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HISTORIA DE UN INCESTO CAPÍTULO 2º

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Al sentirse sola, Claudia, más libre de pesares que otra cosa, saltó de la cama al suelo y, sin echarse prenda alguna por encima, se metió en el cuarto de baño inserto en el dormitorio, al igual que la habitación de Javier, que también disponía de baño propio. Ya en el baño, lo primero que Claudia hizo, ¡oh eterno femenino!, fue ponerse ante el espejo, para comprobar que la pinta que tenía era, más bien, horrible.

Y ahí surgió el primer dilema: Baño o ducha. Sopesó, más o menos, la cuestión, y del tirón se decantó por el baño, como medio algo más relajante. En consecuencia, se sumergió en un tonificante baño de agua más caliente que fría, aderezada con buenos chorreones de olorosas y relajantes sales, para en no tanto tiempo suspender el remojo. Se secó, en especial el pelo, pues el secador fue indispensable adminículo del evento, para luego volverse a mirar en el espejo y, aunque tampoco la imagen le acabara de gustar, se vio bastante mejor que antes.

Salió al dormitorio y de un cajón de la cómoda sacó un vistoso camisón, como los que, de norma, solía utilizar, y se lo puso. Consultó el reloj y vio que faltaba poco para las cinco y media de la mañana, tarde desde luego para ir a ver a Javi, pero ardía en ganas de que supiera que aquella noche, por finales, nada había pasado, por lo que salió al pasillo yendo presurosa hasta la puerta del muchacho.

Por el umbral de la puerta supo que la habitación estaba a oscuras lo que, indudable, significaba que él estaría ya dormido. Vaciló un momento entre entrar o no hacerlo pero, finalmente, las ganas de verle, aunque solo fuera así, dormido, triunfaron sobre la prudencia de no despertarle.

Con mucho, muchísimo sigilo giró el pomo de la puerta y poquito a poquito, muy poquito a poquito, fue abriendo la puerta hasta poderse colar dentro. Entonces, nada más estar dentro de la habitación, la luz se encendió, deslumbrando ligeramente a Claudia segundos antes de que pudiera apreciar que su hijo estaba, como esperaba, tendido sobre la cama, pero enteramente vestido todavía y sin síntoma alguno de dormir en tal momento

―¡Vaya, y qué “rápido” ha sido el “maromo”! Pues hace ya algo más de una hora que le oí salir de tu dormitorio… ¿Tuviste bastante con tan poco rato? Porque diría que tus “ganazas” eran muchas…

Claudia quedó de una pieza ante la hiriente mordacidad de Javier. Sintió como si por dentro le desgarraran el alma. Quedó allí, dentro de la  habitación pero a casi más centímetros que metros del umbral recién cruzado, quieta durante algún minuto mientras sus ojos se centraban en los del muchacho, apreciando pues no ya la dureza o frialdad de la filial mirada, sino, incluso, la fría crueldad que parecía anidar en ella.

¡Dios mío, y qué le he hecho yo para merecer tanto odio!, se decía a sí misma mientras, con toda lentitud, pasito a pasito, se aproximaba al lecho del hijo, hasta llegar a sentarse al borde la cama, hacia los pies de ésta. Entonces, sin alzar la voz, sin aspereza alguna en su tono o modo, empezó a decir

―Javier, no vengo en son de guerra, por lo que te agradecería ahorraras el tono hiriente de tus palabras. Si he venido ha sido, en primer lugar, para pedirte perdón por todo cuanto antes te dijera, que fue mucho y muy malo. Y en segundo lugar para que supieras que entre Juan y yo, por finales, nada hubo. Sencillamente, no pude entregarme a él. Mi voluntad decía que sí; que debía, tenía que hacerlo; permitírselo… Pero mi naturaleza, mis sentimientos, no me permitían tal cosa; se rebelaban ante ello…

Claudia calló un momento, escrutando el rostro de Javier, pero en él casi nada vio, a no ser su impasible hieratismo, aunque también pudo constatar que el brillo de crueldad que enmarcaba su mirada cuando, con enorme y ácida mordacidad, le hablara por primera vez, cuando encendió la luz, había desaparecido de esa mirada, mostrando para entonces, más bien, un interés casi supino en lo que ahora ella le decía, a juzgar por lo fijos que en ella mantenía sus ojos. Al cabo de tal momento, Claudia prosiguió

―Y no Javier, no tenía “ganazas”, como tú palmariamente afirmas. Ni mucho menos. En realidad, lo que más sentía cuando vine aquí con, digamos, mi “novio”, era asco de mí misma por prestarme a algo que me daba arcadas de sólo pensarlo. Te dirás que por qué entonces estaba con él desde hace ya más de un mes. Te lo diré: Por ti; porque tengas un futuro mejor del que, a juzgar por tu actual actitud, te auguro.

