Nuevos relatos publicados: 0

Cómo llegué a ser lesbiana

  • 13
  • 24.321
  • 8,92 (13 Val.)
  • 0

Me llamo Natalia, tengo 26 años, 1’70, diría de mi misma que bastante guapa (modestia aparte), morena, y una figura bastante esbelta, fruto de largas horas de irme a correr por la playa e ir al gimnasio, que puedo notar que no queda indiferente a la mirada de hombres y mujeres. Vivo en una localidad costera del sur de España, donde trabajo, sola en un piso de mi propiedad, donde transcurren mis alegrías y mis penas, acompañada a veces por una muy e íntima amiga. Y precisamente a raíz de este piso se diría que podría empezar mi historia.

Desde siempre me habían gustado los hombres, eso lo tenía claro, aunque sin llegar al extremo de ser una ligera de cascos. Con 15 años salí por primera vez con un chico, aunque no llegamos nada más que a besos y a que me magrease el culo. Durante esa época de adolescente tuve mi primer contacto con una chica, aunque éste no pasó de besarnos y tocarnos las tetas mutuamente, experiencia que, aunque me gustó, pronto pasó al olvido. Salí con varios chicos, relaciones que poco a poco me fueron dejando un regusto de amargura, causada en varias ocasiones por celos, infidelidades, etc. Con 18 años empecé a salir con el chico que estuvo a punto de convertirse en mi marido. Cuando le conocí me quedé prendada de él: un chico alto, de aproximadamente 1’80 de estatura, moreno, con unos ojos verdes que me cautivaron, y una aparente cualidad que me gustó mucho más que su físico, y ésta era su sinceridad. Se comportaba como un auténtico caballero, tenía detalles que me llegaban al alma, y no se enfadaba conmigo si me ponía una minifalda o un top, como me había pasado con otros chicos con los que estuve.

Durante nuestra relación él se marchó durante 3 años al ejército, período durante el cual nos veíamos en contadas ocasiones durante sus permisos, y tomé la determinación de marcharme a vivir a la localidad cercana al cuartel en que estaba destinado, donde encontré un trabajo y compartiendo ambos un piso de alquiler. Cuando terminó su servicio regresamos a nuestra localidad de origen, aunque yo volví unos meses antes que él, empezando a trabajar en el lugar en que estoy ahora, donde ambos seguimos con nuestra relación, y empezamos a hacer planes de matrimonio. Durante ese tiempo vivíamos cada uno en su casa, dado que queríamos ahorrar, aunque nos veíamos todos los días y, después de hablar con nuestros respectivos padre, fijamos una fecha para la boda e iniciamos los trámites para comprar un piso. Sin embargo, a su regreso noté leves cambios en su personalidad, aunque le eché la culpa al período militar y a no vivir juntos. Sus atenciones habían disminuido un poco, y parecía que era ligeramente menos romántico y caballeroso conmigo. Aquellos cambios, que no me habían hecho pensar demasiado, se fueron agudizando a medida que se acercaba la fecha de entrega del piso. Se podría decir que su carácter se fue haciendo cada vez más raro. Cuando nos lo entregaron empezamos con el acarreo de enseres, y fue en esas fechas cuando sucedió el hecho que provocó nuestra ruptura.

Una tarde en que estaba aburrida en mi casa, tumbada en la cama de mi cuarto escuchando música y esperando que llegase la hora a la que habíamos quedado (ya que él me había dicho que estaba trabajando), decidí de repente darme una vuelta por el piso. Nos habían traído esa mañana los muebles del dormitorio y quería echarles un vistazo, más que nada por si presentaban algún fallo, aparte de la lógica ilusión por ver algo que nos estaba costando un gran esfuerzo. No queríamos lujos, pero debo reconocer que, por querer un mobiliario moderno, nos gastamos un dineral. Así que, sin darle más vueltas, me arreglé y me dirigí al piso. Cuando llegué percibí un detalle que en un principio me pareció una tontería, y era que la puerta estaba cerrada con una sola vuelta de llave, cuando habitualmente la cerrábamos con dos vueltas, pero lo achaqué a los operarios de la tienda de muebles al traer los mismos. Al entrar dejé el abrigo y el bolso en una silla y me dirigí al dormitorio, la puerta del cual se encontraba cerrada, viendo un espectáculo al abrir la misma que me dejó estupefacta: allí, encima de la cama que ni siquiera habíamos estrenado nosotros, como sería tan típico hacer, se encontraba mi novio, pero en una situación verdaderamente anómala. Estaba a cuatro patas encima de ella, totalmente desnudo, pero ¡en compañía de dos hombres!, de los cuales uno le penetraba analmente mientras que le practicaba una felación al otro…. No pude reprimir un gemido de sorpresa, al oír el cual los tres se giraron hacia donde yo estaba, con una inmensa expresión de asombro en sus rostros, quedándose helados al verme en el umbral de la puerta. Sin poder reprimir las lágrimas volví al salón a coger mis cosas, dispuesta a marcharme, aunque el salió detrás de mí, intentando detenerme y pidiéndome que le perdonase. Soltándome de su abrazo salí de la casa, aunque no sin antes decirle que ya hablaríamos al respecto. Cuando salí iba totalmente desorientada, entrando en un pub a tomar algo, ya que necesitaba salir del estado en el que me encontraba, pero en vez de tomarme algo más suave, me tomé tres copas que me provocaron llegar a mi casa en un estado de semi-embriaguez que mi familia notó enseguida pero al cual no hicieron caso.

