Nuevos relatos publicados: 9

Una joya de mujer

  • 34
  • 57.985
  • 9,29 (38 Val.)
  • 2

Lo de contar las vivencias o fantasías me parece fantástico y creo que me voy a animar a contar las mías. Según mi siquiatra lo de confesarse normalmente tiene un efecto de catarsis muy importante para la estabilidad emocional, que es ahora mismo lo que a mí me hace falta. La verdad es que si encuentro alguna satisfacción en este ejercicio seguramente lo repita, es una máxima en mi vida.

Ahora lo importante es encontrar un punto de partida, supongo, aunque dada mi naturaleza tendente al olvido, seguramente no podré dar un orden ni concierto a las sucesivas entregas, si la hay. Bueno, pues el punto de partida imagino que no fue otro que mi tío Alonso, o más bien la que es su mujer, mi tía Marta Ángeles, unos diez años más joven que él y con claras tendencias sádicas, sáficas y compulsivosexuales, algo así como la ninfomanía, pero más tendente a la perversión, para que nos entendamos. Una joya de mujer, vamos. El primer recuerdo que tengo de ella creo encontrarlo cuando yo tenía unos 11 años. En aquella etapa de mi niñez yo me sentía atraído por todo el sexo opuesto (antes de que se me olvide: WG Colber, un autor de cómic muy indicado para los amantes del sexo incestuoso.

Si alguien tiene ejemplares escaneados, que no dude en enviarlos a mi dirección de correo, en cuanto yo escanee los míos prometo entregarlos), y recuerdo que, el día que la vi por primera vez, acompañada de mi prima Angélica, me resultó perturbadora cuando menos. Ella tendría entonces la veintena muy recién cumplida y a mí me produjo una sensación muy cortante, demoledora. recuerdo que no podía ni mirarla sin enrojecer de vergüenza -un punto a mi favor, a fin de cuentas-.

Me pareció muy alta, con una melena castaña y ondulada que la hacía terriblemente atractiva a mis ojos. En el patio de mi casa estuvo ese día hablando bajo mi atenta mirada, que se perdía en la sinuosidad de sus caderas menos cuando lo hacía en su escote, infinito y promesa de unas tetas muy generosas, de forma que me llevé toda la tarde con un aire bobalicón que era un cuadro. Mis padres alababan el gusto del zorro hermano de mi madre, mi tío Alonso, habiendo escogido a una muchacha tan guapa y joven. Aclaro que por aquel entonces yo vivía en un pueblo relativamente pequeño, de España para los lectores internacionales, y mi tío había comprado una casa cercana a la nuestra. Pasó el noviazgo, corto, y se casaron.

Y yo empecé a descubrir el significado de la sexualidad. Comenzaron las tradicionales masturbaciones y demás con revistas que le pillaba a mi hermano, bendito él que, supongo, me daba por causa perdida -una reflexión breve: las madres deben ser unas santas, porque, creo, en esa época todos dejamos las sábanas hechas un asco-. Pero había un matiz muy importante que descubrí con el tiempo, y es que mis fantasías sexuales estaban ocupadas por mis primas, mis tías, incluso mis primos. Siempre recordaré un relato de la revista interviú donde se narraba la experiencia que sufrió un padre, aquejado de impotencia, cuando descubrió que la niñera de sus hijos se follaba a sus tres hijos, un niño de 12, otro de 9 y una niña de 11 y cómo el espectáculo solventó todos sus problemas de disfunción eréctil. El relato era brutalmente excitante y si alguien lo puede encontrar verá que es una maravilla para los sentidos, sobre todo el del tacto, imagino.

El relato era tan bueno que ni tan siquiera recuerdo las fotos de tías desnudas que lo acompañaban. Siempre he sido una persona muy tímida y algo gordita, aunque muy despierto y salido, lo reconozco. Mi tía, así como mis primas se convirtieron en un claro objeto de deseo. Incluso mi tía Raquel, hermana de mi madre y unos veintitantos años mayor que yo me atraía por el mero hecho de ser de la familia. Un día incluso me dijo, habida cuenta de mis descaradas atenciones hacia mi prima Angélica, que si tenía pensado casarme con ella. Esas palabras desmoronaron mis estrategias mejor pensadas para hacérmelo con mi prima, además de sumirme en una vergüenza tremenda. Pero me vengué, vaya si lo hice. Pero es el momento de volver a Marta Ángeles.

Mi primer escarceo, de lo que luego ha sido una relación, digamos, estable tuvo lugar, creo recordar -los escritores profesionales dicen que en este proceso de recordar hay una gran parte de inventiva, así que no os creáis todo lo que escriba porque ni yo estoy seguro de ello-, el verano en que yo tenía doce años. Cerca de mi pueblo hay un río donde mis tíos tienen una casa y allí pasábamos muchos días de verano. Ese río debe estar bendecido por algún tipo de dios de la sexualidad porque lo que he hecho y he visto en aquel sitio escapa a mi comprensión.

