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Además (entre nosotros), Berto no era un hombre muy aplicado en la cama y, muchas veces, me veía en la obligación de sucumbir sistemáticamente a mi propia lujuria a través de la masturbación en privado. Más de una amiga comentó los placeres que ofrece un intruso clavado a flor de piel, golpeando tus zonas más sensibles en los momentos clave del éxtasis. El piercing vertical era una de las alternativas que había estudiado más seriamente, ya que es la más frecuente, y es bien sabido que ofrece una gran estimulación de la zona durante la masturbación y practicando el coito. Sin embargo, antes de realizar esta perforación debía consultar seriamente con un profesional, dado que no todos los chochitos pueden ser fresados con la misma facilidad.

De forma furtiva consultaba, casi a diario, páginas web de centros especializados que ofrecieran garantías higiénicas y sanitarias y, cuando localicé uno cerca de casa, esa misma noche le expliqué a Berto mis intenciones más inmediatas. Lejos de sentirse incómodo o de reprochar mi vehemencia me ofreció, incluso, regalarme la intervención por mi futuro cumpleaños. Salté de alegría en la cama, nos abrazamos e hicimos el amor. Lamentablemente, sin más pasión que otras veces. Al chico le costaba aguantar dentro de mí, enseguida se corría en el condón y yo casi no disfrutaba de sus polvos. He de confesar que, aunque Berto era una persona maravillosa, sexualmente se convirtió en una de mis frustraciones secretas más enigmáticas.

El sábado habíamos concertado una cita con el centro que, además de piercings, realizada tatuajes y ofrecía operaciones de estética bajo una estricta profesionalidad. Se trataba, por lo tanto, de un lugar muy prestigioso de la Ciudad Condal. Aquella mañana me aseguré de ir bien limpita y depilada ahí abajo, así como de llevar ropa interior nada provocadora o muy poco sexy. Al llegar nos hicieron esperar en una sala destinada estrictamente a instalaciones de piercings. La clínica era grande, e imagino que cada especialidad tenía su propia zona de espera. Berto parecía más nervioso que yo, y titubeaba mientras alucinaba con la habitación que ahora nos acogía. Al rato apareció un tipo totalmente calvo, de unos 40 años, corpulento y fuerte, con una bata verde hasta las rodillas y unos guantes de látex que sobresalían de su bolsillo. Nos sacó un expositor y mostró todos los modelos de pendientes coñiles. Hice mi selección tras explicarle lo que quería exactamente, y el profesional le pidió a Berto que esperara ahí mientras a mí me invitaba a una sala anexa. No era habitual aceptar mirones, básicamente para mantener unas garantías asépticas mínimas.

Al entrar en la sala contigua, el enfermero cerró bien la puerta y encendió las luces de trabajo que enfocaban, directamente, sobre una especie de silla de ginecólogo de diseño bastante simple. Luis me dio la mano presentándose y me comentó que necesitaba verme bien para conocer las posibilidades reales que ofrecían mis carnosas dobleces íntimas ya que, como dije antes, no todas las patatonas son aptas para el tipo de injerto que yo había escogido. En realidad tardé un poco en percatarme de que lo que me estaba proponiendo es que me bajara las bragas de una puta vez, pero no supo bien cómo expresarlo. Muy raro viniendo de un profesional. Su propia vergüenza me incomodo a mí más que a él. Intenté ser lo más natural posible y me desabroché el pantalón para bajármelo hasta las rodillas y, seguidamente las bragas en el mismo sentido. Luis se acercó a un dispensador de guantes nuevos y cuando se los hubo puesto se agachó frente a mí para intentar comprender la topografía que debía atravesar más tarde. No pareció muy concluyente su opinión y, agarrándome por la mano con suma delicadeza, tuve que llegar hasta la silla dando pequeños saltos. Al sentarme sobre un papel hospitalario que cubría el asiento empujó mis dos piernas cerradas hacia arriba para acceder más explícitamente a mis labios vaginales, que no dudo en abrir con los dos dedos de una sola mano. Me pidió que aguantara las piernas alzadas sujetándolas con mis manos, y así disponer de las suyas para examinarme con más detalle. Ahora sí que parecía obrar como un profesional. No daba la sensación de que estuviera manipulando el coño de una veinteañera, más bien parecía estar cambiando un enchufe de la pared. Y esas son, precisamente, las situaciones que más morbo me dan y más caliente me ponen. Y mi chico al otro lado de la puerta.

