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* * * * *

 

Gracias a la repercusión mundial del caso Jefferson, la clínica se empezó a quedar pequeña y decidimos ampliarla dotándola de un laboratorio, dos quirófanos y veinte camas. Le pedí a José Luis que se enterara quien era el propietario del edificio de al lado.

—No hace falta, —me contestó—. Sé quién es el propietario.

—¿Y crees que nos lo vendería?, ¿y barato?

—Bueno, depende de cómo se lo pidas, —me dijo sonriendo.

—No entiendo, —le conteste desconcertada sin saber a que se refería—. ¿Cómo se lo tendría que pedir?

—A besos, —contestó soltando una carcajada mientras me metía mano—. Soy yo el propietario.

—¿Es tuyo?

—Si, ese y el edificio de tres plantas de atrás.

—¿Pero como…?

—Mira nena, como sabía que ibais a tener éxito con la clínica, mi hermano y yo, lo compramos todo para poder ampliarla cuando fuera necesario, —me interrumpió mientras seguía metiéndome mano. Le miraba con la boca abierta.

—¿Y me lo dices ahora? Llevamos unos cuantos días comiéndonos el coco y hablando con el banco… —no me dejó seguir, pegó sus labios a los míos—. ¡No me chuperretees!

—¿No te gusta que te chuperretee? —me preguntó con cara de guasa.

—Sí, pero ahora no: estamos hablando de cosas serias.

—Muy bien, dime.

—Os compramos el local…

—¡No!, no esta a la venta.

—¿No?, ¿cómo que no?

—Porque no os interesa comprar: tendríais que pedir un crédito e hipotecaros. Es mejor que los ahorros que tenéis los empleéis en reformar los locales.

—Pero son vuestros.

—Ya lo he hablado con Rafa: os los dejamos en alquiler.

—¿En alquiler?

—Sí, en alquiler. Y ahora: ¿puedo seguir metiéndote mano?

—Mi hermana…

—¡A tu hermana no pienso meterla mano! —bromeó.

—¡No seas tonto! Digo que mañana tenemos que hablarlo con ella.

—¡Ah bueno! Ya me habías asustado.

—¡Pero que… capullo eres!

 

Las obras comenzaron rápidamente, y gracias a la gente de José Luis, antes de que nos diéramos cuenta estaban finalizadas. Al mismo tiempo, se preparó el edificio de atrás para otra posible ampliación. Contratamos cuatro médicos sin contar al doctor Santiago que desde el primer momento colaboraba con nosotras con una consulta para emigrantes sin recursos. También contratamos más enfermeras y auxiliares y un par de administrativos. La verdad es que empezábamos a estar un poco abrumadas. 

Un día, mi hermana recibió una llamada telefónica de la Casa Real preguntando si la «joven doctora» podría a atender a un miembro de la familia real, con total discreción eso sí. Ese mismo día por la tarde, estaba en La Zarzuela en presencia del rey. Unas semanas antes, en Baqueira, tuvo un ligero percance de esquí al que los médicos habituales no le dieron importancia. El caso es que la rodilla se le inflamó y no encontraban la explicación: las pruebas radiologías y los escáneres no arrojaban luz sobre el problema. Uno de los médicos, catedrático de la Complutense y amigo del rey,  había oído hablar de mí en publicaciones especializadas y en foros internacionales. Propuso que me llamaran para tener una segunda opinión, pese a la resistencia del resto del equipo medico, formado por sesudos catedráticos y especialistas muy entrados en años y que no veían bien que una jovencita les pudiera mojar la oreja. Parece que es el sino de mi vida, pelearme con los «cabeza cuadrada». Con una simple exploración, manipulando la rodilla, descubrí una pequeña fisura en el menisco que entorpecía el movimiento normal de la articulación provocando la inflamación. Menudo salto que dieron los doctores cuando lo dije, ordenaron una serie de pruebas adicionales que confirmaron mi diagnóstico. La extirpación total del menisco no era factible para mí, porque inmovilizaría al rey durante varias semanas: era una técnica demasiado agresiva con la que no estaba de acuerdo. Al final la reina se puso de mi lado y con una simple artroscopia y células madre, solucione el problema. Desde el primer momento la repercusión fue enorme, muchos famosillos empezaron a venir a Villaverde para que les atendiéramos, encantados de pagar suculentas facturas. Por consiguiente, volvimos a quedarnos sin espacio y volvimos a ampliar definitivamente hacia el edificio de atrás, como ya he dicho propiedad de Hermosa y que ya estaba preparado.