No sólo las relaciones sexuales de todo tipo que allí he mantenido, sino las que he visto incluso ajenas a mí. Recuerdo un día con el marido de la prima de mi madre en que seguimos el curso del río para encontrar a otros familiares cuando, en una charca, nos encontramos, como él las definió certeramente, a dos amazonas desnudas acariciándose muy suavemente sobre una toalla muy colorida.

Más por pudor hacia mí presencia, imagino, que por mala idea, mi tío se hizo notar y las chicas corrieron espantadas a meterse en el agua. No sé si él lo contó, pero yo me lo guardé para mí y mi entrepierna. Bueno, reconduzcamos el relato. El caso es que un día en el río, yo, como niño que era, no quería salir ni a tiros del agua, así que todos se fueron yendo cuando llegó la hora de la merienda hasta que me quedé sólo en el agua. Pero jugar sólo en un río a mí me aburre pronto, así que al poco salí del agua y me encaminé hacia la casa de campo con paso rápido para poder comer algo.

Celeridad que disminuyó cuando comencé a escuchar a mis tíos en el río. Pensé que sería una buena oportunidad de jugar un rato más y, aún más, mejor oportunidad de tener cerca de mi tía y el escueto biquini que lucía ese día. Así que fui andando por encima de unos riscos para lanzarme al agua en tromba cuando me encontré con un panorama que rápidamente colmó mis fantasías sexuales más agradables. Los dos se encontraban tendidos en la orilla de un recodo del río, bastante apartado y que dejaba fuera al ojo ocasional. Pero claro, eso suponía que el ojo furtivo podía aprovechar su privacidad para disfrutar del espectáculo.

Y vaya si lo disfruté. Me tumbé sobre una de las piedras más ocultas y saqué la cabeza lo suficiente como para no perder detalle. También me saqué la otra cabeza para proceder al estímulo de rigor, qué narices. Allí estaba mi tío con el bañador ochentero total, como los de verano azul, en plenos noventa, bajado hasta la mitad, mostrando su culo peludo al respetable, o sea, yo. Y en mitad de las piernas de mi tía, muy morena -del bikini nada supe hasta después-. El contraste de las pieles era curioso, puesto que mi tío, a pesar de tener mucho vello corporal, es más bien blaco de piel, características que yo he heredado, afortunado de mí, mientras que mi tía lucía un bronceado muy espectacular, sobre todo en sus muslos, brillantes por el sudor y el agua, que perlaban su piel con la caída del sol de la tarde. Mi tío se esforzaba por moverse rítmicamente entre las piernas de su mujer, mientras con sus manos apretaba los pechos, generosos, no me cansaré nunca de describirlos así.

Mi tía era un manojo de placer perdida en jadeos y en suspiros que mi tío, por obvia vergüenza, le solicitaba, una y otra vez, que cesase. Uno de los grandes problemas a los que he tenido que hacer frente en mi vouyerismo, escoptofilia es el término médico, ya sea involuntario o buscado, es mi falta de agudeza visual. Que soy miope, vaya. ÇY no siempre llevo las gafas, como era el caso. Así que siempre he perdido detalles muy importantes, aunque en contraprestación, he sido bendecido con un sentido del tacto prodigioso y que siempre he sabido utilizar en beneficio propioo y ajeno con auténtica maestría.

El caso es que más que cosas concretas, yo veía dos figuras borrosas y completaba el cuadro a fuerza de imaginación y estiramientos del cuello, con el consiguiente riesgo de que me pudieran ver sin yo darme cuenta hasta que fuera tarde. Por fortuna, nada de eso pasó, sino que mi tío continuó su cogida, magnífico verbo amigos argentinos, lanzando bramidos roncos a medida que se acercaba su orgasmo. Yo, como siempre que he optado por las técnicas onanistas, preferí tomármelo con calma y de forma pausada, retardando lo más posible mi final. Cuando mi tío había descargado sobre mi tía, vi como se hizo a un lado, tumbado boca arriba y mi tía, sin prisa retiraba, ahora lo imagino, antes supongo que no sabría que era, el condón de su pene flacido. Acto seguido, comenzó a masturbarle con la mano, algo que él pareció agradecer llevándo una mano a sus tetas y otra a su culo, desde donde inició a su vez la contraprestación más adecuada. En ese momento, yo ya no podía más y descargaba mi escaso esperma sobre la piedra encubridora, ahora improvisada sábana de mis urgencias.

Podría haberme ido entonces, una vez que la calentura había bajado unos grados, pero pensé que la velada podría deparar alguna que otra sorpresa, incluso la aparición de un familiar que los pillase por ejemplo, sin reparar en quizá yo podría ser el atrapado. Así continué con la velada. Y no tardé en alegrarme de haber optado por permanecer a la espera porque lo que vi me sirvió en las sucesivas alemanitas del final del verano. En plena masturbación, mi tía acercó su cabeza y se introdujo el pene en la boca, dando inicio a una serie de movimientos rítmicos que consiguieron que mi tío cayera hacia atrás de la forma más relajada, con los brazos detras del cuello, como sintiéndose amo de la situación, inconsciente del peligro que nos aguarda a todos cuando alguien te hace una mamada.

