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¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?

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30 de julio 2012 10:00 PM

 

Dejo a Iván en el taller y  vuelvo a la agobiante soledad de mi casa. Mañana salgo hacia Sanlúcar, donde me voy a pasar casi todo el mes de agosto disfrutando de la familia, el sol y la playa. Repaso minuciosamente el equipaje por si se me olvida algo y, tras unas cuantas vueltas a las maletas cerciorándome de que todo está en su sitio, lo dejo por finiquitado. Está claro que de lo que llevo no me falta nada (Pero seguro que me olvido algo).

Pongo la televisión, pero los histriónicos presentadores de los programas concursos son mala compañía y con la misma premura que la enciendo, pulso el botón del off.

Los libros pendientes de leer se encuentra junto con los bañadores y los demás utensilios de la playa, así que la única opción que me queda es sentarme delante del ordenador y chatear con un desconocido, que ni sabe nada de mí, ni yo sé nada de él y que lo único que tenemos en común es que nos gustan los hombres.

Hace bastante calor, antes de sumergirme en el mundo virtual enciendo el aire acondicionado, busco en la nevera un poco de limonada, me echo un vaso bien grande y me encierro en el dormitorio para intercambiar mensajes inapropiados con alguien al otro lado de la pantalla, que se encuentra tan desocupado como yo. Alguien que seguramente no será como dice ser, que su forma de expresarse en cortos y calientes mensajes no tendrá que ver con su “yo” diario. Alguien que, como yo, se aferra a una fantasía irrealizable para que la  rutinaria realidad no le aplaste.

Mientras espero que el ordenador se inicie, intento asimilar lo ocurrido esta tarde. Dejándome confundir por el sexo, como  hago siempre, he logrado echar  un buen polvo. El tal Iván ha demostrado ser tan bueno (o más) en un segundo encuentro que como lo recordaba en el primero. Nos ha gustado tanto, que a su petición de seguir viéndonos no me he podido negar, ¿quién podría?

El tío es un gañan de cuidado, pero también es muy buena persona y, lo más importante, un buen follador. Tengo claro que de seguir frecuentándolo,  nuestra relación se va a limitar al plano sexual, que no vamos a ser novios, ni nada parecido…Un follamigo como mucho.  Marcar el número del mecánico simplemente me garantizaba un buen “meneo” de vez en cuando. No tendré más remedio que buscar el efecto y la comprensión en otra parte.

Mi vida sexual había cambiado radicalmente en los últimos meses, de no tener a nadie con quien calmar mis deseos y estar a lo que surgiera, había pasado a tener dos “amantes” fijos: Iván y Ramón. ¡El bueno de mi amigo Ramón! Toda la vida enamorado de él como un idiota y, cuando menos lo esperaba, el destino me lo había puesto en bandeja.

Se supone que tengo motivos para estar contento, la mala racha parece haber quedado atrás… Sin embargo, ¿por qué en el fondo de mi estómago siento como si no estuviera haciendo lo correcto? ¿Será quizás porque  el sexo sin amor me deja resacas como la del whisky de garrafón? ¿O será porque aunque lo que busco es amor, al final lo que siempre encuentro es sexo únicamente?

Evito responderme  a mis preguntas, pues el timbre de mi teléfono interrumpe mis pocos productivos pensamientos. La pantalla del móvil me “chivatea” que es Ramón quien me llama. El muy cabrito parece tener un sexto sentido y parece que se huele cuando follo con otro, pues a continuación me telefonea (Ya ha sucedido en dos ocasiones). Menos mal que nos dejamos claro que cada uno podía hacer con su vida lo que le diera la gana, ¡que si no!...

Cojo el atronador instrumento entre las manos, el corazón parece que se me va a salir por la boca, la culpa me invade pues creo que mi primera palabra va a  ser reveladora de  lo que he estado haciendo esta tarde, respiro profundamente durante unos breves segundos, pulso el botón para recibir la llamada y respondo:

—Sí, dime.

—¡Hola tío!, ¿qué pasa? —su voz está cargada de alegría y vida  por igual.

—Pues nada… por aquí… de vacaciones… ¿Y tú?

—Mi hermana Marta vuelve el miércoles por la tarde y el jueves tiramos para Fuengirola… Hasta después del puente de la Virgen.