Aquella noche, a solas en mi habitación, no paraba de darle vueltas a la situación tan insólita que había vivido. Lo que más me chocaba era precisamente que él no paraba de criticar a los homosexuales, refiriéndose a los mismos siempre con expresiones como "¡Estos putos maricones…!" y lindezas por el estilo. Aquello me rebasaba y no lo podía comprender. Si hubiese sido con otra mujer a lo mejor hasta le hubiese perdonado, hubiese intentado ser mejor que ella, pero… ¿con un hombre? Sentía que no podía hacer nada, y esa misma noche tomé la decisión definitiva de dejar la relación, y así se lo comuniqué días más tarde, cuando al fin me decidí a contestar a sus llamadas, las cuales había ignorado. No puedo negar que mi carácter se fue agriando poco a poco, e incluso entré en una especie de depresión, aunque cuando explicaba las causas de la ruptura, sobre todo a las familias, la achacaba a que nuestros caracteres se fueron haciendo incompatibles y a que él me había dicho que había otra chica por medio. Se puede decir que ahí le hice un favor no desvelando la realidad. Durante un tiempo estuvimos liados de abogados, sobre todo por su negativa a vender el piso, situación que después se subsanó, sobre todo a que digamos le chantajeé, amenazándole con contar el motivo real de nuestra ruptura si no cedía. Cuando por fin accedió, mis padres me ayudaron con los trámites para quedarme con el piso, comprándole a él su parte, y pidiéndole que por favor desapareciese de una vez de mi vida, ya que sus llamadas no habían cesado. Cuando por fin logré quedarme tranquila y sola, y pasado un tiempo, decidí irme a vivir al piso. "¿Por qué no aprovecharlo?", pensé, y así fue como empecé con acarreo de las cosas que me quedaban en casa de mi familia, ya que algunas ya estaban allí y no habían salido durante el litigio por su propiedad.

Durante ese tiempo afiancé mi relación con una amiga de la infancia, que llamaré Rocío para no desvelar su verdadero nombre, la cual me apoyó muchísimo tras mi ruptura. Venía con frecuencia a verme para animarme, y pasábamos largos ratos solas, charlando, viendo la tele, comiendo o cenando juntas, etc. Ella era heterosexual (tal y como yo me consideraba hasta el momento) y, aunque tenía novio, sacrificaba momentos de estar con él para estar conmigo. Me confesó que le daba miedo que hiciese alguna tontería estando sola, y a veces hasta llegaba a quedarse a dormir, haciéndolo en habitaciones distintas. Durante ese tiempo tuve frecuentes ataques de llanto debido a la depresión, y no era raro que ella me abrazase para consolarme, aunque dichos abrazos eran los normales entre dos amigas, y una de esas tardes ocurrió algo trascendental para la vida de ambas.

Estaba sola en casa. Había llegado un rato antes de trabajar, me había cambiado de ropa y estaba viendo la tele cuando me dio otro de mis ataques de llanto cuando sonó el timbre, aunque inmediatamente se abrió la puerta. Era ella, que ya entraba y salía libremente de casa debido a que se hizo una copia de la llave. Al verme en mi estado nos sentamos en el sofá. Al cabo de un momento de intentar consolarme, teniéndome abrazada, fue a darme un beso en la mejilla. Sin querer giré la cara, yendo a parar su beso a mis labios. Nos separamos, quedándonos sorprendidas las dos, pero sin volver a hacer ni a decir nada. La sorpresa superó a mis ganas de llorar. Reconozco que me no me dejó indiferente, que me agradó, aunque a la vez pensé que si es que me estaba volviendo loca. Cenamos juntas, casi en silencio, marchándose a continuación. Durante la noche se me vino a la mente en varias ocasiones aquel breve beso, apenas un leve roce, pero decidí no darle importancia, considerándolo un tonto incidente. Al día siguiente me llamó, diciéndome que si se podía pasar por mi casa, que tenía que hablar conmigo si yo no tenía inconveniente. "Qué comportamiento más raro", pensé. "¿Por qué me pide permiso para venir a verme si tiene llave y viene cuando quiere?". Aquello me intrigaba, así que esperé la tarde para hablar con ella. Cuando vino la recibí con la amabilidad de siempre, notando sin embargo cierta frialdad en ella. La invité a tomar algo, sentándonos a continuación en el sofá a charlar. Hablamos de ciertas tonterías, hasta que de repente se quedó seria y, mirándome a los ojos, me sacó el tema de la tarde anterior. Me pidió disculpas por lo sucedido y, al preguntarle yo porqué y que no había nada que disculpar, me preguntó si no estaba enfadada con ella. Al contestarle que no, me dijo que se sentía mal, que pensaba que me había avivado el fantasma de los motivos de mi reciente ruptura, la homosexualidad de mi expareja. Tenía razón ya que, hasta ese momento, no había comprendido porqué le había dado tantas vueltas a aquel beso.

