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Ka mica ze

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El invierno normalmente apaga no solo los colores, sino también se lleva la alegría y la energía de la mayoría de mis amigos. Como ya era una costumbre, yo iba en contra de ese gusto generalizado: ¡Me encantaba el invierno! No había nada que pudiera apagar mi entusiasmo un día de invierno. En verano, mi energía era la misma, pero al aumentar la energía de mis amigos, parecía como que me apagaba.

Con mis 20 años recién cumplidos, mis metas no eran precisamente matar el tiempo, al contrario, quería aprovecharlo al máximo, hiciera frio o calor.

Necesitaba aprovechar el tiempo, me repetía como queriéndome convencer de algo que era parte de mí. Si bien mis días ya estaban bastante ocupados como de costumbre, eso no me acobardaba. Mi día normal arrancaba cerca de las 7 am con una ducha y un gran desayuno. Sabía que las calorías no serían un problema, así que me daba mis gustos.  

Las 8 am ya me encontraban camino a mi trabajo, donde pasaría el resto de la mañana entre oficina y trámites bancarios. Sobre las 15 horas, previo disfrute de alguna ensalada, ya iba en camino a una de mis pasiones, el gimnasio.

Un par de horas después mi felicidad estaba traducida en una remera muy mojada y una sonrisa de satisfacción. Mi conversión en una adicta al gimnasio ocurrió desde que había logrado recibirme de instructora. A partir de ahí el gimnasio y mi clase se convirtieron en una buena parte de mi vida. Actividad que retomaba en la noche pero ya no al frente de una clase, sino disfrutando de una nueva disciplina.

La salida del gimnasio coincidía con la hora de ingreso a la facultad. Esto me consumiría buena parte de mi tarde y mis energías, pero solía salir de ahí complacida y feliz. También salía corriendo para llegar al gimnasio.

Mi día terminaba en el tradicional Bar la Llorona. Al principio me había resultado muy extraño ir a un lugar llamado así, me sentía incomoda sabiendo el nombre de ese lugar. Luego me entere que se trataba de una leyenda urbana, y me atrajo el lugar como siempre lo habían hecho todas esas historias.

El invierno había logrado que mis amigos prefirieran la calidez de mi casa, a la fría y húmeda libertad del Bar, y el encontrarlos cada noche, a mi llegada, con todo preparado para una cálida cena, me había hecho entregarles las llaves de mi casa. Pronto dejo de llamarse mi casa para pasar a ser El refugio. Siempre fue el refugio de mis amigos, o el hotel de algún pariente que necesitaba una cama, sin que yo preguntara por los motivos, pero en esta última etapa se convirtió en un clásico para mis conocidos. Mi falta de tiempo hacía que el lugar fuera casi público en mi ausencia. No puedo asegurar cuantas copias de llaves existían, pero era casi seguro que alguien estaría en El Refugio cuando yo llegara.

Lo único que se mantenía prácticamente virgen para mis amigos era mi dormitorio. Tenían prohibido el ingreso por una sencilla razón, era mi dormitorio y al menos algún lugar debía tener libre para dormir. Ellos solían quedarse casi toda la noche, y mis horarios para dormir comenzaban mucho antes que el de ellos.

Ya cerca del fin de semana, el ambiente empezaba a tomar temperatura, tanto en El Refugio como en mis actividades, y se hacía notar más en mi primera actividad, el trabajo.

Mi trabajo era simple, consistía en atender muy amablemente el teléfono a un puñado de esquizofrénicas preocupadas por el estado de sus expedientes. Estos tardaban normalmente 30 días, pero ellas se tomaban el trabajo de averiguar de tres a cuatro veces por semana “por las dudas”; y por supuesto, estaban los infaltables babosos tomándose todo el tiempo de mundo en preguntar por algo que ya tenían en la mano, y que luego pasarían por la oficina a verificar en persona. Normalmente esta verificación era un trámite de unos minutos. Consistía en la consulta sobre el estado de salud de las petunias dibujadas en el viejo cuadro de la sala de estar. Muy preocupados se los veía revisarlas mientras para nada disimulados espiaban mi atuendo de ese día. Nadie se dio cuenta jamás que yo había dibujado un par de penes que flotaban entre las flores, y me divertía viendo como ellos “miraban” unos minutos esos penes flotantes. Era normal ver pasar en medio de esas escenas a un gato gordo que siempre se las arreglaba para estar en medio de todo.