Si es que nos gusta el riesgo. Mientras mi tía continuaba la felación, acariciaba con una mano los testículos de su afortunado esposo, suavemente, hasta que, en un momento determinado, le dio un tirón del vello genital, que hizo que mi tío gritara, entre dolor y placer. Yo pensé en retirarme, por si alguien había oído el quejido, pero aguanté un poco más, lo justo como para ver como, en respuesta mi tío se incorporaba, sujetaba las manos de mi tía, mientras ésta se reía, con una mano por encima de sus hombros y con la otra mano, comenzaba a penetrarla. Al principio, despacio, pero después con mayor fruicción y celeridad, hasta que metió parte de su puño. Y tiene unas manos grandes, debéis saberlo. Siempre he considerado que esa batalla la ganó mi tío, porque mi tía estaba cuando me marché desencajada de placer, lanzando besos y bocados a los labios y el cuello de mi tío. Me fui. Qué remedio, si ya no podía dar más de mí a aquella piedra. Llegué a la casa y merendé con tranquilidad, pero, para mi desonsuelo, la jornada no había terminado.

Cuando se presentaron los dos recién casados, las bromas entre los mayores eran incesantes, pero yo noté que entre chascarrillo picante y guiño sexual, mi tía me dirigía una mirada, ahora podría decirse de complicidad, en aquel entonces yo la interpretaba como una clara acusación que me señalaba como proscrito dentro de la familia. Pasó el verano, la escuela arrancó y yo tuve una oportunidad de encarrilar mi sexualidad fuera de las relaciones incestuosas, al menos con mi familia. Yo me relacionaba con algunos críos de un curso superior al mío porque eran vecinos de la misma calle y porque yo había dado el estirón antes que los demás, lo que me hacía el más alto de la clase-era el pivot del equipo de baloncesto y mido 1,73, así que imagindad qué equipo tendríamos.

Una vez ganamos un partido-. Pero el que me relacionara con ellos no he hacía más despierto, al menos en lo que a referencias sexuales se refiere. Por poneros un ejemplo, un año antes, cuando tenía 12, llegó una maestra joven que decía a las madres que le daba miedo abrir la puerta por las noches. Yo le pregunté a un chico de mi edad que por qué no habría y él respondíió que porque se la querían tirar, verbo que para mí significaba por aquel entonces lanzar algo. Así que no me enteré de nada, pero por prudencia no profundicé en el ausunto y lo dejé correr -ejem-. Lo dicho, pues ese año llegó la prima de uno de mis mejores amigos y comenzó el curso con la clase de los de 14 años, aunque no lo acabó en nuestro colegio, para desdicha de los afortunados.

La niña, Carmen, era de una frescura insultante, no se cortaba ante ningún machito de la escuela y solía responder con palabras más soeces y cortantes que las que ningún niño de mi pueblo se había atrevido jamás a pronunciar. Según me dieron a entender mi grupo de amigos, la niña incluso era receptiva a dejarse tocar y demás, por experimentar más que nada, así que no pasó un mes desde su llegada cuando los cuatro coleguillas, primo incluido, la teníamos como objeto de las más diversas pajas. Ella nos mostraba su pubis, apenas con vello, muy rubio recuerdo, y nosotros la ilustrábamos con todo tipo de secuencias masturbatorias, sin pudor por vernos unos a otros.

Aunque claro, yo, como muy poco, me llevaba unos meses con el más pequeño de los mayores, por lo que mi miembro no merecía más que el calificativo de apéndice, como el dedo de una persona adulta, calculo, lo que, al lado del resto me ponía en cierta desventaja. Las experiencias primerizas tenían lugar, para mayor diversión incestuosa, en casa de su primo, donde ella vivía, por no se qué rollo extraño con sus padres. Por fortuna, los padres de mi amigo trabajaban los dos hasta tarde, lo que nos permitía regalarnos con semanas laborales muy intensas...

La niña se mostraba cada vez más receptiva a dejarnos participar de su cuerpo, por lo que las sesiones comenzaron a ser más interactivas, de forma que pasamos de tocarnos y mirar a tocarla y mirar. A las pocas semanas la niña ya nos masturbaba con las manos y, aunque nuestros penes eran pequeños, la justa proporción de sus deditos hacía la tarea muy compensada. Su primo, creo recordar, fue el primero en solicitar una felación, que ella regaló muy gustosa e interesada en probar el sabor del esperma infante. En mi caso, prefería que lo hiciera con la mano, menos arriesgado y placentero si no tiene mucha experiencia, según mi opinión.

Los juegos tenían lugar en el salón de la casa, desde donde podíamos ver venir a los padres, quienes tenían que aparcar el coche delante de la casa y atravesar el patio delantero, por lo que el riesgo era mínimo y estaba asumido. Casi siempre éramos cuatro niños los que participábamos, aunque el ocasiones alguno se descolgaba.