—Yo, si Dios quiere, me voy mañana para Sanlúcar.

—¿Te da igual irte el miércoles?... Me gustaría verte mañana.

—¡Tío, es que voy a comer todo el tráfico de primero de mes!

—¡Anda, enróllate! Tengo algo que contarte que no puede esperar. ¡Venga, porfa!

Aunque no digo nada, mi silencio es otorgante pues él prosigue hablando como si hubiera accedido a su petición.

—Nada más termine mi turno, paso a recogerte. Nos tomamos unas cervezas con tapas en el bar de la avenida y hablamos.

—¿Me queda otra opción?

—No — sentir su risa a través del auricular me hace olvidar mi culpabilidad por haberle sido “infiel” y sonrío complacidamente.

Tras colgar el teléfono, se me tuvo que quedar una carita de pasmarote del quince. Para que aquel momento fuera más “azucarado” de lo que ya lo era, solo precisaba que de fondo sonara la canción de los Panchos: “Si tú me dices ven”.

Mi amistad con Ramón viene de cuando éramos críos, no solo habíamos sido amigos de juego, sino que durante la adolescencia intercambiamos confidencias y cuando las cosas se pusieron jodidas, uno siempre había sido el apoyo del otro. Si a eso le sumamos la buena amistad de nuestras familias, era lo más parecido a un hermano de mi  misma edad que había tenido jamás. 

Desde que descubrí que me gustaban los hombres, mis sentimientos hacia Ramón era la verdad que me negaba más veces al cabo del día y cualquier posibilidad de acercamiento en el plano afectivo la evitaba por dos importantes razones: no tener que sufrir su rechazo y, la más importante, no perderlo como amigo.

De la heterosexualidad de mi amigo no había ninguna duda, en la adolescencia su don de gentes lo hacía de los chicos más deseados de la pandilla y cuando no tenía novia fija, las chavalas con quienes enrollarse no le faltaban. La multitud de ocasiones que lo veía desnudo, ya fuera cuando compartíamos ducha o dormíamos en la misma cama, no hacían más que acrecentar mi frustración. Una frustración, que a cada día que pasaba,  se volvía más apesadumbrada.

Por aquella época, yo no aceptaba mi homosexualidad y tuve mi novia florero con quien  las relaciones sexuales eran poco buscadas y escasas. Harto de vivir una mentira, decidí dejarla y, poco a poco, los estudios universitarios me dieron la coartada perfecta para aceptar, aunque solapadamente, mi verdadera identidad.

Ni qué decir tiene que Ramón y el resto de la pandilla siguieron formando parte de mi día a día, aunque siempre supe mantener los dos aspectos de mi vida separados. Estaba claro que cuando estaba en compañía del que para mí era mi hermano, ocultar mis sentimientos era un papel digno de un Óscar.

Si cuando se casó yo no hubiera estado emparejado con Enrique, mi tristeza por perder algo que nunca fue mío hubiera sido mayor. Sentimientos equidistantes nacían en mí: por un lado compartía su felicidad, por otro me sentía como un barco a la deriva en el mar de la insatisfacción.

Conforme los años fueron pasando, el hombre deseado dejó paso al amigo. El mejor que se puede tener, más cuando yo había dejado de poner las palabras sexo y Ramón juntas, el destino me brindó una oportunidad, que ni en la situación más remota se me hubiera pasado por la cabeza.

Gracias a un cúmulo de circunstancias que  confluyeron en una misma noche, Ramón y yo iniciamos una relación sexual que dura ya cerca de un año. En mi fuero interno sé a ciencia cierta que esto no va a ninguna parte, que a cada momento que comparto con él, le siguen días y días de soledad, que al final me pasan una costosa factura. Sin embargo, desde que comenzamos a tener sexo, he de admitir que soy bastante  más feliz pues reconozco que aunque él nunca será el tipo de pareja que necesito en mi vida, sé también que jamás me fallara, y esa seguridad es algo de lo que la gran mayoría de los matrimonios carecen.

Me repito una y otra vez que no debo encapricharme de él, que es un hombre casado y si alguna vez se le pasara la tontuna de dejarlo todo por mí (cosa que conociéndolo veo improbable), no me podría mirar al espejo sabiendo que Elena, su esposa, está sufriendo por mi culpa.

