Nuevos relatos publicados: 7

Los crímenes de Laura: Capítulo octavo

  • 20
  • 42.852
  • 8,65 (17 Val.)
  • 1

Un muchacho muy apuesto.

 

Nivel de violencia: Extremo

 

Aviso a navegantes: La serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de violencia que contienen:

                   

-Nivel de violencia bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato cualquiera.

-Nivel de violencia moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.

-Nivel de violencia extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto para gente con buen estómago.

 

 

 

Casi cuatro años habían pasado desde la desaparición del doctor Juan José Juárez. Al principio se formaron partidas de búsqueda, en las que don Ignacio Idalgo participó junto al resto de los vecinos de la comarca. Pero la madre del pequeño Hugo sabía que todo había sido cosa de él. Nunca pudo probar nada, y su marido tampoco se lo confesó. Además, no podía preguntarle directamente, porque aquello habrías sido como admitir que mantenían una relación licenciosa con él, y estaba segura de que Ignacio no quería decirle cual había sido el destino de su amigo, pero no para protegerla, no, el único motivo para no decirle nada era mantenerla siempre en tensión. Él quería que ella supiera que lo sabía, él quería que ella supiera que la desaparición de su amante había sido cosa suya, y sobre todo, quería que ella le temiera.

Y así había sido durante los tres últimos años. El nivel de terror que don Ignacio había conseguido infundir en el corazón de su joven esposa era tan absoluto, que ya nunca sonreía, solo lloraba. En más de una ocasión pensó en quitarse la vida, pero ni para eso le quedaba ya valor. Cada vez que su marido volvía furioso a casa, ella esperaba ansiosa que la inmisericorde paliza fuera tan brutal, que acabara con su vida para siempre, deseaba morir, pero ni siquiera le quedaban fuerzas para conseguirlo. Y su esposo nunca la mataba, en más de una ocasión la había dejado al mismo borde de la parca, moribunda, anhelando el golpe de gracia, pero este no llegaba, para don Ignacio Idalgo era mucho más placentero así.

Lo único por lo que le merecía la pena seguir viviendo, a lo que se aferraba cuando todo se tornaba oscuro, la pequeña luz al final del túnel, era su hijo, Hugo. El pequeño se había convertido en un muchacho muy apuesto, inteligente y habilidoso. Entre él y su padre se había acabado creando una relación bastante intensa. Ella sospechaba que en principio, el niño había empezado a arrimarse a su padre para evitar las continuas palizas, y la verdad es que lo había conseguido. Ahora los golpes de su marido se centraban solo en ella, y eso era preferible a que golpeara a Hugo.

El niño siempre intentaba evita que su padre la agrediera a ella, aunque en eso no tenía nunca tanto éxito. Pero cuando el hombre se había calmado, cuando por fin había desahogado toda su rabia con su frágil esposa, era el adolescente el que recogía los pedazos, el que cuidaba de la mujer agonizante con mimo, ternura y cariño. Él curaba sus heridas, tanto las físicas, como las de espíritu.

Aquel día la paliza había sido, como tantos otros, extremadamente brutal. Cuando Hugo llegó a casa del instituto encontró a su madre sin sentido, tirada sobre el frío suelo del salón, entre los pedazos de cristal de lo que antes había sido una pequeña mesa auxiliar, con el labio partido y numerosas contusiones. Se acercó a ella y acarició su rostro con ternura. Pudo comprobar que sangraba profusamente por varias heridas abiertas por todo su cuerpo. Su padre debía haberla empujado contra la mesilla en alguno de sus arrebatos de furia, haciendo que atravesara el frágil vidrio, y lacerando la pálida piel de la mujer, tiñéndola carmesí.

-Lo siento mamá, si yo hubiera estado aquí no le hubiera permitido que te hiciera esto –susurró el muchacho sin obtener respuesta.

El adolescente besó con ternura a su madre en la frente y la cogió entre sus brazos. Ella siempre había sido bastante delgada, pero durante los últimos años había perdido tanto peso que su cuerpo parecía una sombra, por lo que el joven no tuvo demasiados problemas en izarla. La subió por las escaleras, teniendo cuidado de no golpear su cabeza contra la pared o la baranda, y la depositó gentilmente entre las sábanas de la gran cama marital. Después, casi con miedo a abandonarla, se dirigió al aseo y sacó del botiquín gasas y desinfectante. Bien pertrechado regresó junto al lecho y depositó el material médico en la mesilla.

