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Historia de un incesto (Capítulo 3º)

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Claudia no esperó respuesta, sino que en el acto se levantó; en una mano cogió su bolso en tanto la otra tomaba la de Javier y, tirando de él, se dirigió presurosa a la salida. Pidió y pagó la cuenta al “metre”, con el extra de una botella de champán que entonces Claudia pidió.

En menos tiempo que se tarda en decirlo, estaban ya los dos en casa, pues Claudia condujo hasta allí pisando a fondo el acelerador.

―Javier, cariño, por favor, ¿quieres traerte dos copas al dormitorio?

Tal dijo Claudia apenas cerró la puerta tras ellos mientras cruzaban por el comedor y, decidida, avanzaba hacia su alcoba pasillo adelante, con la botella de champán en la mano. Entró en el dormitorio, dejó la botella sobre la cómoda y se descalzó. Ya puesta allí, ante la cómoda y, por ende, frente al espejo que la presidía, se miró en él y la visión que percibió dejaba bastante que desear, con el rímel y el maquillaje bastante corridos por efecto de la llantina que pescara antes en el piano-bar.

Pasó al cuarto de baño a retocarse. Si habitualmente la gustaba ir perfecta en todo cuanto tocara a su presencia física, más aún aquella noche deseaba estar más que perfecta para su Javier; para su hombre; para su marido…

Cuando por fin, más que radiante, Claudia volvió al dormitorio, saliendo del cuarto de baño, allí estaba Javier, sentado al borde de la cama, esperándola. Cuando ella entró, de nuevo, en la alcoba lo primero que hizo fue volver la cabeza hacia su derecha, posando  su mirada en aquél ser más que querido para ella; luego quiso volver todo el cuerpo hacia él, pero cuando se volvía, por el rabillo del ojo vio lo que había sobre la cómoda, un cubo enfría botellas pletórico de hielo, lo que le hizo decir   

―¡Vaya, Javier, y qué detallista que eres, cielo mío! Hasta en el cubo con hielo has pensado, para que el champán se mantenga frío

Pero entonces su vista también se fijó en la mesita de noche situada junto al cabecero de la cama, no muy por detrás de Javier, y no pudo contener la risa cuando vio encima de la misma la botella de champán, una copa y uno de sus zapatos

―Pero Javi… ¿Qué hace ahí mi zapato?

―Pues acércate y lo verás

Riendo a carcajadas Claudia se acercó a su hijo; pero entonces, cuando llegaba junto a Javier, las carcajadas de antes parecieron risitas infantiles ante lo atronador que entonces fue su reír, cuando Javier escanció champán en la copa primero, pero después en el zapato

―Pero… Pero… ¿Se puede saber qué haces, alma de cántaro?

―Mi muy querida señora. Un servidor de vuestra señoría, es un galante caballero chapado a la antigua; de aquellos que bebían el champán en el zapato de su dama

Ante aquello, la hilaridad de Claudia ya sí que apenas admitió límites. Hizo una más que cómica reverencia a Javier, al tiempo que le decía en un francés más bien “macarrónico”

―Merci, mon sire (gracias, mi señor)

―À votre service, ma chère dame (A vuestro servicio, mi querida dama)

Le respondió Javier a su madre, en un no mejor francés. Luego, él alargó la copa a la mujer, y alzó el zapato con el burbujeante líquido, en muda invitación de brindis. Claudia siguió riéndose para reponer a su hijo

―Pero cariño, si debe oler mal... Estará sudado de toda la noche…

―“Madame”, vuestros íntimos efluvios para mi olfato son el más fino aroma del más delicado perfume oriental

