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Los crímenes de Laura: Capítulo noveno

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Un país maravilloso.

 

Nivel de violencia: Bajo

 

Aviso a navegantes: La serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de violencia que contienen:

                   

-Nivel de violencia bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato cualquiera.

-Nivel de violencia moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.

-Nivel de violencia extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto para gente con buen estómago.

 

 

 

Laura acompañaba a su sombra por la avenida, sus pasos se perdían entre tanta gente, buscaba una puerta, una salida. De pronto se paró, alguien la observaba, levantó la vista y se encontró con ella. De pie, a tan sólo unos metros de distancia, entre la multitud, la mujer de ojos verdes y melena pelirroja clavo su vista en ella. Pero casi al instante pareció perder todo su interés en la detective, y tras sacar con extremo cuidado un reloj de bolsillo labrado en fina plata de algún recoveco de su chaleco, lo consultó angustiada.

 

-Llego tarde –murmuró mientras volvía a guardar el ornamentado reloj apresuradamente y echaba a correr.

 

El timbre de un teléfono antiguo la hizo olvidar por un momento a la mujer que se escabullía entre los transeúntes y obligó a la detective a darse la vuelta. Frente a ella, como salida de la nada, una cabina telefónica de roja estructura londinense la invitaba a entrar.

 

-Detective Lupo –contesto Laura descolgando el aparato sin pensar.

 

-Debes dirigirte a la mansión encantada, te necesitan, se ha escrito un crimen –aseguró una voz desde el otro lado de la línea.

 

-¿Pero quién es ella? ¿A dónde ha ido? –rogó Laura a través del teléfono.

 

-La mansión, Laura, la mansión –insistió la voz misteriosa.

 

-Voy para allá –replicó Laura abandonando la cabina y corriendo tras el conejo blanco de ojos aceituna y cabello rubí.

 

Las grandes verjas metálicas se abrieron para dejar paso al antiguo coche negro de grandes guardabarros y motor prominente. El chofer condujo el vehículo siguiendo el sinuoso camino que atravesaba los jardines y se detuvo frente a las enormes puertas dobles de roble macizo, que separaban el interior de la gran mansión señorial del resto del mundo. Laura abrió una de las portezuelas traseras del coche, sin siquiera esperar a el conductor le franqueara el paso, y se apeó, fumando sensualmente un cigarrillo con boquilla larga. El color rojo intenso de sus labios destacaba contra la sobriedad de su vestido, una falda larga y una discreta blusa negra, compartían el protagonismo con un pequeño sombrero del que pendía medio velo semitransparente bajo el que escondía la cara.

 

Las recargadas puertas de entrada a la barroca mansión se abrieron ruidosamente hacia el interior, justo en el momento en que la detective se disponía a llamar. Entendiendo aquél gesto como una invitación, atravesó el umbral y se detuvo en el centro del espacioso hall. Miro a su alrededor, aquella amplia sala estaba ornamentada de una forma excesivamente pomposa. Los techos eran surcados por filigranas de mampostería que se unían a capiteles enrollados en figuras imposibles, precedidos por sobrecargadas columnas que danzaban hasta el suelo acompañadas por tallas tortuosas, los suelos estaban cubiertos por gruesas moquetas de tonos apagados, y las paredes se ocultaban bajo decenas de estridentes lienzos coloridos. Uno de los cuadros le llamó la atención especialmente y lo contempló con curiosidad.

 

-¿Quién eres tú? –remarcó cada una de las palabras una voz a su espalda.

 

Laura se giró rápidamente para observar a su interlocutor. Al darse la vuelta se encontró con un hombre no demasiado joven, atractivo, de rizado cabello rubio y ojos claros, vestido completamente de azul, y con un tono de piel ligeramente a juego con el color de su vestimenta. Él le sonrió mientras aspiraba de una cazoleta humeante.