Yo, en mi condición de menor de todos, era el plato final la mayor parte de las ocasiones y hasta que no pasaban los demás no podía difrutar de la primita, pero, como comprenderéis, me daba igual. La diversión duró muchas semanas, hasta que pasó el invierno y mi fijación por mis primas y mis tías creció en proporción aricmética a mis eyaculaciones en la niña. Pero la cosa se vino abajo un día muy, pero que muy jodido. Por providencia, ese día fui al dentista y no participé de la microorgía, aunque siempre he pensado que eso no me libró del dedo acusador de mis compañeros de correrías y corridas. Resulta que esa tarde, cuando todos estaban en plena degustación de la niña y la niña degustaba todo lo que su menudo cuerpo podía, apareció de improvisto la madre de mi amigo. La mujer, ante una situación tan dantesca reaccionó, ahora que lo pienso, con una actitud muy progresista.

Imagino que debió ser por su condición de trabajadora o de que, en fin, tampoco era nada que ningún niño no debiera hacer mientras descubre su sexualidad. No se unió a la fiesta, por si alguno lo ha pensado. El caso es que apenas montó el escándalo, me contaron estos, sino que pidió explicaciones con clama y poco más. No sé si se lo contó a los padres de los otros o incluso a los míos -estos cabrone no perdieron oportunidad para incluirme en el saco de culpables, los muy judas, estoy seguro-, pero ninguno fue recriminado ni nada por el estilo.

Pero Carmen, se volatilizó, a otro provincia, que es como si estuviera en el otro lado del mundo. Qué se le va a hacer. Habría que volver a las tácticas masturbatorias propias y al recuerdo de mi tía rota por el puño de mi tío. Aunque en ningún momento penetramos a la primita y, por tanto todos seguíamos vírgenes, el balance fue más que positivo. Habíamos aprendido algunas cosas sobre las chicas y, en mi caso, creció mi fijación por las familiares, aunque no, desde luego, mi genersoidad para con mis amigos, puesto que no estaba dispuesto, ni de lejos a compartir nada con ellos, a diferencia de mi amigo con su prima -aunque siempre he sospechado que él si llegó ha coger con la niña pecadora, en lo que debe ser un servicio exclusivo para familiares-.

Para ubicarnos, rondaría el mes de marzo, o quizás abril, cuando comenzó todo. Lo leído hasta ahora han sido los, digamos, prelimnares. Ahora es cuando empieza mi aventura con mi tía Marta ängeles. Esto sí lo recuerdo bien. Como os decía, ellos vivían cerca de mi casa y un día, por la tarde, mi madre me encargó que fuera a casa de mi tía, que andaba de limpieza en su casa para que la ayudara a mover unos muebles. Mi tío, por su trabajo, tenía unos horarios muy particulares y cuando estaba en casa, yo al menos así lo pensaba, era para dormir. El caso es que mi tío Alonso no estaba, mi madre no podía ir a ayudarla, mi hermano estudiaba fuera del pueblo, mi padre se encontraba en el campo, en una granja que tenemos, y yo era lo sufientemente grande de edad y, sobre todo de cuerpo, como para echarle una mano. Nunca mejor dichio. Todos los factores encajaban esa tarde como en un puzzle.

En el camino de mi casa a la suya, que recorrí diligentemente, mi mente bullía de ideas, a cada cual más guarra de lo que podía hacerle si tenía el valor como para desencadenarlo. Ésa era una tónica en mi proceder y masturbar, porque en ocasiones había ido a su casa y cuando estaba sola, imaginaba que me lanzaba y hacíamos de todo, y eso era todo lo que necesitaba en mis prácticas onanistas. Nunca había dado ese paso que yo creía suficiente para tenerla a mis pies o yo a los suyos, como en ocasiones me hizo estar después. Llamé a su puerta y desde el piso superior me dijo que subiera, que la puerta estaba abierta. En las camas, pensaba, mientras subía los escalones, lo haremos en las camas porque hay que moverlas y ella se echa y yo la toco y luego la desnudo y luego me desnudo y bueno, no mucho más porque tampoco hay tantas escaleras. Por fortuna. La visión que me esperaba al final de las remencionadas escaleras fue antológica. Aunque quizá era más efecto de mi calitente mente. En la puerta de baño estaba ella, limpiando el suelo, de rodillas y hacia el interior, de forma que su espectacular culo, que ha crecido con el tiempo, todo hay que decirlo, asomaba tentador, muy tentador.

El culo, su culo, estaba protegido por una barrera muy singular de vista, que ojalá hubiera sido X, supongo que pensaría en ese momento. Llevaba un pijama verde, algo transparente o desgastado si un pijama se puede desgastar y que en esa posición no llegaba a su cintura, sino que dejaba algo de las braguitas que llevaba al descubierto. Blancas y con un pequeño encaje, pero muy distintas a las de la prima de mi amigo, que siempre me parecieron muy puras, las bragas, ojo.

También llevaba una camiseta corta e iba sin sujetador -lo comporobé más tarde, joder, no os adelantéis- por lo que sus tetas apuntaban a la solería marrón brillante del suelo del cuarto de baño sin ningún pudor y en toda su extensión. Me miró por encima del hombro y me dijo que esperara un momento mientras terminaba con esa faena para comenzar a mover... ¡¡¡las camas!!! Fue como un presagio, tenía que ocurrir sin más remedio. Era imposible que algo fallara.