Javier volvió a insistir en su invitación a brindar y ella, tomando la copa en su mano, también la alzó en aceptación del brindis. Entrechocaron copa y zapato, tras lo cual ella invitó al hombre que su hijo era a ser el primero en consumir la bebida. Javier así lo hizo y, cuando apenas quedaba líquido en el improvisado adminículo, ella vació el contenido de su copa en el zapato, alargando seguidamente ésta a su hijo al tiempo que de las masculinas manos tomaba el zapato. Se lo llevó a los labios justo por donde antes Javier bebiera y, sin dejar de mirarle a los ojos, bebió todo el contenido prácticamente de un trago, tras lo cual lanzó hacia atrás, al desgaire, la zapateril prenda, al estilo de cómo lo hacen rusos, griegos y demás con las copas tras consumirlas después de un brindis

Javier, más economizador y menos “snob”, depositó la copa sobre la mesita de noche, pues, francamente, el cristal es bastante más frágil que un zapato. Seguidamente, los dos se besaron, compartiendo más de una gota, también más de dos, de la chispeante bebida que acababan de libar ambos. Se separaron por fin, aunque envolviéndose mutuamente en incendiarias miradas de pura pasión. Entonces, él habló de nuevo

―¿Permitiría la bellísima y más que ilustre señora que este su más humilde siervo la desvista?

―Cómo no iba a permitírselo, mi gentil y más que galante caballero

Javier se acercó a su madre; la besó, casi tímidamente, en los labios y procedió a bajarle la cremallera que, por su costado izquierdo, enfundaba aquél vestido hasta ceñirla cual segunda piel. Libre ya del encorsetamiento que ese cierre representaba, le fue subiendo la prenda, poco a poco, casi recreándose en ello, hasta sacársela por la cabeza

Entonces, maravillado ante lo que frente a él se revelara, retrocedió para admirar mejor lo ante él surgido

―¡Dios mío, Claudia!... ¡Eres bellísima!... ¡Divina…Escultural de verdad!...

Claudia se sintió enormemente complacida… Por nadie se hubiera cambiado en ese momento, ante el auténtico entusiasmo que en aquél hombre joven… Dieciocho años más joven que ella, levantara…

Javier volvió a acercarse a ella, prácticamente abrazándola cuando la rodeó con ambos brazos para llevar sus manos atrás, a la espalda de Claudia a fin de desabrocharle las presillas que mantenían el sujetador fijo en su busto. Desató las sujeciones de la prenda y, con el mismo embobamiento con que antes la desnudara del vestido, le sacó los tirantes de la íntima prenda superior, deslizándolos a través de los femeninos brazos.

Seguidamente, y con la misma devoción, el mismo lento esmero con que ya la desprendiera de las anteriores prendas, le bajó la braguita―tanga hasta llevarla a los pies, momento en que ella acabó de deshacerse de ella mandándola con los pies junto a las que ya yacían en el santo suelo. Entonces, cuando ante él apareció Claudia en su más integral desnudez, de nuevo Javi retrocedió, observándola, admirándola casi boquiabierto  

―¡Eres…eres como una Afrodita griega!... ¡Como una diosa del amor esculpida por un Fidias, un Praxíteles, un Apolodoro, un Mirón!... No cabe otra comparación con tu excelsa belleza, Claudia…

De nuevo Javier calló mientras arrobado miraba a su madre, que en esos momentos no cabía en sí de pura dicha… De pura felicidad al verse; no, verse no, mucho mejor se expresaría su estado diciendo que sintiéndose tan admirada… Tan deseada… Tan querida, en suma, por aquél hombre que ella casi que acabara de descubrir que amaba con verdadera locura como la mujer, además de la madre, que indudablemente era. Y de nuevo Javier volvió a hablar

―¡Dios mío, y que una mujer tan maravillosa…Tan esplendorosa, me ame, me quiera a mí como mujer!... ¡Me parece un verdadero milagro!... ¡Un sueño hecho realidad!

Entonces Claudia avanzó hacia su hijo, acercándosele casi, casi, que felinamente. En silencio, sin siquiera sonreír, pero con un inaudito brillo en la mirada. Un brillo que delataba muchas cosas: Deseo, amor, lujuria… Deseos de amar a ese hombre que ante ella estaba y, cómo no, ser amada por él…

Se llegó a su vera y empezó por librarle de la americana del traje y la corbata; luego se arrodilló delante de él, soltándole el cinturón que ceñía sus pantalones; después el botón que abrochaba la cintura del pantalón bajando seguidamente la cremallera para al instante hacer que los pantalones descendieran, piernas abajo, hasta el suelo.