Estoy casi segura que estas visitas de los clientes, se debían a las llamadas telefónicas que hacia el Dr. Long, famoso por sus juicios perdidos por pifia y su habitual e inconfundible olor a rancio. Sin embargo, su grupo de clientes y amigos era bastante amplio, todo lo contrario de lo que debería esperarse de un tipo tan siniestro. Con clientes de sobra, y amigos inescrupulosos, se divertía llamándolos para que me vieran, como si se tratara de su logro personal.

El Dr. Long era muy conocido no solo en su profesión, sino también lo era en los ambientes decadentes que solía frecuentar, en busca de gente maliciosa que se divirtiera con sus historias, originadas por su sucio  intelecto y su lengua fermentada en trasnoches infernales. El nombre de Gino, como se lo conocía por esos ambientes, era de temer.

Como era de esperarse en tipos como estos, tenía una doble vida. Si hay algo que tenemos en común las mujeres, es la facilidad para enterarnos de los detalles más ocultos de nuestras víctimas. Y por suerte para mi aburrimiento, me convirtieron las chicas rápidamente en confidente. Las chicas, como se autodenominaban, eran tres tipos de unos 50 años en promedio, profesionales en el día, y fervientes travestis por las noches. Pero en el ambiente de la oficina, se permitían liberar su verdadera personalidad de chicas experimentadas.

Uno de mis jefes era el representante legal de la asociación que las había nucleado, surgida de los conflictos con la policía y los golpes de las que eran victima sus integrantes. Según la confesión de las chicas, mi jefe no era solamente su representante.

Resulta que en el ambiente travesti, se lo conocía al Dr. Long como Tota

Tota era una gorda de muy mala leche, que frecuentaba los cabarets en busca de aventuras, pero como era obvio, su apariencia y su olor rancio que conservaba de su faceta masculina, la hacían despreciable. Esto, sumado a su afamada maldad, hacían que sus noches variaran entre su versión masculina rodeado de secuaces, y su versión travesti que provocaba rechazos.

En la oficina, a él le gustaba jugar este jueguito de llamar a sus amigos y virtualmente entregarme al disfrute de ellos, quizás por obtener luego favores. En esos momentos de su juego, era habitual que tuviera que llevar y traer muchas carpetas inservibles, o servir cafés en varias oportunidades.

Esto era observado con agrado también por sus otros dos socios en el estudio. Padre e hijo, Ante Bess, un culto profesional, amante del buen dialogo y fervoroso en los debates, y su hijo Carlos, o Machi como lo conocían todos, no muy brillante pero con un futuro asegurado desde la cuna, que heredó su profesión y próximamente, su lugar dentro de la sociedad. Con muchos años menos que sus dos colegas, su nueva posición social lo convertía en un tipo soberbio y atractivo a la vez, aunque con dudoso gusto por los perfumes. Su clientela estaba compuesta casi con exclusividad por hombres, y a diferencia de su socio el Dr Long y su padre el Dr. Bess que se consideraban bisexuales, éste tenía fama de homosexual.

No puedo decir que mis días fueran monótonos con estos tres personajes, pero prefería estar en el gimnasio, o en el Refugio. Justamente, en el Refugio, la cantidad de amigos que permanecían en ese lugar iba aumentando a medida que se acercaba el fin de semana, pero normalmente solo se juntaban ahí, y se tornaba difícil de conseguir una buena diversión al lado de una estufa, mirando por cuarta vez El Señor de los anillos, con mis destemplados amigos. Tal es así que empecé con mis búsquedas nocturnas de nuevas aventuras, empezando por mi herramienta preferida, el chat de citas.

En el chat esa noche había un grupo bastante diverso. Un puñado de chicas preguntando sobre mis actividades de los últimos días, que de no ser por su ingenua belleza, les habría contado sobre la cantidad de tipos sedientos de sexo que había en mi refugio, pero preferí aparentar ser una chica normal sin mucha vida social y seguirles el juego. A este grupito se sumaban unos compañeros de la facultad, que trataba de esquivar a fin de no tener que responder a esas horas sobre el resultado del ejercicio N° 2 de economía, que ya había resuelto, pero que me negaba a dar explicaciones a esa hora. Entre los desconocidos, que merodeaban el chat y me resultaban atractivos, había unos cuantos chicos interesantes posando para la foto en sus pulcras movilidades, las dos chicas muy hot con fotos muy sensuales y comentarios muy provocativos, y el resto se componía de hombres maduros.