 

-¿Quién eres tú? –volvió a preguntar el hombre vestido de azul mientras formaba un aro de humo denso entre los labios y lo hacía surcar el aire, soplando, hacia la mujer.

 

-¿Yo? Yo soy Laura –dudo ella, confundida por un instante, mientras intentaba apartar el humo de la cara sacudiendo la mano frente a sí-. Quiero decir, soy la detective Lupo. He venido a investigar el asesinato. ¿Y quién es usted?

 

-Veo que tienes buen gusto –contestó el hombre, enfatizando cada una de las palabras, mientras señalaba el cuadro que había estado contemplando la detective-. ¿Un poco de té?

 

-No, muchas gracias –replicó Laura con cortesía.

 

-¿Seguro? Es té de la mejor calidad, si bebes un trago crecerás –el extraño hombre la contempló con una luminosa sonrisa en los labios.

 

-Eh… No, mejor no.

 

- Si cambias de opinión puedes salir a los jardines, se está celebrando una fiesta.

 

-Lo… pensaré- contestó Laura, desconcertada.

 

-¡Hm! Como quieras- si el hombre se sintió decepcionado no lo dijo, por el contrario, se acercó al cuadro que Laura había contemplado hacía unos instantes, acomodando el cuello de su chaleco. Ella volvió a centrar su atención en la pintura mientras escuchaba la explicación del extraño personaje azulado.

 

-Observa la pintura –comentó mientras acercaba su mano al lienzo tanto que casi parecía rozarlo-. Al menos treinta trazadas fueron necesarias. Fíjate en la composición, el detective en el centro, la mujer, al fondo, el culpable, engullendo, y lo más importante, el juego de minigolf.

 

-¿Quién fue el artista? –preguntó Laura dubitativa.

 

-El gran Eros, el rey del relato corto.

 

-¿Pero no era pintor?

 

-Sí

 

-Ah –Un silencio incómodo se expandió por toda la habitación hasta que Laura decidió, por cortesía, decir algo-. Y el cuadro… ¿Cómo se llama?

 

-Nunca fue demasiado imaginativo para poner títulos a sus obras… Esta fue la tercera, así que simplemente la llamó Eros tres. Ahora, si me disculpas, he de encontrar a Copa, el sombrero.

 

-¿El sombrerero?

 

-Sí, querida, para la fiesta en el jardín.

 

-Necesito interrogarle a usted –añadió Laura, ciertamente desconcertada-. Y también deberé interrogar al sombrerero.

 

-Estaremos en la fiesta, en el jardín, si quieres pasarte a tomar el té, contestaremos a todas tus preguntas encantados -dijo mientras se alejaba.

 

El elegante hombre añil se marchó en busca de aquel loco sombrerero, dejando a Laura sola en mitad de las calurosas cocinas. Recorrió con la mirada los enormes hornos de hierro fundido, posando sus curiosos ojos en cada uno de los vivaces fuegos, que seguramente proveían de comida a todos los asistentes al banquete. Mientras tanto, los cocineros, coronados con grandes gorros blancos y vestidos con pantalones a cuadros, corrían de un lugar a otro, atareados, sin detenerse ni un momento. De pronto, tomando a la detective por sorpresa, la mujer pelirroja de ojos verdes cruzó a la carrera por delante de sus narices agitando un aregénteo reloj de bolsillo.

 

-Llego tarde, llego tarde –dijo sin siquiera detenerse, desapareciendo tras las puertas batientes que separaban las cocinas de la gran sala de recepción.

 

-Espera –suplicó Laura mientras corría tras ella tan rápido como le permitían sus piernas.

 

Al cruzar la puerta se encontró con un amplio salón repleto de gente. La luz del sol poniente atravesaba los grandes ventanales, inundando toda la sala de un mortecina luz blanca, que dibujaba sombras dispares enredadas entre la maraña de gente. Una gran mesa de banquetes, con todos los platos vacíos, ocupaba el centro de la estancia, pero nadie se sentaba en las labradas sillas de madera que la bordeaban, pues los invitados permanecían en pie, cercanos a las paredes, hablando animadamente sobre el desgraciado incidente acaecido durante la noche anterior. Todos se giraron para observar a la recién llegada y tras un escueto escrutinio continuaron conversando tranquilamente. Laura miró a su alrededor con desesperación, pero no había ni rastro de la apresurada joven escurridiza.