Sin embargo, tener los pies en el suelo no significa que seamos incapaces de soñar despierto, ilusionarme con que lo voy a ver mañana,  aunque solo sea para tomar unas cervezas, me es sumamente fácil, tanto como recordar nuestro primer encuentro.

8 de Octubre del 2011

Lo peor de acercarse a los cuarenta es ver cómo, día a día, la juventud se te escapa, la nostalgia te hace un nudo en el pecho y, como si quisiéramos oponernos a la realidad del tiempo, buscamos revivir aquellos momentos que nos hicieron sentir bien.

Uno de los intentos más populares de este volver la vista atrás, son las reuniones de antiguos alumnos. Aquel otoño se cumplía veinte años que habíamos terminado la E.G.B. y alguien, con el suficiente tiempo libre y empeño, consiguió dar con la inmensa mayoría de los compañeros de aquel octavo de básica (¡Hay que ver cuánto bien ha hecho Facebook a las relaciones humanas y a estos eventos, en especial!)

La cena tenía lugar en una hacienda en las afueras de Mairena del Alcor, que se dedicaba a celebrar banquetes de bodas y demás. Para el fin de fiesta contábamos con barra libre hasta la madrugada y un disc-jockey quien para no desentonar con nuestros gustos musicales, se había surtido de la mejor música que sonaba en nuestros años mozos.

Como barra libre y conducir dan como resultado una buena multa y menos puntos en el carnet, mis amigos, conociendo mis incompatibilidades con el alcohol, se “ofrecieron” a acompañarme en mi coche, con la única condición de que los llevara de vuelta.

Manuel, Jaime, Ervivo, Ramón y yo, llegamos al lugar de la reunión de los primeros. Únicamente se encontraban allí la organizadora y unos pocos más. Tras los saludos iniciales fui venciendo mi timidez y me fui acoplando a la conversación de los compañeros de infancia.

A la medida que fue pasando el tiempo, el personal fue haciendo acto de presencia. En cosa de una media hora, estábamos allí todos, incluso se incorporó al grupo algún que otro profesor a los que, inevitablemente,  no podía evitar mirar con cierto respeto.

Una sensación extraña me recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza. Por momentos creí estar atravesando una especie del túnel del tiempo en la que, todos los presentes parecíamos haber vuelto a nuestro años de infancia.

Contemplar a gente con la habíamos compartido tanto tiempo de inocencia y  tantos descubrimientos, hizo que la magia se apoderara del momento y nos comportáramos como si nuestro reloj biológico se hubiera atrasado veinte años. 

A pesar del tiempo transcurrido, seguíamos viendo a los populares como los más guay, las rarezas de los  frikis nos seguían dando un poco de repelús  y los empollones, como yo, seguíamos despertando en los demás ese sentimiento de envidia-pena al que estábamos tan acostumbrados.

Fuera como fuera, todos nos habíamos emperifollado a consciencia, con la única intención de sacar  nuestro mejor yo a relucir. Los que eran alguien en la época de escuela, para que no se notara demasiado su declive; los que éramos poco más que nada en aquellos días, para mostrarles a todos el maravilloso ser adulto en que nos habíamos convertido. Todo un acto de culto a esa “religión” social,  en la que el parecer supera siempre al ser.  

En un alarde de vanidad de la que carecía durante la infancia,  me había ataviado con un jersey de rayas, el cual sin ser ajustado en demasía, dejaba al descubierto todos los logros conseguidos en mis interminables horas de gimnasio. Al verme de aquella guisa, más de una antigua compañera alabó mi físico e hizo hincapié en lo cambiado que estaba de cuando era crío. Algo en lo que no le faltaba razón pues, la imagen que ofrecía de adulto poco o nada tenía que ver con la del tímido empollón que ellos recordaban. Alguna, en un acto de poquísima  vergüenza, me llegó a decir que con lo feo que era de niño, parecía mentira que de mayor me hubiera puesto tan bueno.

Sin embargo,  por muchos halagos que recibiera mi persona, no eran comparables con los que recibía Ramón. Los hombres de la reunión lo miraban lleno de admiración, las mujeres con ojos donde brillaba el deseo. El magnetismo animal que irradiaba mi amigo no tenía parangón, y es que el don de gentes se nace con él o no se nace.