De nuevo calló la mujer para estudiar el efecto que sus palabras obraban en el hijo pero, como antes, poco pudo sacar en claro, pues sus expresiones no decían más que antes: Casi desinterés en sus ojos, en su rostro, pero intenso interés en la fijeza de su mirada.

―Tú, Javier, de mis faldas no salías; sólo tratabas conmigo, charlando, saliendo juntos a comer o cenar, al cine, al teatro, de vacaciones o, simplemente, a pasear. No tienes amigos, y amigas menos. De ennoviarte, ni intención… Eso no es normal, hijo. Tú eres joven, veintitrés años escasos; yo no, con mis casi cuarenta y dos… ¿Qué será de ti el día de mañana, si sigues así? ¡Solterón eterno, sin nadie que te quiera, que te atienda!...

Nueva tregua en el parlamento, con la misma intención que en las anteriores y, también, los mismos resultados, antes de proseguir

―Te dije antes que había perdido mi vida, mi juventud, por atenderte; pero, en verdad, tú sí que la estás perdiendo por atenderme a mí. Por eso, y no por otra cosa, es por lo que estás aquí, siempre, siempre, conmigo, sin amigos, sin amigas… Yo eso no puedo consentirlo, que sacrifiques tu vida por atenderme, porque no esté sola… Y sólo un medio hay para evitarlo: Separarme yo de ti; así, antes o después, tendrás que abrirte a la vida que yo para ti deseo. Eso, separarme de ti, sin un motivo que lo justifique, no lo podría hacer; no me lo permitirías. Luego, “echándome un novio”, tendrías, sin remedio, que “pasar por el aro” que yo quiero…

Ahora quien hizo el inciso fue él, Javier, interrumpiendo a su madre. A tenerse en cuenta que, de los ojos y el rostro del joven había desaparecido aquél, más bien estudiado, gesto de hieratismo indiferente, sustituido por rasgos no ya de interés en lo que Claudia le decía, sino de tierno cariño hacia ella

―Claudia, Claudia… Estás totalmente equivocada; yo, en absoluto me estoy sacrificando por ti, como adivino entiendes. Ni mucho menos, Claudia. Si estoy contigo es porque así lo quiero; porque junto a nadie me encuentro tan bien y a gusto como contigo. Te quiero inmensamente, Claudia, y mi mayor deleite es estar junto a ti, los dos solos… No aguantaría intromisión alguna en nuestro particular mundo, lo mismo si lo introdujera yo, como si fueras tú quien lo trajera… Por eso he estado como estaba estos días, cuando tú te marchabas con ese tío; por eso no me apetece buscar amigos o amigas y, mucho menos, ennoviarme con alguien, como tú dices…

―Pero Javier, eso que llamas “Nuestro Particular Mundo”, no puede ser eterno. Por ley de vida, yo me iré algún día para no volver, y ¿qué pasará entonces contigo?...

―Mira Claudia. Yo no quiero pensar en eso. No deseo anticiparme a acontecimiento alguno, sino vivir el día que vivo… Claro, sin contar el futuro profesional, el futuro económico, que eso sí que me preocupa y pienso en ello… Pero Claudia; como vivimos, es como quiero vivir, porque sé que más feliz que estando contigo, a tu lado, no podría serlo nunca… Claro que sé que esta manera de vivir la vida no puede ser eterna; que algún día, bien tú, bien yo, faltaremos; pero eso es un futuro, hoy por hoy, lejano y no me lo quiero plantear ahora en modo alguno. Hoy estamos juntos, y eso es lo único que me importa

A Claudia le faltaba bien poco para que sus ojos se arrasaran de lágrimas, escuchando a su hijo… Oyendo cuánto, cuánto; cuantísimo la quería… más feliz la mujer tampoco podía ser, pues también para ella vivir en ese “Mundo Particular de Ambos”, sin ajena inferencia alguna, era su ideal de vida…  

―¿De… de verdad que es así, Javi? ¿De verdad que así es como quieres vivir, tal y como dices? Siempre conmigo… Sin separarte nunca de mí

―Que no te quepa duda alguna de ello Claudia. Contigo siempre… Sólo, sola y únicamente contigo. Vivir a tu lado, tal y como llevamos viviendo desde que papá se marchó, es el colmo de mi dicha, de mi felicidad… No imagino; no concibo, vida mejor… Compañía mejor que la tuya…

―Pero Javi… Y… Y tener una esposa, unos hijos… ¿No significa eso nada para ti?