 

-Ah, Laura, por fin has llegado –dijo el subinspector García, apareciendo entre la multitud como salido de la nada, y acercándose a ella-. Debemos encontrar al que mató a la chica pelirroja. El asesino, sea quien sea, no ha podido salir de la mansión. Yo sospecho del Coronel Winston, en la sala de música, con la llave inglesa. ¿Y tú?

 

Laura contempló a su compañero, que rebuscaba en los bolsillos de su largo abrigo de cuadros verdes, intentando encontrar algo con lo que encender la pipa. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero sabía que allí estaba la clave.

 

-Pero… la chica pelirroja, la he visto, llegaba tarde…

 

-Sí, sí, ya lo sé. Ocurrió anoche, durante la recepción –continuó García aspirando el humo de la pipa recién encendida mientras sacudía la cerilla intentando no quemarse las yemas de los dedos-. Debemos interrogar a los testigos.

 

Laura se acercó a una bella mujer joven que conversaba animadamente con un hombre vestido con larga sotana oscura, y le preguntó donde había estado durante la recepción.

 

-Yo y el reverendo estuvimos follando en la cocina –dijo sin muestra de pudor-. La mayoría de la gente estaba aquí, con mi padre, pero el reverendo y yo nos escapamos unos minutos, entonces oímos los gritos.

 

-¿Tú eres su hija?

 

-Sí.

 

Laura observó a la joven, y después se fijó en su acompañante. Realmente parecía un piadoso hombre de dios, con la negra toga hasta los tobillos y el blanco alzacuellos sobresaliendo entre el ropaje. Laura frunció el ceño mientras observaba al extraño pastor.

 

-Es un placer –dijo el clérigo besando a Laura en la mano.

 

-¿Puede confirmar lo que cuenta la muchacha?

 

-Por supuesto. Entramos en la cocina y allí no había nadie. Até a la joven con las sogas de cáñamo que yo mismo he trenzado, y después pecamos como conejos, blancos. Pero ya hemos sido absueltos, no debe preocuparse.

 

Laura meneó la cabeza, mientras abandonaba a aquella peculiar pareja con bastante desconcierto, y se acercó al grupo formado por el servicio. Varias camareras y el mayordomo conversaban con un hombre vestido con un traje marrón de corte antiguo.

 

Laura escuchó como el mayordomo relataba la historia. A la hora de la recepción, él, junto a las camareras, había estado en la habitación principal. El señor no quería que nadie del servicio saliera durante el tiempo que duraría el discurso, así que habían pasado el rato follando.

 

Al parecer, las cinco camareras servían con devoción al mayordomo tanto en las labores domésticas como en las sexuales. El mayordomo contó como las había obligado a arrodillarse frente a él y como después les había follado la boca una por una. Después de eso, las había obligado a levantar las nalgas y como en el caso anterior las había penetrado a todas.

 

Laura miró con desconfianza a las jovencitas, pero para su asombro, todas asentían con la cabeza mientras recordaban los acontecimientos de la pasada noche con una sonrisa.

 

El lugar que antes ocupaban los extraños invitados del señor, dejo paso a las grandes estanterías repletas de libros. Laura ojeó los estantes de la biblioteca. Allí tenía la soledad necesaria para recomponer toda aquella locura. Un libro de lomo oscuro llamó su atención. Lo sacó de su sitio y leyó la portada.

 

«Historia antigua: El imperio del rey Toro, Profesor A. K.»

 

Abrió el grueso volumen y quedó sorprendida al descubrir que la mitad del libro estaba en blanco.