Mi amigo es un tío del que cuesta mucho decir algo negativo, excelente conversador, buena persona, anteponiendo siempre las necesidades a las suyas y todo de una forma natural, sin buscar reconocimiento o ser el centro de nada. Todos los allí presentes recordaban deberle algún favor  y él parecía haber olvidado que existiera tal deuda.

Si era guapo por  dentro, lo que mostraba a los demás no podía ser más agradable: una encantadora sonrisa que emanaba simpatía sin proponerlo, una mirada sincera que te cautivaba por completo y que te hacía olvidar que no era una belleza masculina al uso. Luego estaba su físico, un cuerpo moldeado por muchas horas de ejercicio: unos hombros anchos, un pectoral vigoroso, unas buenas piernas… ¡Si hasta su pequeña barriga cervecera le daba cierto atractivo!

Aquella noche estaba más que radiante, se veía que estaba disfrutando a lo grande con el reencuentro y sus ojos  estaban cargados de un brillo especial, lo vi feliz como pocas veces y no podía disimularlo, aunque quisiera. 

La mayoría de la gente se había engalanado de ropa lujosa y él, con una chaqueta gris, unos pantalones chinos y una camisa blanca hizo alarde de una elegancia que ensombreció a todos por igual.

Pese a que sabía que era una fruta prohibida, más de una vez y amparado en el disimulo de la distancia, mis ojos recorrieron cada milímetro de  su cuerpo. Ver como la tela de su camisa se pegaba a su pecho, era un catálogo para los más libidinosos deseos y, tras recorrer su tórax, mis miradas contemplaban como los pantalones se ceñían a su cuerpo, insinuando un culo de pecado y un mejor paquete.

Tras los aperitivos pasamos al interior del local, Ervivo y Manuel se sentaron en una mesa  en la que estaba una antigua novia suya, junto a Jaime, Ramón y yo, se sentaron tres compañeras de las más deseadas en la época de colegio.

—Si en vez de sentarse con nosotros estos dos —La que así hablaba era Davinia, un bomboncito en sus años mozos   a la  que los años no habían tratado demasiado bien —lo hubieran hecho Pepe y Ervivo, hasta me podía creer que habíamos quedado para ir al cine.

Las palabras de aquella mujer, a pesar de su tono jocoso, buscaban herir el amor propio del noble Jaime y el mío pues todos los allí presente sabíamos del verdadero significado de ir al cine: pegarse el lote en los asientos del fondo. Con lo que la voluptuosa señora demostraba que  en veinte años solo le habían crecido el culo y las tetas, que su cerebro seguía tan poco desarrollado como en aquel entonces.

Si el solapado insulto hubiera ido dirigido solo a mí, me hubiera callado pero el bueno de Jaime no se merecía ese tipo de desprecio por parte de aquella tipa, así que pensé que o decía algo que dejara en evidencia su poco tacto y talento, o mi noble amigo con su timidez lo iba a volver a pasar tan mal como en aquellos años.

—¡No te creas! Los  gustos de Jaime y los míos han cambiado mucho en veinte años… ¡Ya hasta vemos películas malas! Lo  de ir al cine, por nuestra parte, no sería ningún problema.

Davinia no supo  absorber la ironía de mi comentario e, incapaz,  de decir nada coherente, guardó silencio. La que sí habló fue la mujer que estaba sentada a su lado, Marisol, quien  dándose cuenta de la metedura de pata de su compañera y amiga, intentó enmendarlo, trivializando lo ocurrido con sus mejores palabras.

—¡Pues si tú no quieres “ir al cine” con ellos, vamos la Rosa y yo! ¿Pero tú has visto como ha madurado Jaime? ¡Y de Marianito ya ni te digo!, que porque una está casada y bien “¨cazada”, sino nos veíamos más de una peliculita…

—¡Mira esta, si parecía tonta cuando la compramos! —Las palabras de Rosa fueron acompañadas de una especie de burla y un breve toque en el hombro de Marisol, que concluyó con unas risas por parte de los seis, con lo que el tenso momento pasó a un segundo plano.

A lo largo del trascurso de la cena, mis compañeros fueron poniendo al día al resto de cómo les había tratado la vida y lo que habían hecho con esta. Oír cómo estaban felizmente casados y el número de hijos que tenían, me hizo sentir un poco fuera de lugar, como si fuera una especie de fracasado social que no hubiera cumplido el papel que esta le tenía asignado.

