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Segunda parte

 

“Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas”

Miguel Hernández

 

Que lejano me parece todo, y sin embargo, que cerca permanece. Con el tiempo los malos recuerdos se intentan diluir como en un mal sueño, pero yo sé que no lo es, y siempre me quedara ese chispazo de realidad que me sujeta al suelo. Ya no estoy dispuesta a seguir callando. Quiero que todos sepan la verdad sobre mí y sobre la persona que me quiere y que siempre ha estado a mi lado. Esta historia no es la mía, es la de él.

 

Los comienzos de la clínica fueron prometedores. Junto con mi hermana, como administradora, comenzamos un camino que todavía no ha concluido y que encumbró la clínica a lo más alto. Desde el primer momento el barrio se volcó con nosotras, no en vano nos conocían desde que éramos pequeñas. Nunca nos faltaron clientes, sobre todo con las abuelas de la zona que me querían un montón. Raro era el día que alguna no aparecía por allí, y en ocasiones, en compañía de sus nietos para que los echara un ojo.

Un día apareció por el paseo un muchacho enorme, gigantesco, de casi dos metros de estatura y más de 120 Kg. Los municipales lo encontraron tirado cerca de la clínica drogado hasta las orejas. Como sabían que nosotras atendíamos a todo el mundo sin ningún problema, de vez en cuando aparecían con alguien necesitado de atención medica o cariño. Imagínense a dos retacos de poco más de metro y medio intentando quitarle la ropa a un muchacho como este. De risa, pero el caso es que lo conseguimos. Lo suyo era una mezcla de alcohol y drogas a partes iguales, aliñado con una gran dosis de guarrería: hacia tiempo que no se aseaba. Estaba muy cabreada, no podía entender como un chico de no más de 20 años como este, podía tirar su vida a la basura, desperdiciarla sin el más mínimo esfuerzo. Cuando lo espabile con el Anexate y la Benerva, me miro sin comprender que había pasado, estaba medio zombi, en otro mundo. Intente razonar con él con todo el cariño que pude.

—¿Te das cuenta de que te puedes morir en una de estas…? —comencé a decirle, pero me interrumpió con su español macarrónico.

—¡Que te vayas!

—¿Que me vaya?, —le dije gritando en un arranque de furia—. ¿Que me vaya?, ¿tienes la poca vergüenza de decirme que me vaya?

Llena de furia descontrolada, le cogí por una oreja, le hice bajarse de la camilla y le saque de la consulta en pelotas. La cara que pusieron las abuelas cuando me vieron aparecer con un tío enorme y desnudo, que casi me doblaba en estatura y cogido por una oreja, es para contarlo. Le dije de todo. Mi hermana me miraba asustada sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Nunca me había visto así de enfadada. Casi arrastras y sin parar de chillarle, le lleve al cuarto de baño, abrí la puerta y dándole una patada en el trasero le metí dentro.

—¡Y lávate que apestas, cerdo! —le chillé cerrando la puerta de un portazo.

Con los brazos en jarra y el ceño disparado hasta el infinito me acerque a las abuelas que esperaban consulta.

—¿Quién es la primera? —pregunté con un tono un tanto crispado. Todas se miraron entre ellas sin decir nada.

—Soy yo, pero no tengo prisa, puedo esperar, —contestó por fin Inocencia, una vecina que cuando nací y me trajeron a casa, fue la primera persona, sin ser de la familia, que me tuvo en brazos—. Si alguna de ellas quiere pasar primero.

—Anda, anda, pasa, —la dije mientras las demás, y mi hermana de partían de la risa.

No sé que pasaría dentro del baño, pero me daba igual, al rato, yo misma me estaba dando collejas por un arranque de furia tan poco habitual en mí. Arrepentida, abrí la puerta y lo encontré sentado en el suelo de la ducha llorando como un niño. El agua caía sobre su melenuda cabezota salpicando en todas direcciones. Mientras el agua me empapaba, me senté junto a él.

—Si quieres, yo puedo ayudarte, —le dije mientras cogía su manaza con las mías—. Pero no me hagas perder el tiempo, eso es algo que detesto. —apoyó la cabeza en mi regazo mientras seguía llorando como el niño que todavía era. Al rato, cuándo mi hermana entró en el baño alarmada por mi tardanza, se quedó estupefacta. La mande al chino para que le comprara algo de ropa que ponerse mientras le lavábamos la suya. De eso se encargaron las abuelas, que además entraron en tropel y se encargaron de él mientras yo me acercaba a casa de mis padres a cambiarme de ropa.