―¡Pues claro que sí! Claro que me gustaría… ¿A quién no?... Pero Claudia, si para tener todo eso, debo renunciar a estar siempre contigo, sin terceras personas entre tú y yo, eso para nada lo quiero… Luego, en la práctica, y ante ti, no; no significa nada

Claudia emitió un suspiro como de resignación que en absoluto implicaba decepción sino, simple y sencillamente, aceptación plena de los deseos de su hijo. Es más, en honor a la verdad, hay que decir que tal deseo a ella, antes, mucho antes que desagradarle, lo cierto es que le agradaba, y de qué manera, pues esa estrecha convivencia con Javier la hacía la mar de dichosa y, con el corazón en mano, para ella tal situación era la forma perfecta de vivir la vida; luego si eso era lo que, al menos por el momento, Javier quería por lo que a ella concernía pues así sería si así a él le parecía

Otra cosa era que, bien lo sabía ella y así esperaba que pasara, tal actitud cambiaría algún día, el que conociera a esa persona que nos enamora y con la que uno acaba casándose, para bien o para mal, como fue en su propio caso, pero mientras tal día llegara pues a disfrutar de la compañía de su hijo… Y, aquí paz, y después gloria…

En fin, que nada más se habló entonces sobre el tema, pues para los dos, madre e hijo, quedaba sobreentendido, pero bien claro, que la vuelta al anterior estatus entre ambos era cosa decidida e inamovible, por el momento, al menos, para ella; “per in sécula seculorum, amén”, para él, de forma que, con evidentes muestras de cansancio, Claudia dio fin a los sobresaltos de aquella noche levantándose de la cama de Javier, donde antes se sentara, para, besándole en la frente, despedirse de él diciéndole

―Me voy a dormir Javier, cariño mío. Estoy rota, Javi; rota por completo… ¡Dios, y qué molimiento de cuerpo que arrastro!... Y, es que, la nochecita vino con octava…

No obstante el cansancio y demás que sentía, lo cierto es que también era tremendamente dichosa en aquellos momentos. Ahí era nada, haber arreglado el horizonte con su más que adorado Javier… Bueno, para ella, mejor Javi pues, ya se sabe, para una madre sus hijos nunca acaban de crecer del todo, pero como a él más le gustaba lo del adulto “Javier”, pues eso, Javier y no Javi.

Así que, envolviéndole en una mirada plena de ferviente cariño, abandonó la habitación de Javi para irse a su dormitorio y, por fin, conciliar un reparador sueño, en lo que su hijo no se quedó atrás, de modo que ambos disfrutaron del descanso que, realmente, los dos necesitaban tanto

El día siguiente, domingo, que realmente fue en el que ya se durmieron, para empezar, se levantaron bien tarde los dos, pues era ya casi el mediodía, y para continuar con muy poquitas ganas ambos de hacer maldita la cosa, por lo que, tras ducharse y acicalarse un tanto, los dos salieron a la calle, a una cafetería próxima, donde empezaron por degustar un buen café con leche, para entonar el cuerpo tras la nochecita “disfrutada”, siguiendo por saborear uno de esos platos combinados que contienen un poco de todo y un mucho de nada, para luego regresar a casa y pasar casi toda la tarde durmiendo

El lunes, cuando al atardecer los dos por fin se reunieron en casa, libres ya de obligaciones, una Claudia radiante dijo a Javier que había plantado a su “novio” soltándole, a bocajarro, unas “calabazas” de las que hacen época. Javier le repuso si no sería peligroso para ella ya que, a fin de cuentas, él era el jefe del equipo, pero ella, riendo, le contestó

―Tranquilo cariño; Juan… Bueno, el doctor Cifuentes, es un buenazo y yo le he envuelto la “píldora” en un montón de almíbar… Ya sabes, mucho de que “Yo, como amigo, te quiero mucho, pero como pareja no; lo siento en el lama” etcétera, etcétera, etcétera. Y al final, quedó como un marmolillo… Un marmolillo lacrimoso; muy lacrimoso, eso sí, pero manso como un corderito… ¡Lo tengo “dominao”!… Ja, ja, ja….

Y, desde luego, los dos rieron a más y mejor. Cenaron tranquilamente y cuando estaban ante la “tele”, no muy divertidos, por cierto, pues hay que ver los programas televisivos españoles, que somnífero más potente más bien que no hay, Javier propuso a Claudia salir los dos, el próximo sábado por la noche a celebrar la repuesta situación entre los dos, lo que a Claudia le pareció de perlas.