 

Un poco antes de esas fechas, llegó, procedente de Columbia, enviado por el doctor Jacob, un estudiante aventajado llamado Steven Burton. Antes del MIR, fue número uno de su promoción y tenía todas las papeletas para convertirse en una megaestrella de la profesión, es decir, un megagilipollas de bata blanca sin escrúpulos. Uno de esos que solo ve en los pacientes un medio para enriquecerse y que desprecia del sufrimiento de los demás. Desde que terminó la residencia había mantenido un litigio judicial con Jacob por la negativa de este de firmarle el título. Jacob consideraba que un individuo tan arrogante y falto de escrúpulos no merecía ser médico, además, su periodo de residente le daba la razón: había sido mediocre. Finalmente, llegaron a un acuerdo judicial: Burton completaría un año más en Villaverde, bajo mi supervisión como médico imparcial en el litigio. Si al término de ese año, yo firmaba su título, Jacob lo haría también. Cuando llegó a Villaverde alucinó: no se podía creer que tuviera que pasar un año en una clínica de 20 camas y que su futuro dependiera de una enana con los pelos de colores. Intentó anular el acuerdo, pero era firme, estaba respaldado por el juez y no pudo: se resignó. Su comienzo fue horrible, su desinterés era total, no daba ni una y yo me pasaba todo el tiempo corrigiéndole. Según pasaban los días mi cabreo iba en aumento. ¿Cómo era posible que el nivel fuera tan bajo en Columbia? No hacia tanto tiempo que yo había salido de allí, e indudablemente las cosas no eran así.

—¿Que me has mandado aquí, Andy? —le pregunté muy cabreada cuando llamé por teléfono al doctor Jacob—. No tiene ni puta idea de nada, y además no le interesa.

—Ten paciencia con él, —me respondió—. Puede ser un gran médico si se le quita la tontería, y lo sabes.   

—Eso puede ser tan difícil como que me crezcan pelos en el chocho, —respondí muy borde, consciente del marrón que me había colocado.

—Sé lo que estás pensando, que es un marrón…

—Es más que eso, ¡es una mierda! —estaba fuera de mí— la arrogancia de este tío le nubla el cerebro.

—Ángela, perdóname pero fue una decisión a la desesperada. Me duele que alguien con su potencial se convierta en… no sé ni como llamarlo.

—¿En un gilipollas?, ¡joder!, ya lo es.

—Paciencia, por favor te lo pido.

Durante tres meses fue un infierno. No podía dejarle solo y le tenía permanentemente vigilado para que no tratara a patadas a los pacientes. Incluso en una ocasión se puso violento conmigo, y no lo volvió a intentar: Haans le cogió por el pescuezo y le dejó claro que no debía intentarlo otra vez. Con la ayuda de mi hermana, me costó mucho conseguir que le soltara y no le ahogara, pero no antes de que le hiciera una advertencia muy clara: «como le vuelvas a poner la mano encima, te mato».

De repente todo cambio, comenzó a estar más receptivo, mas «humano». La aparición en su vida de Latoya, una compatriota afroamericana que paso por la clínica para un problema de columna, tuvo mucho que ver. Su cambio fue tan grande, que no tuve necesidad de tenerle vigilado. Se convirtió en un tío competente y eficaz, incluso dispuesto a estar más horas de las necesarias en la clínica, no como antes, que salía corriendo como una liebre cuándo llegaba la hora; incluso ayudó activamente en la ampliación de la clínica.

Justo cuando se cumplió el año, le llame a mi despacho, y le entregué su diploma firmado por detrás por mí.

—Ya puedes ponerte a ganar dinero, —le dije riendo—. Y convertirte en un capullo con bata blanca. 

—Quiero darte las gracias Ángela y, pedirte disculpas por haber sido un gilipollas.

—No te hagas ilusiones que todavía lo eres. Anda lárgate, —y cuando salía del despacho añadí—: si algún día te da por volver a ser un buen médico, nuestra puerta la tienes abierta.

