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Tiempo extra (capitulo 10)

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—«¡Cabrones!» —repetía mentalmente sin descanso mientras una y otra vez miraba su reloj. A pesar de la tranquilidad de que siempre hacia gala, lo cierto es que estaba nervioso. Sabía perfectamente lo que solían tardar y en esta ocasión se estaban retrasando— «¿Cuándo van a salir estos hijos de puta?».

El odio le corroía hasta lo imposible, y era tan intenso, que no tuvo el más mínimo reparo, en dejarme en el peor momento de mi vida a cargo de mi familia, aunque la verdad, es que no tuvo más remedio. De todas maneras, en ese aspecto estaba tranquilo: no podía estar en mejores manos y bajo los cuidados del doctor Santiago. Oculto en el cuarto de los contadores, parecía que el tiempo se había paralizado, que no corría, y como un tic nervioso seguía mirando incansable su reloj a cada momento, aunque la verdad es, que solo habían pasado unos pocos segundos. Aun así, a pesar de la incertidumbre, el odio y la convicción de lo que iba a hacer le mantenía suficientemente sereno para hacer, lo que iba a hacer. Desde que me dejó al cuidado de mi familia no había descansado ni un momento, y había vigilado permanentemente los movimientos de los rusos. Conocía perfectamente como funcionaban los grupos mafiosos africanos y, en lo básico, no se diferenciaban gran cosa de los demás grupos mafiosos internacionales, sobre todo en lo referente al pago de las cuentas pendientes. Sabía perfectamente que ese tipo de asesinos no olvidan y de ninguna manera iba a permitir que volvieran a cruzarse en mi camino. Era un capítulo que había que cerrar, una cuenta que había que saldar, y había que hacerlo definitivamente y rápido, sin perdida de tiempo.

Después de tres semanas de vigilancia directa, descubrió que todos los martes por la noche, se reunían en el piso propiedad de Kusma, un ucraniano a su servicio, también procedente de los servicios de información soviéticos. Yo estuve varias veces allí; durante horas jugaban al póker y de vez en cuando, alguno de los socios se levantaba y me follaba, y si la noche no le era propicia con el juego, me pegaba. Siempre aparcaban su Audi negro de gran gama en el aparcamiento subterráneo de edificio, el único del pueblo, donde el ucraniano era propietario de varias plazas. Viktor jamás escatimaba en sobornos, sabía perfectamente lo importante que era tener a las personas clave como fieles amigos, y era tal la cantidad que recaudaba con sus negocios, que lo que pagaba, para él eran migajas, eran gastos asumibles sin ningún problema. Pero no para los que recibían sus regalos, que tenían al alcance de su mano casi todo lo que pudieran desear: coches, viajes, joyas para sus esposas, relaciones políticas de interés, y todas las chicas que quisieran, empezando por la Alondra, donde tenían barra libre de todo. A cambio, el alcalde, algunos concejales, el presidente de la Diputación, la Guardia Civil, miraban para otro lado, no querían saber nada, solo les interesaba su propio egoísmo: el sufrimiento de las víctimas les traía sin cuidado. Como ya he dicho, era habitual verles aparecer por el Alondra, donde en alguna ocasión, llegue a chupársela al sargento del cuartelillo, con uniforme y todo, y a algún politiquillo local o regional que empezaba a despuntar. Uno de ellos, por supuesto del PPP (Partido Por la Patria), de la zona de levante, actualmente sale mucho por la televisión, se le considera uno de los pilares de la democracia y suena como posible ministro en un futuro no muy lejano. Pero no se equivoquen, la chusma de la oposición también estaba presente aunque en menor medida: simplemente porque tenían menos representación en las instituciones. Durante esas tres semanas, también descubrió varios de los locales donde esclavizaban a las chicas, a las que traían con engaños desde sus países de origen: eran chicas desesperadas por encontrar un futuro mejor para sus vidas. Cuándo solucionó mi problema, creó un grupito de amigos de su época africana, que se dedicó a liberar a todas esas chicas y a otras muchas más, empezando por el Alondra. Lo hicieron utilizando contactos en la policía y la Guardia civil: todos no son iguales.

La vigilancia había empezado un par de semanas antes de que me rescatara. Desde que desaparecí, durante varios meses me estuvo buscando sin descanso. Siguió mi rastro hasta León, desde donde investigó varias pistas, unas fiables, y otras no, que le llevo a recorrer muchos kilómetros. Incluso en dos ocasiones, salio de España: una a Bacoli, una ciudad próxima a Nápoles, por supuesto controlada por la Camorra, y la otra a Marsella. Por desgracia las dos pistas resultaron falsas. Fortuitamente descubrió el hilo que le llevo hasta el grupo que me vendió a los rusos, gracias a una chica, una africana que había sido liberada por la policía, y que me recordaba. No tengo muy claro que fue lo que paso, pero parece que pudo secuestrar a uno de esos cabrones, hacerle hablar y lógicamente, hacerle desaparecer para que no desatara la alarma con los rusos. No sé si lo hizo él personalmente o lo encargó a alguien, ni lo sé ni me importa la verdad, pero conociéndole, no le gusta delegar en nadie, pienso que se ocupó él mismo.