Según Javier, podían empezar por cenar en un buen restaurante y luego, pues Dios diría… Eso sí, Javi pidió a su madre que esa noche echara la casa por la ventana para ponerse bien guapa, pues quería presumir de pareja al brazo

Y a fe que Claudia no echó en saco roto la petición de su Javi, pues tiempo le faltó para buscar un vestido que, a su juicio, fuera lo suficientemente apropiado para tan importante noche para ella, pues más ilusionada con el evento la verdad es que no podía estar y, tras revisar y revisar su “fondo de armario, nada en él encontró que la satisficiera lo suficiente para lo que en tal ocasión deseaba, pues quería que su hijo pudiera en puridad presumir, llevando del brazo a una verdadera real hembra.

De modo que fue directa al “Sancta Sanctorum” de la ropa femenina, un centro la mar de selecto y de lo más especializado en moda femenina, donde sin esfuerzo alguno encontró justo lo que quería, un vestido tremendamente elegante, por más que la mar de sencillo; largo hasta los pies, con escote de escándalo y ceñido hasta hacer que sus formas de mujer más que escultural brillaran en todo su esplendor. El tejido, que al tacto recordaba perfectamente la seda salvaje, natural, lo suficientemente elástico para que, aun ciñéndosele al cuerpo cual segunda piel, también cedía lo necesario para permitirle amplio movimiento, de contorsionista incluso, si tal quisiera.

El complemento ideal, lógico, zapatos negros, de finísimo y altísimo tacón, que ayudara a realzar aún más su figura, pues bajita precisamente no era, con su algo más de 1,7 mt, y a buscarlos iba al idóneo departamento cuando, al pasar por el de lencería, que de camino quedaba, acertó a ver un maniquí de cuerpo entero luciendo un conjunto de sujetador y braguita tipo minúsculo tanga, en seda negra con encajes, complementado por unas medias largas hasta más que arriba, negras también, con costuras de arriba abajo, y sujetas a la cintura del maniquí por un más que sensual liguero, en color rojo.

Lo cierto es que el conjunto resultaba de lo más atrevido y sensual, por lo que Claudia se lo pensó un tantico, más o menos indecisa, pero como, la verdad, el conjuntito la había enamorado cosa mala, pues y ¡ala!, p’al bolso y a casa con vestido, conjunto, medias y liguero incluidos, más los provocativos zapatos. Todo fuera por esa noche de lo más especial.

Y llegó el sábado, a cuya última hora de la tarde, más o menos sobre las siete, ambos dos, Claudia y Javier se empezaron a acicalar, con concienzudo baño entre nubes de espuma de perfumadas sales de baño por delante, hasta quedar ambos hechos dos pinceles, y es que también Javier decidió estrenar terno para tan señalada ocasión, un elegante traje gris marengo adornado por finas rayas verticales en un gris bastante más oscuro.

Cuando por fin se vieron uno a la otra, la otra al uno, lo cierto es que Claudia vio a su hijo guapo de verdad, dentro de aquella prenda tan poco común en él, bastante más dado, por lo común, al trapillo del vaquero y camiseta, o chándal doméstico de andar por casa y calle, que a tan señor y algo maduro atuendo, para estas “harturas” de la vida.

Pero es que, cuando Javi posó sus ojos en su más que señora madre, por poco si fenece allí mismo de pura asfixia, pues aunque los ojos se le abrieran, como platos, ante tan sublime visión de verdadera diosa del Olimpo, y no se diga de la boquita, que quedó cual buzón de correos del antiguo Palacio de Telecomunicaciones de Madrid, hoy vulgar alcaldía, en la garganta se le formó tal “taco” que el aire por allí no pasaba ni a la de tres, reacción filial ésta que a punto estuvo de que a su tan admirada señora madre casi, casi, se le saltaran las lágrimas que, si no de dolor tampoco de alegría fueron, pues ínclito motivo fue la inacabable sarta de carcajadas que le entró a la vista del inenarrable aspecto del rostro de su más que amado vástago. Y es que, la verdad, el espectáculo que tal rostro entonces ofrecía se las traía

―¡Vaya Javi!... Diría que, al parecer, no debo estar del todo mal

―¿Mal?... ¡Claudia, eres la mujer más divinamente bella!... ¡La más grandiosamente escultural!... ¡Única; eso es lo que eres, Claudia!... ¡Única, e irrepetible!... ¡Tendrías que nacer de nuevo para que, en todo el Universo, hubiera otra mujer como tú! Sólo un clon tuyo podría compararse a ti…

―¡Para, para, Javier!... ¡Que hasta me lo voy a creer!... ¡Favor que tus ojos hacen a tu madre, pues, a ver qué ibas tú a decir de mí!

