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Cinco animadoras para un mal partido _ cap. 13

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----- CAPÍTULO 13 -----

 

No sólo me habían roto el corazón, sino que también parece que mi apéndice dijo que hasta aquí habíamos llegado. La operación, según me contaron luego, costó un poco pero en principio todo había salido bien. No obstante, y como tras ella parecí sufrir una infección, la cosa me tuvo veintitantos días ingresado.

Pero no estuve solo.

Ioana, Gloria y Ana habían estado ahí, al otro lado. Luego, una vez ingresado en planta, Ana se quedó conmigo la primera noche. Puesto que me habían operado, y como los hospitales de Madrid, estarán muy mal… pero ni por asomo como en Cádiz, pues pude tener una habitación sola para mí. Al menos, así fue las primeras semanas… Luego sí que me recordó a Cádiz, es curioso.

Venía a verme alguna de ellas, o más de una, cada día. Pero todos los días tuve una mujer a mi lado (y no lo digo por las enfermeras). Cuando Marta vino hizo dos cosas, la primera levantar el puño y decirme que como volviera a darlas otro susto me iba a operar ella pero del corazón y sin anestesia. Y la segunda poner a parir a los médicos que, supuestamente no pudiéndose fumar en ninguna zona del hospital, ellos estaban en la suya haciéndolo.

Me gustaba que se quedara ella, pues cada vez que me aquejaba del dolor siempre me animaba quitándole hierro al asunto, riéndose y bromeando con que era un flojo, que a una amiga suya la operaron siendo más joven que yo y no se quejaba tanto, etc.

Mari Carmen llamó por teléfono desde Ávila. No me reprochó nada, no dijo nada del último encuentro… Sólo se intereso, muy preocupada, por mi bienestar. Acabó volviendo con sus padres a Madrid dos días antes de lo previsto, para poder verme cuanto antes. Tenía llamadas suyas en mi teléfono desde aquel domingo que se fue, pero el móvil se había quedado encerrado en mi cuarto sin contestar a nadie, hasta que se apagó por falta de batería cuando yo ya estaba ingresado.

Ioana se quedaba algunas tardes al comienzo (después la vi menos, pues tuvo que volver a ver a la familia porque hospitalizaron a su madre), y me trajo un libro para leer. Era un buen libro, pero no llegué ni a la mitad. Era un libro… agradable. Y mi mente seguía queriendo imbuirse de la mierda ocre del latrocinio que había sufrido mi cuerpo. Pero me gustaba cuando conversábamos y su acento tan suave y fino me entraba por un oído para alojarse en algún lugar especial.

Ana, al contrario que Ioana, no pudo verme con frecuencia al comienzo, pues tuvo que seguir volviendo a Galicia por sus asuntos, aunque llamaba continuamente; y fue a posteriori cuando sí acudió a visitarme con más frecuencia.

Lo de Gloria era un chiste… Cada vez que venía lograba que me doliera más la cicatriz, debido a las risas que yo me tragaba pero que sentía mi cuerpo por dentro.

—Fíjate que has pasado de estar rodeado de cinco chicas, a estarlo de todo un ala de enfermeras jajajaj —decía dándome golpecitos en el brazo—. Encima vestidas de enfermeras, uyyyy.

—Por mí como si se ponen traje de baño…

Y es que, más que una mujer vestida de enfermera, me pondría Gloria con sus pintas sexis y sus coletas. Y tampoco estaba por esa labor…

 

Cuando vino Mari Carmen estaba Ana, y esta le contó todo. Esa noche Mari decidió quedarse conmigo. Yo traté de evitarlo, sin que se notara que se debía a ella, alegando que se fueran ambas a casa, que yo estaría bien. Pero lo cierto es que los primeros días necesitaba a alguien hasta para que me alcanzasen la botella de agua.

Estando los dos solos y tras haber pasado el carrito que nos ofreció un zumo cerca de la media noche, fue cuando por fin se rompió el silencio (para hablar algo que no fuera mi estado de salud). Lo hice yo, con el tema que ambos evitábamos. O tal vez que yo evitaba y ella simplemente, dolida, esperaba mi reacción.

—Siento no haberte llamado…

—No te preocupes.