Así que me paré en el descansillo de las habitaciones, desde donde tenía la mejor visión de su culo, mientras ella me preguntaba por la escuela para hacer más liviana la espera supongo, sin saber que sin decir nada, yo ya estaba en la gloria. Me preguntaba por los estudio, repito, donde siempre he sido puntero. Pero mi mente ya no era mía y ante ese culo yo sólo pensaba en tocarlo, lamerlo, correrlo por completo, como hice en un par de ocasiones con la primita del amigo, pero sabiendo que esta era de mi familia y no de la suya, y era mayor, tendría pelo entre las piernas y unas tetas enormes que por fin podría apreciar en su real y no distorionada por mis ojos dimensión. Y esa fue mi perdición. Yo estaba que ardía y ella estaría realizando una investigación sobre el cáncer porque tardaba una eternidad en levantarse. Alguna glandula de mi cerebelo segregó una sustancia que yo confundí con valor y, entonces, hice la mayor estupidez de mi vida.

Decidido a no dejar pasar la oportunidad y sin sopesar las consecuencias, me saqué mi erecto pene, algo más crecido, imagino, pero en absoluto similar al puño de mi tío, y me acerqué despacio, aguantando la respiración que golpeaba en mis pulmones, por detrás de mi tía, que con el culo en pompa me esperaba generosamente. Con una mano prendida de mi clavo, la dureza juro que era similar, deslicé la otra por entre sus bragas y el pijama. La ostia que me metió hizo que me cayera de espaldas, me lastimara la mano y perdiera la erección. Todo en un segundo. Ni la vi levantarse antes de notar un intenso calor, ahora de otro tipo, por todo el cuerpo, sobre todo en la cara. Las palabras no las recuerdo, sólo la angustia que me envolvía, el estómago estaba encogido, la mejilla estaba encogida, el pene estaba desaparecido.

Yo qué sé. Comencé a llorar levemente, por efecto de la bofetada y de la angustia, supongo. Mi tía, sin embargo, comenzó a tranquilizarse y me ayudó a levantarme, entre mis sollozos y gimoteos. Lo primero que me pidió fue que me guardara el "pajarito". Eso sí que nunca lo olvidaré. Joder, qué desprecio hacia mi varonilidad.

Ya tenía 13 años, digo yo que algo abultaría. Bueno, el caso que es que me llevó al maldito cuarto de baño, responsable de mis desgracias en última instancia. Eso y la investigación sobre el cáncer de los cojones. Sollozos y hipidos eran lo único que mi organismo articulaba, pero ella comenzó a secarme las lágrimas en el lavabo y a preguntarme por qué lo había hecho. Además se dio cuenta del estado de mi mano y me la refrescó bajo el agua fría del grifo, lo cual me consoló. Eso y que me aseguró que no le diría nada a mis padres ni a mi tío Alonso. Eso fue un alivio. Entonces llegó el momento de responder a la pregunta fatídica del porqué. Lo primero que se me vino a la mente fue el episodio del río, pero claro, no estaba seguro de si eso mitigaría o agravaría la situación.

Entonces, le dije que lo hice porque era muy guapa -eso fue un gran tanto a mi favor, he descubierto que si una hembra te coje en clara desventaja y eso el lo primero que le sueltas, tienes gran parte del trabajo hecho-. Comencé a describirla como la veía en mi mente y, ya puestos, le confesé que no podía sacarla de mi cabeza, que era una muchacha muy bien considerada entre mis amigos, e incluso barajé la posibilidad de comentar que fue una apuesta entre mis amigos, los traidores, como para devolverles el favor. Pero eso me lo ahorré.

La mano, mientras tanto, cogía algo de hinchazón y yo recuperaba mi pene de entre mis testículos, donde imagino que se había refugiado de la hecatombe. Entonces decidí contar el episodio del río de las narices, animado por el aire a confesión que estaba en el ambiente. Comencé de forma vaga, aunque ella pidió detalles más profundos. Què tipo de cosas había visto, quién las hacía a quien. Posturas y demás, y también preguntó si se lo había contado a alguien. No. Es nuestro secreto, dijo, y no creo que ese nuestro incluyera a mi tío. Entonces sacó mi mano de debajo del agua y me dijo que la hinchazón no bajaba con el líquido elemento, pero que ella conocía otras formas. Cogió, en español, mi muñeca con ambas manos y le dio un beso. Yo abrí entonces los ojos como un mochuelo para no perder nada de detalle, y, lentamente, Marta Ángeles fue deslizando mis dedos, rígidos por la tensión y un poco hinchados, por entre sus pechos. La desventaja de hacerlo con una niña es que no tiene tetas a edad muy temprana, salvo que se desarrolle muy pronto y ese no era el caso de la prima de mi amigo.

Dicho de otro modo, no teníamos fijación por sus tetas y en nuestros escarceos rara vez se desnudaba o la desnudábamos de cintura para arriba. Como es normal, yo no pensaba entonces en el pecho plano de la niña, sino en las tersas tetas de mi tía, la piel de su estómago que su camiseta no conseguía tapar y finalmente, su vello púbico, recorrido que hicieron mis dedos.

