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L I D A.- CAPÍTULO 1º

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Hacía casi tres años y medio que Lida Ilianovna Selenko llegara a Yakust, con su título de médico odontólogo recién expedido por la Universidad de Moscú, un día de primavera de 1947, cuando empezaba el deshielo tras el largo y gélido invierno.

Cuando llegó nadie entendía que una mujer tan joven y bella eligiera esa especie de fin del mundo antes que una ciudad tan populosa como Moscú.

Porque Lida era joven, veinticinco años, y muy hermosa. Más bien alta, algo más de metro setenta, y muy bien proporcionada: Piernas largas y torneadas; busto y caderas firmes, desarrollados, pero sin exagerar. Lo justo para resultar atractiva sin caer en abundancias antiestéticas, una figura más próxima que lejana al ideal 90-60-90. Rostro ovalado que un día fuera de blancura casi nívea y ahora con matices atezados, fruto de largas exposiciones a la intemperie, al sol, al viento y la nieve durante su reciente pasado bélico. Ojos azules de mirar profundo y labios un tanto gruesos, sensuales, de un tono rojo natural realzado por el tenue toque de pintalabios que solía usar. Cabello muy negro, antes largo que corto.

En seguida logró empleo en la clínica odontológica del Hospital, que recibió su demanda como una bendición, pues sus odontólogos no eran sino simples dentistas que apenas llegaban a poco más que sacamuelas y, en tales circunstancias, Lida Ilianovna era un verdadero lujo.

Pero casi todo el mundo entendía que la muchacha debía estar algo loca o, al menos, ser en extremo excéntrica. Pues... ¿quién si no se abandonaría en un lugar como Yakust? Esta ciudad, la más fría de la tierra, es capital del inmenso e inhóspito territorio de Yakutia, en el extremo nororiental de Siberia, donde la temperatura en pleno verano (Julio-Agosto), si bien a veces llega a 30º-35º, lo normal es que no rebase los 20º y el resto del año la media es de -40º, con hasta -60º en Diciembre-Enero, entre 0º y -20º en Octubre, Noviembre, Febrero y Marzo; y en Septiembre, Abril, Mayo y Junio entre 0º y 10º 

Y hoy, un día de septiembre de 1950, la mañana se le hizo eterna a la doctora Lida Ilianovna. Apenas pudo pasar su consulta con un mínimo de normalidad pues los nervios la dominaban. Todo el tiempo su mente estuvo ocupada por ese rostro que tan hondo se metiera en su alma. Cuando por fin acabó la consulta y la doctora pudo volver a sus dependencias privadas, anexas a su consulta en la Clínica de Odontología, se despojó de la bata blanca y, de una patada, lanzó los zapatos a un rincón. Se sirvió una taza de té y se sentó en el sofá con un cigarrillo en la boca. Su rostro denotaba una mezcla de preocupación e incertidumbre. De los primeros pacientes que esa mañana atendió era un grupo de yacutos, esas gentes que nomadean continuamente por el territorio y a los que poco de lo que por allí sucede se les escapa. De entre su cháchara en yakuto entresacó que no lejos debía haber un campo de prisioneros alemanes.

Y de nuevo volvieron a su mente los recuerdos de siete años atrás: La guerra y su paso por la Compañía Baida; ese rostro tan querido que nunca olvidaría, el de su amado Helge Ursbach, el médico militar alemán que la cautivara aquella noche del verano de 1943, cuando le conoció en una destruida granja a orillas del Donetz. 

Le recordaba con su pelo rubio, casi tan dorado como el trigo en sazón, su alegre sonrisa... ¡Donde estarás ahora, Helge querido! ¡Muerto o, en el mejor caso, prisionero! Que escaparas y estés en Alemania es muy difícil, pocos de los tuyos lo consiguieron.

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La fusilera de la compañía“Baida” de francotiradores femeninos (1) del Ejército Rojo, Lida Ilianovna Selenko, conoció al teniente médico alemán Helge Ursbach la noche que rescataron a Schanna Ivanovna Babaieva, que desapareció seis días antes pero que la noche anterior comprobaron que estaba viva y en una granja asolada del lado alemán del Donetz.

La capitán Soia Alexandrovna Baida, jefe de la unidad, dispuso que el rescate lo realizara un comando de tres efectivos: Lida Ilianovna que estaría al mando, Marianka Stepanovna Dudovsk y Vanda Alexandrovna Miranski. 

