Nuevos relatos publicados: 9

La enfermera y la doctora

  • 15
  • 24.993
  • 9,18 (17 Val.)
  • 0

Estoy segura que al leer estas líneas muchos de mis amigos sabrán quién es la osada que rompe con los esquemas que nos impone la sociedad a las mujeres. Durante toda mi vida he sido muy popular, será por mi carácter cariñoso, amable y alegre o porque, como me dicen, tengo un cuerpo tan formidable que muchas veces a los chicos se les hace imposible verme sin dirigirme la palabra.

Me llamo María y ahora hago mi residencia en un hospital del que mejor no voy a decir el nombre… Tengo 27 años. Algunos ya lo sabéis…

Hoy quiero compartir con vosotros/as una experiencia que me ocurrió no hace mucho, durante una guardia en el hospital, mientras hacía mi internado en Cirugía. La noche había sido terrible. Así que a la una de la mañana estaba tan cansada que ya no podía más y casi me caía de sueño. Así que para espabilarme un poco, salí de la planta donde estaba y me dirigí a la cafetería del hospital para tomar un café. El resto de la noche se veía que todo iba a estar más tranquilo. Urgencias estaba casi vacío, salvo por un par de heridos que habían llegado hacía poco y ya eran atendidos por algunos compañeros.

Llegué a la cafetería, pedí un café y me senté a saborearlo con toda tranquilidad. Poco después, apareció por la puerta de la cafetería la doctora Osorio. Inconfundible por su alta estatura y porte elegante y majestuoso. Era una residente de primer año de medicina entonces y creo que ni se le cruzaba por la mente llegar a ser neumóloga. Entró a la cafetería y pidió también un café y fue a sentarse a la misma mesa que yo.

-Hola -dijo- ¿qué tal?

-Aquí, descansando un poco -contesté.

-Sí, ¿verdad? Fue algo pesado el turno.

-Mucho.

Y seguimos tomando café sin decir muchas palabras. La Dra. Osorio era una mujer en verdad soberbia. Era la más alta de todas las residentes, y más que su estatura, destacaba en ella una belleza envidiable. Era de piel blanca, cabello castaño oscuro y ojos color miel. Tenía un cuerpo espléndido y esbelto y un rostro de ángel.

- Oye -dijo sacándome de mis reflexiones- ¿tú te llamas María, verdad?

- Sí, ¿por qué?

- Yo me encontré un Manual de Terapéutica con tu nombre y... anduve averiguando de quién se trataba para devolvérselo.

De pronto recordé que cuando cursaba la rotación de Medicina Interna, durante un seminario dejé olvidado el libro en un asiento del auditorio y que, cuando volví a buscarlo ya no lo encontré.

-¿En serio?, no sabe cómo he buscado ese libro. ¡Gracias a Dios que lo encontró usted!

-¿Sabes? -dijo- por las señas que me dieron me imaginé que eras tú.

-¿Qué señas?

-Bueno, estatura media, guapa, rubia, cabello lacio, y...

-¿SÍ?

- Bueno, nalgas grandes y... bonitas...

Se ruborizó al decir aquello, y a decir verdad, yo también. Yo salí con una frase para desenredar el embarazo del momento:

- ¡Qué gracioso!, bueno, pero si necesita el libro me lo devuelve más adelante.

- No -dijo- ya compré uno. Así que hoy mismo te lo puedo entregar.

- ¿Lo tiene aquí?

-Sí, en la casa de residentes. Si quieres vamos y te lo doy.

Asentí. En ese momento yo ya había terminado mi café, pero ella aún tenía la mitad del suyo. Lo tomó en sus manos y nos dirigimos al ala destinada a los médicos residentes. Llegamos y entramos a un cuartito con lo más indispensable: una cama, una silla, un escritorio y un armario. Ella se quitó la bata blanca aludiendo demasiado calor y me instó a hacer lo mismo si quería. Yo le dije que no sentía calor.

-Veamos -dijo hurgando entre las cosas del armario- por aquí tengo tu libro...

Estaba buscándolo con una mano, así que dejó el café sobre el armario y se dedicó a buscarlo con ambas. Revolvió y revolvió como loca sin encontrar el dichoso libro. En un movimiento brusco, el café cayó desde donde lo había colocado, y se desparramó sobre la delgada blusa del traje celeste que llevaba para los turnos.

-¡Mierda! -vociferó -permíteme un segundo -me dijo.

E inmediatamente se quitó la blusa, dejando semidesnudo su cuerpo. El líquido había traspasado con facilidad la tela de algodón y había ensuciado su sujetador de fino encaje.

