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El Principe y El Proxeneta

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Homenaje al libro "Grusenka"

 

Hola. Esta noche he estado muy excitada. He releído un libro que descubrí cuando era adolescente y que me mostró la cara oculta del sexo. En otras palabras fue el libro que me inicio en el sexo, en el morbo, en sentirme excitada con algunos goces, que para el resto de los mortales, serían pecaminosos, sucios o bruscos. El libro se llama "Grusenka, la sonrisa vertical" y va de una adolescente rusa que pasa su vida viviendo del sexo.

No quiero aburrir a los que leen los relatos en busca de sexo mental, así que les describiré cuál fue mi idea con este relato:

Escogí los dos capítulos que más me excitan del libro y me puse como protagonista. Así que lo que deseo es compartir estos dos momentos como si se tratase de una extracción del libro en mi propio cuerpo.

Espero me sigan la idea, y es posible, que alguno o alguna lea el libro y le guste como a mí. Sobre todo a las chicas. Sé que les gustará muchísimo.

 

Primer Capítulo Favorito

Nota introductoria: Juanita era obligada por la adolescente princesa a coger con el viejo príncipe. Pues la princesa tenía un joven amante y odiaba el cuerpo seboso y gordo del príncipe. Entonces escogió entre sus esclavas y sirvientas a la chica que más se pareciera a ella. Así llegó a Juanita, su doble perfecto. Entonces la llevaba a las citas con el viejo príncipe, al cual no le interesaba más que acostarse y hacer que su princesa se le montara y lo cabalgara hasta correrse. Así juanita se convirtió en la doble de la princesa. Pero al caer el régimen de este príncipe, todo el reino quedo a discreción de su sobrino. Un joven militar que quería destruir todo lo que su tío tocó. Incluidas a sus mujeres. Sigue la historia:

No quería hacer el amor con la compañera de cama de su tío, a quien odiaba. En cambio, escogería a una de las doncellas y lo pasaría lo mejor posible. Juanita se apartó de Leo y se fue a la cama; en el momento de deslizarse entre las sábanas, su mirada quedó fija en las nalgas desnudas que se alejaban. De repente, tuvo una idea. — ¡Quieta! — ordenó —. Arrodíllate en la cama e inclínate hacia delante. Juanita hizo como se le ordenaba, preguntándose con temor por qué iban a azotarla ahora, pues eso creía. Pero pronto comprendió que se trataba de otra cosa. Leo se acercó a ella, abrió el pasaje trasero con dos dedos y le preguntó: —¿Utilizó este pasaje mi tío? — pregunta a la que la joven contestó con asombro: — ¡No, oh, no! —pues jamás había oído hablar de semejante cosa.

Pero Leo sí había deseado hacerlo desde hacía mucho tiempo. Las prostitutas baratas y las muchachas que cobraban algo siempre se habían negado a hacerlo, pero algunos de sus colegas oficiales solían presumir de ello. Tenía por fin la oportunidad. Esa chica era suya y podía usarla como quería. — ¡Magnífico! — exclamó —. He aquí otra virginidad que se acaba. ¡Viva la puerta trasera! Dicho lo cual, abrió sus pantalones y sacó su verga, que sintió gran satisfacción, pues en los últimos minutos había estado deseando escapar de la estrecha cárcel de los ajustados pantalones, para gran satisfacción de las muchachas que miraban, pues la polla de Leo era notable, larga y gruesa. Sin duda sería el amo indicado para sus cuevas hambrientas, aun cuando las asustaba de sentirse penetradas por detrás con semejante aparato.