Los rusos estaban tan seguros de su impunidad y del poder que tenían, que demostraban poca inteligencia. Es lo que da el exceso de confianza y la falta de rivalidad con otras mafias, que sencillamente, en su área de influencia, se habían preocupado de que no existieran. Siempre obraban de la misma manera, siempre aparcaban en la misma plaza de aparcamiento, siempre sobre la misma hora y siempre acompañados por Zviad, el guardaespaldas georgiano que también era el chofer.

Desde la puerta de acceso le llegó un murmullo que fue creciendo en intensidad. La puerta se abrió y el perro georgiano entró sujetando dos bolsas de basura con su mano izquierda, avanzó cuatro o cinco metros en el recinto semioscuro y se detuvo. Con la mano derecha debajo de la chaqueta, en contacto con su pistola, inspeccionó visualmente el lugar intentando ver algo en la penumbra fuera de lo habitual. No vio nada, retrocedió hasta la puerta, encendió la luz, la abrió y sin dejar de charlar los rusos entraron y se dirigieron al coche. Mientras los rusos subían al coche, Zviad abrió el maletero y deposito las dos bolsas en él.

Desde su escondite, José Luis adivinaba más que veía la escena y esperaba, sabía que el momento justo estaba próximo. Lo tenía todo estudiado y no había dejado nada al azar. El coche se puso en marcha y tuvo que maniobrar hacia atrás por un coche que tenía delante, como había previsto. En ese momento estaban a su alcance. Sujetando firmemente con sus manos enguantadas el AK 47 que le proporciono sin hacer preguntas uno de sus buenos amigos, salio de su escondite y a un par de metros escasos de distancia comenzó a disparar. Ni tenía miedo, ni sentía la más mínima compasión, el odio sujetaba el arma y apretaba el gatillo. Ante sus ojos, las cuatro figuras del interior del vehículo se retorcían por los impactos con convulsiones que parecían eléctricas, mientras se movía lateralmente para alcanzar a todos por igual. Cuando el cargador se vació, recargó y continuó hasta que los cuerpos dejaron de moverse. Rápidamente, empuñando una vieja pistola Tokarev, soviética, que fácilmente podría estar en un museo, avanzó un par de pasos y disparó en la cabeza a los ocupantes del vehículo, empezando por Zviad. Solo un disparo por cabeza, no hizo falta más. Rápidamente abrió el maletero del coche y cogió las dos bolsas con la recaudación que Kusma les había entregado y que contenían más de veinte millones de pesetas, y una cartera grande de cuero con documentación, subió las escaleras que conducían al exterior y desde arriba dejó caer «accidentalmente» la pistola. Más pistas para la Guardia Civil: se lo estaba poniendo en bandeja para que cerraran rápidamente el caso. Nadie le vio llegar, nadie le vio salir, nadie oyó nada, o no quiso oírlo, no hubo ninguna huella, él, nunca estuvo allí. Para la Guardia Civil, como estaba previsto, fue un ajuste de cuentas entre bandas rusas rivales, aunque ningún otro grupo ocupó su lugar en muchos meses. Con las implicaciones políticas y policiales que había no interesaba levantar la alfombra y que saliera la mierda; mejor que la porquería se quede donde esta, bajo ella. No investigaron más, no interesaba. Que se maten entre ellos. Kusma intentó seguir durante unos meses con la organización, pero el contenido de la cartera que José Luis cogió de coche le incriminaba y se encargó que esos documentos, a través de sus amigos, llegaran a las manos adecuadas: la Unidad de Asuntos Internos de la Guardia Civil.

Posiblemente esta parte del relato no sea muy exacto, el nunca me lo contó, pero muchos años después, cuando decidí escribir esta historia, obligue a mi hermana Almudena a contármela. Ella la conocía, eso sí, de manera muy esquemática, porque algún tiempo después de mi liberación, y preocupada por mi seguridad, a causa de lo que leía en Internet, habló con José Luis sobre la posibilidad de que los rusos aparecieran otra vez y del peligro que yo corría.

—Almudena, no te preocupes que no va a pasar nada, —la dijo cariñosamente.

—Pero esos animales pueden aparecer…

—No aparecerán, —la interrumpió—. Créeme.

—¿Pero como puedes estar tan seguro? Si no te conociera pensaría que pasas del asunto, —le dijo Almudena medio llorando.

José Luis la cogió por los hombros y la abrazó cariñosamente. Después se acercó a la caja fuerte de su despacho, la abrió y cogió un dossier con recortes de prensa donde se detallaba el «ajuste de cuentas» entre bandas rivales. Se lo entrego a Almudena que lo examino.

—Te aseguro que este asunto está solucionado. Jamás se volverán a cruzar en su camino, —la miro fijamente a los ojos y esbozando una leve sonrisa, añadió—. A no ser que salgan de lo más profundo del infierno.

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