Una vez me llegó el turno de explicar el “esta es mi vida”, mi sensación de culpa se vistió de timidez. Mi educación católica no me había preparado nunca para enfrentar mi realidad sexual y, para ello, debía pasarme el octavo mandamiento por el arco del triunfo. Ley divina que no sé si por mi subjetiva interpretación o por su baja posición en la tabla, transgredía más veces de las que debiera, pues siempre me decía lo mismo: ocultar la verdad no era lo mismo que mentir.

—La vida de casado no está hecha para mí, todavía no he encontrado la mujer que me empuje a hacerlo…

—Pues eso será porque has buscado poco, miarma, porque los profesores no lo ganáis mal y ¡estás taco de bueno!

Volver a escuchar de los labios de Marisol que le parecía atractivo de forma tan burda, despertó una parte de mi ego que creía olvidada, pues aunque  en la elección de mi identidad sexual nunca tuvo que ver mi falta de atractivo para con las mujeres, me agradó saber que aquella puerta aún no se había cerrado del todo.

—¡Este vive mejor que quiere! —Dijo Ramón echándome el brazo cariñosamente por los hombros —De vez en cuando se pega unos despistes, ¡que ni Dios sabe dónde está! y como no le tiene que dar explicaciones a nadie, ¡muy bien que me parece!

La forma en que mi amigo, sin saberlo, había transformado mi realidad en una cosa bien distinta no dejó de asombrarme. Aunque había sonado  como que era una especie de crápula para el que las mujeres no tenían un no, lo cierto era,  que en mis noches de sexo furtivo, las féminas no tenían ningún protagonismo.

Tras la comida pasamos al salón de actos, donde la bebida comenzó a circular al compás de la música de los noventa. Poco a poco la gente se fue animando y la mayoría, dejando la vergüenza a un lado,  nos pusimos a bailar éxitos que tenían  reservado un  buen lugar en nuestra memoria.

Conforme avanzaba la fiesta, los antiguos alumnos se sentían más cómodos y relajados, la sensación de plena felicidad se asomaba en cada uno de los rostros y parecía que no hubiera nadie, cuyo único propósito  no fuera disfrutar cada minuto de una noche irrepetible.

Aunque hubo momentos inolvidables, si tuviera que destacar uno, nadie me discutiría  que el mejor fue cuando Brígida, la profesora de Matemáticas, una señora de sesenta y pocos años bastante marchosa, se pidió bailar “La Lambada” con Ramón.  Aunque  en un principio este se negó por vergüenza, la buena mujer lo convención diciendo  que era lo mínimo que debía hacer,  por todos aquellos exámenes en los que le pasó la mano.

Fuimos de los últimos en abandonar la hacienda, Ervivo  y Ramón casi acaban con las reservas de ron del local, tras despedirnos de los pocos compañeros que aun aguantaban la juerga, salimos del local. 

—Mariano, yo no me voy contigo.  Me voy con Mamen —Dijo Ervivo, adoptando una pose que parecía que se iba a comer el mundo.

—¿Qué Mamen? —Pregunté yo, poniendo mi mejor cara de imbécil.

—¡Mamen aquí! —Respondió palpándose el paquete de un modo, cuanto menos, soez.

Oír las risas a coros de mis amigos, me retrotrajo veinte años atrás, cuando, de un modo cariñoso,  me hacían caer en todas sus trampas verbales.

Entre bromas nos encaminamos al coche. Al comprobar que el personal iba más “cargado” de alcohol de la cuenta, solté una de las mías y  con mi mejor voz de sabiondo repelente:  

—Si alguien tiene que vomitar que lo haga antes de llegar al coche.

—¡Yoo   no vooy  boorrasshoo! —Respondió Jaime de un modo casi ininteligible y dando camballadas.

—Tú, al igual que los otros tres,  llevas una papa la mar de curiosa —Contesté sonriendo, a la vez que lo agarraba para que no se cayera.

—Tú no ve lo buena que es la papa que llevo…. —dijo Pepe poniendo cara de que iba a contar un chiste de los suyos —¿ Po tú sabe lo que va a ser mi mujer cuando me vea?

—No sé, compadre —contestó Ervivo  haciéndose cómplice del chiste.

—Ponerle faltas… ¡Si es que yo sé que no le va a gustar!

