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Ana, La Vecina (II)

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Durante varios días fue mi turno para espiar las idas y venidas de la vecina por mi casa, siempre con escasa fortuna. Pensaba que después de nuestra gran sesión de sexo, dispondría de un conejo que follarme cada vez que quisiera (o que tuviera ocasión), pero Ana se había vuelto invisible a mis ojos, ni siquiera coincidíamos en el portal o en el barrio. Ni un mísero vistazo a lo  lejos. Al imbécil sí que lo veía, claro, tanto en el instituto como en el barrio, pero no le iba a preguntar a él por su madre, claro estaba...

El caso es que yo seguía tendiendo mis calzoncillos en la última cuerda, y adopté la costumbre de dejar la persiana levantada por las noches, con la esperanza de captar algún movimiento en la habitación de enfrente, pero nada. Durante varios días, parecía que Ana se había ido de la casa.

Hasta que un día, después de ducharme, casi como cuando descubrí que mi vecina me espiaba, salí de la ducha con el albornoz puesto y fui a la terraza a coger unos gayumbos. Sé cuales son porque son mis favoritos. Unos bóxer de lycra, ajustados y calentitos, con la cintura de color negro y el resto naranja chillón. Me sostienen el paquete de un modo muy cómodo, y se prestan para dibujar su forma debajo de ellos. Total, que fui a echar mano de ellos y... ¡no estaban! Era muy consciente de donde los había dejado tendidos, porque mi madre escondía la ropa interior de toda la familia en la cuerda más cercana a la cocina (no le gusta que vean las intimidades de la familia), y yo los había tendido en la cuerda más lejana, rememorando las tentaciones que le ponía a mi vecina.

Tengo que señalar que el patio de luces que hay entre mi casa y la de la vecina es bastante estrecho. Con alargar un poco la mano, llegas perfectamente al tendal de enfrente. Sentí un cosquilleo cuando pensé en dónde podían estar mis calzoncillos, aunque no quería hacerme muchas ilusiones. Podían estar en su sitio, en el cajón de la cómoda, pero... allí tampoco estaban. El cosquilleo me hizo sonreír. Quizá...

Le pregunté a mi madre a la hora de la cena, y me contestó que ella no los había doblado. A partir de entonces, redoblé mis esfuerzos para espiar a mi vecina. Pasaba horas encerrado en mi habitación, esperando el momento en que la persiana se levantara y Ana se mostrara tras la ventana, quizá desnuda, quizá con la bata. No hubo suerte.

Así que pensé en tomarme cumplida venganza por el robo de mis calzoncillos. Fue mi turno de esperar a que la vecina hiciera la colada para pescar alguna de las prendas íntimas de Ana. Un jueves, por fín, se presentó mi oportunidad. Cuando llegué del instituto, las cuerdas del tendal de enfrente estaban llenas de ropa de color, y allí, entre una camiseta del imbécil y unos pantalones rojos, se movía una prenda que, sinceramente, no casaban con lo que yo había visto de mi vecina. Un tanga negro, con una transparencia en el triángulo anterior, y no más grande que unas bragas de adolescente. No veía el momento de echar mano a aquella prenda, porque tenía clarísimo que Ana se había llevado mis calzoncillos y me ofrecía su tanga como recompensa.

Durante la comida no podía dejar de pensar en el tanga. Concretamente, en el tanga colocado en su lugar, adornando la entrepierna de Ana. ¿Tendría un sujetador a juego? ¿Se habría comprado más lencería? ¿Lo había hecho para calentarme? ¡Madre mía! Devoré las lentejas, cada vez más consciente del bulto que me crecía y que no sabía muy bien cómo esconder a mis padres cuando me levantara de la mesa.

Poco después, antes de que mis padres se levantaran de la mesa para recoger, me metí en la cocina, y sin ninguna precaución, me asomé al patio de luces y arranqué el tanga de la cuerda. Un calcetín se vino con él, y viendo que era del imbécil, lo dejé caer al patio. Hice un gurruño con la prenda y me la metí en el bolsillo. Un estúpido sentimiento de triunfo me embargó, al mismo tiempo que una necesidad imperiosa de hacerme una paja, con el tanga de la mano.