Electrizante, no hay otra forma de describirlo, miles de voltios recorrieron mi cuerpo cuando sus manos, más grandes que la mía, condujeron las llemas de mis dedos por entre sus braguitas. Mis dedos ajenos al antes maldito pijama verde semitransparente comenzaron a verse rodeados de pelitos. Era simple piel con pelitos, pero la carga sexual que desprendían, y aún hoy creo que desprende esa zona de la mujer, iba a hacer que me desmayase. Vaya papelón hubiera perpretado si me hubiese desmayado en ese instante. Creo que me la habría cortado por lo menos. Pero aguanté la vertical, aunque mi cabeza seguramente estaba en otro lado, porque tanta presión, esta vez positiva, no creo que sea buena. Recuerdo que mantuvo mi mano quieta en ese punto, justo antes de los labios vaginales, y que extendí los dedos al máximo, como intentando cubrir el máyor terreno prohibido posible, tanto a lo largo como a lo ancho.

Quería colonizar aquellas tierras, sin saber que eso era ya una civilización muy antigua y multirracial. Habían ya pasado muchas civilizaciones. Pero eso a mí no me importaba, ni ahora me importa. Con simple precaución, léase condón, estamos a salvo de casi todo -parezco un anuncio del ministerio de sanidad-.

El caso es que yo hubiera deseado en ese momento ser un camaleón, no por la lengua, aunque..., sino por los ojos, para poder apartar un ojo de mi mano, su entrepierna -lo que se veía, que no era mucho- y mirarla a la cara. Cuando conseguí desprender mis retinas de los vellos púbicos levanté la mirada y la vi con una sonrisa deliciosa en la cara, mostrando parte de los dientes. Y entonces, inclinó la cabeza y me besó en los labios. Fue un primer beso fugaz, pero muy jugoso, diferente, como todo, a lo hecho con la pobre Carmen, tan infravalorada frente a una mujer de veintipocos. La mano seguía abajo, pero ahora yo prefería asentar el asunto de los besos, porque si me besa en la boca, pensé, que es algo menos espinoso, lo otro puede llegar luego. Así que me estiré un poco y le devolví el beso, en iguales términos, muy breve. Aquí intervino la experiencia y, dejando la mano púbica a su libre albedría, confiando en sus tablas, me tomó por el mentó y me dio un beso muy carnoso, lleno de lengua y saliba, muy dilatado en el tiempo.

Pero, claro, al haber liberado mi mano prisionera y al tener otra también a juego, decidí que estaba todo hecho y que más valía tocar y coger todo lo que pudiera antes de que algo se desmoronara y finalizara el polvo antes de empezar. Mientras la izquierda se deslizaba por debajo de la camiseta buscando esas tetas que la derecha había paladeado antes, de forma que descubrí que no llevaba sujetador, ni falta que le hacía, la diestra decidió continuar la expedición espeleológica y lo primero que se encontró fueron los labios vaginales, algo que notó mi tía, más le vale, y evidenció con un gemido. Para entonces yo ya tenía el pene otra vez a pleno rendimiento. El beso terminó, pero siguieron otros, todos promovidos por mi tía -desde ese momento, ese término tendría siempre para mí otros matices- y en las condiciones que ella quería. Mis manos seguían a lo suyo, pero de nuevo ella marcaba el ritmo. Yo notaba mi pene golpeando a la puerta para salir a la calle, pero mi tía no tuvo constancia física del hecho hasta que no pegó su cuerpo al mío, sacando mis manos, para su desgracia de sus zonas de exploración, aunque fue mi pene el que recogía el testigo y se ponía frente a frente de su mayor objeto de deseo.

Las manos de mi tía condujeron a mis manos, como si de lazarillos se trataran, hacia el culo, aquel que despuntaba cuando subí las escaleras y primera parte del cuerpo de Marta Ángeles que toqué. Así que, anclado a ambos lados del culo, apreté, rocé, giré, recorrí todo lo que pude hasta la espera de la nueva orden. Mi tía posó sus manos en mi pecho, que ya comenzaba a poblarse de vello, como descubrió cuando me sacó la camiseta que llevaba por encima de la cabeza y tras la orden de levanta los brazos. Fuera la camiseta pensé que sería buena idea, en un alarde de liderazgo, quitarle la suya. Debí suponerlo.

Las pautas las marcaba mi tía, de forma solapada, eso sí. Contuvo mis manos cuando agarraban su prenda, pero en contraprestación me regalo una nueva entrada a su cálida entrepierna, esta vez con las dos manos, por lo que aproveché para indagar con mayor calma y paciencia, recorriendo toda su vagina en toda su extensión y comenzando a penetrarla. Al fin y al cabo, tenía allí diez dedos, en algo los debía entretener. En agradecimiento a mi tía, otro más, debo decir que acompañó mis caricias con una suerte de gemidos que me estimularon casi hasta el abismo de mii ropa interior.