 A pesar de  que el chiste estaba más visto que la alcayata del almanaque, nos sentiamos  tan felices que rompimos a reír a carcajadas.

Pepe, Jaime y Ervivo se montaron en la parte de detrás y Ramón se sentó en el asiento del copiloto. A pesar de lo animados que venían, fue posar el culo en el vehículo  y las pilas parecieron acabárseles y donde ante había alboroto y jarana, entró de lleno la tranquilidad.

Pepe contó un par de tonterías, pero como vio que nadie tenía los cojones para farolillos, guardó silencio y para mí que se empezó a quedar grogui.

No habían transcurrido ni diez minutos de trayecto cuando el espíritu de  Ron Barceló pareció apoderarse de Ramón, quien,  como si no hubiera bebido aún suficiente,  propuso ir a tomarse una copa.

—Ramón como me tome un buche de cubata más, puedo echar hasta la primera papilla que me tome de chico —Respondió  tajantemente  Ervivo.

—¡Cuando Sevilla no quiere trigo, así tendrá los graneros! —Intervine para dejar finiquitada la posibilidad de que la juerga prosiguiera en cualquier garito de mala muerte.

Acerqué  primero a Pepe, después a Ervivo y  tras dejar a Jaime en el sofá de su casa (pues el pobre estaba que no se mantenía en pie), me dispuse a llevar a Ramón a la suya. No obstante,  mi amigo parecía no darse por rendido y volvió a insistir en lo de ir a tomarnos una copa, aunque en aquella ocasión el lugar que propuso para hacerlo fue un puticlub.

—Mariano —dijo agarrándose el bulto de su entrepierna con la palma de la mano —, ¡los tengo hasta arriba de leche! Como no eché un casquete hoy, mañana me van a doler los huevos…

Lo miré en silencio, guardándome muy adentro lo que pensaba. Observé su mirada y pude ver cómo la alegría se había marchado de sus ojos, solo encontré en ellos una furiosa lujuria. Nunca antes había visto a Ramón comportarse así y eso que más de una borrachera la había dormido en mi casa.

A la condición inhabitual de Ramón había que sumarle que estaba pesadísimo y, aunque le hice el mismo caso que el que oye llover, él siguió insistiendo con lo de irse de putas. Entre lo incómodo que era escuchar una y otra vez la misma cantinela y  lo cansado que me encontraba, mi paciencia llegó a su límite y estallé llamándole al orden:

 —¡Ramoncito, sabes que si hay algo en esta vida que soporte poco, es a un pesado y a un borracho! ¡Y tú ahora mismo estás siendo las dos cosas!

—¡A sus órdenes, mi general!  —Dijo llevándose cómicamente una mano a la frente como los militares, dando a entender que le sudaba la polla lo que yo dijera y que él seguiría en sus treces. Cómo así hizo —pero sepa usted mi general, que estoy muy caliente y como no eche un polvo esta noche me van a doler los cojones durante una semana.

Lo miré de reojo, frunciendo el gesto  y dándole a entender que no me hacía ni chispa de gracia ninguna de las patochadas que estaba diciendo. Como no estaba dispuesto a ceder en intentar que accediera a sus caprichos, poniendo las manos juntas bajo la barbilla, tal como si estuviera rezando,  me dijo:

—¡Anda, enróllate tío!... Vamos, nos tiramos a las dos mejores putas y es lo que le falta a la noche para ser perfecta… ¡Venga, hombre, enróllate! Si tú como estás más solo que la una, no tienes que dar explicaciones a nadie.

 Aquella afirmación última me terminó tocando los huevos, sin embargo, por el cariño que le tengo me callé. Mas su obstinación parecía no tener límites y siguió erre que erre.

—¡Joer, tío!, que tengo muchas ganas de echar un polvo… ¡Anda, anímate, que nos lo vamos a pasar de lujo!  ¿Pero por qué no te quieres venir? 

—¡Porque me gustan los tíos, coño! —Dije parando el coche en seco en doble fila.

 La furia de mis palabras sonó como una apisonadora, por lo que el mundo pareció detenerse por segundos en el interior de mi coche. No sé quién estaba más sorprendido por lo que acababa de decir, si Ramón o yo. No obstante, seguramente debido a las copas que llevaba de más y que lo llevaban a trivializarlo todo, quien primero  reaccionó fue mi dicharachero acompañante. Con una entereza impropia de su más que patente estado de embriaguez, me dijo:

—¿Te… gustan… los tíos? —Sus palabras me sonaron tal como si se deslizaran a través de un túnel en forma  de espiral.

