Nuevos relatos publicados: 13

Ana, La Vecina (V)

  • 8
  • 21.677
  • 8,85 (33 Val.)
  • 0

Varios días después, me crucé con mi vecina a la entrada del portal. El imbécil había salido pitando a llamar el ascensor, y Ana y yo tuvimos un breve instante en el que nos quedamos solos.

-Me encantó el polvo que echamos-, le dije como el que habla del tiempo. Ana enrojeció como una quinceañera, escondiendo un atisbo de sonrisa. -¿Y a ti?-.

-También, pero no me digas esas cosas aquí, que alguien puede enterarse-.

Ese era otro de los motivos que aportaba morbo a la situación. Follar sin que nadie se enterase. Sobre todo por su parte, evidentemente, aunque también yo me jugaba una buena bronca si mis padres llegaban a enterarse. Y mis amigos se burlarían de mí, porque Ana no era de las típicas madres en que te fijas.

Ana llevaba puestos unos vaqueros algo ceñidos y una blusa blanca con estampados de diminutas flores. Entramos los tres en el ascensor, con Ana en medio, su hijo a un lado y yo al otro. El imbécil miraba el móvil, atento a los mensajes, mientras Ana y yo mirábamos al frente. Entonces planté la palma de la mano en sus cachas. Ana aguantó el tipo, mirándome de reojo y echándose hacia atrás para que su cuerpo impidiera que el imbécil viera donde estaba mi mano. De las cachas la llevé directamente al conejo de Ana, hundiendo la mano con cuidado de que los dedos no asomaran por delante. Ana alzó la cara al techo del ascensor, abriendo un poquito las piernas. Justo entonces llegamos al piso. Las puertas se abrieron y el imbécil salió escopetado. Ana, con las manos cargadas de bolsas, no pudo impedir que le sobase las tetas durante un segundo, mientras notaba crecer la polla.

-¡Que ganas tengo de que te vuelvas a quedar sola!-, le dije, quitando las manos de sus tetas y ayudándola con las bolsas.

-Y yo-, contestó ella, para mi sorpresa. Pasó delante de mí y entró en su casa. -¡Pasa, pasa! Deja las bolsas en la cocina-. Por lo que pude ver, solo estaban en la casa el imbécil y ella.

-¿Tu marido?-, pregunté.

-Trabajando. No volverá hasta el viernes por la tarde o el sábado por la mañana-. Mi vecina echó un vistazo rápido al salón, donde su hijo se había puesto a ver la tele. Me empujó dentro de la cocina y me plantó un beso en los labios, restregándose contra mí. –Creo que mi hijo va esta tarde a casa de un amigo a estudiar-.

-Entonces esta tarde vendré-, logré contestar entre beso y beso. Después la separé un poco y me quedé mirando apreciativamente sus tetas. –Sé exactamente lo que quiero hacer-.

Salí de su casa con la picha dura. Con quince años se tiene demasiada hombría, y casi cualquier estímulo te pone cachondo como un burro. Así que me fui a mi habitación, contando los minutos que faltaban para ir a casa de la vecina. Desde mi habitación intentaba vigilar el trasiego del imbécil, pero como volvía a tener la persiana bajada, tenía que conformarme con imaginar lo que pasaba detrás. Ya a eso de las seis de la tarde, la persiana se levantó. Detrás de ella estaba Ana, con la misma blusa que le había visto por la mañana. Miró a ambos lados, con cuidado, antes de hacerme señas para que fuera a su casa. Agarré la mochila y fui a la casa de enfrente.

La puerta estaba abierta. Ana me esperaba detrás de ella, y la cerró nada más traspasar el umbral. Empezaba a echar el cerrojo cuando yo ya estaba encima de ella, manoseándola por todo el cuerpo, sopesando las grandes tetas.

-¡No llevas sujetador!- exclamé sorprendido al constatar la libertad con que se movían los pechos de la hembra.

-Estoy preparada para todo-, contestó ella con tono pícaro, cogiéndome la cara con ambas manos. Nos besamos como dos adolescentes, calentando más el ambiente. La verdad era que desde que me había prometido que íbamos a follar esa tarde, no necesitaba muchos preliminares. Es más, si había muchos preliminares me correría antes de metérsela.

Agarré las cachas de Ana mientras ella seguía entretenida mordiéndome el cuello. Metí las manos por debajo del vaquero, tropezándome con las bragas de la vecina. Por un momento pensé en las bragas feas que llevaba la otra vez, tan poco eróticas. Deslicé las manos por debajo de la blusa, acariciando la espalda y notando la ausencia de ropa debajo de la prenda. Me quería follar sus tetas, así que me encantaba la idea de que los pechos estuvieran libres, esperando que el miembro se enterrara entre ellos.