Se separó ligeramente de su cuerpo y la contempló con tristeza. Aún era una mujer preciosa, aunque su belleza se evaporaba a pasos agigantados por la mala vida que le había tocado en el sorteo del destino. Volvió a acercarse a ella y, casi con devoción, empezó a desabrocharle la blusa. Los firmes pechos de su madre aparecieron imponentes bajo el sostén al retirar la prenda, produciendo en Hugo una extraña excitación. Alzó con cuidado a la mujer para poder quitarle por completo la blusa y desabrochó el sujetador, liberando por completo los senos.

Con suma cautela, volvió a recostar a su madre y fijó la vista en aquellos dos montículos culminados por sendos pezones. Con cierto miedo, siendo consciente de que lo que hacía no estaba bien, de que rebasaba una línea que jamás debería ser franqueada, acercó su mano a uno de los pechos y lo masajeó con ternura. La mujer suspiró en sueños y su respiración se relajó. Animado por la aparente mejoría en su estado, Hugo comenzó a palpar ambas tetas, cada una con una de sus manos. La piel era suave, cálida y ligeramente esponjosa. Hugo era consciente de que se estaba extralimitando, pero se sentía como hipnotizado por aquellos pechos de los que una vez bebió.

Intentando emular la imagen del infante alimentándose que le vino a la mente, Hugo se agachó sobre su madre y acarició con sus labios el pecho de la mujer, para instantes después aferrarse a él, apretando fuertemente con la boca y recorriendo toda la aureola con la lengua. La mujer, al sentir aquellas deliciosas caricias gimió y abrió los ojos. Hugo se percató y se retiró azorado. Ella, todavía desorientada, no se dio cuenta de lo que su hijo había estado haciendo. Simplemente le vio allí, sentado en la cama, a su vera, velándola como tantas otras veces, y sonrió.

El joven debió malinterpretar aquella muestra de cariño, porque supuso que la mujer deseaba que continuara y, sin pensarlo un solo instante, acercó su boca a la de ella y la besó. La mujer, sin ser aún consciente de la situación, tal vez pensando que todavía soñaba, devolvió el beso que su hijo le regalaba, uniendo lengua con lengua, labio con labio, deseo con deseo. El adolescente, con ciertos conocimientos adquiridos sobre la mecánica del sexo, introdujo su mano en la entrepierna de su madre y comenzó a masajearla.

De pronto, como golpeada por el mazo de clarividencia, la mujer se percató de lo que sucedía. Aquello no era un sueño, era real, estaba besando a su propio hijo, a su pequeño Hugo, y él estaba acariciando su entrepierna. Por un momento dudó, no estaba bien, no era correcto, pero hacía tanto tiempo que un hombre no la tocaba, era tan placentero… De un empujón apartó a su hijo, quitándoselo de encima. El joven la miró confuso por las señales contradictorias.

-Cariño, no –dijo la mujer-. Esto no está bien… soy tu madre… tú eres mi hijo…

-¿Por qué no está bien, mamá?

-Porque no está bien.

-¿Pero tú me quieres?

-Con toda mi alma, pero…

-Y yo te quiero a ti. Y quiero hacerte feliz, quiero hacerte disfrutar, quiero compartir esto contigo.

-Pero esto no me haría feliz –titubeó la mujer.

-Sí te haría feliz, sólo sería una forma más de demostrarte mi amor -y acto seguido se volvió a cercar al lecho, recostándose junto a la mujer que no protestó, acercando de nuevo sus labios a los de ella y besándola ardorosamente.

La joven madre fue plenamente consciente de lo aberrante de la situación, comprendía el riesgo que corría e incluso sintió asco de sí misma por un instante. Pero tantos años de esclavitud disfrazada de matrimonio, tantos años de palizas, de golpes, de humillación, de órdenes, habían acabado por destruir su espíritu, convirtiéndola en un pelele sin capacidad de tomar decisiones que sólo se dejaba llevar. Y aquella vez no fue una excepción, su hijo deseaba besarla, deseaba acariciarla, deseaba cuidarla, que lo hiciera, ella no estaba en condiciones de oponer resistencia. Incluso se dijo a sí misma que lo deseaba. La vida nunca la había tratado bien, tal vez aquella fuera la excepción, tal vez podría unirse a su hijo como nunca antes, tal vez encontraría otro hombre en su misma casa que se ocupara de ella.