Luis se había sentado en una butaca móvil que sobresalía de la parte inferior del armatoste metálico sobre el que tenía mi culo clavado. Sus dedos tanteaban mi zona clitoriana y, por fin, se manifestó:

“Tienes suficiente piel para perforar aquí, tal como querías”

Eso me alivió porque, finalmente, iba a proceder con el trabajo y no obligaría a demorar una situación que empezaba a ser embarazosa para mí. Mi posición era bastante comprometida y para colmo, a medida que yo me relajaba, notaba cómo el principio de una excitación real subía por la médula espinal.

“Sentirás un pequeño pinchazo, intenta no moverte, será solo un segundo. Coge aire cuando yo te diga”, me advirtió Luis.

Se giró para abastecerse de la pistola y de una herramienta que no fui capaz de reconocer y, cuando volvió a centrarse en mi sagrada raja se quedó inmóvil ante la misma. No dijo nada. Solo pareció haber oteado algo que no había sido planificado. Cuando le pregunté si iba todo bien, me soltó:

“Te has mojado muchísimo, de repente”.

¡Dios, no podía ser! ¡Un puto dejavú! Se me puso cara de póquer. Súbitamente noté cómo me entraban los calores del sofoco más abyecto. Por el mero instinto alargué una de mis manos para pasarla por mi vulva y comprobar la afirmación de Luis, mientras yo aún soportaba el peso de mis propias piernas en lo alto.

“Joder, es verdad”, solté con el semblante desencajado por la obscenidad que estaba ofreciendo a mi oyente. “Lo siento, de veras...”

“Tranquila”, me interrumpió mientras no pudo evitar sonreir. “¿No te folla bien el chico que está al otro lado de la puerta? ja ja ja”.

“Qué ordinariez de pregunta”, pensé durante un segundo. Pero le respondí con la verdad. No sé si es que necesitaba justificarme, o simplemente se me ocurrió fantasear con un polvo rápido.

”Si me prometes ser discreta, te puedo hacer descargar ahora mismo”.

Ahora sí que no supe qué decir. Me quedé paralizada. Me estaba ocurriendo exactamente lo mismo que con el podólogo. ¡Me cago en la puta! Bajé las piernas para descansarlas por fin en el suelo y, sin permitirme añadir nada más, Luis me acabó de quitar primero el pantalón y luego las bragas, desnudándome por completo de cintura para abajo. Me proporcionó una pequeña toalla para que yo misma amordazara mi boca, se levantó de su silla retráctil y, mientras me agarraba de un hombro para hacer presión hacia abajo, hincó dos de sus dedos dentro de mí, empujando todo mi ser hacia arriba para comenzar una paja brutal, arrolladora, que no pude controlar por sentirme literalmente atrapada entre dos fuerzas opuestas. Lo único que podía hacer en ese momento era asegurarme de no emitir sonido alguno y de permitir a Luis que me hiciera correr rápidamente. Con la mirada clavada en sus ojos de psicópata empecé a chorrear como una fuente. El sonido del silencio era tal en la habitación que se oyeron perfectamente mis líquidos chocando contra el suelo. Por un instante salió de mi interior y me introdujo esos mismos dedos en la boca apartando mi mordaza voluntaria. Me obligó a olerlos primero y a saborearlos después. Me invitó de nuevo a silenciarme para proseguir con la pajaza, pero mis gemidos preorgásmicos empezaron a escucharse bajo la toalla y Luis paró en el acto, antes de que el ruido arruinara su empleo y mi relación. Todo transcurrió en un minuto.

Salió de mi interior con lentitud y se agacho entre mis piernas para sorber con delectación los fluidos salados que todavía manaban de mi almeja irritada.

“Dios mío, qué duro me he puesto” me comentó en ese momento, mientras aún bebía de mí. "Eres una cachonda como las he visto pocas".