Mi respiración estaba ya totalmente descontrolada, así que mi tía decidió que era el momento de liberar al pequeño protagonista de la velada. Se arrodilló delante de mí y yo por fin me convencí de que nada podía dar marcha atrás a aquella situación, salvo que ella no tuviera condones de mi tamaño, claro. No pensaba en aquellos momentos en la casualidad que nos llevó a perder a Carmen y en que podía aparecer cualquiera, especialmente mi tío, que de seguro no sería tan condescendiente como la madre de mi amigo viendo como su hijo se lo hacía con su sobrina. Bueno, mi pene estaba ya en la calle, como era su deseo, y ahora tenía que hacer frente a las consecuencias, especialmente a las risas de mi tía, cruel hasta la saciedad, cuando vio su tamaño. Sin embargo, haciendo de tripas corazón, el pequeño soldado se mantuvo firme ante la adversidad y demostró que, al menos, tenía carácter.

Cuando sus manos lo rodearon, vendió cara la victoria. Mi tía comenzó a masturbarlo, con mucho cuidado al principio, mientras empezaban las preguntas, sobre si me gustaba -joder, qué coño se puede responder en esa situación-, sobre si lo había hecho antes -me ahorré el nombre de Carmen, pero confesé presionado por las manos inquisitoriales-. Este episodio ejerció un efecto positivo sobre mi tía, que se dio cuenta de que debía probar, no bastaba con lo que yo veía, que era mejor que una niña de mi edad. Y vaya si lo demostró. Terminó de bajar mis pantalones y mis calzoncillos con una mano, siempre aferrada a mi saliente, y me los sacó junto con los zapatos, dejándome como a la prima de mi amigo, de la que, como os dije, sólo los interesaba la mitad inferior.

Las caricias se renovaron -a mi juicio era poco eficiente usar las dos manos cuando yo hacía poco había dejado de usar dos dedos, pero...- y comenzaron a hacerse peligrosas, puesto que por aquel entonces no pasaba del primero y a dios gracias. Pero ella parecía que quería comprobar mis límites y acercó su boca. La rendición era inminente e incondicional, estaba en inferioridad y con una tropa de uno muy poco cualificada por lo que no era un deshonor, sobre todo porque me resistí todo lo que pude. Antes de eyacular, mi tía se tomó un respiro para advertirme de que la avisara. Y como pude, eso hice. Para mi asombro, no se apartó, temerosa quizás de que le estropeara el suelo y la investigación sobre el cáncer, qué sé yo, pero el caso es que recogió mi semen, escaso imagino, lo sopesó un instante y se lo tragó, mientras yo perdía rigidez, también en las piernas, y dejaba escapar, en homenaje a mi tío, un pequeño ronquido. En cualquier circunstancia, aquí hubiera acabado, como mínimo por ese día, mi aventura con mi tía.

Pero los lectores más atentos habrán notado que en el comportamiento de mi tía no había signos de sadismo ni nada por el estilo. Hasta ese momento. Fue engullir mi semen y yo empezar a meditar sobre si le vería las tetas, cuando un cambio radical operó en las artes sexuales de mi tía. Lo primero que hizo, aún de rodillas, fue soltarme una galleta en las nalgas, con tal fuerza que por poco me cae. Solté un más que obvio grito y le pregunté que qué pasaba.

Ella se incorporó, se quitó la camiseta -allí estaban las tetas por fin. Aunque ya ha tenido dos hijos y el tercero está en camino, en aquellos tiempos eran duras, suaves y muy prietas, con pezones carnosos, algo pronunciados y puntiagudos, pero lo más atrayente era que los pezones, más que nacer al final de la teta, la envolvían. No sé si os queda claro, pero no sé explicarlo de otra manera. Son parecidos a los de algunos dibujos hentai de chicas con tetas muy grandes-, la dejó caer a un lado y, antes de que yo pudiera hacer nada, metió mi cabeza entre sus pechos, apretándome con fuerza y acariciándome el cuello.

Acto seguido, conmigo idiotizado totalmente y sin saber el objeto de aquellas extrañas prácticas, comenzó, ayudada con sus brazos a restregarme las tetas por las orejas, de forma suave, mientras seguía con mi cabeza mirando al frente, sin posibilidades de que la pudiera girar. Su olor era penetrante, había algo de sudor en su piel, pero seguía oliendo a vainilla, una fragancia que todavía hoy usa. Supongo que lo de ponerse mi cabeza la estaba excitando, pero yo reemprendí, de forma autónoma, la exploración de su pubis. Cuando mis manos volvieron a su vagina, recibí otra torta que me recordó a la primera.

Yo no entendía nada, pero ella me lo aclaró cuando me dijo que la que mandaba era ella. Y vaya si lo hacía. Pero como rompí el encanto de sus fricciones, me exigió que recuperara el vigor. Y allí estaba yo, desnudo de cintura para abajo, con mi tía desnuda de cintura para arriba, y con un pene que no levantaba cabeza ni tenía perspectiva de hacerlo a medio plazo, cuanto menos de forma inmediata. Balbuceé algunos monosílabos como excusa para justificar mi impotencia, circunstancial, pero que cayeron en saco roto. Lanzó su mano derecha hacia mis testículos, los agarró con fuerza y apretó lo justo como para que yo decidiera no moverme mi una micromilésima. El dolor estaba en la frontera de lo tolerable, como si ella ya tuviera costumbre de hasta dónde puede forzar la situación sin que escape a sus dedos. En esa postura me soltó un ya veremos a medio camino de expectativa y amenaza.