Y, riéndose a carcajadas, pero más ancha que larga por las lisonjas recibidas, se encaminó, seguida de Javier, hacia la salida, listos los dos a tomar el ascensor y bajar a la planta baja, ubicación del garaje, en busca del coche en que se dirigirían al más que elegante y, por supuesto, carísimo, restaurante objeto de la femenil elección de Claudia, como primera parada y meta de la magna noche que a ambos se les avecinaba.

Como de otra manera no podía ser, la cena fue opípara y, cómo no, un tanto bien regada con exquisitos caldos de la hispana tierra. Por fin finalizó la cena y, mientras dejaban tras de sí el restaurante camino del coche, preguntó Claudia

―¿Qué te gustaría que hiciéramos ahora Javier?

―Pues… ¿Qué tal estaría encaminarnos a una “disco” y bailar como peonzas?

―¡Hombre Javi!... Tú y yo… Solos… Nos puede ver alguien conocido y… Me daría mucho corte, cariño…

―¡Pues, la verdad, no veo por qué razón!... Para mí, es la cosa más natural del mundo… Pero, en fin, si tú no quieres…

Claudia quedó un momento en silencio, como si pensara o sopesara algo

―Tienes interés en ello, ¿verdad Javi?

―La verdad es que me encantaría que pasáramos la noche bailando los dos… Pero ya te digo, si a ti no te apetece, o te vas a sentir mal por ello, por mí no te preocupes… Iremos donde tú quieras Claudia

De nuevo Claudia quedó otros instantes callada, pensando, hasta que repuso

―Bueno; había un sitio al que tu padre y yo íbamos de vez en cuando que estaba muy bien. Está algo retirado, pues había que salir a carretera para llegar; un piano―bar más bien, pero con seis músicos agregados al pianista: Batería, guitarra y cuatro metales. Puede que, para ti, sea un tanto rollo, pues la música es bastante antigua en general; mucho sentimentalismo lento y algo de caribeño, pero sin pasarse, rumba y tal, sin llegar a la “salsa” y demás tan en boga hoy día, ni mucho menos…

―Pero ¿qué dices de aburrirme?... ¡Si esa es precisamente la música que más me gusta!... Es lo bueno, lo de antes, y no los “ruidos” de ahora…

―¡Anda, anda, Javi!... ¡Menuda fila haríamos tú y yo bailando una lenta romanticona! ¡Un “pibe” como tú y una vieja como yo, la mar de “juntitos”!…

―¡Pero chica, tú de qué andas!... ¿Vieja tú? ¡Si estás más joven que las tías veinteañeras de hoy día! Que, además,  son unas “bordes” que se lo tienen más que creído

―¡Hombre Javi! Pues gracias por lo de “chica”, que no veas lo que se agradece a estas alturas… En fin, que parece que esta noche me quieres regalar bien los oídos… Que sepas, que se agradece…

Y así, riendo los dos, llegaron al coche. Fue Claudia quien se sentó al volante y no Javier, como sucediera en el viaje de casa al restaurante, pues ella era quien conocía el camino hasta el local del que se acordara. De modo que puso en marcha el coche, empezando a maniobrar para salir de allí, mientras decía

―Espero que todavía exista, que no sé. Bien mirado, muy posible que haya desaparecido.

Pero no; no había desaparecido, pues allá estaba, donde antes. Y casi sin variar ni un ápice desde que por allí fueran Claudia y su ex. En efecto, y tal como ella lo recordaba, seguía siendo un local más bien reducido, coqueto e imagen pura de discreción. En el salón, un puño de mesitas, la mar de recoletas, para sólo dos comensales, pues para qué más, pues ya se sabe, en ciertos avatares de la vida, dos son compañía, tres multitud, con una vela en cada una que la iluminaba pobremente.

Por asientos, una serie de, digamos, sofás de dos plazas un tanto holgadas y que lo mismo aparecían a lo largo de las paredes como adosados a las mesitas alejadas de tales paredes. Una iluminación tenue, de luces desvaídas e indirectas, que ayudaban a hacer un acogedor ambiente para parejitas más que amarteladas y una decoración basada en cuadros con antiguos motivos ingleses de caza, escenas románticas con sabor años 20 y algún que otro apunte de Toulouse Lautrec y su parisino ambiente del Moulin Rouge.