Me sentí como el gato al que pillan con el pájaro en la boca, así que no tuve más remedio que decir un rotundo: “Sí”.

—¿Yo te gusto?

Su pregunta me dejó completamente descolocado, pues no intuía para nada que pretendía con ella.

—Sí, un poco —¡Mentira cochina! ¡Me gustaba y muchísimo!

Si su pregunta me sorprendió, lo que me propuso a continuación rompió completamente cualquier planteamiento que pudiera tener sobre lo que sucedería aquella noche.

—Pues si no te importa, me alivias y todos tan contentos —Al mismo tiempo que hablaba, se tocaba el paquete de un modo indecoroso, evidenciando con ello que la idea le excitaba casi tanto como a mí.

Cientos de posibles finales para lo que estaba ocurriendo se fraguaron en mi imaginación y ninguno me parecía acertado. Mi nerviosismo tendió por contar un chiste,  de esos que solo yo entiendo y a los que nadie le ve la gracia:

—Bueno, qué se le va a hacer, “From lost to the river”…

Sin meditar mucho el resultado  de nuestros actos, acabamos en un escampado a las afueras del pueblo, el cual hacía las veces de picadero baratito para algunas parejas. El momento no podía ser más surrealista: dos colegas de toda la vida  en el interior de un coche y  lanzándose  al abismo del sexo sin analizar las consecuencias.

Intenté disimularlo como podía, pero los nervios me apretaban la boca del estómago. Junto a mí, tenía a mi mejor amigo con una empalmadera del quince y  desabotonándose los pantalones. Me veía incapaz de decir o hacer algo que no me pareciera inapropiado. Estaba tan excitado que el corazón se me iba a salir por la boca.

 —¿Cómo va esto? ¿Me pajeas, me la mamas o prefieres que te dé por culo? —Estaba claro que era el alcohol quien hablaba por él, nunca antes lo había visto comportarse de un modo tan borde ni tan desconsiderado.

Sobrepasado por el devenir de los acontecimientos, no dije palabra alguna y tiré impetuosamente del slip para abajo, ante mis ojos se mostraba una de las pollas más hermosas y de mayores dimensiones que había visto jamás. Aunque mi sorpresa era a medias pues ya conocía de sobras la anormalidad que  mi amigo tenía entre medios las piernas, no era lo mismo verlo en estado de reposo, que en todo su esplendor (Más tarde, corroboraría que el alcohol había hecho merma en su virilidad y  tampoco estaba aquella noche, lo que se dice al cien por cien).

Dejé que la racionalidad de los hechos se esfumara y me hice esclavo de mis emociones. Todo lo que había soñado durante tan largo tiempo se estaba haciendo realidad y no   iba a dejar que los fantasmas de la culpa me lo arrebataran.

Observé  fijamente aquel miembro viril, como si estuviera hipnotizado: un capullo perfecto, un amplio tronco sobre el cual se marcaban unas amplias venas moradas y colgando de ellas dos enormes bolas. Pese a que era bastante largo, lo que más me asustaba de aquel hermoso vergajo era su anchura. Calibré cuáles serían las posibilidades de que pudiera horadar mi esfínter y me dije: “¡Ni de coña!”.

Acerqué mi boca a aquel enorme capullo. Sin reflexionar demasiado, lo envolví entre mis labios y comencé a succionarlo.

—¡Joder, tío! —Dijo sobresaltado mi acompañante ante mi efusiva reacción — Veo que no te cortas un pelo, ¿ein?  ¡Aggg,  Dios mío, qué bueno! 

Corroborar una vez más que, por muy heterosexual que  se crea una persona,  una boca siempre es una boca, me llevó a sacar lo mejor de mí y proseguí mamando como si estuviera poseído, con la única intención de que Ramón disfrutara cuanto más mejor. 

He de reconocer que opté por chupar aquel trozo de carne muy despacio, no deseaba  que se corriera y, bebido como estaba, si le ponía mucha pasión a mis lametones, su leche terminaría brotando más pronto que tarde.