El comando cruzó el río con el agua por la cintura y apoyado en una balsa que portaba los fusiles de precisión Moisin-Nagant 1891/30, las botas y pantalones de campaña más los gruesos calcetines de lana.

Al llegar a la orilla enemiga las chicas se calzaron los calcetines pero no los pantalones, para gozar de más agilidad, con lo que sólo les quedaban gorros y camisas militares para cubrir sus jóvenes y hermosos cuerpos.

El comando cubrió la aproximación al objetivo pegado al suelo, reptando silenciosamente sobre el terreno hasta alcanzar la entrada de la granja. El interior estaba iluminado y se escuchaba una voz de hombre que cantaba y el rasgueo de un instrumento de cuerda. Asomándose con sumo cuidado por una ventana, Lida observó que dentro de la granja sólo parecía haber dos soldados alemanes y Schanna Ivanovna; de los dos alemanes uno, sentado en el suelo de espaldas a la puerta, cantaba y tocaba una mandolina y el otro inclinado ante Schana, con una jeringuilla en la mano e instrumental quirúrgico entre él y la prisionera, lo que indicó a Lida que era médico y se disponía a atender a la prisionera.

Tras recibir el comando toda esta información, con vistas al inminente asalto, las tres chicas se agolparon frente a la puerta listas a darle un empellón y lanzarse al interior, con todos sus músculos en tensión hasta incluso dolerles, aunque ahora ellas no sintieran el dolor ni el cansancio que la tensión les provocaba, excitadas por la inminencia del combate. Luego, a una señal de Lida, las tres fusileras dieron el violento empujón y entraron disparando a discreción.

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Schanna Ivanovna había estado muy nerviosa desde que empezó a anochecer, esperando lo que sabía iba a suceder tan pronto se hiciera noche cerrada; pero cuando las fusileras irrumpieron disparando tuvo una reacción inesperada: Dio un gran empujón al médico que la atendía haciéndole caer al suelo boca arriba y gritó “Fritz”. Pero el aviso llegó tarde pues, aunque el soldado que cantaba y tocaba la mandolina se arrojó al suelo de inmediato, no pudo evitar que dos disparos le acertaran en la espalda, atravesando sus pulmones y lanzándole al suelo entre convulsiones espasmódicas

A todo esto las chicas se habían protegido tras un destartalado carro, con las armas listas para disparar y escudriñando el entorno buscando más enemigos, pero allí no parecía haber ninguno más.

El alemán que parecía médico se levantó y alzó los brazos exhibiendo la jeringuilla en una mano, como diciendo: “No llevo armas”. Miró a Schanna que llorando convulsivamente se tapaba la cara con las manos. Luego al soldado que yacía en el suelo y se dirigió a éste.

Al momento Lida se levantó y saliendo del modesto parapeto gritó:

―¡Stoi! (quieto)

El médico alemán se volvió lentamente hacia Lida, con los brazos algo abiertos, un poco en alto y mostrando la jeringuilla en su mano. La fusilera avanzó unos pasos hacia el alemán y preguntó:

―¿Hay alguien más aquí? ¿Eres médico?

A ambas preguntas responde el alemán con movimientos de cabeza, negando a la primera y afirmando a la segunda. Luego el alemán habló:

―¿Hablas alemán?

―Poco, muy poco

―Mejor de todos modos. Así nos entenderemos algo

―¡Nunca me entenderé con criminales fascistas!

Y Lida Ilianovna avanzó otro paso hacia el alemán, con lo que quedó bajo la luz que iluminaba el lugar, manifestándose gloriosamente su espléndida belleza, su ovalado rostro de azules ojos, su esbelto cuerpo con el triangulito negro del pubis apenas oculto por la sutil braga, las largas y torneadas piernas desnudas....

Con esa especial intuición que toda mujer posee, Lida percibió la impresión que en el médico causaba su cuerpo, lo que hizo que en su mirada se agudizara la nota de crueldad que desde que irrumpiera en la granja mantenía. Pero pronto se suavizó, sustituida por un gesto que denotaba un punto de interés, mientras sus ojos se posaban fijos en el médico alemán.

Entonces el hombre desvió su atención de la mujer y fue girando hacia el soldado herido, por lo que Lida le gritó:

―¡Stoi! (y en alemán) Estate quieto.