Ya cuando iba hacia allá, conduciendo, una extraña sensación de, más o menos, mala conciencia, la embargaba, diciéndose que era una locura ir con su hijo a tal sitio, y entonces, cuando por fin ambos estaban en el local, siguiendo a un atento camarero rumbo a la mesa adjudicada por el “metre” que, gentilmente, les recibiera, como se sentía era mal en verdad, insegura ante aquél ambiente tan impropio de la pareja que con Javi formaba, diciéndose que qué narices hacía ella allí con su hijo, su propio hijo, parido de sus entrañas… Carne de su carne…sangre de su sangre

La imagen que, ya en el coche, conduciendo, la asaltara, en ese momento se le hacía nítida en su mente, cuando ella y aquél otro Javier, el que fuera su marido trece años atrás, iban allí mismo, sentándose también en una de aquellas mesas, para “calentar motores” hasta la práctica ebullición, las noches que deseaban “pegarse” todo un señor “revolcón” luego en casa, cuando, más a tono no podían estar, salían escopeteados rumbo al hogar y al conyugal tálamo, para allí “rematar la faena” iniciada en ese mismo local.

Sí; que qué hacía allí ella con este otro Javier, veinte años más joven que aquél y casi veinte más joven que ella; pero de todas formas seguía tras el camarero y rumbo a una de las mesas del local, situada en un rincón y al amparo de una columna que más o menos la mantenía semi a salvo de indiscretas miradas. Realmente, aquella “intimidad” resultaba más que superflua, ya que allí nadie se preocupaba de nadie, pues cada cual de lo que estaba pendiente era, más bien, del particular “manoseo” más o menos “discreto”, que la más de las veces de tal tenía poco.

Llegados por fin a la mesita ella se limitó a dar las gracias al camarero, no sin antes pedir que les trajeran una buena botella de mejor champán, francés incluso, por aquello de no reparar aquella tan especial noche en gastos.

Se sentaron los dos y esperaron a que les sirvieran el espumoso líquido que, en menos que canta un gallo, los tenían sobre la mesita con los primeros dedos ya escanciados en las dos respectivas copas. Consumieron aquella primera dosis de champán y al momento Javier requirió a Claudia para salir a bailar una de esas tan típicas piezas, lentas y sensuales hasta la saciedad.

Claudia se levantó y, cogidos de la mano, salieron a la más bien recogida pista de baile. Cuando empezaron a bailar la fusión entre ambos cuerpos era de lo más normal en tal situación, y así se mantuvieron a lo largo de  las primeras piezas que bailaron. Ellos dos venían siendo la única excepción al general ambiente en que se sumergieran, la única isla donde dominaba la distendida conversación, a veces salpicada de espontáneas risas y hasta algún alegre gritito.

A su alrededor, un piélago de amarteladas parejitas de novios, matrimonios o similares, amén de simples amantes de una o varias noches tomadas, más o menos, al azar, donde lo único reinante eran murmullos que a gritos decían de intimas caricias compartidas e intercambios corporales: “Amor tómame, disfruta y date a mí para mi disfrute”, exteriorizados en más o menos vergonzosos o desvergonzados manoseos de senos, masculinas virilidades y otras yerbas, a “pelo” o a través de telas, sutiles unas, no tanto otras.

Se dice que “El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el Diablo y sopla”. Bueno, pues aquella noche no se sabe si fue el diablo que vino a soplar entre Javier y Claudia o lo que fuera, pero la cosa es que, en un indeterminado momento, que bien pudo ser durante la tercera, tal vez la cuarta o quién sabe cuál, la cuestión es que la conversación entre ambos se agotó, callando los dos. En tal momento, Javier empezó a presionar sobre la espalda de Claudia acercándosela paulatinamente a su propio cuerpo.

Claudia no opuso resistencia alguna, dejándose llevar por su hijo, abandonándose a su iniciativa; así, se sintió estrechada, abrazada, hasta lo más íntimo por él, con lo que también ella sintió un instintivo deseo de abrazarle a él o, mejor, abrazarse a él hasta ser casi, casi, que lapas agarradas ella a él; él a ella.

Así que, “motu proprio”, se desentendió de la mano con que Javi mantenía cogida la suya derecha, llevando tal brazo, al alimón con el contrario, al cuello del hombre que su hijo, indudablemente, también era, para allí entrecruzarse ambos brazos en abrazo más que estrecho, tanto que más bien parecí que en tal abrazo le fuera la vida

Pero para Javier eso no bastaba, de modo que sus labios entraron en acción comenzando por las mejillas de Claudia, que besó una vez y otra, suave, dulce, tiernamente, en besos pletóricos de filial cariño y amor masculino; de hombre tiernamente enamorado de aquella mujer que, indudablemente, colmaba todos sus anhelos de amante enamorado y que, por fin, aquella noche parecía que se harían gloriosa realidad, lo que hasta entonces había sido ensoñación irrealizable.