Tras ello, se levantó y poco a poco, casi como él antes obrara con ella, fue desabrochando, uno a uno, los botones de la camisa, hasta desprenderla del masculino cuerpo sacándosela por los brazos. De nuevo se arrodilló ante Javier, deshaciéndose de la última prenda que todavía cubría el cuerpo de su hijo, los calzoncillos, que quitó, junto con los pantalones, de donde habían bajado haciendo que piernas y pies del hombre amado salieran del abrazo con que ambas prendas rodearan los filiales tobillos, enviándolas seguidamente a reunirse con sus propias prendas femeninas, como ya antes hiciera con americana, corbata y camisa

Cuando por fin Javier quedó, como ella misma, en genuino traje de Adán y Eva, antes de lo de la dichosa “manzanita”, evidentemente, Claudia se subió a la cama y cual gata ronroneante, pues lo hizo a cuatro extremidades, gateando pues, trepó hasta el cabecero de la cama, el tálamo nupcial de ellos dos aquella noche, la de bodas de ambos.

Ya allí, tendida boca arriba y con la almohada acogiendo amorosa su nuca, llamó al hombre que, en una sola pieza, era el suyo, su más que amado esposo y marido, amén de su queridísimo hijo, pues en el amor de Claudia hacia Javier se aunaban en un todo indiviso lo mismo su cariño de madre amantísima y de mujer enamorada hasta casi, casi, que la locura

―Ven amor mío; maridito mío… Ven con tu mujercita… Con tu gatita… Con tu putita, si tal cosa deseas que para ti sea …

Y Javier, sin creerse aún del todo que toda esa dicha fuera gloriosa realidad, más o menos como un zombi o autómata, salvó la distancia que hasta el conyugal lecho le separaba para una vez allí, también él gatear en busca del tan deseado manjar que era el cuerpo de aquella mujer que le enloquecía, le embrujaba, le sorbía el sentido con sólo saberla cerca.

Llegó hasta ella y, para empezar, ambos se fundieron en beso que, como la mirada de Claudia cuando se acercó a él para desnudarlo, también hubo de todo: Dulce y tierno amor, deseo insuperable, pasión infinita, morreamiento inenarrable y comida de bocas, más o menos, a lo fiera salvaje sedienta de sangre…

La verdad es que Javi estaba más nervioso que exaltado de deseo, que ya es decir, pues jamás en su vida había deseado algo con más ansia que el cuerpo de Claudia… De su madre, de su más que querida, adorada madre, y ello amén de lo perdidamente enamorado que de ella estaba, pues también en él se combinaban o aleaban a la perfección y en un todo inseparable, el natural cariño de hijo hacia su madre y el del hombre que era hacia la mujer que su madre también era.

Pero bien por los nervios, aunque más bien por su absoluta inexperiencia, Javier era torpe en sus intentos de amar a aquella mujer para él enloquecedora. Torpe por trémulo, pero también por precipitado y un tantico violento por el puro ansia de amar

―Javi cariño, tranquilo. No te preocupes por nada ni tengas prisas mi amor… Tenemos toda la noche… Toda la vida para amarnos… Para disfrutar tú de mí, yo de ti… Tranquilo cariño mío… Con calma, mi vida, mi amor… Deja que yo te dirija…