Qué gracioso el jodido. No supe qué responder a eso. Me quedé mirándolo con las dos piernas aún en alto. Se levantó, se sacó la polla que, efectivamente, pude ratificar considerablemente dura, y enfocó el glande hacia mi coño justo cuando, embargada por una sensación de culpabilidad, me tapé la gruta pidiéndole, en absoluto silencio, que no lo hiciera. Que no me ensartara. Que evitara empalarme. Dios, estaba luchando conmigo misma. Deseaba ese rabo dentro de mí y, a la vez, lo rechazaba por vete a saber qué razón... Bueno, sí que lo sabía: Berto estaba ahí al lado, joder.

“Está bien, lo comprendo”, afligió el pobre. “¿Puedo correrme encima de ti?”

Moví mi culo hacia el borde de la silla y agarré mis piernas por detrás de las rodillas para ofrecerle la mejor panorámica a su inminente descarga lechera. Él acercó su polla a mi entrepierna mientras se la pajeaba lentamente. Con una mano se presionaba la raíz del miembro mientras con la otra se acariciaba muy suavemente el tronco, chocando con la seta que cada vez mostraba un color más oscuro. Intentando no emitir sonido alguno, y mirando atentamente mi chocho mocoso, soltó un chorro inicial que viajó por encima de mí para aterrizar Dios sabe dónde, y seguidamente descargó el resto de su lava blanquecina dejándola caer sobre mi pubis, una espesa capa de crema que se acumulaba y se deslizaba hacia mis labios cubriéndolos por completo y haciendo imposible discernir, ahora mismo, la orografía de mi intimidad.

Él mantuvo el máximo silencio durante su momento de embriaguez sexual, y cuando se recuperó conservó la mirada clavada en su obra pictórica, irguió al máximo su dedo medio y, atravesando el telón de esperma condensado, me lo introdujo dentro para regalarme un último suspiro de placer antes de limpiarnos, acicalarnos y prepararnos para salir de la habitación y reencontrarnos con Berto que, ensimismado, ojeaba una revista dedicada al arte de los tatuajes. Nos despedimos con presteza y salimos a la calle. Necesitaba aire fresco.

Pasaron los días recogida en casa pensando en aquel cuarentón que me había iniciado en cosas que Berto no solo no sabía proporcionar, sino que ni siquiera era consciente de que existían. Aquellos 15 minutos en manos de Luis fueron realmente excitantes haciendo que la razón por la que nos conocimos ya no fuera una prioridad para mí. A la mierda el piercing. Ni siquiera Berto me preguntó más por él. Se tragó mi historia de que "mi clítoris no es apto para perforarlo". Hala, a tomar por culo.

Mi prioridad ahora era tirarme de verdad a Luis. Llevaba ya varios días pensando en ello. Y cuando eso ocurre, cuando no consigues soslayar determinados conceptos, lo mejor es enfrentarte a ellos. Me enteré a qué hora cerraba el centro y, una tarde concreta en la que mi novio no aparecería por casa hasta tarde, decidí esperar a Luis a la salida del centro. Cuando lo vi aparecer a lo lejos me entró un escalofrío repentino y mi cabeza me mandó un mensaje: "lárgate de aquí". Pero mi chocho me paralizó a la espera de un posible acontecimiento que le fuera favorable. Un coño con vida propia, vamos. Vaya tela...

"¿Eva?" Oí a varios metros de mí.

"Hola Luis".

"¿Qué haces aquí, guapa?

"Nada... Vine a verte. He estado pensando mucho en lo que pasó..."

"Pero Eva, yo soy un hombre casado... Y tú tienes... Bueno nada".

"Exacto".

Se hizo un silencio. La propia vergüenza dirigió mi mirada hacia el suelo, mientras intentaba adivinar de reojo a Luis que, asegurándose de no ser visto por nadie, me invito a llevarme en su coche.

"Ven, te llevaré a casa. No deberías haber venido, Eva. Yo también lo pasé bien. Genial, en realidad. También le he dado vueltas a ello. Pero joder, tengo familia y un trabajo estable".

“Lo siento, tienes razón. Lo mejor será que me lleves a casa”.