—De verdad, lo siento… Debí hacerlo, pero… —ella agachó la mirada.

—No pasa nada.

—Sí pasa… No me arrepiento de lo que pasó. Y nada de lo que dije lo hice sólo por decir algo, sino porque era la pura verdad y así lo sentía… Y siento…

—¿De… verdad?

—Lo juro por mi vida.

—No bromees con eso… —extendió su mano y me acarició el brazo— Que mira cómo estás.

—Bueno… pero tú estás aquí… Otra vez, cuidándome… —dije con una media sonrisa y mirándola a los ojitos que habían comenzado a brillarle previamente a lagrimear un poco.

—Claro que sí, porque eres un chico fantástico y no te mereces lo que ha sucedido. Porque esa imbécil no ha sabido cuidarte como te mereces, como un rey. Porque eres todo un amor Adrián… y…

—Y tú una reina… —y atraje su mano y le di un beso.

Ella acercó esa especie de sillón incómodo que ponen para los familiares, se acercó más a mí y estuvo acariciándome.

—En serio… ¿te gustó lo de la otra noche?

—Muchísimo. Ojalá no lo hubiese estropeado todo… Tenía que haberte llamado pero…

—Ssssh —su dedo sobre mis labios buscaba acallarme.

—… en serio, lo siento mucho. Seguí hundiéndome en mi mierda y no quise acercarme más a ti porque eres tan especial que temía, tanto si salía bien, y me hacías sonreír, como si salía mal, y te perdía y… —vino y me dio un beso en la frente—. No te puedes ni imaginar lo especial que tú eres para mí.

Debió darle un vuelco el corazón, porque se echó hacia atrás, inspiró hondo y sonrió. Y me correspondió:

—Tú llevas siendo especial para mí desde hace tiempo, aunque no lo supieras Adri…

—Tú también para mí —le dije mirándola a los ojos—, aunque yo no lo sabía.

Nos besamos. Tratamos de dormir. Fue un poco difícil hacerlo… cogidos de la mano.

 

Uno de los días que estaba Marta me comentó que la vecina, Julia, había preguntado por mí, y que había quedado en venir a verme tras enterarse. Además me trajo el móvil, y me dijo de avisar a mi familia, pero le dije que no. Todo estaría bien cuando saliera de ahí, y ya les agradecía bastante a ellas que se quedaran; además que no era necesario, pues conforme pasaban los días el médico me recomendó andar poco a poco, así que podía moverme relativamente bien. Pero me dijo que para ellas no les era molestia alguna, y que ahora sin exámenes ni tareas a la vista no les suponía ningún problema estar conmigo.

Intuí que hubo algo más que quería decirme, pero calló. Luego me echó la bronca por lo de la limpiadora. Las chicas se habían dedicado a repartirse un poco las tareas desde que nos quedamos sin mujer de la limpieza, aunque tampoco ensuciaban mucho. Le comenté que hablando con Julia alguna vez le oí decir que una de sus hijas, la menor, de 26 años, era limpiadora; que lo hablase con la vecina y tal. A Marta le pareció bien y le dije que se encargara ella.

Dos días después recuerdo estar durmiendo la siesta cuando me despertó Ana, que justo había vuelto de Galicia esa mañana.

—Vaya, te cojo durmiendo.

—Hmm… no tranquila, ¿qué hora es? —pregunté bostezando.

—Las cinco. ¿No dormiste anoche? ¿Mari no te dejó dormir? —decía con una sonrisa risueña.

—Sí, estuvimos jugando a las cartas hasta tarde, pero luego dormí del tirón. Lo que pasa es que estaba aburrido, y digo pues me echo ahora un rato…

—Ah, ¿y el libro que te trajo Ioana? —decía cogiéndolo de la mesa y haciendo como que me daba con él en la cabeza.

—Bien, aunque supongo que eso influyó en el aburrimiento —dije con una media sonrisa mientras me defendía de su ataque.

Le dije que se fuera a casa a descansar, que no hacía falta que viniese a verme tan a prisa el mismo día que llegaba. Pero me dijo que lo primero que había hecho tras llegar al piso era tirarse en la cama a dormir, así que estaba fresca y con ganas de verme.