Descarte las conversaciones con los modelos masculinos, porque me imaginaba donde rondaría toda la conversación: Ellos.

Así que me quede conversando con las dos chicas sexys y un par de los maduros que habían convertido en interesante las aburridas presentaciones tradicionales.

Lo divertido de escribirle a cuatro o cinco a la vez en un chat, es el desafío de mostrarse interesante para tantas personas a la vez, y sin mezclar las conversaciones más aún. Pero siempre sobresale una conversación, esa que resalta del resto, por lo que amablemente fui saludando y terminando el resto de las conversaciones y solo me quedé con una. Y todo esto porque escribió solo una frase:

-¿Qué fantasías estas cumpliendo hoy?

Eso basto para que captara toda mi atención. Tal vez era mi necesidad de aventuras, o mi aburrimiento, pero esa frase abría puertas a nuevas experiencias, y me sedujo de inmediato.

-Aún estoy buscando una interesante. – Le contesté casi sin vergüenza, esperando mejorara mi noche.-

Hablaba con seguridad, con firmeza. En cada dialogo se mostraba más fuerte y más seguro de lo que quería, de lo que buscaba, y no cabía dudas de que sabía lo que hacía. Aun así, mi idea no era ceder a mi primer impulso de salir corriendo tras esa tentación.

Hablamos de todo, durante un par de horas que parecieron minutos, sintiendo un vínculo increíble. Tenía los mismos gustos en música, lo que me llamó la atención por la diferencia de edad. Si bien no era un viejo, apenas si rondaba los 50 años como me había confesado, me hacían creer que lo convertirían en un hombre de gustos distintos, pero por una agradable sorpresa, compartíamos casi los mismos gustos y estaba muy al tanto de lo que se escuchaba.

Cuando me di cuenta, ya le había dado el sí para una muy interesante cita para el fin de semana, y como era costumbre, mi mente empezó a divagar entre mis opciones para vestirme en esa cita cuando tuve que despedirme de mi interesante empresario, para poder dormir un par de horas antes de trabajar.

No alcance a apoyar la cabeza en la almohada cuando ya estaba nuevamente preparándome para salir con destino al trabajo. Casi en forma automática puse en orden mis cosas, y con un café en mano, inicié mi día. Al salir de casa, mientras cerraba la puerta, hacía un esfuerzo para reconocer un par de tipos que dormían plácidamente en mi comedor, mientras mi gato gordo arañaba mis sofás, y en contra de todas las creencias, me encantó como lo hacía.

-Nos vemos más tarde Rivié. –Lo saludé al gordo peludo de mi gato, que me devolvió una mirada como respuesta.

En el camino recordé que en la oficina me encontraría con el día de consultas, uno más en la semana, y posiblemente llamaran por teléfono más gente de la acostumbrada, lo que me puso un poco de mal humor. Nada que no solucionara como siempre la taza de café que me acompañaba.

Subí al ascensor junto con un par de mujeres que tenían como destino otro piso. A esa hora no entiendo cómo es posible que dos mujeres que se conocen hablen tanto de tan poco, sin embargo no solo lo hacían, sino que se notaba que les daba placer hacerlo.

Ya en la oficina, pareciera que el teléfono se había puesto de acuerdo con mi falta de sueño para complicarme el día. Después del segundo o tercer llamado en  los primeros 15 minutos de trabajo, accidentalmente se desconectó el cable del endemoniado aparato, y por fin pude empezar a poner en orden mis enredados pensamientos.

Casi media hora más tarde, el Dr Long llegaba acompañado de un cliente. Ambos me miraron de arriba abajo como examinándome, lo que provocó que automáticamente yo hiciera lo mismo, revisando si algo de mi atuendo no estaba en orden. No encontré nada fuera de lugar, ni siquiera la actitud de ambos, que estaba dentro de lo común, al menos en el Dr. Long.

Un mensaje al celular me devolvió un poco de claridad. Lo leí un par de veces, y la verdad no recordaba que le había pasado mi número de celular al interesante empresario que me retuvo durante casi toda la noche, pero no había manera de que no fuera él. Habían pasado unas horas desde que me había despedido de él y ya me extrañaba, cosa que me encantó.