Arrancó el coche, le dije dónde vivía y comenzamos un trayecto completamente ahogado por el silencio.

“¡Joder, Eva!”, espetó Luis golpeando el volante en un gesto de impotencia absoluta.

“Lo siento, tío”, me disculpé.

Repentinamente dio un volantazo y condujo hacia el parking público que suelen usar los clientes del centro donde trabaja. El corazón me dio un vuelo, noté mi sexo calentarse a un ritmo poco usual, sentí cómo me estaba mojando precipitadamente... Luis encajó el coche entre dos más grandes, estiró del freno de mano violentamente, apagó el motor y las luces, y se me echó encima con un beso en la boca apasionadísimo, crispado, casi forzándome, mientras me aplastaba las tetas con su mano y yo le cogía el paquete sobre el pantalón. Nuestros labios siguieron fusionados un largo rato pero Luis ya había bajado la mano a mi entrepierna, bajo mi falda, para acariciarme sobre unas bragas que estaban totalmente empapadas, traspasando la tela y haciendo que sus dedos fueran testigos de mi fogosidad.

“¡Dios Eva, ¿cómo te puedes excitar tanto?”. Esa pregunta ya me la habían hecho muchas veces.

Abrí mis piernas colocando los pies sobre el salpicadero, a la vez que descubrí el slip de Luis desabrochando su pantalón. ¡Uf!, pude apreciar perfectamente su arma cargada para fusilarme. El ambiente estaba ya tan henchido que los cristales del coche se empañaron en medio minuto. Mis suspiros mostraban una necesidad imperiosa, y Luis volvió a su asiento, se bajo el pantalón, extrajo su pene por el agujero del calzoncillo y yo me lancé a por él. Al metérmelo en la boca desde mi propio asiento, Luis reaccionó de forma adversa:

“No Eva, sube encima ya... no aguantaré mucho más. Estoy a tope, tía”

Estaba de acuerdo. Pasé una de mis piernas por encima suyo para conseguir depositar mi trasero sobre su falo saturado, me aparté el tanga a un lado y, sin necesidad de más esfuerzos, simplemente gracias a la absoluta humedad de toda la zona, el pollón se abrió camino sin dificultad deslizándose por mis carnes hasta encontrar la cueva que debía conquistar. Personalmente creo que, ese momento inicial junto al orgasmo final, siempre han sido los mejores instantes de un polvo salvaje y furtivo. Ambos esgrimimos a la vez un fuerte gruñido de placer al notarnos poseídos por las carnes del otro. El calor del ambiente, la humedad relativa del pequeño espacio, el exceso de lujuria... emitían un fuerte olor a sexo por todo el coche, y los chasquidos de nuestros genitales solo quedaban ensordecidos por los gemidos del placer que nos estábamos propinando.

Ciertamente a Luis le quedaba muy poco ya. Noté cómo se endurecía dentro de mí, cómo se hinchaba poco a poco. Le seguía besando apasionadamente, saltando sobre él con más ímpetu, intentando sincronizar su ulterior descarga con la mía propia. Estábamos empapados en sudor y pronto lo estaríamos en el resto de fluidos corporales. Cuando me avisó de que estaba a punto me predispuse para coincidir con él, y entonces me preguntó:

“¿Donde me corro?”

“Dentro de mí, tonto”, le ordené entre suspiros.

Aquella ráfaga inicial de leche que días antes pasó desapercibida por planear sin rumbo hacia un lugar indeterminado de la sala, ahora chocó con toda su violencia contra las paredes de mi útero, haciendo que mi propio orgasmo se multiplicara debido a esa extraña sensación de descarga y llenado simultáneo. Un concepto contradictorio que, en el ámbito sexual, es un enigma universal.

Ambos permanecimos en la misma posición un buen rato, asumiendo las convulsiones de un final apoteósico. Descansé mi cuerpo sobre el suyo y me mantuve así, adivinando el pastel que habíamos generado sobre sus huevos. Mi flujo, mis mini-fuentes, su leche... una mucosidad homogénea cuyo rastro iba a llevarnos un buen rato disimular.

Fin

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