-¡Vaya! -dijo- ahora voy a tener que lavarlo antes que se le pegue la mancha y sea difícil quitarla después...

¡Y se lo quitó! Se lo quitó sin más ni más, como si en la habitación no hubiese nadie más que ella, como si mi presencia no le incomodase en lo más mínimo. Sus pechos blancos quedaron al descubierto, trémulos, desafiantes, macizos, comandados por dos pezones rosados erguidos generosamente.

En ese momento yo no sentí más que admiración porque la Osorio tenía unas tetas muy hermosas, tal como me gustaría que fueran las mías. Los senos se le veían un poco irritados pues el café aún seguía muy caliente. Para aliviar el ardor momentáneo, echó agua sobre ellos. Al refrescarse, sus pezones comenzaron a tomar una solidez exagerada, como punta de lanza y sus carnes se pusieron más firmes y tensas. Con delicadeza comenzó a lavar la prenda en el lavabo, y dijo:

-Espérame un momento, María. Ya te voy a dar el libro...

Al ratito salió con el sujetador limpio, lo colgó de una pecha, sacó otra blusa celeste, pero no se la puso, y se sentó a mi lado en la cama. Siempre he sido una mujer muy liberal pero aquella situación me incomodó un poco. Ahí la tenía, con los senos al aire, hembra magnífica. Se acostó en la cama, cubriendo su desnudez echándose la blusa encima sin ponérsela, y dijo:

-¿Sabes?, me arde el pecho por lo caliente que estaba el café...

-Sí, me imagino.

-¡Ay!, si supieras como lo siento... -recalcó.

-Debe doler bastante.

-Sí...

Se quedó un buen rato así. Yo no decía nada y ella, al parecer estaba a punto de ser vencida por el sueño. Por fin dijo:

-Si quieres quítate tu blusa...

Yo sabía hacia donde nos estaba llevando con su actitud, ¿pero qué podía perder? Además, acababa de descubrir que aquello no me desagradaba en absoluto y eso sólo significaba una cosa: me estaba gustando. Con poca prisa me quité la blusa y el sujetador y me recosté a su lado.

-¿Sabes una cosa? -dijo.

-¿Qué?

-Me gustan tus tetas.

-A mí me gustan las suyas también -dije.

-¿Quieres tocarlas? -preguntó.

-Si me deja...

-Hazlo...

Y tomó mis manos llevándolas a posarse sobre sus dos masas pectorales que se estremecieron bajo mis manos que empezaron a jugar con ellos con mucha naturalidad y a estimular sus pezones como si esa no fuera la primera vez que se lo hacía a otra mujer. Rosario tenía los pechos más suaves y dóciles que yo había tocado hasta entonces. Sus carnes se distribuían exquisitamente entre mis dedos causándonos a ambas un enorme placer. Rosario gemía y respiraba profunda y agitadamente, indicio de que la excitación crecía cada vez más dentro de su magnífico cuerpo. Aquello me encendió sobremanera y entonces puse en juego mi otra mano también.

-Vamos, María -dijo- súbete encima de mí y ponte esa cofia tan mona de las enfermeras… que me pone a mil….

Me puse la cofia, y abriendo mis piernas, me senté a horcajadas abrazando con mis muslos su pelvis y continué el delicioso masaje pectoral al que la tenía sometida. Ella comenzó a acariciar mis pechos también con sus manos blancas y estilizadas. Fueron pocas fracciones de segundos las que tardó en poner mis pezones tan duros como los suyos. En verdad soy una mujer que necesita muy poco para excitarse. Sin embargo, en esa ocasión, con aquella hembra colosal estaba probando una experiencia diferente.

Ella pasó sus manos delicadas detrás de mi cuello y me atrajo hacia sí y sus labios se fundieron con los míos en un beso apasionado y violento. Casi me ahogaba al deslizar su lengua dentro de mi boca, reconociendo con ella todos sus rincones. Con una de sus manos revolvía mis cabellos mientras con la otra acariciaba mi torso desnudo. Cuando soltó mis labios pude respirar por fin con un hondo y agitado suspiro. Pero ella no permaneció quieta ni un instante, me dio la vuelta y quedé debajo de ella y su boca sedienta siguió acosando de besos mi cuello, mis hombros y la parte superior de mi pecho.