Al contrario de la noche, sus formas de escribir eran más tiernas y delicadas, y me gustó aún más que tuviera esa delicadeza a estas horas, donde estaba más cerca de querer un peluche para abrazar, que un mordisco para disfrutar.

Ya cerca del mediodía, un ramo de rosas colmó mi escritorio a solo media hora de haberle dicho donde trabajaba, con una tarjeta con solo las iniciales del remitente. No hacía falta que viniera la tarjeta para saber que era él quien me las enviaba, sin embargo la tarjeta le daba un toque más elegante al regalo.

Dejé el ramo sobre mi escritorio para que todos lo vieran, y cuando salí solo me llevé una rosa como compañía.

El resto del día me lo tomé libre para descansar, y mi cama estuvo muy de acuerdo con esa decisión. Apagué mi teléfono y después de unas miradas de fuego pidiendo silencio en casa, me encerré en mi habitación para simplemente, dormir.

Unos golpecitos muy suaves en la puerta me despertaron. Había dormido más de seis horas y estaba hambrienta y muy alegre. Una cabecita curiosa asomó por la puerta entreabierta preguntando si deseaba acompañarlos a cenar,  y me levanté de un salto corriendo en su búsqueda.

Unas pizzas con cervezas esperaban ansiosas que las atacáramos. Después de unos besos, ya estaba sentada con mi porción de pizza y mi vaso de cerveza bien helada. Una noche que arranca con pizza y cerveza merece ser genial. Entre risas, encendí el teléfono que había apagado para dormir, y al llegar los primeros mensajes supe que se trataba de él. Si bien habíamos hablado mucho, y hasta tenía mi número, yo lo había agendado como “Lindo Empresario”, ya que no sabía su nombre, y su misterio me divertía y me atraía. Tal cual lo había imaginado, un puñado de mensajes suyos me agasajaban  y nuevamente me invitaban a pasar un fin de semana juntos.

No contesté ninguno, y seguí acompañando a mis amigos en el ataque a esas pizzas. Hay veces en que el silencio ayuda en la espera, o mejor dicho, ayuda a que desespere; eso lo sabía muy bien, y dejaba correr unos minutos.

-Gracias por las flores. –Le contesté al fin los mensajes.

Había dormido bastante bien, así que me acomodé para disfrutar de la compañía de este hombre misterioso que conocería en un romántico fin de semana, y que esperaba estuviera tan emocionante y divertido como hasta ese momento lo eran sus conversaciones.

Como lo esperaba, la pasé muy bien conversando con este empresario, y a pesar de que aún mantenía el misterio, un fin de semana en su compañía no sonaba nada mal en mis oídos ávidos de aventuras.

Una vez más, sus gustos coincidían con los míos. Ambos habíamos disfrutados de libros eróticos y sus provocativos relatos de sumisiones. Sin pensarlo mucho, ya había aceptado su sugerencia al momento de conocernos. Esta consistía en mantener su misterio, y acordamos que lo recibiría en mi departamento con los ojos vendados, y me llevaría a cenar a su casa de campo. Cenaríamos con velas y haríamos el amor sin quitarme las vendas, disfrutando del placer de su anonimato y las sensaciones exaltadas del privarme de la vista.

El día viernes, cerré la computadora y acomodé todo lo ms rápido que pude, ya que había quedado con el empresario de que pasaría por casa sobre las 20 horas, y aun me quedaba pendiente pasar por el centro de belleza y buscar algunos conjuntitos para usar ese fin de semana. Sin embargo, el Dr. Bess, adivinando mis intenciones, me llamó a su oficina para explicarme como archivaríamos el día lunes  los expedientes sin uso, algo que ya sabía hacer pero el insistía en explicar minuciosamente y con detalles extrañamente innecesarios los pasos para llevar a cabo el proceso. Alcance a ver como en la otra oficina se divertía el Dr. Long por esta ocurrencia de su amigo. Casi una hora más tarde, pude librarme de su juego y me puse en camino para conseguir todo lo que necesitaba.  

Diez minutos antes de las 20 horas, llegué corriendo a mi departamento. Los mensajes que había enviado habían surtido efecto, ya que a esa hora no quedaba nadie en el refugio. Dejé un bolso con mis cosas a mi lado, me coloqué rápidamente la venda en los ojos y me senté de espaldas a la puerta, que había dejado sin llave.