 

Resulto llamarse Haans Kaljunen y era finlandés. No me pregunten que cojones hacia un finlandés descerebrado, alcohólico y porrero en Villaverde porque ni el mismo lo sabe. Desde que cumplió los dieciocho años estuvo deambulando por toda Europa gorroneando a todo el que se dejaba o perpetrando pequeños hurtos. Salio de su casa huyendo de una situación familiar insostenible, pero nunca estuvo dispuesto a ir más allá en sus confidencias, y yo tampoco le presione, solo diré que con la única que restableció relaciones fue con su madre, y que con el tiempo se la trajo a Villaverde. Su padre y su hermano mayor, desaparecieron de su vida para siempre.

Las desintoxicaciones nunca son fáciles y el proceso fue muy duro. El puso mucho de su parte y yo le di todo el cariño que pude. Cuando se recuperó, siguió viviendo en la clínica porque no tenía donde ir o no quería, no lo sé muy bien. Le cogimos mucho cariño y todo su afán era ayudar en lo que fuera. Se convirtió en el chico de los recados, en el chico para todo: lo mismo valía para un roto y para un descosido, como diría mi madre. Lo mismo iba al banco a ingresar dinero, que arreglaba un grifo o pasaba la escoba. Incluso se venía a casa a comer y mis padres le cogieron mucho cariño: mi padre, incluso, se lo llevaba los domingos a pescar al pantano de Valmayor. Aun hoy, siguen yendo a pescar. Yo notaba que el ambiente de la clínica le gustaba y le dije a Almudena que lo pusiera en nómina como aprendiz. La clínica fue creciendo en clientes y pudimos contratar a otra doctora y a una enfermera. Además, abrimos una consulta de odontología que pusimos a cargo de una antigua compañera de la universidad y que tuvo mucho éxito.

 

Un día llego a la clínica un gran atleta afroamericano al que los médicos de su país habían desahuciado para el deporte profesional. Jefferson Monk llegaba con una carta de presentación del doctor Jacob, de Columbia, que le había asegurado, que si alguien era capaz de encontrar una solución era yo. El tendón del cuádriceps y el nervio femoral los tenía destrozados a causa de entrenamientos mal planificados y el sobreesfuerzo. Asimismo, la arteria femoral y la vena safena, eran más delgadas de lo normal por lo que el riego a la zona alta de la rodilla era deficiente. Durante la exploración, no era capaz de estirar el tendón de un hombre de 1,85 y cien kilos de puro músculo, con mis 45 Kg. por lo que tuve que pedir ayuda a Haans. Le fui dirigiendo en lo que tenía que hacer. Hubo momentos que temí por la integridad de la camilla. Entre Jefferson y Haans sumaban casi un cuarto de tonelada. La experiencia le gusto y lo note. Un día me dijo que necesitaba las tardes libres para volver estudiar.

—Si es para estudiar puedes disponer de todo el tiempo que quieras, —le dije con una sonrisa— y con tu sueldo.

—Gracias Ángela.

—Pero te advierto de que como me engañes, te doy una hostia que flipas.

—Que no Ángela, que no te engaño, que quiero volver a estudiar, ¡joder!

—Bueno vale, —le dije acariciándole la cabezota con cariño—. Te creo.

Sin yo saberlo se apuntó a una academia donde consiguió un titulillo no oficial de fisioterapia, en realidad de masajista chusquero. Cuando lo tuvo, entró en mi despacho con una sonrisa que no le cabía en la cara y sin decir nada me entregó el título. Lo observe con detenimiento, descolgué el teléfono y le dije a mi hermana que ascendiera a Haans a la categoría de ayudante.

—Ahora quiero que te saques un título de verdad, —le dije—. Yo te ayudaré y tendrás todo el tiempo libre que necesites.

—No te fallaré Ángela, te lo prometo, —me respondió.

—Mas te vale, porque como me falles, te capo, —y después de una ligera pausa añadí con una sonrisa—. Y ya me he dado cuenta de que le tienes mucho aprecio a ese pingajillo que te cuelga entre las piernas.

—¡Joder Ángela!, no tan pingajillo, —respondió muy chulo.

—Pues como no estudies como yo creo que tienes que estudiar, te prometo que si se va a quedar en pingajillo. Te lo garantizo… y no te pongas chulito conmigo.

—¡Joder! Que no me pongo chulo. Te prometo que estudiaré y no te fallaré.

