por la intensidad de los últimos sucesos, perdí el conocimiento, o simplemente me dormí, no lo sé, lo cierto es que pasarían muchos días antes que volviera a verle.

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