Paseé mi lengua de forma circular por el capullo.  Él, como si me diera su beneplácito,  apretó mi cabeza entre sus manos y silenciosamente me pidió que siguiera. Ensalivé copiosamente aquel vergajo desde la cabeza hasta el tronco, dejando que mis babas se deslizaran hasta sus huevos. La certeza de que estaba haciéndolo bien la tenía en su cipote, que cuanto más lo succionaba, más duro se ponía.

De vez en cuando, sin dejar de chupar aquel caliente carajo, alzaba la vista para comprobar las reacciones de Ramón y, aunque tenía los ojos cerrados como si no quisiera admitir que se la estaba mamando un hombre, su semblante era de una incuestionable complacencia.

Dejé que mis labios resbalaran por aquel cipote, dejando que mi campanilla fuera la que pusiera el tope a cuanta porción de polla pudiera tragar. De vez en cuando y,  con la única intención de evitar que Ramón llegará al orgasmo, me detenía para darme golpecitos con su glande en mi lengua o chupeteaba su capullo, del mismo modo que un niño lame una piruleta.

Él agradecía mis mimos con unos profundos suspiros que, inflaban y desinflaban su pecho de un modo desmedido. Corroborar que mi amigo disfrutaba tanto el momento, me dio una razón más para seguir envolviendo aquel inmenso falo con mi cavidad bucal.

A pesar de mis desvelos por evitar que aquello terminara, inevitablemente debía llegar a su fin. Sin previo aviso, de los labios de Ramón salió un casi ininteligible: “¡Me corro!” y mi paladar se vio envuelto en  un espeso y abundante líquido blanquecino, sin poder hacer nada por remediarlo. Sin pesar en las consecuencias, me lo tragué,  dejando que  mi garganta  se empapara de un sabor mitad amargo, mitad salado.

Mi amigo, tras recuperarse del momento de éxtasis, me miró con el ceño fruncido. Sin decir palabra alguna, se subió los slips y se pasó a la parte delantera del coche.

Yo ocupé el sitio del conductor e, ignorando que palabras eran las apropiadas para aquella situación tan tensa, arranqué el vehículo y salimos del escampado.

Unos minutos después, sin intercambiar palabra alguna,  llegamos a su casa, donde  intercambiamos  un escueto “Adiós”.

Al regresar a mi casa, mi desazón se convirtió en aplastante culpabilidad, me encontraba cansado a más no poder  y los huevos, al no haber llevado a su fin el excitante momento, me dolían un montón. No obstante, aunque fisiológicamente  necesitaba un desahogo, no encontraba suficiente ánimos para ello. La reacción de Ramón me había dejado bastante hecho polvo.

Intenté dar sentido y asimilar lo que había ocurrido del mejor modo que pude,  pero me sobrepasaba. Dejándome llevar,  había cruzado un puente sin retorno. De todos los posibles desenlaces que se me ocurrían, ninguno era nada halagüeño.  Por más vueltas que le daba, nada de lo sucedido parecía tener sentido. Le había pegado una mamada a mi colega de toda la vida, quien estaba felizmente casado y con dos niñas. El sabor que perduraba en mis labios me hizo creer que se lo había pasado bien pero, su silencio tras terminar de correrse, fue un golpe para él que no estaba preparado. Aquello podía ser el principio del fin de nuestra amistad.

Me sacó de mis cavilaciones un pitido del móvil, el cual me avisó de que tenía un mensaje.

Ramón:

M ha gstado mucho

habra q repetir

tu AMIGO

Leer aquello en la pantalla de mi teléfono fue de lo más sorprendente. No sabía qué había empujado a mi amigo a enviar aquel mensaje, lo que sí tenía claro es que no iba a dejar de formar parte de mi vida. Una extraña sensación de felicidad me embriagó, me llevé la mano al paquete y pensé: “Creo que me haré una más que merecida paja”.

Querido lector acabas de leer:

"¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?"

Séptimo  episodio:

Historias de un follador enamoradizo.

 Continuará próximamente en

"¿Por qué lo llaman sexo cuando quieren decir amor?"

Estimado lector: Este episodio es el tercero, del arco argumental titulado “Follando con dos buenos machos: Iván y Ramón”. Si te gustó, ahí te dejo el link de los dos primeros episodios:

"Pequeños descuidos" y "El padrino".

¡Qué los disfrutes!

(10,00)