 

-Siempre fue un inconstante –dijo una voz masculina tras ella. Laura se volteó y vio a una pareja madura-. Cuando escribió la historia de Luci…

 

-Déjate de joder –dijo la mujer-. ¿Es que toda la vida le vamos a recordar por eso? Ha escrito muchas más cosas.

 

Con esta afirmación la mujer pareció haber dado la conversación por concluida y salió de la biblioteca seguida por su pareja.

 

Laura no les prestó mayor atención, pues estaba explorando la biblioteca. Dio una vuelta por el resto de la sala y sus ojos se detuvieron en un gran libro profusamente decorado que yacía sobre un atril en el centro de la mesa. Se acercó al incunable y leyó el título en voz alta.

 

-La leyenda de Sombra, escrito por Silvade.

 

Esto si parece interesante, pensó Laura mientras lo abría. Otro truco, el libro estaba totalmente en blanco. Seguramente aún no había sido escrito.

 

Los arbustos se agitaron a su espalda, laura se giró rápidamente desenfundando la pistola. Un hombre intemporal apareció entre los arbustos, apoyando su peso en el bastón mientras cojeaba ligeramente.

 

-¿Quién anda ahí? –gritó Laura mientras apuntaba al extraño encapuchado.

 

-Mis andanzas por el mundo me han traído hasta estos parajes misteriosos –dijo el extraño vestido con una túnica oscura. Laura bajó su arma-. ¿No habrás visto las antiguas ruinas?

 

-No, lo siento -.contestó Laura-. Esto sólo es una mansión victoriana. ¿Y no habrá visto usted por casualidad a una joven de ígnea melena con un gran reloj de bolsillo?

 

-En mis viajes he visto muchas cosas, pero creo que no he visto a esa mujer. Toma este colgante –dijo el extraño extendiendo su mano y entregándole una piedra en forma de corazón rosa bordeado en plata colgando de una cadena también de plata-. Es un poderoso amuleto, úsalo bien.

 

-¿Por qué? ¡No es mi cumpleaños, es el de Vieri! –Protestó Laura.

 

-Pues entonces, acéptalo como regalo de no cumpleaños –respondió el místico. Y dicho esto volvió a desaparecer entre las sombras.

 

Laura contempló durante unos instantes aquel curioso presente y lo guardó en un bolsillo. No sabía donde estaba, era evidente que se había perdido. Así que elevó la vista para intentar encontrar una referencia entre los astros del cielo nocturno. Una gran sonrisa le devolvió la mirada desde lo alto de un árbol. Laura la observó pensativa y, tras meditar unos segundos, se agacho velozmente, recogió una piedra del suelo y la lanzó contra la misteriosa mueca sin dueño.

 

-¡Au! Me has hecho daño –protestó la sonrisa.

 

-¡Déjate ver! –rugió Laura, envalentonada.

 

Tras la sonrisa fue apareciendo, poco a poco, un gato de color rojo. Realmente no apareció, siempre había estado allí. A Laura le recordó una de aquellas fotos trucadas que había visto en tantas ocasiones, en las que dos imágenes compartían plano, siendo visible sólo una u otra, según se mirara. Pues hacía un momento no había nada y ahora allí estaba aquel extraño animal, aunque realmente nunca había dejado de estar.

 

-¿Quién eres? –Preguntó Laura.

 

-Soy una gata.

 

-¿Y por qué eres roja?

 

-No soy roja –pareció ofenderse la gata-. Soy colorada.

 

-¿Qué quieres de mí?

 

-¿Qué buscas? –Respondió la gata.

 

-No lo sé –Laura estaba confusa.

 

-¿Eres Alicia?

 

-No, soy Laura.

 

-Si no eres Alicia, creo que me he equivocado, tal vez sea mejor que me vaya –y la gata comenzó a desaparecer tal y como había aparecido, dejando de ser vista, pero sin marcharse.

 

-Espera –suplicó Laura consiguiendo que la gata dejara de desvanecerse-. Sí sé que busco.