Y Javier se dejó dirigir por la experiencia de Claudia, quien comenzó por llevar sus manos y boca a los maternos senos, iniciando a su hijo y marido en la dulce forma de acariciar un pecho femenino ávido de caricias. Le aleccionó en cómo pasar suavemente las yemas de los dedos sobre el terciopelo de la tersa y nívea piel de los femeninos senos, a fin de alcanzar los dos el dulce Nirvana de esa parte del conyugal placer, enseñándole también a tratar con suave ternura los pezones que coronaban aquellos odres de vino y miel que eran los pechos de ella, para entonces duros cual granito y enhiestos como pitones de toro bravo… Como las astas de un Miura digno de su leyenda… Y a regalar tales senos y pezones con la masculina boca, con la masculina lengua, sin olvidar el suave mordisqueo de los deseosos pezones femeninos…

Luego, tomando la cabeza de Javier entre sus manos, hizo que boca y lengua de su Javi descendieran lentamente a través de la geografía de su divino cuerpo de mujer, haciendo que se detuvieran acá o allá, vientre, pubis, muslos, en demanda de livianos mordisquitos y suaves besos y lametones, para seguidamente obligarle a rehacer el camino ya trillado, muslos arriba, hasta posar boca y lengua en su más genuinamente femenina intimidad.

Entonces le indicó que besara, que lamiera aquella candente oquedad, moviendo la lengua de abajo arriba, una y otra, y otra vez más, en forma repetitiva, vez tras vez, lametón tras lametón. Por fin le señaló dónde estaba su botoncito del femenino placer, el tan manido clítoris, enseñando a su Javi, a su hombre y marido, cómo debía tratarle con dedos, lengua y labios. Cómo debía acariciarlo con las yemas de sus dedos, lamerlo con su lengua y succionarlo con sus labios…

Y Javier se aplicó, con todo entusiasmo, al delicioso aprendizaje, aprendiendo en tiempo record a usar todos esos miembros de su cuerpo para gloria y dicha de su madre, de su Claudia adorada, hasta que ésta empezó a soltar gemidos y jadeos de inmenso placer, precursores todo ello de los casi animales alaridos, los aullidos de loba en celo que preludiaban el volcánico estallido del primer orgasmo que tras muchos, muchísimos años de pertinaz erial sexual lograba, al fin, disfrutar.

El estallido fue de verdadera antología, como tal vez nunca antes conociera y disfrutara. Su cuerpo se enervó hasta elevarse, suspendido en el aire, apoyado sólo en omóplatos y coxis, al tiempo que sus caderas empujaban furiosamente su pubis hacia adelante, en claras ansias de que aquella lengua se hundiera más y más en ella…

A aquella primera tormenta de inusitado placer siguió una relativa calma, necesaria para ella a fin de recuperar un mínimo de estabilidad respiratoria. Apenas si llegó a un minuto aquél plácido descanso, ocupado por ella en besar el pelo, la cabeza de Javier, acariciando a la vez los masculinos cabellos, mesándolos suavemente, con infinitas muestras de rendido amor y cariño; amor de mujer enamorada e inmensamente dichosa y feliz, cariño de madre más que amantísima. Mientras, él, Javier, acariciaba con deleite aquella cuevecita que le encandilaba, le subyugaba como la más sabrosa fruta, la más deliciosa ambrosía que dios del Olimpo alguna pudiera degustar…

En menos que se tarda en decirlo, Claudia estaba recuperada de la momentánea postración a que el monumental orgasmo disfrutado la redujera, y con redobladas ansias de que el sexual combate prosiguiera a través de cotas cada vez más altas, más abrumadoramente excelsas, por lo que solicitó de su hijo, de su Javier quedamente, más en un susurro que otra cosa     

―Súbete un poquitín mi amor; trepa un poquitito sobre mí, cariño mío

Javier así lo hizo mientras Claudia bajaba sus manos dirigiéndolas a donde en esos momentos era su más deseado objetivo: La virilidad de su amado hijo, su amadísimo hombre y marido. La encontró, más o menos, como la esperaba: Briosamente bravía, lista para enfrentar el definitivo gran momento de aquella su primera noche de amor; su noche nupcial, su anhelada noche de bodas.