 

No fue inmediatamente a ver a Jacob. Cuando llegó a Nueva York se dedicó a visitar a la familia y a los amigos. Fue a New Jersey, un diminuto estado fundador encajonado entre Nueva York y Pensilvania, en busca de Latoya, que unos meses antes había regresado a casa totalmente restablecida. Necesitaba clarificar ideas, tranquilizarse y tomar decisiones importantes para su futuro y para su vida. Tres semanas después de su regreso a Nueva York, fue a Columbia ver a Jacob para la firma del título. Los dos se miraron sin rencor, se lo firmó y se estrecharon la mano.

—Lo siento, —dijo Steven cuando se disponía a salir del despacho.

—¿Que siente usted Burton? —le espetó Jacob—. ¿No haber aprendido nada de la extraordinaria maestra que ha tenido?

Steven le miró con lágrimas en los ojos y rojo de vergüenza salio del despacho.

 

Los dos primeros años de la clínica fueron muy ajetreados, muchos pacientes, mucho trabajo y la ampliación. Necesitaba urgentemente un descanso. Desde que abrimos no había cogido vacaciones. Quería irme con José Luis lejos, muy lejos, estar sola con él. Recordar los felices días de Nueva York en nuestro pequeño apartamento que aun conservamos, y donde lo tenía solo para mí. Ahora es distinto, ahora lo tengo que compartir con familiares, amigos, sus negocios y el partido.

Mi querido Dr. Santiago colaboró con nosotras desde el principio de manera desinteresada. Por las tardes atendía a inmigrantes enfermos que no tenían recursos. Con la ampliación abrimos una consulta de ginecología que ocupo su hija y cuando decidí irme de vacaciones le pedí al Dr. Santi, como yo le llamaba, que se hiciera cargo de la clínica y acepto encantado.

José Luis quería regresar a Argentina. No visitaba ese país desde que el Warrior atracó en la zona portuaria de Buenos Aires, cerca de la antigua Ciudad Deportiva de Boca Juniors.  Lo hicieron para una parada técnica a causa de una avería, cuando se dirigían a su fatal destino en Auckland. Durante una semana, junto a varios tripulantes y siempre acompañados por el delegado para América Latina de Greenpeace, recorrió los tugurios bonaerenses más famosos y sórdidos. Alcohol, tangos, tabaco, y mate por litros. La primera en regresar al barco fue Katty McCafey, una irlandesita a la que le daban miedo las foquitas. Llego a ser varias veces ministra en los gobiernos laboristas de su país. Actualmente como Comisaría Europea de Ecología y Medio Ambiente se pone de los nervios cuando José Luis se mete con ella por su temor a los animales. Pero se enorgullece, aunque lo disimila, cuando recuerda que los dos fueron los primeros que se subieron con una zodiac encima de una ballena.

—No me imagino como te pudiste subir a una ballena, —la decía — con el pánico que te dan los animales.

—Las ballenas no me dan miedo, —decía sin mucha convicción—. Son simpáticas.

—Son muy grandes, —la insistía.

—Además, este me engaño, —dijo señalándole— no me dijo lo que iba a hacer.

Y la verdad, era cierto. No la engañó, pero no la dijo lo que iba a hacer. Ese día, dos de las zodiac del Warrior intentaban interponerse en la línea de tiro de un ballenero noruego sin mucho éxito. El artillero, que era muy bueno, arriesgando mucho tiraba por encima de las zodiac acertando a las ballenas. Y entonces ocurrió.

—Katty, se me ha ocurrido algo, —la dijo—. ¿Lo intentamos?

—¿Qué quieres hacer? —le pregunto.

—Una chorrada, —se lo dijo en español—. Te va a gustar, te lo prometo.

—¡Vale hazlo! —esperó unos instantes a que la ballena emergiera y acelerando el motor de la zodiac se subió encima de su lomo.

—Vigila la cola, —la gritó. Pero Katty no estaba para vigilar colas. No paraba de chillar como una loca.

—¡Gilipollas, cabrón, hijo de puta! —le chilló con su voz estridente cuando termino la «cabalgad». Después de una pausa, añadió—: me he meado.

Volviendo a la fiesta, los demás fueron cayendo de uno en uno, los últimos en regresar fueron el y Toni Tyler, un norteamericano que llego a ser administrador de la Agencia de Protección del Medio Ambiente, en las administraciones demócratas de Kane, un presidente que tuvo un bochornoso incidente con un puro habano y una becaria.