Su mente continuó vagando por un mundo de fantasía mientras su hijo la desnudaba por completo. Ella no estaba allí, estaba lejos, siendo desnudada por otro hombre. Era otro el que acariciaba con ternura su entrepierna, metiendo cuidadosamente los dedos en su orificio, que se humedecía por primera vez en muchos meses. Era otro el que la besaba con pasión, y era otro al que devolvía los besos. Abrió los ojos y descubrió que nunca había sido otro, que al igual que en la vida real, en su fantasía también era su propio hijo el que la complacía.

El adolescente, inexperto, intentaba complacer a la mujer que aceptaba las caricias con el gozo de quien no se ha sentido amado en mucho tiempo. La mano de muchacho se movía torpemente, introduciendo los dedos en el interior de su madre, pero ella no necesitaba mucho más. Tanto tiempo sin tener relaciones sexuales había cerrado casi por completo su entrada, volviéndola a hacer parecer virgen. Aún así, la cantidad de flujo que expulsaba conseguía que los finos dedos del muchacho entraran y salieran de su interior de forma muy placentera.

La mujer, que había permanecido sin moverse durante todo el proceso, tan solo dejándose hacer, decidió que era el momento de corresponder a las caricias de su hijo. Con la mano derecha, dolorida aún por los golpes, desabrochó el botón del vaquero del chaval y lo retiró lo suficiente como para poder meterse entre sus calzones. La polla del joven, que como pudo comprobar, era más que aceptable para su edad, estaba dura bajo la ropa. Ya sin ningún tipo de vergüenza o pudor, la madre pajeó a su hijo, volviendo a sentir el placer de acariciar un miembro erecto, mientras era penetrada por las manos del muchacho.

-Quiero… quiero hacerte el amor –dijo el joven.

Ella no contestó, pero se apartó del adolescente y, recostándose de espaldas en la cama, abrió sus piernas de forma invitadora. Hugo comprendió el mensaje y se colocó frente a su madre desvistiéndose por completo. El chaval acarició el clítoris de la mujer con su glande y lo situó a la entrada del coño. Con cuidado, empujando con delicadeza, se fue abriendo paso entre los delicados labios, que se fueron adaptando con velocidad a su nueva tarea. Cuando estuvo totalmente dentro de su madre, se quedó parado durante unos instantes, disfrutando de la comunión que se había creado entre los dos, y comenzó a embestir.

La mujer de ojos verdes gemía de gozo al sentirse penetrada después de tanto tiempo, a pesar de ser su propio hijo el que lo hacía, o quizás sus gemidos se acentuaban precisamente por eso. Él suspiraba de placer al catar a su primera hembra, se había masturbado, e incluso había tenido algún contacto con sus compañeras, pero nada más allá de un tímido beso de prepúber, y por supuesto, nada comparable con follarse a su madre de forma casi animal.

La espalda de la madre se arqueó de forma imposible mientras sus entrañas danzaban de placer efervescente. Sintió un calor helado conforme el clímax alcanzaba su punto álgido. Un frío abrasador la recorrió de los pies a la cabeza conforme el orgasmo fue descendiendo de intensidad, y finalmente, quedó tendida sin fuerzas sobre las sábanas, mientras el adolescente, mucho más vigoroso que ella, continuaba con su enfebrecido baile incestuosos. A los pocos minutos el joven aumentó la fuerza de sus embestidas eyaculando abundantemente en el interior de su propia madre, inundándola con su semilla, y cayendo rendido sobre ella con todo su cuerpo convulsionando.

La vida de la mujer mejoró considerablemente durante los siguientes meses hasta el punto de que volvía a sonreír. Las palizas recibidas ya no eran tan dolorosas, porque tras cada una de ellas, sin excepción, el pequeño Hugo acudía a su rescate, llevándola al lecho, curándola con esmero y haciéndole el amor. Cada golpe era contrarrestado por una caricia, cada empujón por un mimo, cada lágrima por un beso. Durante aquel tiempo, el adolescente era una persona en presencia de su padre, pero en cuanto él desaparecía, se convertía en alguien totalmente distinto. La situación distaba mucho de ser perfecta, pero todos estaban relativamente satisfechos con el papel que les había sido asignado, todos menos don Ignacio Idalgo.