Le estuve contando los avances, ya estaba mejor, podía andar despacito y con los calmantes y la medicación apenas me enteraba (salvo cuando me movía en la cama, claro). El problema era que me sentía «atado», como perro maltratado. No sólo por dentro, de ánimos, sino de verme ahí en la cama del hospital con tubitos a mi brazo que, encima al estar en la derecha, tenía que manejarme con la mano no hábil.

La cosa es que me estaba meando, y cuando traté de moverme ella se incorporó a ayudarme.

—Espera, quieto, ¿a dónde vas? ¿Quieres andar?

—No, qué va… En realidad —dije desenmarañándome un poco del lío de tubitos—, necesito ir a mear.

—Ven que te ayudo.

—No, tranquila si…

Y en ese momento me paré a verme de pie, sujetando con la mano izquierda las dos bolsitas por vía intravenosa que tenía en ese momento, tras desengancharlas de la «araña»; los tubos se cruzaban por delante hasta mi mano derecha. Como no me enrollara las bolsas al pescuezo iba a ser desde luego una gesta digna de grabar y subir al YouTube.

Ana me acompañó y me sujetó las bolsas, cuando entramos en el cuarto de baño se las cogí buscando engancharlas en cualquier lado, pero sólo vi un saliente de una pequeña repisa de alambre grueso, cercana a la ducha para colocar las esponjas más que nada; pero se enganchaba muy mal la bolsa y con los movimientos podía caerse.

—Trae —me dijo la flautista quitándomelas de las manos.

Yo iba a sugerir mover la «araña» situada al lado de la cama, pero con lo grande que era, y ese cacharro que pita que tenía añadido, iba a ser muy aparatoso… y de todos modos antes de que dijera nada la gallega ya había levantado la tapa del retrete y me hacía gestos con la cabeza.

En ese momento pensé en mear sentado, pero tras una operación de apendicitis, aun por varios días que habían pasado, no estaba yo para sentarme… Antes preferiría mear de pie mientras paseaba. Así que fue una situación un poco… incómoda.

—Vamos —decía ella situándose tras de mí, a la derecha, mientras sujetaba las dos bolsas con cuidado de no entorpecerme con los tubos.

—Ya… bueno…

—Oh, venga. ¿No me dirás que te da vergüenza, como un niño pequeño? —decía sacándome la lengua.

—Es que… —y trataba de acercar la mano derecha, pero era imposible; la vía se me clavaba y me dolía, y al moverme me dolían los puntos de la operación, así que tendría que buscar hacerlo con la izquierda.

Si alguna vez no habéis intentado mear con la izquierda siendo diestros, probadlo. Veréis lo dificultoso que puede ser, lo a disgusto que estás, y lo fácil que es que se te caigan los pantalones (sobre todo si son de esos de hospital). Y lo que me faltaba ya era que se me cayeran al suelo y Ana tuviera que agacharse a subírmelos.

Sin pensárselo ella me rodeó por la espalda y se situó a mi izquierda.

—¿Te ayudo? —me quedé paralizado y sin poder mirarle a la cara.

—Ehh…

—Adrian, estás enfermo.

—¿Cómo?

—Que estás enfermo, es normal que necesites ayuda, no tienes nada de qué avergonzarte.

—Ah… No, ya… pero…

—Si quieres puedo llamar a una enfermera, pero creo que te sería peor con alguien con quien no tienes confianza, ¿no?

—Sí… supongo que sí…

—Venga, tranquilo —y colocó una mano sobre la parte baja de mi espalda. Luego se pasó a esa mano las bolsas, y colocándose tras de mí, con su mano izquierda, me ayudó a bajar un poco los bóxers tras haberme bajado un poco los pantalones.

En esos momentos, os seré sincero. Tras lo que había sufrido recientemente con Sara y tras una operación, pues qué queréis que os diga… pero no estaba empalmado; así que no os diré que «trataba de hacer un esfuerzo para no ponerme palote y bla-bla-bla». Además, supongo que los nervios del momento también influían. Simplemente ella me sujetó el pene con delicadeza, retiró el prepucio, y esperó que yo hiciera el resto. Creo que tampoco hubiese sido necesario llegar tan lejos… con que me bajara un poco la ropa hubiese bastado. Pero la situación me bloqueó un poco.