 

Bueno Aires, que ciudad tal inmensa y tan cosmopolita con calles de ambiente parisino. Visitamos los tugurios tangueros y me harté de bailar con mi único amor. Me excitaba el bailar con nuestros cuerpos pegados en un ambiente tan «tanguero», inmersos en una humareda interminable y consistente. Cuándo regresábamos al hotel, le asaltaba en el ascensor y él, a duras penas, conseguía llegar a la habitación donde follábamos como locos.

Desde allí volamos mil y pico kilómetros hasta la zona sur de la Patagonia, a El Calafate, la capital de los glaciares donde estuvimos varios días. Allí visitamos la mayor atracción turística de la zona, el gran glaciar Perito Moreno, que con su impresionante frente de cinco kilómetros sirve de frontera entre Chile y Argentina. También, en la zona fronteriza, visitamos el Fitz Roy, una extraña y picuda montaña de 3.375 metros a caballo entre el Parque nacional Bernardino O’higgins en Chile y el Parque Nacional de los Glaciares. Se encuentra junto a otra montaña mítica, el Cerro Torre de 3.128 metros, formando un conjunto formidable que se alza sobre el glaciar Torre. Nos hospedamos en El Charten, donde José Luis había quedado con unos conocidos con los que pretendía escalar el Fitz Roy. Les acompañe hasta el campamento base, y desde ahí, con unos prismáticos de gran potencia y con el alma en un puño, seguí toda la ascensión. La coronación se produjo al medio día del 13 de Noviembre del 2.005. Esta fue la única ocasión que le he acompañado a una expedición de escalada fuera de España. Los nervios no me lo permiten, solo pensar que le pueda pasar algo me pone enferma, y sé con toda certeza que él lo comprende. A continuación, nos fuimos a Ushuaia, capital de Tierra de Fuego, la ciudad más austral del mundo, a orillas del canal del Beagle y rodeada por las montañas del Martial. Realizamos varias excursiones a lo largo del canal: islas Lobo, islas Bridges, la Pingüinera, donde cientos de miles de animales, si no millones, se amontonan en sus pedregosas playas. Allí, embarcamos seis días después en el yate de un amigo chileno llamado Arnulfo y del que yo no tenía noticias. Algo que me maravilla es la facilidad que tiene para encontrar amigos incondicionales en todas partes. El tal Arnulfo es un empresario chileno de izquierdas que jugo un papel importante, pero en la sombra, en la imputación del dictador Pinochet en sus procesos en España y Chile. Algunos, incluso, creen que era el «representante» de José Luis en ese asunto, algo que nadie ha podido probar. Solo diré que él, personalmente, y desde una ventana de Heathrow, vio con lágrimas en los ojos como el criminal se escapaba, con la complicidad del supuesto político de izquierdas y primer ministro británico Tony Blair en el año 2.000. El gran «patriota» murió acosado por la justicia chilena en el 2.006.

En su gran yate, el de Arnulfo, recorrimos el canal hacia territorio chileno y por el estrecho de Magallanes llegamos a Punta Arenas. Teniendo la ciudad como cuartel general, recorrimos toda la accidentada costa, llegando incluso a doblar el cabo de Hornos. Que frío tan intenso, tan brutal. Metida en mi ropa tecnológica, solo se me veía la nariz y el flequillo de colores. Definitivamente, sin ninguna duda lo mío es el calor. En nuestras largas salidas al mar vimos ballenas constantemente. Con ellas tengo una sensación rara, extraña. Noto como si quisieran comunicarse conmigo y como que puedo hacerlo, pero no sé cómo, y esa sensación me deja un tanto frustrada. Cuando se lo cuento, José Luis no pone cara de sorpresa y me anima a intentarlo. Como puede confiar tanto en mí con todo lo que ha pasado y todas las tonterías que he hecho.

—Porque no ha pasado nada y además te quiero, —me contesta siempre—. ¿No dicen que el amor es ciego?

Intente muchas veces concentrarme al máximo pero sin resultado, mi mente no estaba todavía lo suficientemente madura y entrenada para eso. Ocho años después, ocurrió algo maravilloso durante una visita al Loro Parque del Puerto de la Cruz, en Tenerife.

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