Ana se frotaba contra mi entrepierna, cada vez con más descaro, suspirando, gimiendo. Sus tetas se aplastaban contra mi pecho, y su muslo se apretaba contra la polla y los huevos. Sus manos, como las mías, palpaban carne por debajo de la ropa.

-Todavía estamos en el pasillo-, dije. -¿No me invitas a “entrar”?-, pregunté, con el tono más lascivo que sabía poner.

-Claro, cariño, puedes entrar hasta donde quieras- repuso ella, tomándome de la mano. -¿Qué parte de mi... casa quieres ver primero?-.

-Tengo curiosidad por ver la habitación de tu hijo-, contesté. La verdad es que me daba bastante morbo zumbarme a la vecina en aquella estancia. Así, cada vez que mirara por la ventana de mi cuarto, recordaría la sesión de sexo con la vecina. Y follar en la cama del imbécil, con la madre del imbécil, me ponía loco. Ana hizo un mohín, acercando sus labios a los míos.

-¡Pero que sucio eres, cabrón!-, susurró a mi oído, antes de meterme la lengua en la boca, sin ninguna clase de ceremonia. Aquello empezaba a ser puro vicio. Entendí que a ella también le mojaba el chumino follar en la cama de su hijo. Ana era una mujer a la que le llegaba la hora de la liberación, con un adolescente que tampoco sabía mucho de tabúes morales pasados de moda.

Fuimos por toda la casa besándonos y metiéndonos mano, quitándonos la ropa a tirones. Ana no me dejó arrancarle la blusa, sino que desabrochó uno a uno los botones, para abrir luego la prenda del todo, dejándome extasiado con la visión de sus buenos melones. Su pecho, como el mío, se agitaba con el ritmo de la excitación. Ana, mordiéndose el labio, tironeó del cinturón, sacándolo de un golpe de muñeca, amenazando con castigarme con él si no hacía lo que me ordenaba.

-Bájate los pantalones o...-, tenía la mano en alto, con el cinturón agarrado con firmeza. No me causaba ninguna impresión, salvo que me la ponía aún más dura. Pero hice lo que me ordenaba. Dejé los pantalones en los tobillos, con los calzoncillos dibujando la forma de lo que había debajo. Ana deslizó sus miradas por ahí, relamiéndose los labios. Mi polla imberbe la ponía a mil. –Las zapatillas-, ordenó. De un par de patadas, las zapatillas se quedaron en un rincón, seguidas de los pantalones y los calcetines. Ana dejó caer el cinturón, desabrochándose los pantalones. La cabeza de la polla me asomaba por encima de la cintura, exudando líquido preseminal. Ana bajó la cremallera de la bragueta. Adoptó pose de fulana, con los dedos en la cinturilla del pantalón, abierto por la bragueta, que dejaba ver un poco de la tela roja de las bragas. La camisa abierta dejaba a la vista el canalillo de sus tetas, y su expresión de puta hambrienta de polla casi hizo que me corriera. Estaba rellenita, sí, y sus tetas no estaban tan erguidas como las de una adolescente, pero juro que en mi vida he paladeado más lujuria que con aquella pose de mi vecina. Sentí que una leve caricia por su parte le pringaría la mano con mi leche. Dudé de que pudiera aguantar un polvo.

-Ana, me voy a correr como sigas calentándome así-. Algo en mi tono de voz le hizo pensar que no era un halago, sino que era absolutamente cierto. Y pareció encantarla.

-¿Sí? Qué poco aguante...-, repuso, deslizando un dedo debajo de las bragas. Lo sacó húmedo y brillante, y lo acercó a mis labios, recorriéndolos como si los pintara con un lápiz. Con movimientos lentos, deslizó el mismo dedo por mi pecho y mi vientre, hasta dejarlo posado sobre la cabeza del capullo, untándose en mis líquidos preseminales.

-¡Ana... yo... joder!-. Fue lo último que acerté a decir antes de que Ana fundiese sus labios con los míos y sintiese las contracciones de mi polla expulsando el semen sobre la mano de Ana y mi vientre. Fue copiosa, pero me dejó insatisfecho. Me había corrido con un simple roce. Tal y como le había dicho. Ana me comía los labios y la lengua, sonriendo, frenando los escupitajos de mi polla con la palma de la mano, disfrutando de la corrida adolescente, encantada de provocar esas reacciones. Cuando me separé de su boca y me dejé caer hacia atrás, encima de la cama del imbécil, mis calzoncillos estaban empapados, y la lefa resbalaba por mi bajo vientre hasta empaparse en la cinturilla de los gayumbos.

Ana se irguió delante de mí, con la palma de la mano hacia arriba, al parecer, examinando las muestras que había allí, sonriente y orgullosa.

-Ahora vengo. Y tú no te muevas de ahí. Todavía tenemos cosas que hacer-. Vi el trasero de Ana menearse hacia la puerta de la habitación, y pese a la reciente eyaculación, supe que estaría dispuesto en cuanto mi vecina regresara.

(8,85)