—Relájate —me dijo suavemente con ese acento gallego. Yo, evidentemente, estaba de todo menos relajado.

Hasta pensé idiotamente (supongo que es un instinto masculino) en lo mal que podría quedar de verme ella así con la picha tan «poca cosa»; pero recapacitando me auto explicaba que era comprensible dada la situación. Así que me dediqué a mirar a la pared de delante, dejar la mente en blanco, y cerrar los ojos cuando comencé a mear.

Ella no abrió la boca, salvo para decir un suave «no te preocupes», mientras meaba. Luego me la sacudió, me ayudó a colocarme la ropa, se lavó en el lavabo y me ayudó a llevarme de vuelta a la cama. Durante la peripecia se había mantenido ladeada, tratando de darme cierta privacidad, pero aun así no pude evitar sentirme un poco turbado… Claro que también aliviado tras haber podido mear.

Luego me ayudó a ir a la cama. Mientras ella colocaba las bolsas en su sitio Julia entró por la puerta.

—¡Holaaaa! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho? —y vino a darme dos besos.

—Pues nada, ya ves, me han quitado un trozo.

—Sí, el apéndice, y menudo susto —decía Ana—. Fui yo la que se lo encontró en el suelo… —Julia ponía cara de preocupación.

—Aix, pobre… Ten, te he traído una cosa —decía rebuscando en una de las bolsas que traía—. Iba a traerte otra tarta —decía guiñándome un ojo—, pero no te dejan comerla, ¿no?

—No —dije sonriendo—, la verdad es que ahora estoy poco a poco con yogures y zumos…

—Toma, espero que te guste —y me entregó un libro—. Como eres escritor, pensé que igual te gustaría.

—No lo soy, pero gracias —decía yo, aún sin habituarme a mi vida, y más tras la ruptura del sueño de cristal; lo de tener una novela publicada casi se me antojaba alienígena.

—Sí que lo eres —añadió Ana—. Tienes un libro publicado, y ya vas por terminar el segundo —decía, mientras Julia expresaba algo de grata sorpresa.

—Ey, la obra completa de Edgar Allan Poe, es genial. Muchas gracias, de verdad Julia, es un clásico.

Mientras le daba las gracias me alegró que tras tantos piques anteriores por parte de Ana en referencia a mi labor novelística, esta vez dijera ella, y bien contenta, que sí que era escritor.

La verdad es que fue un acierto. No había leído mucho de Poe, pero es un clásico y estaba entre los fijos que tarde o temprano tendría que leer, no sólo por disfrute sino para ganar en experiencia a la hora de escribir. Y es que, bueno, si quieres ser futbolista tienes que dar muchas patadas al balón y ver las imágenes de cómo juegan los campeones. Y si quieres ser escritor tienes que escribir mucho (aunque salgan truños) y leer aún más, de todo tipo de temas; esa es la forma de entrenar.

Estuvimos hablando, me comentó que Marta le había hablado sobre buscar una limpiadora y tal, y que al final quedó todo acordado para que su hija, Julieta de 26 años, fuera nuestra nueva limpiadora.

Fue grato ver a Julia, y no sería la única vez que viniese a visitarme. Cuando se fue lo primero que me vino a la mente fue «llega a venir un minuto antes y justo me pilla saliendo del baño con Ana». ¿Qué hubiera dicho? Porque dijera lo que dijese quedaba mal de todos modos: «Es que me estaba ayudando a mear…». ¿Veis?

—Vaya, otro libro para que coja polvo, ¿no? —me dijo Ana cuando Julia se hubo ido.

—¿Qué? No, ¿por qué?

—Por lo que me dijo Ioana, casi ni miras su libro.

—Es que es de esos que te levantan el ánimo… —dije desviando la mirada.

—Pues con más razón, justo lo que necesitas leer. O qué, ¿el de Ioana que es para animarte no, pero Poe, que es de todo menos alegre, sí?

Al final le dije que se llevara el de Poe y lo dejara sobre mi escritorio, en mi cuarto. Más que nada fue por lo voluminoso y aparatoso que hubiese sido ponerme a leerlo en el hospital; para ello me quedaba con el liviano libro de la rumana, aunque no me gustara leer cosas positivas por entonces.

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