El marido y padre sospechaba algo, no era normal el cambio experimentado por la mujer a la que ya creía totalmente sometida. Cuando se enteró de su aventura con el doctor Juan José Juárez se enfureció y acabó con la vida del médico personalmente, haciendo desaparecer el cuerpo. Nunca se lo dijo a su mujer, siendo consciente de que ella sabía lo que había pasado, pero convencido de que aquella forma de tortura sería mucho más efectiva. Y así había sido durante los últimos años. Ella se había transformado en el despojo que era, mientras él había comenzado a educar a su hijo de la mejor forma posible.

El joven se estaba convirtiendo en un hombre fuerte, frío, calculador, un hombre que no demostraba sus sentimientos, un cazador, poco a poco lo estaba convirtiendo en alguien como él. O por lo menos eso es lo que Ignacio creía. Él nunca hubiera sospechado lo dulce, tierno y cariñoso que era con su madre a sus espaldas, jamás habría imaginado la traición que su hijo y su esposa cometían contra su persona.

Aquel frío día de finales de otoño, don Ignacio Idalgo había salido de casa temprano después de castigar a su esposa por algún desliz, seguramente sin importancia. La había dejado semiinconsciente tirada sobre la mesa de la cocina, pero no era algo que le preocupara en demasía, sabía que su hijo se ocuparía de curar sus heridas, así que no moriría, por lo menos no aquel día.

Se subió en su coche y condujo calle abajo hasta abandonar el pueblo. Esa noche necesitaba sexo, y sabía dónde encontrarlo. Detuvo el vehículo frente a la casa de una de sus amantes y bajó del coche pavoneándose. Cuando llamó al timbre no podía esperarse lo que ocurrió. Un hombre alto y muy musculoso le recibió abriendo la puerta con brusquedad.

-Como te vuelvas a acercar a esta casa, a este barrio o a esta chica, te mato –y mientras decía esto descargaba un enorme puño cerrado del tamaño de un jamón contra la cara de Ignacio.

El hombre, dolido en su orgullo se abalanzó contra el nuevo guardián de su amante. Este, casi sin despeinarse lo inmovilizó contra la puerta.

 

 

-Déjale, por favor –se oyó una súplica femenina desde dentro de la casa-. No le hagas daño, por favor.

-Sé quien eres, no te temo, don Ignacio –dijo aplicando tal vez más fuerza de la necesaria-. Así que no quiero volver a verte por aquí. Ni a ti, ni a ninguno de tus matones. Porque no tienes ni idea de quien soy yo, y créeme, soy un pez demasiado gordo para ti. Por esta vez, te dejaré ir, pero ten por seguro que como nuestros caminos vuelvan a cruzarse, no tendrás tanta suerte –y dicho esto, empujó a Ignacio y cerró la puerta.

Don Ignacio Idalgo era un hombre de recursos, era un hombre respetado, era un hombre frío y violento, era un hombre que no se dejaba amedrentar… Pero también era un hombre inteligente, lo suficientemente inteligente como para saber que aquella no era una guerra provechosa, lo suficientemente prudente como para entender que más le valía salir de allí con un golpe en la cara y no acabar perdiendo la vida por una mala puta que no merecía ni el aire que respiraba. Ya tendría tiempo de averiguar quién era aquel imbécil y de tomar las medidas oportunas. Regresó a su vehículo más dolido en su orgullo que por el golpe, y se sentó al volante de bastante mal humor. Ya no tenía ganas de follar, ya no tenía ganas de salir, ya no tenía ganas de nada. Volvería a casa, estaba decidido.

El motor de su deportivo ronroneó antes de detenerse ante el porche de su casa. Al mirar hacia los ventanales de la casa, se extrañó de que sólo una de las luces de la segunda planta estuviera encendida, sólo había luz en su dormitorio. Pensó que su hijo estaría durmiendo y que su mujer, la puta asquerosa de su mujer, estaría manteniéndole caliente la cama, como de costumbre, seguramente era para lo único que servía. Pero se equivocaba.

Al entrar a la vivienda los gemidos de gozo y placer provenientes del piso superior le alertaron. Por fin sus sospechas se confirmaban, la había pillado en el acto, nunca mejor dicho, y le haría pagar las consecuencias, a ella y a su amante, después de todo, no iba a ser tan infructuosa la noche. Subió las escaleras procurando hacer el mínimo ruido posible a fin de pillarlos infragantes. Cuando llegó a la puerta del dormitorio, respiró profundamente y entró.