Lo cierto es que algunas de ellas se llevaron rápidamente las manos a las nalgas, como para protegerlas. Juanita estaba boca abajo, agachada sobre manos y rodillas, como un perro, apretando los muslos y temblando. Leo se acercó a ella y le dijo que se apoyara en los codos. Cuando ella empezó a estirarse, él le levantó el trasero y le apartó las rodillas para que nada pudiera impedirle penetrarla con facilidad. — Muchachas, que una de vosotras me ayude a meterla — ordenó el joven, quien se sentía muy excitado ante aquella aventura erótica totalmente nueva para él —, pero por detrás. De lo contrario, ¡ojo con el látigo! Juanita sintió que una mano le abría los bordes y que la punta del poderoso aparato rozaba el blanco. Estaba inmóvil, pero contraía involuntariamente los músculos de la entrada posterior. Cuando el príncipe empezó a empujar, no pudo entrar. Trató en vano de lograrlo, mientras Juanita no hacía más que gritar y gemir de dolor. Aun cuando todavía no le dolía, adivinaba que muy pronto le dolería. Todas en la habitación se excitaron por aquella violación no acostumbrada, y las chicas que presenciaban aquello se encontraban en un estado de gran inquietud. El joven Leo empezó a impacientarse.

— Esperad un minuto, alteza — dijo la muchacha que había tratado de ayudarle a enfundar el arma —. Sé cómo hacerlo. Se levantó rápidamente y cogió del tocador un tarro de ungüento. El príncipe, mirando hacia abajo, pudo ver cómo la muchacha le untaba amorosamente el instrumento con el ungüento blanco; después vio cómo lo hacía con el orificio pequeño y contraído de Juanita, alrededor y por fuera; luego, le introdujo cuidadosamente un dedo en el tubo, entrando y saliendo, y untándolo regularmente para suavizar el camino. El joven se sintió terriblemente excitado al ver cómo el deseadísimo túnel era penetrado ante sus ojos; ya no podía esperar más.

Juanita sentía una extraña sensación. Aun cuando el contacto con el dedo de la muchacha no fuera precisamente agradable, sintió como un hormigueo en su nido de amor, y como nadie se lo acariciaba, metió el dedo y lo frotó al compás de una melodía imaginaria, mientras la carne de sus ingles y muslos temblaba de excitación. Aquella extraña sensación fue sustituida muy pronto por un dolor agudo; algo muy grueso la atravesaba y le llenaba por completo las entrañas. Gracias al ungüento, la dura y larga verga había entrado sin encontrar mucha resistencia.

Leo, una vez enfundado el sable, la embistió con fuerza y, sin tomar en cuenta las reacciones de Juanita, siguió embistiendo. Sus manos la aferraron vigorosamente por las caderas y atrajeron su trasero hacia sus muslos, soltándola un segundo, para volver a atraerla poco después. En su arrojo, se había ido olvidando de sí mismo. La posición de pie le resultaba ya incómoda, era un esfuerzo demasiado grande para sus piernas, por lo que arrojó todo el peso de su cuerpo sobre ella, aplastándola boca abajo, y se tumbó a lo largo de la espalda de Juanita, oprimiéndole los pechos. Los pies y la cabeza de ella colgaban a ambos lados de la cama; como él se agitaba con frenesí encima de ella, la presión en el orificio de ésta se hizo terrible. Los botones y las medallas del uniforme le arañaban la espalda; la cabeza le daba vueltas. Decidió ayudarle moviendo las nalgas lo mejor posible, no por deseo, sino para terminar con aquello cuanto antes. Finalmente lo consiguió: el hombre lanzó a chorro su descarga llenándola por dentro y gimiendo. Después, se quedó tendido, quieto, preguntándose si no habría hecho el tonto. Pero cuando retiró su instrumento del cálido abrazo y cayó

de espaldas en la cama, vio cómo una de las muchachas le preparaba una bacinilla de agua para lavarlo con devoción. Recordó que era el amo y que podía utilizarlas a su antojo. Cansado y agotado, aunque sonriendo con satisfacción, se incorporó y se alejó de la cama. Dio a Juanita una buena palmada en las nalgas desnudas y se retiró a sus aposentos diciendo: — No has estado tan mal, al fin y al cabo. Entonces las muchachas se pusieron a limpiar a Juanita sin parar de hablar del asunto. ¿De modo que así iba a follarlas ahora? Se frotaban el trasero, asustadas y excitadas porque la pasión del nuevo príncipe las había impresionado. Juanita se estiró sobre la cama de la princesa y se volvió de espaldas, tratando de dormir. Estaba dolorida y se sentía vacía y frustrada. No dijo una sola palabra. No quería oír una sola palabra.