―Debo ayudar a mi camarada herido.

―¡Tú ya no ayudas a nadie aquí ni decides nada! ¡Agradece estar todavía vivo!

―Tengo un deber que cumplir...  Tú haz lo que debas hacer

Lida vio cómo él le volvía la espalda y lentamente caminaba hacia el herido. Deseó dispararle por su arrogancia; de hecho presionó el gatillo de su arma hasta llevarle al punto de disparo, pero ahí se paró y bajó el fusil. No supo por qué, pero no pudo disparar.

Y al bajar el arma Lida sintió un malestar especial. ¿Por qué no había disparado, a qué ese instante de duda? ¿Un momento de debilidad?

Enfadada consigo misma dio un puntapié a un cajón cercano, y fue a reunirse con las otras dos chicas que entonces rodeaban a Schanna, a la que preguntó al llegar a su lado.

―¿Puedes caminar? Bueno no contestes, no te fatigues; y nada de explicaciones, que ya habrá tiempo para todo.

Schanna Ivanovna no oyó lo que Lida le decía, pues le dijo anhelante.

―¿Os envía Soia Valentinovna?

―No... Somos voluntarias. Por ella te pudrirías aquí.

―Se me repudia ¿verdad?

―Schanninka, llevas aquí seis días y hasta anoche no diste señal de vida. Deberás explicar muchas cosas querida amiga.

―Sí, pero Soia Valentinovna ya me ha juzgado.....y condenado.

Entonces el alemán herido lanzó un sonoro estertor que retumbo como un rugido e hizo que Schanna rompiera de nuevo en llanto gritando:

―¡Matadle, matadle ya! ¡Que no sufra más, atajo de chapuceras!

Lida ordenó a Vanda y Marianka que se la llevaran fuera y la esperaran.

Entre las dos muchachas levantaron y sostuvieron a la llorosa Schanna para sacarla afuera, pero la chica se negó a irse; reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban anduvo lo suficiente hasta llegar al herido.

Le miró largamente y su rostro se dulcificó en un gesto de sentido afecto. El herido volvió entonces sus ojos hacia Schanna y Lida vio que esos ojos se iluminaban de gozo al ver a la muchacha junto a él.

Luego, Schanna se apoyó en Marianka y dijo.

―Vámonos ya...  ¿Le alcanzaste tú?

―Un disparo mío y otro de Lida.

―Siempre quisiste “cazar” al “toro”. Ahora ya lo tienes y podrás reclamarlo para tu Libreta de Aciertos. Yo os lo entregué.

El médico alemán estaba junto al herido y le había bastado una mirada para saber que su camarada tenía los pulmones perforados y sufría hemorragia interna: El silbido del aire al salir por las heridas del pecho y la espuma sanguinolenta que brotaba de su boca lo evidenciaban.

Lida se había acercado hasta él cuando sus compañeras se marcharon, y le preguntó:

―¿Puedes hacer todavía algo por él?

―No... o más bien sí. Ayudarle a que muera tranquilo y sin dolor

El médico inyectó el anestésico que preparara para Schanna en el brazo del moribundo y dijo a Lida.

―Ahora sólo un par de minutos hasta que el cabo muera. Luego podéis matarme; no me importa…. y tampoco me asusta morir.

Lida no contestó, sólo se arrodilló junto al moribundo y con un poco de paja limpió la espuma sangrante de su boca. Las burbujas rojizas poco a poco dejaron de salir, hasta cesar pocos momentos después, al tiempo que su aliento se extinguía. Lida tomó el pulso al herido, y con su mano le cerró los párpados diciendo

―Ha muerto. ¿Fue él quien capturó a mi camarada?

―Sí. También quien la cuidó, alimentó y me llamó para atenderle una herida de fusil que amenazaba gangrena. Quien a veces la violó, pero el que nunca habría consentido entregarla a la SD.

Lida no respondió. El médico cubrió el rostro del muerto con su ensangrentada camisa y se levantó. También Lida se puso en pié, junto al médico, resultando ser casi tan alta como él.

El médico alemán volvió a mirar fijamente a la muchacha, preso en su endiablada belleza y dijo.

―Quiero saber cómo te llamas

―Lida Ilianovna Selenko. (Por qué respondí, se preguntó)

―Yo soy Helge Ursbach.