- Qué cachonda me pones con esa cofia de niña buena…

La excitación me había hecho presa desde hacía un buen rato, pero ahora parecía incontrolable, pues la doctora me encendía cada vez más y más y una sensación ardiente comenzó a entrar en mi pecho y mi vientre. No era la primera vez que tenía sexo con una mujer. Ya entonces había perdido la cuenta de cuantas chicas habían probado junto a mí los deleites del sexo puro y duro. Sin embargo, Rosario tenía algo distinto, algo especial. Ella estaba casada y ya tenía un hijo, y quizás mi excitación consistía en que nunca lo había hecho con una mujer comprometida... y madre sobre todo. Los pensamientos se arremolinaban en mi cerebro en un torbellino desaforado sin orden, abruptos, locos, mucho más rápido que las sensaciones que experimentaba bajo el influjo y el peso del cuerpo de la mujer sensual que desparramaba sobre mi ardientes caricias y besos frenéticos.

En la locura de estar bajo el influjo de aquella hembra formidable, no supe de mí, del momento en que ella nos desnudó por completo, hasta que ya tenía sus labios pegados a mi chochito, metiendo lenta y profundamente su lengua dentro de él. La humedad y el roce me producían una mezcla de cosquillas, escalofríos y estremecimiento indescriptible. Éramos, como se diría, dos hembras fuera de lo común. Ella, como ya la he descrito, alta, espigada, bien proporcionada; yo de estatura media, con buenas curvas, pero todo bien distribuido. En tanto su lengua literalmente chupaba todo mi coño, comenzó a encajar uno de sus dedos en mi ano. ¡Fatal! Yo no sé si ella estaba enterada, pero lo que más me enciende es eso: que me manipulen el culo. Es algo que en un santiamén me pone a mil. Es el máximo placer que puedo sentir de un hombre o de una mujer. Con eso logró llevarme al primer orgasmo en un par de minutos… Como entonces comencé a gemir alocadamente (como siempre que voy a "terminar"), ella me tapó la boca metiendo en ella lo primero que cogió con la mano: la blusa que se había manchado con el café.

Aunque yo ya había alcanzado el orgasmo, Rosario no paró de lamerme y chuparme por abajo, era una hembra pertinaz, constante en lo que hacía. Ya la mezcla de mis jugos y su saliva bañaban buena parte de sus mejillas y resbalaban entre mi ingle, empapando las sábanas, pero ella continuaba con la succión. Una, dos, tres, cuatro veces más me hizo explotar en oleadas orgásmicas, una tras de otra sin control, estremeciendo por completo mi cuerpo. Por fin se cansó de las chupaderas y distanció su boca de mi sexo.

Sin embargo, aún su dedo seguía enterrado en mi culo y fue entonces cuando éste entró en verdadera acción. Originalmente lo había metido hasta la mitad, pero fue deslizándolo, rápida pero suavemente hacia adentro, profundo, por completo, una y otra, y otra vez hasta casi alcanzarme el fondo de mi pelvis. No era la primera vez, es más, hasta perdí la cuenta de docenas de dedos que me han acometido por mi agujerito posterior. Sin embargo, no sé que tenía Rosario que solamente con un dedo me estaba llevando mucho más allá del placer que me habían proporcionado antes. Lo atribuyo a la excitación del momento, quizás a la forma en que ella lo dirigía y que sabía exactamente qué puntos tocar dentro de mi recto para hacer que me desmoronara en un mar de deleites.

En total me hizo alcanzar el orgasmo 8 veces en un periodo de diez minutos. ¡Un nuevo récord para mí! Ella sacó el dedo de mi ano, visiblemente agotada por el esfuerzo y se desplomó en la estrecha cama. Aunque sabía que debía dejarla descansarse unos minutos, la excitación que tenía en mis adentros era tanta que no quería desaprovecharla: después no sería lo mismo. Tiré el trapo que tapaba mi boca y sin decirle nada le di la vuelta para que se pusiera boca abajo, le subí las caderas dejándola a cuatro patas y me apropié de su vulva, embistiéndola por detrás.

Desde el primer contacto, mis mejillas y mi barbilla quedaron llenas de sus secreciones, que en ese momento ya eran abundantes; mi lengua profanó aquella intimidad cavernosa hasta lo más profundo. Mi excitación se multiplicó al millón al darme cuenta que, como mujer que ya había tenido hijos, su vagina era más amplia, y me permitía introducir buena parte de mi rostro por lo menos hasta la entrada y con mi lengua podía explorar mucho más adentro que lo que había hecho con mujer alguna. A todo esto, Rosario era una gran muñeca blanca poseída por demonios de placer que convulsionaban su esplendoroso cuerpo y lo hacían estremecerse, gemir, y revolver las caderas como una loca, como nunca había visto a nadie disfrutar.