La acarició con suma dulzura, transida de amor casi podría decirse, manoseándola con suma suavidad, como arrobada a aquél placentero contacto

―Claudia, qué manos que tienes, mi amor… Son seda y terciopelo sobre mi piel… ¡Eres…eres increíble!... ¡Pero lo más increíble es que una diosa como tú se fije en un pigmeo como yo!

―¡Te quiero, Javi, amor mío!... ¡Te adoro alma mía…Vida mía…Bien mío!... Javi, contigo lo tengo todo y nada, nada me falta… Sin ti, no tendría nada; nada en absoluto… La vida… Vivir, carecería de interés para mí… Creo que si tú me faltaras alguna vez, algún día, yo moriría sin remedio, pues me negaría a seguir viviendo y de dolor moriría…

El enervamiento de Claudia había alcanzado cimas de no retorno… Para ella, la absoluta y definitiva consumación del amor que por su idolatrado hijo, su más que adorado Javier, era cosa que no admitía ya demora alguna… Era cuestión de inmediato sí o sí

De antes tenía ya las piernas bien abiertas para facilitar el placentero acceso a su prenda más preciada a las manos, boca, labios y lengua de su Javi, pero entonces las abrió aún más; desaforadamente se diría. Flexionólas hacia arriba, bien abiertas, doblando las rodillas y asentando firmemente los pies sobre la sábana que cubría el lecho, tomó con su mano derecha y toda precisión la tan ansiada, tan deseada filial virilidad dirigiéndola sin ambages, y a través de la frondosa púbica pelambre, desde luego sin arreglar de tiempo atrás, pues para qué, para quién se la iba a recortar, hacia su cavernita de los mil placeres que los dedos de su mano izquierda habían abierto de par en par, apartando los femeninos labios que, cual “horcas caudinas” y cerriles cancerberos, comúnmente la mantenían cerrada.

Cuando la cabeza de aquella maravilla de miembro traspasó el acceso al interior de su femenina intimidad, susurró de nuevo al oído de su amado hijo y marido   

―Empuja ahora Javi, pero con suavidad, mi vida… (Rio divertida cuando añadió) Hace tiempo que mi interior no acoge huésped alguno…

Y Javier empujó, pero con infinito tacto, con toda suavidad y delicadeza, cuidando de nunca ser violento. De vez en vez se paraba para preguntar

―¿Te duele, mi amor? ¿Te hago daño, cariño mío?

―No; no Javi, amor mío… Eres la mar de gentil conmigo, vida mía… Sigue, sigue querido mío… Métemela toda, cielo… ¡Hasta el fondo, amor! ¡Quiero…Quiero sentirte en lo más profundo de mis entrañas, amado mío!

Y claro, Javier siguió y siguió, como a veces se dice, “sin prisa pero sin pausa”. Y aquél viril miembro poco a poco, muy poco a poco, fue invadiendo por completo la femenina interioridad de Claudia, que en sí de gozo apenas si cabía y que, cuando se notó por entero llena de aquél cuerpo invasor que la volvía loca, emitió un profundo suspiro de anhelos casi satisfechos… ¡Por fin lo tenía dentro!... ¡Total y absolutamente dentro de sí misma, enseñoreándose de sus entrañas!... Entonces volvió a susurrar al oído de Javier

―Muévete Javi… Déjate llevar por tu instinto… Pero con suavidad, cielo mío. Acompásate a mis movimientos… Yo te guiaré… Cuando empuje para adelante, empuja tú, cuando me repliegue hacia atrás, repliégate tú también

Javi siguió los consejos de Claudia y se dejó llevar por su instinto de varón. Y esa especie de ciencia infusa que todos los organismos de reproducción sexuada tienen al respecto, funcionó a las mil maravillas, con lo que a los cuatro o cinco arreones ambas pelvis, la de Javier y la de Claudia se movían al unísono la una y la otra, en perfecta sincronía.