Leo siguió enterándose de sus obligaciones, y finalmente, decidió el asunto de las mujeres de su casa. Las antiguas compañeras de cama del príncipe fueron enviadas a las distintas propiedades de donde procedían. Habían sido las masajistas privadas de la verga de su tío, y Leo odiaba tanto al viejo que no tenía el menor deseo de ser su sucesor en ese aspecto. Las doncellas de la princesa pasaron a formar parte de su harén personal. Había visto aquella noche que todas habían sido bien elegidas. Decidió probarlas una por una, guardar las que le gustaran y reemplazar a las demás.

 

Segundo Capítulo Favorito

Nota introductoria: Juanita ya más grande, sobre los 22 años huía de sus perseguidores, que la buscaban para esclavizarla. Fue como llegó a la ciudad. Empezó a buscar refugio y dinero para mantenerse y poder regresar en busca de un amor perdido en su huída. Entonces alguien le sugirió la posibilidad de la prostitución o al menos, en un lugar como estos podría estar mejor escondida. Sigue la historia:

De regreso nuevamente a la calle, sacudió la cabeza enérgicamente y echó a andar con paso rápido hacia la casa de baños de Ladislaus Brenna. Nunca había entrado en el lugar, pero conocía su reputación.

Ladislaus Brenna tenía un célebre establecimiento de baños frecuentado por gente de la clase media, y Juanita había decidido convertirse en sirvienta de baños. Hubiera preferido conseguir el empleo en una de las casas de baños nuevas y elegantes, frecuentadas por la buena sociedad, pero no se atrevía por temor a ser descubierta. Nadie iría a buscarla en la de Brenna.

Al abrir la puerta, dio con una enorme sala de baños para hombres. La sala ocupaba toda la planta baja del edificio. En un entarimado de madera blanca había de cuarenta a cincuenta tinas de baño colocadas sin orden ni concierto. En las tinas se hallaban sentados los bañistas sobre banquitos de madera, con el agua hasta el cuello. Unos cuantos parroquianos se bañaban, otros leían, escribían en tablitas colocadas sobre la tina, jugaban entre sí o simplemente charlaban. El señor Brenna estaba sentado al otro lado de la sala, detrás de un mostrador alto, con toda clase de bebidas y refrescos. Juanita no perdió tiempo; se dirigió hacia él, mientras la seguían los ojos de todos los bañistas y celadores. Le declaró sin timidez que deseaba convertirse en una de sus sirvientas.

Brenna la examinó con mirada escrutadora y le dijo que esperara. Parecía una ballena, de unos cuarenta y cinco años de edad. Su pecho peludo, expuesto a las miradas, y su barba negra y descuidada fomentaban la impresión de desaliño que se desprendía de toda su persona.

Juanita se sentó en un banco de madera y miró a su alrededor con curiosidad. Había oído hablar con frecuencia del establecimiento de Brenna. Era considerado como de los más divertidos tanto para hombres como para mujeres, pero la mayoría de las esposas miraban con muy malos ojos el que sus esposos o hijos mayores lo frecuentaran. La atención de Juanita se dirigió primero hacia las sirvientas, unas diez muchachas; algunas estaban sentadas cerca del fuego, otras iban de un lado para otro de la sala atendiendo a sus ocupaciones. Todas ellas iban desnudas, salvo unos zuecos de madera y a veces un delantalillo corto, o una toalla alrededor de las caderas. Cualquier vestido habría resultado incómodo en aquel airecargado de vapor y humedad.

Las muchachas eran altas y más bien guapas; todas parecían de buen humor y satisfechas. Llevaban baldes con agua caliente a las tinas ocupadas y vertían agua constantemente para que la temperatura se mantuviera siempre igual. Llevaban té, cerveza u otros refrescos a los hombres, reían y bromeaban con ellos y no parecía importarles cuando alguno les tocaba el pecho o la entrepierna.