Con su mano libre me agarró del pelo y jaló hacia la habitación de matrimonio. Desde luego, en mis fantasías había estado muchas veces en el dormitorio de mis tíos, pero rara vez entré de verdad y la ocasión ahora debía ser esperpéntica. Por fin, acercados al borde de la cama, soltó mis testículos y me lanzó hacia la colcha que cubría la cama, quedando yo bocaabajo a la orden de quieto. Así permanecí, girando apenas la cabeza para ver la escena que se desarrollaba ante mi culo. Por el rabillo del ojo vi como mi tía se deshacía del pijama verde de las narices y se quedaba con sus braguitas blancas de encaje. Entonces se inclinó hacia mi culo y comenzó a besarlo y a darle pequeños mordiscos.

La sensación me agradó y me fui olvidando del desagradable asunto de antes, tomando nota, no obstante, de que la iniciativa quedaba en manos de otros, no en las mías si quería poder tener hijos algún día. Pero el sadismo de mi tía Marta Ángeles volvió a la carga y me soltó un par de bocados en las nalgas que me hicieron contorsionarme para ver qué había pasado esta vez. Otra bofetada estalló en mi cara, seguida de la advertencia de rigor de que no me moviera. Creo que mis tíos practican un sexo un poco heavy y que mi tía llega a extremos que yo nunca he experimentado cuando se lo hace con su marido.

Con los demás es más comedida, aunque hay veces que no puede reprimirse y, en fin, ya os lo contaré más adelante. El caso es que ella seguía con los mordiquitos y las tortas a mi culo y yo no veía la forma de que mi pene me sacara de aquella situación. Viendo que de verdad no había manera y de que, para ser mi primera sesión lo estaba aguantando estóicamente, dedició tirar de un último recurso. Metió su mano por debajo de mis piernas, agarró el pene, levantó un poco mis caderas, se ensalibó un dedo y me hizo una caperuza que me puso a mil -creo que lo de caperuza es un término que le he leído a Cabrera Infante, pero no estoy seguro de si en Cuba se dice así. En España, no lo sé la verdad-.

Cuando yo sentí el dedo ensalibado asomarse a las puertas de mi culo, empecé a apretarlo, habida cuenta de que no podía huir a menos que dejara atrás a mi único soldado. Pero ella me dijo que no apretara, porque sería peor. Pero el instinto es el instinto y hasta ahora ella, matemáticamente,me había ofrecido un placer y dos dolores. Pero, por mucha fuerza que hice, el dedo se abrió paso. Como por arte de magia, mi pene volvía a estar en forma, aprisionado por su mano, pero totalmente repuesto. Ventajas de tener próstata, supongo.

Entonces mi tía sacó su dedo, lo olisqueó un poco, se lo llevó a la boca, me dio la vuelta, me dijo que me apresurase, se bajó las bragas y me permitió echar un vistazo a su vagina desde muy cerca. Consciente de la futilidad de que le hiciera algún trabajito mínimamente decente con la lengua -creo nunca nos preocupamos de estimular a Carmen, entonces íbamos a lo nuestro- me aconsejó que la penetrara ahora que aún duraban los efectos de la viagra dáctil.

Su cuerpo, mayor que el mío por aquel entonces, cayó sobre mí, eclipsándome. Bajó sus caderas seguidas de su pélvis y frotó sus labios vaginales contra mi glande. Se posicionó para que la penetrara y dejó caer su peso completo sobre mí. Yo noté, creo, ojalá pudiera haber atesorado ese momento de por vida y reproducirlo siempre que quisiera, un calor extraño, muy agradable, un puntito doloroso, pero sobre todo muy húmedo. Era como cuando estaba en el río al sol y alguien te salpicaba.

Daba mucho gustillo. Mi tía empezó a mover ligeramente sus piernas -mucho y se saldría mi pene, contra su voluntad, ojo-. Notaba también como su vello púbico se enredaba con mis primeros pelillos, como si ellos lo estuvieran haciendo de forma autónoma. Mi tía se puso en posición vertical para que el movimiento fuera más efectivo y llevó mis manos, por enésima vez a sus tetas. Aceleró el ritmo cuando vio que yo no estaba para nada, consumido en mi pene, y esperó a que eyaculara en su interior -lo de los condones todavía era para mí una materia nebulosa, mítica, pero ella tomaba la píldora, por lo que no tenía problema-.

El segundo orgasmo sí fue doloroso. Pero también infinitamente más placentero que el primero. Estaba claro que la caperuza era un método artificial y que yo no me había recuperado, por lo que el dolor estaba allí. Pero las combulsiones de mi tía y su vagina mientras descargaba mi semen en su interior consiguieron paralizarme envuelto en una nube de placer. Entonces se inclinó sobre mí, me besó en los labios y en la frente y me desmontó. Se llevó un par de dedos a la entrepierna y los saboreó mientras me decía: "Vístete y vete, que tu tío va a llegar. Ya me ayudarás otro día". Promesa que no rompió.

(9,29)