― ¡Y a quién le importa eso!

Lida respondió así, hosca y secamente, pero Ursbach vio en sus ojos que hubiese preferido responder de otra manera.

De inmediato Lida siguió hablando al médico.

―¿Y qué haces aquí, Helge Ursbach, en una graja destruida a orillas del Donetz y no en un hospital alemán? En este año yo habría terminado la carrera de Odontóloga, pero llegasteis vosotros sembrando muerte y destrucción y ya no pudo ser. Decidí matar en vez de curar, como era mi original deseo, y me convertí en francotiradora para mataros, para limpiar de fascistas la sagrada tierra rusa.

Ursbach no se dio por aludido en las diatribas de la bella mujer que, sin siquiera él darse cuenta, tan hondo se estaba “colando” en su alma.

Y empezó a acercarse lentamente a la chica diciendo

―¡Larga vida a la colega odontóloga!

Lida alzó el arma, apuntándole.

―¡Estate quieto! ¡Quieto de inmediato! ¡Stoi!

La voz de Lida sonaba cortante, pero su tono era inseguro y las manos, el cuerpo le temblaban ligeramente. Helge Ursbach siguió acercándose.

―No me dispararás

―¡No estés tan seguro!

―Tus ojos me están llamando; me dicen que vaya a ti

Por fin Helge Ursbach llegó junto a Lida Ilianovna y, con la misma tranquilidad con que se acercara, desvió el fusil de la mujer, le sujetó levemente las mejillas con ambas manos y la besó, con inefable dulzura, en los labios, fríos y rígidos en todo momento.

Fue un largo beso, en el que el hombre sintió el calor de los labios de ella, el calor que transmitía la proximidad del cuerpo femenino, el aliento entrecortado de la mujer que, escapando por la nariz, le rozaba y acariciaba sus mejillas. También sintió la agitación del pecho de Lida, subiendo y bajando acompasado a su caricia.

Al fin se separó de ella quedando quieto a su lado, como para saber la reacción a ese beso.

Lida aferró firmemente contra sí el arma y con la mano libre propinó a Ursbach un sonoro bofetón que resonó como un pistoletazo.

―¡Cerdo fascista! ¿Quieres ser feliz, verdad? ¡Pues lo serás en el infierno, donde os enviaremos a todos vosotros!

Tras decir esto, se volvió violentamente y avanzó resuelta a la salida. Cuando llegó a la puerta la abrió, izo intención de salir... pero se quedó allí, indecisa; despacio volvió sus ojos a Helge Hursbach, arrodillado de nuevo junto al cabo muerto. Le miró un instante y lentamente volvió junto a él. Al llegar a su lado, encañonándole, le obligó a levantarse. Entonces, mientras una mano le encañonaba la otra se la pasó tras la nuca, atrayendo hacia sí la cara del hombre y le besó en la boca con entera pasión. Con la lengua abrió los labios del alemán, introduciéndosela, mezclando ambas salivas, buscando la lengua de Ursbach para enlazarla en sublime caricia. Este beso fue muy largo, colaborando hombre y mujer, entregados uno al otro por un momento.

Al fin ella se apartó, empujándolo violentamente, casi derribándole al suelo. Y con ojos llameantes espetó.

―¡Perro! ¡Cerdo fascista! ¡Cinco de tu banda morirán por esto!

Seguidamente, con paso rápido, pisando fuerte y con la cabeza muy alta se dirigió a la puerta y salió al exterior. Entonces divisó a sus compañeras, con Schanna, junto al río, tumbadas en la mullida superficie de hierba que alfombraba ambas márgenes del río.

Y fue a reunirse con ellas.

Desde que Lida volviera la espalda a Helge Ursbach puso toda su voluntad en no volver  la vista atrás, aunque intuía que el alemán la seguía desde que se apartara de él. Y en un momento, sin poderse contener, giró los ojos hacia la granja. La noche era obscura merced a la Luna Nueva y la luz que iluminaba el interior del edificio no alcanzaba a clarear suficientemente los contornos pero reconoció la masculina figura del hueco de la puerta, figura que ya jamás Lida olvidaría.

Sí, era la silueta de Helge Ursbach que agitaba el brazo despidiéndola. A sus oídos llegaban, atenuadas por los ruidos nocturnos, sus palabras.

―¡Larga vida a la colega de la Medicina Odontológica!