Al día siguiente de perpetrar el robo, vi a mi vecina. Hablaba con mi madre por la terraza de la cocina, y cuando entré en la estancia para saludar (y para ver a Ana, qué coño), la vecina le estaba diciendo a mi madre:

-Se me ha debido de caer ropa. Me falta un calcetín de Jorge, por lo menos-. Me miró discretamente al pronunciar ese “por lo menos”. Solo le faltó sonreir. Me entraron unos calores tremendos, que disimulé bebiendo un vaso de agua. No sé que le contestó mi madre, porque toda mi atención estaba puesta en Ana. Parecía diferente, menos... dejada. Entonces me di cuenta. Había pasado por la peluquería, y hasta se había maquillado discretamente. Le sentaba fenomenal. Inopinadamente me la imaginé con el tanga que tenía escondido en la habitación y un sujetador, también negro, y también con transparencias en las copas. Mi sexo reaccionó, los calores dieron paso a la excitación pura y dura, y dije:

-Me voy a la habitación-, bien alto y claro, para que Ana me entendiera. La habitación del imbécil estaba con la persiana subida, la ventana y los visillos abiertos y vacía de persona. Rebusqué en mi escondite hasta que saqué el tanguita negro, pasé el pestillo de la puerta y me acomodé en la silla del ordenador, como si estuviera buscando algo en la pantalla. Era plenamente consciente de mi febril estado de excitación, porque miraba de reojo por la ventana cada dos por tres, esperando ansioso que se abriera, que entrara mi vecina, que cerrara la puerta y... ¡oh, joder! O paraba de pensar o me corría sin tocarme. Apreté el tanga dentro de mi puño, resisitiéndome a la tentación de olerlo. Porque olía a suavizante...

Por fín entró Ana en la habitación, y mira tú por donde, me entró cierta vergüenza. Allí estaba yo, dispuesto a enseñarle su tanga, pero sin atreverme a hacerlo. Pero me dí la vuelta, caliente como el mango de un cazo, deseando ver a mi vecina, que también estaba sentada en la silla del ordenador del imbécil, con las piernas abiertas y las manos entrelazadas debajo de sus tetas, sonriendo como una niña traviesa. Ana llevaba unos vaqueros que se ajustaban a sus formas y le hacían un culo estupendo, y un suéter de lana, blanco de cuello vuelto, algo suelto, que ocultaba hasta cierto punto sus carnes. Digo hasta cierto punto porque las tetas de mi vecina eran difíciles de esconder. Me percaté de que el tinte rubio cada vez era más oscuro, y que los bonitos ojos claros estaban resaltados con un discreto maquillaje. Ana se había pintado los labios, también con un color rosado, pálido, que hacía su boca más atrayente, lejos de los fuertes colores que se acostumbran a poner las mujeres maduras.

Ana me hizo un gesto. Lo interpreté como una apelación, una manera de preguntar por sus bragas. La sonrisa que le bailaba en los labios me dio valor, y contesté con el mismo gesto “¿Qué pasa? ¿Tienes lo mío?”, parecíamos preguntar. Ana dudó un momento, mirando a algún punto de mi habitación. Luego, como con fastidio, se levantó de la silla y cerró la puerta de la habitación. Desde allí, casi al fondo de la estancia, donde no existía peligro de que algún otro vecino la viera desde su ventana, Ana se bajó la cremallera del vaquero. Mis ojos comenzaron a agrandarse, y sin darme cuenta de lo que hacía, fui acercándome al borde de la ventana. ¡No me podía creer lo que pensaba que iba a ver! El suéter de lana iba tapando las partes del cuerpo que Ana iba desnudando, pero sabía que mis gayumbos estaban allí, en el cuerpo de mi vecina, tocando el pelo de su coño y tapando su potente culo. ¡Joder, Dios, cagüenlaputa! ¡Aparta ese jersey de una puta vez! ¡Enséñamelo!, rezaba, al borde del éxtasis, y del orgasmo. Dejando los pantalones a medio muslo, se irguió, retándome. ¿A qué?, me pregunté yo. Y entonces me di cuenta de que todavía tenía el tanga en la mano. Viendo el despliegue que había hecho mi vecina, me pareció soso enseñárselo, pero había que cumplir. Me eché hacia atrás, para evitar miradas indiscretas, y extendí en tanga con ambas manos. Vi a mi vecina sonreír abiertamente, para después levantarse el suéter hasta dejar el ombligo al descubierto. Se me cayó el tanga al suelo. Mis calzoncillos de lycra se ajustaban a las rotundas formas de Ana, marcando la raja del chumino perfectamente, abultándose sobre la mata de vello. Si eran mis preferidos, a partir de ese momento se convirtieron en objeto de culto por mi parte. Salí del atontamiento cuando me topé contra el cristal de la ventana, momento que aprovechó Ana para subirse los pantalones, sin dejar de reír. Acabó de vestirse, y lanzando un beso al aire, desapareció de la habitación, dejándome resoplando, con los ojos como platos y la polla como una  barra de hierro.

(8,05)