De las mejillas, poquito después, pasaba al lóbulo de la materna oreja, besándolo también pero alternando los besos con delicados mordisquitos que empezaban a llevar a Claudia, a su madre, a la más deliciosa de las Glorias Celestiales. Luego le llegó el turno al cuello femenino; níveo y largo, casi, casi, como el de un cisne. Le repasó de arriba abajo, con besos intermitentes, repetidos, cada escasos centímetros hasta alcanzar el final, allá por donde se ubica la clavícula

Pero una vez llegado allí, invirtió el trayecto, llevando más la lengua que los labios, aunque también éstos hicieron la vuelta de subida hasta casi la mandíbula intercalando en su trepada lengüetazos que lamían la tersa piel y besos ardorosos que incendiaban de deseo tal epidermis.  Pero es que Javier no se contentó con besar y lamer ese cuello maravilloso, sino que, al tiempo que sus labios y lengua regalaban esa parte de la femenina anatomía, sus manos se apoderaban de los maternos senos, complaciéndolos a través de la tela del vestido y la seda y encajes del sujetador.

Eso fue suficiente para llevar a Claudia a lo más excelso de la sensual exaltación. Desde rato atrás, Claudia sentía cómo se humedecía su más genuinamente femenina intimidad merced al flujo de sus íntimos fluidos de mujer, mojando esas primorosas braguitas que mucho más tenían de tanga que de braga, pero entonces ese flujo se convirtió en torrente, en casi, casi, catarata que todo lo arrasaba, lo anegaba a su paso…

También de tiempo atrás notaba cómo la briosa virilidad de Javier, más bien trocada en ariete arrempujador, casi capaz de demoler murallas… Las íntimas murallas defensoras de las femeninas intimidades, demolidas, resquebrajadas, entonces, por tan avasallador empuje… Demoledor ataque a las frágiles defensas femeninas

Y Claudia se volvió loca… Loca de deseo de que aquel impetuoso ariete entrara dentro de ella… Lo anhelaba como jamás antes deseara nada… ¡Qué eran las hirvientes ”calenturas” que aquél otro Javier, trece, catorce años atrás la provocara, ante la brasa llameante que la consumía en inenarrable deseo de alojar tal ariete en su más femenina intimidad! Aquél delicioso ariete, magno prometedor de insaciables placeres sexuales… Ese divino ariete que era el miembro viril de él… De Javier, su hombre amado… Su hombre más y más deseado… El, definitivo, hombre de su vida… Él, su Javier… Su Javi… Su hijo Javi…

Entonces, cuando en su mente resonó eso de “Mi hijo Javi”, todo cambió en ella, pues ese campanazo que su mente emitió y a ella le llegó al alma, helándosela en un segundo, la hizo volver a una realidad que, por momentos, por minutos más o menos largos, había desaparecido para ella…

“¡Dios mío, qué estoy haciendo!... ¡Qué, qué estás haciendo, Claudia!... ¡Te has vuelto loca!... ¡Es…es tu hijo!... ¡¡¡TU HIJO!!!... ¿Entiendes?... ¡¡¡TU HIJO…Y PRETENDES “TIRÁRTELO”!!!…¡¡¡ESTÁS LOCA POR “TIRÁRTELO”!!!…¡¡¡POR REVOLCARTE CON ÉL!!!...

De un empellón que de poco no llegó a ser violento apartó de sí a Javier y, a paso rápido y mientras un efluvio de lágrimas cubría en parte sus ojos, salió disparada hacia la mesa. Tras ella, en medio de la pista, quedó Javier confundido; aturdido; desorientado… Pero al instante reaccionó; en un segundo comprendió lo que a Claudia le había pasado: Acababa de reparar en quién era él, quién era ella. Y raudo, a grandes zancadas, salió detrás suyo, con lo que a la mesa llegaron los dos prácticamente al unísono.

Javier se sentó junto a Claudia, que intentó separarse de él, retirándose hacia un lado en la estrechez del diván que ocupaban, pero él se lo impidió tomándola del brazo, reteniéndola así. Claudia, al momento, reaccionó intentando zafarse de aquella mano, al tiempo que decía

―¡No me toques, Javi! ¡Respeta a tu madre!