Y no lo hizo. Termino sus estudios universitarios, y se casó con Pili, una compañera de la facultad, que me agradece que no lo capara. Es uno de mis mejores amigos, y también de José Luis. Además, con el tiempo se convirtió es mi jefe de fisioterapia, uno de los más respetados de la profesión. Además, tenemos el honor de ser los padrinos de su primera hija, que se llama Ángela. Una niña preciosa que por fortuna salio a su madre.

 

Para nosotras la llegada de Jefferson fue providencial. La clínica despegó y el éxito alcanzado con él, nos dio un espaldarazo que no esperábamos. Como la clínica no tenía medios suficientes para llevar a cabo una intervención quirúrgica de esa envergadura, hablé con el doctor Jacob para realizarla en Harlem. Mientras estuve allí, el doctor Santiago se ocupó de echar una mano en Villaverde.

A pesar del apoyo de Jacob, y de la confianza total de Jefferson, la controversia con los colegas traumatólogos fue total y en ocasiones disparatada. Con sus cabezas cuadradas, no encendían, mejor dicho, no querían entender nada de lo que iba a hacer. En su desproporcionada arrogancia, no admitían que una niñata como yo, que les había traído de cabeza mientras estuve allí, les viniera a dar lecciones de nada. La ruptura fue total y se negaron a colaborar. Jacob formó un equipo con cirujanos jóvenes del hospital, y conocidos suyos de otros hospitales con la mente más abierta.

La intervención se llevó a cabo un miércoles por la mañana y duro catorce horas. Prensa especializada, y gran numero de invitados asistieron a ella desde las bancadas del aula quirófano del hospital universitario. Mientras de grababa en video, yo iba explicando todo lo que hacia. La intervención fue un éxito total y las principales revistas medicas internacionales publicaron extensos artículos sobre la operación y la revolucionaria técnica empleada.

Pasados unos días desde la intervención, Jefferson se trasladó a Villaverde para el postoperatorio. Quería ocuparme personalmente de su rehabilitación, con la ayuda de la fuerza de Haans. Finalizada esta, comenzó a entrenar con el grupo de atletismo de Villaverde. Salía con toda la tropa a trotar por los parques del barrio: estaban encantados de tener en el grupo a una súper estrella del atletismo mundial como él. Posteriormente, cuando sus músculos se fueron fortaleciendo, paso a entrenar en la pista del Polideportivo de Horcasitas a las ordenes de Pepito, un entrenador del barrio que es un buen amigo. Como nadie creía en su resuperación, su famosísimo entrenador le había abandonado y ni siquiera contestaba a sus llamadas.

—Dime la verdad, Ángela, —dijo un día después de una sesión de estiramientos— ¿tengo posibilidades en los trials?

—A mí no me preguntes eso, —le conteste mirándole a los ojos—. Tus posibilidades están en tu cabeza.

—Ya. ¿Pero tu que opinas?

—Me ha dicho Pepito que en los entrenos estas en diez segundos pelados.

—Si, pero… reconozco que tengo miedo…

—¡Joder!, Jefferson, ¿miedo a que?, ¡no me jodas!, ¿qué tienes que perder?, ¿qué tenias hace un año? No tenias una mierda. ¡No tenias nada! ¿Y después de todo lo que has luchado tienes miedo? —me callé porque me di cuenta de que me había exaltado. Jefferson me miraba asustado, nunca me había visto así de enfadada—. Coño Jefferson, ya me has cabreado.

—Ten cuidado que en una ocasión a mí me cogió de la oreja y me dio una atada en el culo, —intervino Haans con una sonrisa.

—¡No me jodas!

—Yo que tú, no la cabrearía más.

—Todo te lo debo a ti Ángela, —dijo abrazándome con sus poderosos brazos, mucho más gruesos que mis muslos—. No quiero defraudarte, pero en ocasiones tengo miedo…

—Pues no pienses, —le dije dándole golpecitos con el dedo en la frente—. A mí no me vas a defraudar. Te vas a defraudar a ti mismo. Eres un gran campeón y lo sigues siendo.

 

Jefferson ganó los trials norteamericanos en 100 y 200 clasificatorios para los mundiales de Helsinki de 2.005, algo impensable un año antes. Durante esos campeonatos se convirtió en campeón mundial de 200 metros y subcampeón de 100 y 4x100. Cuando terminó las finales, siempre vino directamente a abrazarse conmigo y con su esposa.

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