 

-¿Sí?

 

-Estoy buscando a la muchacha de ojos aceituna y melena escarlata. ¿Dónde puedo encontrarla?

 

-Busca a la Reina de Tréboles, ella te lo dirá.

 

-¿Y dónde debo buscar a la Reina Tréboles?

 

-Sigue más allá del ana, encontrarás un país maravilloso.

 

-¿Más allá de donde? –Preguntó Laura confusa.

 

-Más allá del alba.

 

-¿Has dicho más allá del ana.?

 

-¿Por qué diría yo tal cosa? –La gata parecía contrariada.

 

-Lo has dicho –insistió Laura.

 

-No –negó la gata airada.

 

-De acuerdo –se resignó Laura-. ¿Y cómo podría llegar hasta allí?

 

-No sé, coge el autobús –replicó la gata antes de desaparecer canturreando.

 

Laura no salía de su asombro cuando comprobó que el hombre sentado en el autobús estaba acariciando la pierna de la joven que dormía sentada a su lado. A punto estuvo de decir algo,  pero no lo hizo, su intuición le decía que aquella muchacha no dormía, que sólo se hacía la dormida. Pudo observar un estremecimiento de la joven cuando el hombre introdujo su mano dentro de la falda de la mujer. Decidiendo no intervenir, se dio la vuelta y entró en el quiosco.

 

-Busco un juguete.

 

El dependiente, que seguramente era jubilado, la recorrió con la mirada de arriba abajo.

 

-Creo que tengo lo que busca –dijo acercándole un osito de algodón-. Es Bubu, el peluche adorable pero cruel.

 

-Maldita rata traidora –susurró Laura sin saber muy bien porqué.

 

-¿Ha dicho algo? –preguntó el dependiente.

 

-No, nada, que me lo llevo.

 

Laura salió del quiosco y se zambulló en la piscina. Nadó durante un rato, el agua cálida contrastaba con el frío estepario del exterior. Nunca supo que le llevó a ello, pero se detuvo a contemplar la pareja de adolescentes que se besaban mientras introducían sus manos bajo los pequeños bañadores. Pero cuando su marido, Fernando, la llamó, no lo dudó un instante y acudió a su lado dejando a los jóvenes seguir a lo suyo.

 

-Laura, debes encontrarle, debes encontrar al pequeño Hugo –le dijo mientras la abrazaba.

 

-Lo sé, pero no se quién es, no se donde está y ni siquiera sé donde buscar –lloriqueó Laura-. La mujer pelirroja me llevará hasta él, pero tampoco soy capaz de encontrarla.

 

Lloraba sola, acurrucada en una esquina del salón, sus padres se habían marchado dejándola abandonada con la única compañía del peluche adorable pero cruel.

 

-¡Vosotros, vosotros sois los únicos que podéis ayudarme! –Gritó Laura señalando con dedo tembloroso a los lectores que se parapetaban tras la pantalla de su ordenador-. ¿Quién es él? ¿Cómo se llama? ¿Qué es lo que sabéis que no me decís?

 

Laura desenfundó el arma y vació el cargador, haciendo agujeros de considerable tamaño en las pantallas de plasma repletas de letras. Nadie parecía darse por aludido, pero ella confiaba en que obtendría respuesta, porque el carruaje no se detenía. Los caballos desbocados trotaban cuesta abajo, serpenteando por la ciudad. Laura intentaba detenerlos, pero no podía. Frente a ella, el pequeño Hugo huía montado en una motocicleta.

 

El suelo pasaba raudo bajo sus pies, mientras sobrevolaba las alturas a lomos de una avioneta de una sola hélice.

 

-Vamos, Laura, ya casi le tenemos –gritó el subinspector que pilotaba el aeroplano-. Ahora salta.

 

Laura no dudó y abandonó la avioneta, dejándose caer al vacío. El paracaídas se abrió bruscamente permitiendo a Laura aterrizar en el centro del banquete. Alguien le tendió un sombrero de copa y Laura se lo puso.