Era tanto el placer que su cabeza parecía un péndulo descoordinado, instantes enterrado en las almohadas e instantes alzado y revolviéndose como negándose a creer la inmensa satisfacción que estaba experimentando.

- Mete tus dedos, mi amor, ¡mételos! -dijo en un instante que sus gemidos se lo permitieron. –

Yo introduje un par de dedos dentro de su vagina, teniendo que disminuir la presión que mi boca ejercía dentro de su vulva.

- No, ahí no. -dijo- ¡en mi culo, mételos en mi culo!

A diferencia del mío, su ano era más estrecho, más firme, menos "usado". Por eso me costó un poco hacer que mi dedo índice penetrara hasta el fondo. Pero el estímulo de algo dentro de su recto fue haciendo que el esfínter aflojara poco a poco hasta que pude con menos dificultad, meter otro simultáneamente. ¿Para qué voy a explicar con palabras lo que decía o como gemía locamente? Solamente imaginaos. Cuantas veces se corrió, no lo sé. Solamente me di cuenta de que su vagina manaba caudalosamente un jugo que prácticamente bañaba sus muslos y mi rostro.

Por fin, hasta el cuerpo joven y resistente de Rosario tiene un límite y por fin cayó, impotente de mantenerse a cuatro patas, sudorosa y exhausta. Yo tenía un poco más de fuerzas, pero con lo que habíamos tenido bastaba para estar satisfecha. Caí recostada sobre aquella diosa blanca, colosal y ardiente. Mi "médico residente" hasta hace unos momentos y ahora, mi amiga, mi mujer, mi amante. - ¿Sabes una cosa, María? -me dijo

- ¿Qué? -pregunté

- Es mi primera vez.

- ¿En serio? Pues lo hiciste muy bien.

- Sí, Hugo y yo vemos películas X con frecuencia y allí he aprendido lo que te hice.

-¿Y desde cuando te gustan las mujeres? -pregunté.

- Bueno... Fíjate que al principio me repugnaban las escenas de sólo mujeres, después me eran indiferentes porque ya me había acostumbrado a verlas, pero luego hasta me gustaron, y la verdad es que nunca había sentido tanto deseo por una hasta que te conocí. Ya me habían contado muchas cosas de ti y de lo que te gusta y por eso me atreví. Las palabras que me dijo me hicieron reflexionar un poco sobre mi "popularidad", pero sin llegar a la trascendencia de "debo cambiar mi vida un poco, o tengo que moderarme, bla, bla", porque las siguientes palabras me sacaron de mis pensamientos.

- Y ¿sabes? No me arrepiento de haber hecho lo que hice hoy. He quedado completamente satisfecha, como nunca antes en mi vida, ni siquiera con mi marido.

Eso era algo que había escuchado infinidad de veces y ni siquiera hice un comentario. Ella continuó.

- ¡Lástima que sea la última vez que lo hagamos!

- ¿Por qué? -pregunté sin encontrar alguna causa por lo que no debiéramos seguir esa relación.

- Entiéndeme, soy casada, tengo un hijo. Por el bien de mi matrimonio no debo seguir con esto.

- Está bien, como quieras. -hice una pausa-. Debo regresar a mi servicio. Ya deben extrañarme las enfermeras.

- Vale. Yo también.

Nos vestimos, tomé mi libro y salimos a nuestros respectivos lugares. Al volver, me esperaba Diana, la enfermera de Trauma evidentemente disgustada. - ¿Por qué tardó tanto, doctora? -dijo en tono sarcástico, a pesar de ser buenas amigas.

- Porque tuve que hacer un "procedimiento de emergencia", Srta. Alonso- contesté con la misma ironía. Y me dirigí a seguir mis tareas. Diana me cogió por el brazo y me hizo girar el cuerpo hacia ella, mientras me señalaba amenazadoramente con un dedo.

- Mira, María. Te conozco muy bien y sé que algo te traes entre manos. Tú me conoces también como soy y ten por seguro que si me estás engañando con un hombre os vais a acordar los dos.

Para aplacarla la empujé hacia el cuartito de baño y dentro le besé en los labios unos instantes y le dije en susurro: - No seas tontita. Te juro que no te estoy engañando con ningún hombre.

- Más te vale. -dijo un poco furiosa todavía y se largó. No pude menos que sonreír ante aquel suceso, Ay, no sé porque a veces me gusta complicarme la vida...

(9,18)