Nos quedamos pensativas las dos, mirándonos a los ojos en silencio, y fue en ese momento cuando se volvió a repetir aquel beso, aunque esta vez sin reparos. Fueron besos tiernos al principio, más apasionados después, y al poco rato ambas nos estábamos tocando por encima de nuestras ropas. Sentí como su mano se introducía por debajo de la blusa que llevaba, acariciándome el pecho por encima del sujetador. Mis manos tampoco se estaban quietas, y también se habían introducido por debajo de su sujetador, acariciando la suave piel de sus bonitos pechos. Al poco rato yo ya estaba con mi blusa totalmente desabrochada, el sujetador levantado, y mis vaqueros por las rodillas, mientras que ella se había quitado su camiseta y tenía su minifalda enrollada en la cintura. Acercando su boca a mis pechos me los empezó a lamer, demorándose en mis pezones, provocando que mi sexo estuviese cada vez más húmedo, mientras mi mano acariciaba su sexo por encima de sus braguitas, notando como su vulva también estaba mojada de sus fluidos íntimos. Cesando un momento en nuestras caricias nos levantamos del sofá y nos dirigimos al dormitorio donde, ya totalmente desnudas las dos y tumbadas en ella, seguimos acariciándonos, sintiendo la calidez y suavidad de nuestros cuerpos. Se colocó encima de mí, continuando con los besos, notando el roce de nuestros pechos. Sentí sus besos en mi boca, mis orejas, mi cuello, notando como bajaban hasta mis pechos, lamiéndolos, chupando y mordisqueando mis pezones, mientras que yo, con los ojos entrecerrados, gozaba de sus caricias, casi sin poder acallar mis gemidos, teniendo que morder un pico de la almohada para que no se oyesen tan fuertes. Estaba tan caliente que estaba a punto de correrme sin que ella todavía no hubiese llegado a mi sexo, del cual a esas alturas yo ya notaba salir mi flujo casi ininterrumpidamente. Esa sensación de estar a punto de llegar al orgasmo culminó cuando sentí como su lengua lamía mi vientre y me daba suaves mordiscos en los costados, bajando hasta mis ingles, rompiendo en un orgasmo que me hizo gritar de placer. Ella no se detuvo, sintiendo como primero uno y después dos de sus dedos entraban en mi vagina, a la vez que su lengua lamía mi clítoris, volviéndome loca de placer y, incorporando levemente mi cabeza y abriendo los ojos, vi sus ojos fijos en los míos, en una mirada apasionada que me hizo llegar de nuevo al orgasmo. Sin embargo ella no se detuvo y, girando poco a poco su cuerpo, se colocó encima de mí acercando su sexo a mi boca, pensando yo durante un instante de lucidez que ella también lo llevaba depilado como yo, con apenas un mechón en el pubis, y me lancé a lamérselo, metiéndole yo a ella también dos de mis dedos mientras con la otra mano le acariciaba sus pechos. Después de un rato de estar en aquella postura cambiamos de posición, entrelazando nuestras piernas en la postura llamada "tijera", frotando nuestros sexos y acariciando nuestros pechos. Finalmente nos colocamos una enfrente de la otra, con las piernas abiertas, masturbándonos mientras nos mirábamos mutuamente, hasta que caímos desfallecidas. Había perdido la cuenta de los orgasmos que había tenido, dudando de si habían sido varios o uno inmenso. Nos quedamos dormidas en un dulce abrazo, teniendo como única cubierta del leve fresco de la noche el calor de nuestros cuerpos.

A la mañana siguiente al despertarnos nos duchamos juntas, volviendo a hacer el amor bajo el agua caliente, y después preparamos y desayunamos juntas, desnudas todavía, hasta que ella se vistió y se marchó. Volvió de nuevo aquella noche y muchas más, terminando siempre haciendo el amor hasta que, en un gesto de honradez para con su novio, decidió cortar con él para venirse a vivir conmigo, en una relación que duró unos dos años hasta que, lamentablemente, ella se tuvo que marchar a otra ciudad a causa de su trabajo.

Desde entonces he tenido varias relaciones con chicas, y sé que ella también, pero lo que sí sé es que siempre me quedará su recuerdo por haber sido la primera que me mostró un mundo que desconocía y que tan feliz me ha hecho.

(8,92)