 

-Arrodíllate –le susurró una voz al oído-. Debes mostrar un respeto.

 

Laura imitó a todos los presentes, hincando su rodilla en el suelo.

 

-¿Quién es? –Preguntó en un susurro mientras los Trovadores y Cronistas, batían sus laúdes cargadas de palabras.

 

-Su majestad Alex, La Reina de Tréboles –respondió un hombre a su espalda.

 

Y entonces lo vio. No sabía como lo supo, ya que ni siquiera era capaz de distinguirlo con claridad, pero reconoció entre la multitud al pequeño Hugo. Allí estaba el sanguinario asesino al que tanto había perseguido. Él también debió percibir su presencia, porque sin motivo aparente se puso en pie y echó a correr.

 

-¡Que les corten la cabeza! –Rugió la reina de Tréboles mientras Laura salía en pos del asesino.

 

El desierto se extendía bajo sus pies, no había un alma humana a miles de kilómetros de distancia, y Laura sólo corría. No sabía cuanto tiempo había pasado desde que iniciara aquella maratoniana persecución, tal vez días, tal vez años. El pequeño Hugo corría frente a ella, a pocos metros, casia al alcance de su mano, pero nunca conseguía atraparlo, siempre que intentaba cerrar su mano sobre él, le faltaban unos milímetros para apresarlo.

 

De pronto se paró asustada, contemplando su pelo oro que se había tornado carmesí. El pequeño Hugo se paró también, como entendiendo lo que pasaba. Lentamente el asesino se dio la vuelta, sin desvelar su rostro, tan sólo una pérfida sonrisa se distinguía en su cara.

 

-Ahora eres mía –rió el corpulento asesino acercándose a la indefensa Laura de ojos aceituna.

 

Laura corrió angustiada entre las calles desiertas, huyendo de su agresor. No sabía cuando, cómo ni por qué, pero se había trasformado en la mujer pelirroja a la que había estado siguiendo, y de alguna forma supo que siempre había sido ella. Palpó su costado en busca de la pistola, pero no la halló, tan sólo encontró un precioso reloj de bolsillo ricamente tallado. Estaba desarmada, vulnerable y perseguida por un grupo de pistoleros que disparaban siempre tras ella. Hasta el momento había conseguido esquivar sus disparos siendo más veloz que las balas, pero su suerte duraría poco.

 

Llegó al borde de la azotea y contempló aterrorizada el vacío que se abría ante ella. Laura se giró dispuesta a huir, pero lo último que vio fue a aquel hombre malvado que la empujaba edificio abajo.

 

El suelo se acercaba a gran velocidad mientras Laura se desplomaba gritando y de pronto…

 

Laura abrió los ojos repentinamente, incorporándose. Estaba totalmente bañada en sudor frío, tumbada en el sofá, en el salón de su casa, con un bote de cerveza a medio beber sobre la mesa y la televisión encendida. Debía haberse quedado dormida hacía ya unas cuantas horas. Laura consultó la hora con el mando de la televisión para descubrir que era demasiado temprano para ser tan temprano.

 

Se levantó del sofá y se dirigió a su dormitorio. Las imágenes de la pesadilla comenzaban a desvanecerse en su memoria. Sería que no veía suficientes cosas horribles a lo largo de su día como para encima tener que soñar barbaridades.

 

Laura entró en la habitación que una vez compartió con su amado y en la que ya casi nunca dormía. Descorrió la cortina para que la luz de la luna la acompañara durante el resto de la noche y se tumbó en la cama. Acurrucándose entre las sabanas extendió el brazo para abrazar al hombre que una vez compartió su lecho y que ya no estaba a su lado.

 

 

-Te quiero mi amor –dijo sollozando-. Tal vez mañana sea el día en el que nos volvamos a reunir a las puertas del cielo. Tal vez mañana… 

(8,00)