―¡No quiero, Claudia!... ¡Ni quiero ni puedo hacerlo!... Claudia, eres mi madre y, como a tal, te quiero… Pero también te amo, Claudia. Te amo como un hombre ama a una mujer, porque soy tu hijo, pero también un hombre; y sí, eres mi madre, pero también una mujer… La mujer más divina, más bella, más adorable que en la Tierra existe… Y te amo Claudia… No, te adoro; para siempre Claudia… Mientras viva te querré, te amaré con todas las veras de mi alma… Con todas las fibras de mi ser… Y sé que tú también me amas. Que, como madre mía que eres, me quieres a rabiar, pero como la mujer que también eres me amas con toda tu alma…

Javier calló unos instantes para acariciar a su madre en el pelo, en el rostro… Pero también para besarla con suma delicadeza; con inusitado cariño y dulzura, en el pelo, las mejillas… En los ojos, sorbiendo al tiempo las lágrimas que a raudales fluían de ellos con lo que los ligeros arroyos que surcaban sus mejillas eran contenidos en sus propias fuentes.

Javier, venciendo la inicial resistencia de la mujer de sus sueños, la había acercado a sí mismo hasta hacer que la cabeza, los cabellos de ella, descansaran mansamente en su pecho de hombre, cosa a la que Claudia, por fin, se había rendido y para su propio bien, pues lo cierto es que en aquél varonil soporte se sintió bien acogida. El pecho de su hijo fue entonces “paño” para sus lágrimas y hasta consuelo para los males que la aquejaban. Esto no obstante, cuando Javier le dijo que también ella le amaba a él, respondió con vivacidad y como si un áspid acabara de taladrarla

―No Javier… ¿Cómo puedo quererte, amarte como dices, si soy tu madre? Ni tampoco tú me amas a mí; al menos como dices. Somos madre e hijo Javi, y eso no puede ser  

―Entonces dime, Claudia. ¿Cómo con Juan no pudiste llegar todo lo lejos que, por cierto, tú querías, y en cambio conmigo ahora, hace un momento, te deshacías de deseo? Porque, Claudia, lo notaba clarísimamente. Yo estaba que ardía por ti, pero tú también ardías en deseos por mí, que bien lo noté cuando te empecé a acariciar los senos. Seguro, seguro, que ahora mismo estás todavía mojada… Seguro que tu ropa interior todavía está húmeda…

Claudia no pudo rebatir cuanto Javier le decía porque era cierto. Sí, su “prenda dorada” todavía rezumaba aquellos fluidos que tan copiosamente llegara a derramar; sus braguitas, en efecto, estaban más mojadas que húmedas… Pero, sobre todo, lo de Juan era más que cierto. A él, todo su ser le rechazó hasta provocarle asco su contacto, pero con él, con Javi, con su hijo, la verdad es que ardió en deseo… Sí, indudablemente por no tan poco tiempo disfrutó de él como una loca… ¿Hubiera llegado a lo más con él, a consentirle penetrarla?

Con enorme desespero tuvo que responderse que sí… No solo permitírselo, sino que ella misma lo hubiera buscado; lo hubiera provocado… ¿Estaba pues Javier en lo cierto? ¿Ella, en verdad, le amaba como una mujer enamorada ama al hombre que la enamora? El desespero entonces subió inusitados enteros cuando no le quedó más remedio que, por segunda vez, responderse a sí misma que sí. “¡Dios mío!, se decía, “amo a mi Javi; a mi hijo; ¡¡¡A MI PROPIO HIJO, FRUTO DE MIS ENTRAÑAS!!!”

Volvió entonces sus ojos hacia su hijo, hacia su Javi, hacia su Javier… Sí, su hijo, pero también, definitivamente y de por vida, su HOMBRE… Su adorado marido Y le encontró sonriéndola amorosamente… Rendido a ella… Alzó sus manos para tomar entre ellas aquél rostro tan querido, tan adorado y sus labios, su boca, se elevó hasta encontrarse con la de Javier.

Se besaron con infinito amor, con indecible ternura para, segundo a segundo, minuto a minuto, hacerse el más pasional de los besos cuando las bocas se abrieron y las lenguas se fundieron casi que en una sola, al mutuamente acariciarse, ebrias la una de la otra. Javier libó la saliva de Claudia, cual dulcísimo néctar y Claudia sorbió la de su hijo como si de ambrosía o manjar de dioses se tratara

Al fin ella separó sus labios de los de su hombre, para decirle

―Javi, amor, vámonos a casa, ¿quieres mi vida?

 

 

FIN DEL CAPÍTULO

(9,60)