Lida Ilianovna le miró y sus labios se abrieron en una sonrisa que daba a su rostro una peculiar expresión, mezcla de tristeza y ternura. Musitando quedamente, como si se hablara a sí misma, decía.

―Tú eres de los que la guerra no devuelve… De los que la guerra devora y aniquila. Fueron bellos momentos esos en que nos besamos; primero tú a mí, luego yo a ti. Pero nunca sabrás, Helge Ursbach, que eres el primer hombre a quien he dado mi lengua en un beso. Tampoco sabrás que nunca te olvidaré pues el primer amor nunca se olvida. Y tú, Helge Ursbach, eres mi primer amor.

Y alzó un brazo despidiéndose de quien, sin duda, nunca más volvería a ver.

En la siguiente noche, ya en campo soviético, Lida Ilianovna y su amiga Stella Antonovna Korolenko coincidieron en el mismo puesto avanzado de escuchas. En un momento de confidencialidad Lida dijo a su amiga lo sucedido el día anterior en la granja del Donetz.

―Stella, ayer besé a un alemán.

―¡Te volviste loca! ¡Cómo pudiste besar a un maldito fascista!

―Es médico y un buen hombre; iba a operar a Schanna cuando entramos en la granja. No le puedo odiar Stella, le amo. No sé cómo ocurrió pero pasó. Creo que tan pronto le vi, ya dentro de la granja, me prendé de él. No puedo impedirlo, es más fuerte que yo. Es más, sé que no volveré a verle pero también sé que nunca le olvidaré y le querré mientras viva. Y lo grande es que... ¡Soy feliz, Stella, muy feliz! ¡He sabido lo que es amar por primera vez en mi vida! Y los besos que nos dimos los recordaré siempre, es lo más bello que jamás he vivido

Stella Antonovna permaneció callada y muy seria mientras contemplaba atentamente a su amiga, hasta que sacudiendo su dorada melena le dijo.

―No te envidio Lida; debe ser terrible amar así, sin esperanza... ¡Y a un enemigo, a un fascista! No Lida, no te envidio... ¡Si a mí me sucediera... creo que me suicidaría!

Pero lo que entonces Stella Antonovna ignoraba era que, en no tantas semanas, también ella acabaría subyugada por un “maldito alemán fascista”… Y no, precisamente, médico, como el amor de su amiga, sino otro, como ella misma, especializado “cazador de hombres”… Y de mujeres…de fusileras soviéticas…de compañeras suyas (Ver “Riberas del Donetz)

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El 4 de Julio de 1943 los alemanes lanzaron su última gran ofensiva en el Frente Ruso, la Ofensiva Ciudadela que en sus primeros embates alcanzó de lleno a la Compañía Baida, desplegada en primera línea, arrollándola en poco tiempo causándole fuertes bajas.

Y al atardecer del 7 de Julio de 1943 la compañía estaba desangrada por completo tras sostener el encarnizado combate de la Cabeza de Puente de Melechovo, junto al río Rosumnaia. De los 238 efectivos que tenía el 4 de Julio sólo quedaban 87 cuando pudo retirarse tras lograr detener el avance alemán hasta que varias unidades del sector, muy castigadas, se reorganizaran y pudieran volver al combate.

Al retirarse la Compañía fue a Novo Slóboda para descansar y reorganizarse. La aldea estaba ocupada, casi a la par, entre alemanes y soviéticos.

Y fue en la aldea de Novo Slóboda donde Lida volvió a ver al teniente Helge Ursbach. Fue unos tres días después de la acción de Melechovo. Se habían producido una serie de encuentros entre ambas fuerzas, el último con fuego artillero de por medio, y Lida salió con la doctora de la Compañía a buscar heridos. Estaban en un huerto calcinado, uno de tantos que menudean entre las granjas destruidas y las casas de la aldea. Acababan de recoger a un joven soldado mal herido, cuando estalló en el cielo una bengala a cuya luz vieron un grupo de alemanes empeñados en la misma labor que ellas, buscar sus heridos bajo una enseña de Cruz Roja. Lida sintió que se le paralizaba el corazón cuando, en el oficial que mandaba el grupo alemán, reconoció a Helge Ursbach. La doctora soviética, Galina Ruslanovna Opalinsk intentó ahuyentar la patrulla de alemanes, pero al no cejar Ursbach en su empeño de encontrar y rescatar a los heridos alemanes, la doctora rusa hizo disparar sobre uno de ellos y Ursbach cedió por el bien de su gente, aunque a él de poco le sirvió, pues Galina Ruslanovna dispuso que las acompañara, pese a las repetidas protestas de Lida, que golpeó con furia a la miliciana que mató al alemán desarmado. Pero Galina impuso su voluntad y Helge Ursbach fue llevado a la Compañía Baida, ahora al mando de la gran amiga de Lida, Stella Antonovna, tras caer en Melechovo sus mandos originales, la capitán Soya Valentinovna Baida y el teniente Víctor Ivánovich Ugarov.