Cuando uno de los clientes deseaba salir de la tina, retiraban el lienzo colocado en la parte superior, disponían un banquillo para los pies y lo ayudaban a salir. Luego lo acompañaban a uno de los muchos reservados dispuestos alrededor de la sala. Las puertas de los reservados se cerraban al entrar las parejas y, aun cuando Juanita no veía lo que pasaba dentro, lo imaginaba perfectamente.

Cuando hubo salido el último parroquiano, empezaron las muchachas a limpiarlo todo mientras Brenna les recomendaba que tomaran su tiempo y lo hicieran a conciencia. Tenía la voz áspera, pero por la entonación se notaba que no era mal hombre. Finalmente se volvió hacia Juanita y le ordenó que lo siguiera. Subieron al tercer piso, en el cual vivía Brenna con su familia, pasando por los baños de mujeres en el segundo. Al llegar a la buhardilla, Brenna abrió una puerta que daba a un cuarto desocupado, amueblado con una enorme cama de madera, un lavamanos y dos sillas.

— Bueno — dijo —, quiero ver si eres suficientemente fuerte para llevar agua y dar masajes. Podría emplear a una moza como tú, pero me parece que eres demasiado débil. Veamos qué tal estás.

Dicho lo cual se acercó a la ventanita y miró hacia el exterior, bañado en luz crepuscular. Su cuerpo voluminoso oscurecía el cuarto casi por completo. Juanita se quitó rápidamente la ropa, esperando su juicio; ahora se sentía algo nerviosa: ¿qué sería de ella si no la contrataba? Brenna siguió mirando un momento más hacia el crepúsculo. Finalmente dio media vuelta, la miró, se alejó de la ventana y colocó a la muchacha de forma que la luz menguante la iluminara directamente. Se quedó atónito ante su belleza; le llamaron la atención sus pechos turgentes, tanteó los músculos de sus brazos y le pellizcó las nalgas y la carne por encima de las rodillas, como quien examina a un caballo, mientras ella contraía los músculos lo mejor posible para parecer fuerte. Volvió a darle la vuelta, sin atreverse a pensar que una joven de cintura tan fina pudiera llevar a cabo aquel tipo de trabajo; entonces se quedó mirando el monte de Venus. Juanita era una muchacha bien formada, más alta que lo normal, pero ante aquel hombre gigantesco se sentía pequeñita, precisamente cuando tenía que parecer alta y fuerte.

Sin previo aviso la arrojó sobre la cama de modo que cayó atravesada. El hombre se abrió los pantalones de lino y sacó una verga fuerte y tiesa. Apenas tuvo tiempo Juanita de darse cuenta de lo que iba a suceder cuando se inclinó sobre ella, dejó descansar el peso de su cuerpo sobre las manos, paralelo al cuerpo de ella y orientó su arma hacia su centro.

Ella bajó las manos para meter la verga y se asombró de sus dimensiones; apenas podía abarcarla con la mano. Quiso meterla con cuidado, pero, antes de conseguirlo, él mismo avanzó con un poderoso esfuerzo. Juanita gimió, no porque le doliera realmente, sino porque se sentía a tope, y su pasaje no estaba en condiciones.

Habían pasado algunos días desde su último encuentro carnal, y las escenas que estuvo espiando en casa de la señora Laura habían servido para estimular su deseo, por lo que el inesperado ataque le ocasionó una excitación febril. Levantó las piernas, que aún colgaban hasta el suelo, sobre los anchos hombros de él, se arrojó contra su instrumento con todas sus fuerzas rodeándolo con toda la fuerza de su nido de amor. Le hundió los dedos en los músculos de los brazos y le hizo el amor con todo el furor que sentía.

Cerró los ojos; toda clase de cuadros lascivos le pasaron por la mente. Recordó la primera vez que la habían azotado en el trasero desnudo cuando tenía catorce años de edad, pensó en el campesino que la había desflorado y en los múltiples hombres que le habían dado satisfacción; finalmente, se desataron las facciones de Juanco mientras le partía el culo y le amenazaba amorosamente.

Entre tanto, seguía dando fuertes embates a su pareja, mientras meneaba el trasero como suelen hacerlo las bailarinas árabes. Poco a poco su cuerpo empezó a contorsionarse; sólo los hombros reposaban sobre la cama, pues buscaba la mejor postura para lograr una mayor satisfacción para ambos.