La femenina intimidad de ella, desde luego, había estrechado tras los largos años de inactividad, pero retornó enseguida sobre sus viejos laureles, adaptándose cual guante a mano a ese enloquecedor para ella cuerpo invasor, imprimiendo sus caderas cada vez más y más velocidad al lanzar su pubis adelante y atrás en el típico baile del amor, con lo que el divino cuerpo invasor se movía, entraba y salía de las entrañas de Claudia, como pistón en engrasado cilindro, una y otra y otra vez, llevando a Claudia al borde de la locura sexual.

Y es que los en principio tímidos gemidos y jadeos de la mujer, progresivamente se hacían más y más sonoros, amén de mucho más frecuentes, entreverados de más que gritos, alaridos y aullidos de gozo inenarrable

Fue ella, Claudia quien primero supo que Javier estaba a punto de alcanzar el punto culminante del placer, pues él lo único que notó fue que el goce de que disfrutaba se redoblaba, e inconscientemente, sus enviones se hicieron más y más rápidos y duros, por lo que su “ariete, se hundía también más y más en la intimidad de su madre, de su esposa y mujer desde aquella noche, pero ella notó con toda claridad cómo “aquello” crecía y crecía y cada vez la penetraba más profundamente  

―Amor, estás a punto de vaciarte, ¿verdad cielo?

―No sé, Claudia… Creo que sí…

―Sí mi amor. Acaba, vida mía; acaba dentro de mí… Dame tu esencia de vida, amor mío… ¡Lléname con ella, cariño mío…Hijito mío!... ¡Empuja, mi amor!... ¡Empuja…Empuja, mi vida!

Claudia en aquél momento tenía casi todo el cuerpo en el aire, suspendido sobre la sábana, al sólo apoyarse en los hombros, por los omóplatos, y los pies, pero entonces dejó caer el culo sobre la sábana, para alzar las piernas hasta entrelazarla rodeando los muslos de su Javi, atenazándolos bastante más que abrazándolos al tiempo que con tales extremidades empujaba hacia abajo, hacia sí misma obligando así al pubis de Javier a fundirse con el de ella como si deseara que entre sí se incrustaran uniéndose en uno solo.

Cuando a Javier le llegó el gran momento, no pudo hacer otra cosa más que lanzar gruñidos ininteligibles, pero Claudia sí que se expresó con toda claridad  

―¡Te noto; te siento amor! ¡Siento cómo me inundas!... ¡Dios, Dios, cómo me llenas!... ¡Sí, mi amor, sigue, sigue vaciándote!... ¡No pares mi vida! ¡No pares cariño mío, por Dios, no pares!... ¡Me viene Javi; me viene!... ¡Yo también, yo también acabo, bien mío!... ¡Sigue, sigue, queridito mío, hijito mío!... ¡Vamos valiente, vamos machote; mi macho…Mi semental!...

―¡Sí Claudia, amor mío!... ¡Acaba tú también!... ¡Venga, venga, cariño mío! ¡Divina mía!...

―¡Agg, agg, agg!... ¡Qué gusto, Javi; qué gusto más grande!... ¡Sí, vida mía; sí…Ya…Ya estoy aquí!... ¡Acabo, Javier mío; acabo… ¡¡Me cooorrooo!!... ¡¡Me cooorroooo!!... ¡Dios, Dios…Y qué gusto más inenarrable!...

Sí, Claudia acabó aquella primera vez. Pero sucedió que no fue la única ni mucho menos, pues esa fue, simplemente, la que abrió la serie que, seguidamente, siguió y, como aquél que dice, sin solución de continuidad entre una y otra, pues apenas si acababa de estallar una cuando la siguiente ya estaba bajando a través de su columna vertebral para segundos después también explotar en su íntima feminidad… ¿Cuántas veces? Ella, menos que nadie, podría decirlo, pues cualquiera llevaba cuenta alguna entre tanto placer, tanto sublime gozo…

Javier se portó como un jabato, aguantando el tipo cuanto ella necesitó, sin rendirse en momento alguno; empujando, empujando y empujando sin cansarse… O al menos eso parecería a cualquiera, pero la “procesión” iba por dentro…