Lo que vio le dejó casi sin aliento, haciéndole palidecer, su hijo, su propio hijo, el joven adolescente, el pequeño Hugo, cabalgaba a su madre, que arrodillada sobre la cama recibía las embestidas jadeando como una perra.

Los incestuosos amantes, al ser sorprendidos en pecado, palidecieron. La mirada de Ignacio pasó de uno a otro, primero con incredulidad, después con asco y por último con malevolencia. Aquello sería la última prueba para su hijo, y el fin de su molesta esposa, ante él se presentaba la oportunidad de completar la perturbada educación que pretendía dar a su hijo y de terminar de una vez con la influencia que aquella mala mujer suponía para el muchacho, una profunda influencia, pensó soltando una carcajada desquiciada que aterrorizó tanto al hijo como a la madre.

-Apártate de ella –dijo mirando a su hijo -. Y tú, tú no muevas ni un músculo.

El adolescente sacó su chorreante miembro del coño de su madre temblando de miedo mientras la mujer se quedaba petrificada. Ignacio abrió la puerta del gran armario empotrado y cogió una caja del estante más alto. La sacó ceremonialmente y la depositó en la cama junto a la pareja. Cuando madre e hijo vieron al padre sacar un afilado cuchillo de caza soltaron un grito ahogado al unísono.

-Por favor, no me hagas daño, haré lo que tú quieras –suplicó la mujer con lágrimas en los ojos.

-Quiero que te tumbes de espaldas, túmbate sobre la cama –susurró Ignacio mirando a su esposa con desprecio. La mujer obedeció aterrada-. Muy bien, así. Ahora tú, hijo mío.

-Dime, padre –contestó el muchacho con la cabeza gacha y el terror reflejado en sus ojos.

-¿Recuerdas el día que te llevé de caza y abatiste a tu primer cervatillo?

-Sí, padre.

-¿Recuerdas lo orgullosos que me sentí de ti?

-Sí, padre.

-Bien, pues hoy no me voy a enfadar contigo, tú no tienes la culpa y no serás castigado –mintió Ignacio-. Toda la culpa es de esta mala zorra, y será la que lo pague.

-¡No, padre! La culpa fue mía.

-¡Silencio! –Bramó Ignacio para continuar con su alegato en un susurro-. Como te decía, la única responsable es esta mala mujer, y pagará por ello con su vida.

-Padre, no… -sollozó el joven mientras la mujer de ígnea melena se preparaba para aceptar su evidente destino sin protestar. Por fin lo había conseguido, hoy sería el día que tanto había esperado, pero descubrió con dolor, que ya no deseaba abandonar este mundo, que no deseaba renunciar a la nueva vida que había descubierto junto a su hijo. Pero sabía que daba igual, que su destino estaba sellado.

-Si, hijo mío, ella pagará con su vida, y tú serás el encargado de hacérselo pagar.

-¡No! ¡Jamás! –gritó el joven.

-Si no lo haces tú, lo haré yo, y créeme que seré bastante más cruel. Y después, si debo interpretar que te acostaste con mi mujer como signo de traición, te mataré a ti también.

-Hazlo, por favor –lloró la joven madre-. Prefiero que seas tú el que me quite la vida, no dejes que lo haga él, hazlo tú. Me voy en paz, y feliz. Te perdono. Te quiero.

El padre el enorme cuchillo en las manos del hijo.

-¿Te acuerdas del cervatillo? –volvió a preguntar Ignacio.

-Sí, padre –contestó Hugo temblando de rabia mientras lloraba de angustia.

-¿Recuerdas lo que hiciste cuando estaba malherido tras el disparo?

-Sí, padre.

-Pues ahora ella es el cervatillo, ella es la presa indefensa, y tú, tú eres el cazador.

El joven Hugo se arrimó impotente al cuerpo desnudo e indefenso de su madre. La miró a los a los ojos mientras lloraba profusamente. Ella correspondió la mirada y le sonrió.

-Estoy lista. Hazlo ya. Te quiero. Te perdono.

El niño arrimó el cuchillo a la garganta de su amada madre y cortó. El tajo fue mortal de necesidad, la sangre carmesí manó abundantemente mientras el hijo lloraba la muerte de su madre. Los ojos de la mujer se apagaron lentamente mientras la vida escapaba de ellos. Su último pensamiento fue para su hijo.

“Te deseo lo mejor, mi amor, espero que jamás te parezcas a tu padre”.

Pero por desgracia, su deseo jamás fue escuchado por nadie.

(8,65)