El cuerpo de ella estaba cubierto de sudor, se le soltaron los cabellos y le cubrieron parcialmente el rostro; se le torcía la boca, sus talones tamborileaban sobre la espalda y las nalgas de él; finalmente, con un grito llegó al éxtasis, entonces se quedó inmóvil, respirando fuertemente, con todos los músculos laxos. Sus nalgas cayeron sobre la cama y el inmenso pájaro salió del nido.

Brenna, apoyado en sus manos, apenas se movía. Estaba satisfecho con la vitalidad desplegada por aquella joven; tan satisfecho que no estaba dispuesto a dejar que se fuera, sobre todo cuando aún su instrumento estaba tan hinchado y rojo como antes.

— ¡Eh, putilla! — le dijo, interrumpiendo sus ensoñaciones —. No te quedes quieta. Mi pito sigue tieso y añorante.

Juanita abrió los ojos y se encontró con un rostro tosco, rodeado de cabellos negros despeinados. Era una cara totalmente desconocida para ella, con ojos negros, nariz ancha y corta y labios llenos y lascivos. Pero en todo él había algo que denotaba sentido del humor y que hacía olvidar lo desagradable de su tosquedad. Le miró a la cara y recordó cuánto dependía de que satisficiera o no a aquel hombre. Gracias a la pasión de que había sido capaz le había proporcionado un buen rato; pero ahora se lo haría mejor aún, gracias a su conocimiento profundo del arte del amor.

Obedientemente, le rodeó otra vez la espalda con las piernas, aún más arriba, de modo que casi se deslizó nuevamente hacia el interior, motu propio. Ella le agarró la cabeza con las manos y la inclinó hacia abajo, él sintió que se le escurrían los pies y pronto quedó completamente recostado encima de ella, quien, por lo tanto, podía menear mejor las nalgas por debajo de él. Entonces ella se arqueó y, llevando hacia abajo su mano derecha, cogió sus bolsas de néctar: empezó a acariciarlas y sobarlas suavemente, haciéndole cosquillas al mismo tiempo dentro de la oreja con el meñique de su mano izquierda. Brenna metió la mano derecha bajo las nalgas de ella — tenía tan grande la mano que podía abarcar ambas al mismo tiempo — y empezó a moverse lentamente. Introdujo su cetro tan profundamente que le llegó hasta la matriz, se retiró lentamente y volvió a empujar; ella movía circularmente sus nalgas con los ojos abiertos; tenía conciencia de cada movimiento y eso le permitía prestar su más amplia colaboración.

Cuando él se sintió realmente excitado, se olvidó de todo; se puso de pie, cerca de la cama y le levantó las nalgas de tal modo que la cabeza y los hombros de ella apenas rozaban las sábanas. Sosteniéndola por las caderas, no les unía más que el contacto de Príapo con el monte de Venus, y le hizo el amor con toda su fuerza.

Cuando el hombre llegó al orgasmo, sintió que un chorro caliente se esparcía dentro de ella, y, aun cuando resulte extraño, ella también gozó otra vez.

La soltó tan inesperadamente como la había tomado; las nalgas de ella cayeron en la esquina de la cama. Brenna metió tranquilamente su arma, tiesa aún, en los pantalones, miró a la muchacha otra vez y le gustó. Los pies de ella tocaban el suelo, sus piernas estaban todavía entreabiertas; una de sus manos descansaba sobre su monte de Venus, cubierto de vello negro, y los labios coralinos sobresalientes. Tenía la boca entreabierta, sus largas pestañas negras oscurecían sus ojos de un azul acerino, y los cabellos caían alrededor del rostro. La muchacha era tan bella que tuvo ganas de volver a empezar; se inclinó y acarició de nuevo la carne de los muslos. Un poco débil, era cierto, pero a sus clientes les gustaría aquella ramera. — Lávate y prepárate para la cena — le dijo cortante —. Te pondré a prueba; creo que servirás.

Fin.

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