A las 20 horas en punto, sentí como mi corazón se abría junto con la puerta de mi departamento. Sin emitir ninguna palabra, se acercó hasta mí y tomándome de un brazo, me hizo acompañarlo. Tomé el bolso y lo acompañé. Percibía un olor que me era familiar, pero no sé por qué motivo, no pude identificar.

Había dejado su auto en la entrada del edificio, por lo que no fue necesario caminar mucho, cosa que agradecí, debido al vendaje que me complicaba caminar.

Una vez en el interior del auto, tomó mis manos y ató mis muñecas con firmeza. No estaba acordado esto, pero me gustó la novedad. Ya que no podía ver, trataba de adivinar algo con mis otros sentidos, y lo único que pude descubrir era que el auto tenía el mismo perfume que su dueño. Tal vez era olor a aceite o combustible, no era un perfume agradable pero me resultaba familiar, tal vez por su parecido con los olores del taller mecánico de mi primo. Estaba inmersa en estos pensamientos cuando noté que el auto salía de la ruta y tomaba un camino más áspero, que supuse era de tierra. Seguramente no sería muy lejos de nuestro destino.

Unos minutos más tarde el auto se detuvo y me ayudó a bajar. Subí dos o tres escalones y sentí como una puerta se cerraba detrás. Un olor a humedad y encierro me informaron sobre la vejes y soledad de esta casa de campo.

Increíblemente, estaba muy relajada y curiosa por todo lo que me rodeaba. Olores por sobre todo, pero también prestaba atención a los sonidos, que eran muy pocos y muy cuidados.

Atravesé otra puerta y los sonidos me daban la impresión de que rebotaban en una gran caverna. Seguramente, se trataba de un gran ambiente. Me condujo hasta una silla y pude notar un mantel y una mesa, que olía a frutas.

Sin palabras, sin sonidos, unas manos empezaron a desprender los botones de mi ropa. Dejé hacer. Presentí que estaríamos desnudos en la cena. Era una lástima que no pudiera ver a mi apuesto empresario, pero la idea de estar desnuda, vendada y atada ante el me excitó.

Solo la ropa interior y unas esposas, que reemplazaron las cuerdas, era toda mi vestimenta. Sentí sus manos recorrer mi piel, y un escalofrió saludó su paso. La falta de contacto más me excitaba, y cada roce me elevaba hasta casi un orgasmo. Mis escalofríos le anunciaban mi estado de excitación, y aprovechaba muy bien cada roce. Un sabor ácido invadió mi boca, junto con un beso mordido. Mi boca busco en el vacío el beso que se escapaba, pero no lo encontré.

Necesitaba imágenes, necesitaba ubicar en ese gran vacío a mi hombre misterioso, pero sin imágenes de él, mi mente divagaba entre sonidos y las sensaciones que invadían mi cuerpo. Mi ropa interior me abandonó, y junto a ellas se fueron mis últimas defensas. Necesitaba sentir ese hombre, y esta prórroga del placer me volvía loca.

Uno dedo empezó a bajar desde mi cuello, por la espalda, y mi mente lo acompañaba. Sentía con desesperación que se detenía, para retomar nuevamente su camino. Cuando estaba a mitad de mi espalda, su mano presionó para que me recostara sobre la mesa. El frío de la mesa en mis pechos provocó que mis piernas se aflojaran. Sus dedos retomaron el camino por mi espalda, y llegaron hasta mi cintura. Y de pronto, nada.

Seguía en esa posición esperando, deseando un roce que no llegaba,  pero se había alejado de mí. No sentía ni su presencia. Sentí unos sonidos lejanos, y cada sonido repercutía en mí. Había logrado que mis sentidos estuvieran muy atentos y dispuestos a recibir placer.

De pronto, vino a mi mente todo lo que había pasado en estos días. Los mismos gustos que teníamos me empezaron a asustar. Las complicidades, mis datos y mi número de teléfono. La información no era casual.

Cuando quise incorporarme, me di cuenta que las esposas que tenía puestas estaban sujetas a la mesa y mis piernas habían sido atadas también.  Se borraron las imágenes que me había dibujado en la mente y todo fue más claro.

Hasta supe porque me era familiar el perfume.

Era un olor a rancio que había sentido cada día de los últimos meses. Era ese olor que solo él podía tener.

Entonces supe que había caído en las manos del Dr. Long, mi perverso jefe, y estaba desnuda ante él, en un lugar que no conocía. Y me odié por haberme excitado con semejante perverso.

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