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Un mal dia- Parte 1.

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El verano tocaba a su fin. Los días de descaso y relax iban llegando a su destino y daban paso al retorno menos esperado del año: la jornada laboral. Alfredo era de los que menos la deseaba.

Había sido un mes de vacaciones perfecto. Una casita a pie de playa en Torremolinos. Tan solo él, su esposa, los niños y…. la suegra. En realidad no todo en vacaciones es perfecto. P ero eso a Alfredo le daba lo mismo. Con la playa, el chiringuito, los pubs, la terracita y la tranquilidad de no tener que madrugar temprano para luego ir y sentarse en un incómodo asiento para rellenar informes sobre las cuentas y los balances de la empresa, estaba encantado. Todo era paz y serenidad para nuestro amigo. Pero esos tiempos ya habían pasado. Ahora tocaba la cruel y fría realidad. Era hora de volver al tajo.

Para Alfredo el despertarse para ir al curro se había convertido en una suerte de ritual que realizaba con una mecanicidad asombrosa. Todo era tan rutinario que repetía los mismos pasos sin inmutarse, como un autómata que hubiese sido programado para repetir esas acciones ad infinitum.

Levantarse, aporrear el despertador, mirarse al espejo para intentar identificar al pelele que tenía delante, afeitarse, lavarse y tras eso, desayunar, ver en la televisión las mismas iracundas noticias de siempre, y después de eso, vestirse, coger el maletín con todo el papeleo de dentro y llegar al parking para coger el coche y ponerse en marcha a las oficinas. Por entre medias, le esperaba un cuarto de hora de larga espera, cortesía de los atascos y retenciones que se formaban en la zona concéntrica de la ciudad. Al menos, no tenía que llevar a los niños al cole, como su esposa quien tendría que aguantar peleas, berrinches y pataleos de críos a los que no acabas lanzando por la ventanilla solo porque eran tus hijos y algún día, los necesitarás para que te den un nuevo hígado o riñón. De algún modo, Alfredo se sentía afortunado en el país de los condenados.

Aquella mañana era evidentemente igual que las otras. Una gran hilera de vehículos copaba la avenida principal de la ciudad, avanzando a paso tan lento que hasta una piedra rodando de manera irregular por el suelo era más rápida.

 Alfredo iba zapeando en la radio. De la emisora donde ponían las peores canciones pop del momento, como las de ese niñato que hacia gorgoritos y cuyo único sonido que deseabas escuchar era el que generaba su garganta mientras lo estrangulabas, a esas otras sobre estúpidas tertulias que hablaban de la mala situación del país o de la incompetencia del gobierno y donde al final, nadie estaba de acuerdo y no se llegaba a ninguna conclusión. Alfredo finalmente decidió apagar la radio y disfrutar del sonido ambiente. Pitidos de coches, gritos de personas mostrando su aprecio al resto de la humanidad, ruidos de maquinas excavadoras y taladradoras haciendo reformas en las calles. Todo aquello le irritaba de una manera tan enervante que cuando finalmente llegaba a la oficina no se explicaba porque no perdía la cabeza, cogía una escopeta y masacraba a todo el que encontraba por ahí. Quizás era porque no había comprado el arma.

Finalmente llegó a la oficina. Y eso suponía el reencuentro con sus compañeros. Gente a la que apreciaba mucho y sin cuya visión cada día no daría sentido a su existencia, aunque en el fondo sabía que si pudiese les sacaría los ojos a todos. No es que los odiara, pero un ambiente tan opresivo y competidor como el de una oficina, no hacía sacar lo mejor de las personas. Siempre había críticas, traiciones, puñaladas traperas por la espalda. Todo un muestrario de acciones que indicaba que si querías llegar a lo más alto en una empresa, debías de dejar un buen reguero de cadáveres a tu espalda. Así que no fue nada fácil para Alfredo reencontrarse con sus supuestos colegas. O más bien si lo fue, una forzada sonrisa y efusivos abrazos.

Allí estaba Pepe, el regordete y calvo Jefe de Recursos Humanos, siempre tan bromista y simpático, presumiendo de su pedazo de puesto  pero no gracias a sus esfuerzos, sino más bien a ser un consumado pelota. O Catalina, la de Contabilidad, fingiendo estar en los veinte años aunque ya estaba entrada en los treinta, pero camuflada muy buen con las nutridas operaciones que se había hecho. O los insoportables tipejos de Marketing, una tropa de frikis que no habían tocado a una mujer en su vida, pero de partidas de World of Warcraft, klingons y memes de Internet sabían un buen rato. En realidad eran los que más le caían mejor. Al menos, no fingían ser otros.

Pero por encima de todos ellos, solo había un rostro que Alfredo deseaba volver a ver. Una persona que lograba llenar su vida por completo y además le daba sentido. Para e era evidentemente sarcástico pensar así de su jefe, el Señor Ortega. Alto, calvo y con algunas arrugas, el tío imponía lo suyo, y aunque siempre iba de buenas, ahí de ti como no hagas bien tu trabajo porque entonces  ese buen hombre se convertirá en un monstruo que dejaría a la altura del betún a Hannibal Lecter, Patrick Bateman y el Joker en maldad. No quería ni imaginarse cómo sería volver a verlo. Seguiría igual. Bueno, quizás vendría más moreno, gracias a los buenos cruceros que el tío se mete por islas paradisiacas.

Llegó y tras saludar a sus compañeros (Pepe le dio un abrazo tan fuerte que parecía que lo fuese a partir por la mitad y se percató de que Catalina se había operado los pechos), puso rumbo a su escritorio. Una vez allí, se sentó y se disponía a reiniciar su trabajo, cuando de repente un grito le hizo literalmente saltar de su silla.

-¡¡¡Alfredo!!!- profirió alguien con una ensordecedora voz que parecía la de un león.

El pobre trabajador se giró tembloroso para tan solo ver que se trataba del único e inimitable señor Ortega. Con la piel bien oscura gracias a las buenas sesiones de descanso bajo la atenta luz del Sol tropical, el jefe parecía una suerte de guerrero africano. Delgaducho pero bien alto y con un porte señorial que imponía lo suyo. Alfredo parecía ir empequeñeciendo a medida que la eclipsante figura de su jefe se iba acercando.

-¿Tienes ya listo el Power Point sobre los nuevos planes de estrategia de la empresa?- preguntó el señor Ortega con mucha presteza.

Entonces, Alfredo pudo respirar aliviado. Una de las pocas cosas que hizo antes de irse de vacaciones fue hacer una presentación sobre las estrategias que seguiría la empresa de cara al año siguiente. En verdad no había sido demasiado difícil. Tan solo se limitó a meter un puñado de chorradas sin sentido pero con muchas palabras técnicas para que quedara más notoria y ya está. De si resultaban o no en verdad, no era su responsabilidad, sino la del señor Ortega. El tendría que lidiar con los directivos si las cosas no salían bien.

-Claro que sí señor, esta lista- dijo con una grandilocuente sonrisa, como si estuviese orgulloso de no haberla cagado para variar.

-Perfecto, pues mañana será la presentación.- Se  quedó mirando fijamente a Alfredo, lo cual le hizo estremecerse-. Espero que esté bien.

 

Se fue alejando y Alfredo pudo respirar tranquilo. Para haber sido el primer encuentro con el tiburón, había sido leve.

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