Así que cuando desmadejada, agotada, rota, sin adarme de energía que pudiera sostenerla, Claudia  se  dejó caer, por fin, sobre la sábana con los brazos en cruz y boqueando a todo meter para intentar meter en sus pulmones el aire que tanto necesitaba, Javier se desplomó encima de ella, en peor estado aún, si tal cupiera…

Y así fue pasando aquella su primera noche de amor; su noche nupcial; su noche de bodas. Dormitando a ratos para despertarse a no demasiados minutos, con algo de energía repuesta; lo justo y necesario para volver al dulce cuerpo a cuerpo, repitiéndose tal secuencia, aquella noche, hasta ya bien entrada la mañana del domingo, y casi calcada cada noche que la siguió a lo largo de dos años y algo más que medio, tiempo que Javier necesitó para terminar su carrera de Químicas y doctorarse después en Petroquímica, campo ese de enormes salidas y más que bien pagadas todas.

De manera que cuando Javier acabó su doctorado, “máster” suele decirse hoy día, ya tenía una gran empresa española del petróleo interesada en él, por lo que acabar del todo los estudios fue algo así como “llegar, y besar el santo”. La empresa, nada más contratarle, ya le mandó a las “Chimbambas” a trabajar, lo que significa que con su maletita salió como alma que lleva el diablo hacia el Golfo Pérsico, y de allí a medio mundo, si excluimos España e, incluso, Europa en general, menos los países ex URSS.

A todas partes donde fue, le acompañó siempre su mujer, Claudia, pues tan pronto su hijo fue doctor petroquímico, ella se despidió del hospital a fin de poder emprender una nueva vida con su marido, sin tenerse que ocultar nunca ya de nadie, sino que en cada sitio donde fueron se presentaron como esposos, marido y mujer, y la verdad es que, si por algo llamaron la atención, fue por lo cariñosos y atentos que eran. El con ella; ella con él.

Los años han pasado y nos encontramos en el de ahora, 2012. Claudia tiene ya sesenta y tres años y Javier cuarenta y cinco. Siguen los dos juntos y tan enamorados como aquella su noche de bodas, si es que no es más. Ella siempre pensó que la relación con su hijo no duraría mucho, que algún día él la dejaría por imperativo de la diferencia de edad, que dieciocho años son muchos y pesan más.

Pero se equivocó de medio a medio, pues Javi la sigue amando no ya con pasión de verdadero “mochales”, que indudablemente sí, sino que venera la mujer que es su madre, para él ayer, hoy y siempre, el ser femenino más bello, atractivo y escultural que en todo el Universo pueda darse hasta incluso llevar a su mujer al pedestal del personal culto. Y qué queréis, pues que la dicha en que ambos viven es absoluta

Y es que nada les falta para ser enteramente felices; ni siquiera el placer de arrullar los frutos de su amor, tres preciosas criaturitas que ya no lo son tanto, pues la mayor, Claudia hija, tiene ya dieciocho años, Javier, el tercero de la dinastía con tal nombre, quince y Angélica, la benjamina, y de nombre más que pintiparado, diez añitos

El final en principio pensado, más lógico y real, era no darles hijos, por lo de “por si las moscas”, o hacer una “escabechina” de taras físicas y/o mentales entre sus retoños. Pero como soy un decidido partidario de los finales felices, lo del “Se casaron, fueron la mar de felices y, además, comieron perdices” y demás, pues prefiero cambiar el sesudo proyecto inicial y acabo la historia afirmando que los tres retoños de Javi y Claudia, amén de resultar unos “bellezones” de aquí te espero, también fueron de lo más normal, tirando a la mar de inteligentes

Y, colorín colorado, esta historia ha terminado.

 

Sólo ya añadir que si puntuáis el relato no veáis cómo os lo agradecería; pero si, además, me mandáis algún comentario que otro, mi agradecimiento no tendría ya límites… Vamos, que, como veis, eso de hacer la “rosca” a la gente se me da genial

 

FIN DEL RELATO

(9,63)