Cuando Galina Ruslanovna dispuso que el médico alemán quedara bajo su control adujo necesitarle para operar a una fusilera con un proyectil en el pulmón, incrustado entre las costillas muy cerca del corazón, con lo que la operación era muy complicada y esa ayuda sería inapreciable.

Y efectivamente dos días después Ursbach operó a la mujer herida con tal éxito que convenció a todos del acierto de Galina Ruslanovna con su decisión. A todos excepto al actual segundo jefe, el sargento Bairam Vadimovich Sibirzev que odiaba a muerte a todos los alemanes, médicos incluidos; ni tampoco a Lida, menos aun cuando en ese mismo día, tras la operación, Galina Ruslanovna no ocultó su intención de seducir al alemán, burlándose del amor que la muchacha sentía por él. “Eres muy poca cosa para mí, gatita. El no será tuyo, haré que me prefiera a mí” le había dicho.

Y pasaron varios días. Ursbach dormía en uno de los dos camiones que conformaban la enfermería, con Lida al pie de su puerta como fiel perro guardián, vigilando todo lo que rodeaba al alemán con su arma a punto para incluso defenderle a tiro limpio tanto de Sibirzev como de Galina Ruslanovna. El alemán pasaba el tiempo ayudando en la enfermería, cuidando a las chicas heridas o enfermas, dando de comer a las que no podían valerse por sí mismas...... A la postre, era un enfermero forzado.

Pero, aunque Ursbach lo intentara más de una vez, Lida no consintió intimidad alguna entre ellos, ni el más inocente beso. Admitía amarle, pero oponía que el suyo era un amor imposible; ellos eran enemigos y debían odiarse, matarse mutuamente. Helge Ursbach la intentaba convencer que eso no era cierto, que ellos no eran más que un hombre y una mujer que se amaban y eso, lo único que importaba. Pero todo inútil ante Lida que le respondía.

―Si Galina Ruslanovna sabe que me quieres tú no vives ni un segundo pues al instante te mataría.

Así llegó el día que se supo que en breve la compañía cambiaría de sector. Stella Antonovna afirmó a Lida que Ursbach quedaría libre allí, donde estaban, para que al marchar la compañía escapara con los suyos. Pero a Lida eso no le gustó. No es que dudara de Stella, no, la sabía honrada; pero no se fiaba de Sibirzev, que al mandar la retaguardia no dejaría con vida al alemán. Tampoco de Galina Ruslanovna que seguro intentaría llevárselo con ella. Si de verdad le amara casi se alegraría de ello, pues al menos salvaría su vida; pero sabíaque para ella él sólo era un capricho pasajero: Pronto se cansaría de él y acabaría por matarle.

Luego tomó una determinación: Helge Ursbach debía huir antes de que la unidad abandone el lugar. Así que aquella misma noche, a pesar de la lluvia torrencial que caía, sacó a Helge de su camión, le condujo a una casa derruida donde le hizo cambiar su uniforme por una desastrosa vestimenta de obrero ruso a la que no faltaba ni la indispensable gorra.

De esta guisa le sacó de la casa, defendiéndose incluso a patadas de los intentos del hombre por besarla y convencerla de que huyeran juntos. Le proponía esconderse en algún lugar hasta que ella se escabullera y huir juntos donde ella quisiera. No le importaba quedarse en la URSS si estaba con ella.

Y como él no consintiera huir sólo, Lida echó a correr huyendo de él; le despistó gracias a la cortina de agua y la oscuridad que les rodeaba. Se escondió en otra casa en ruinas, cerca del río, donde Ursbach ya no la encontró. Bañada en lágrimas Lida observó cómo su amado teniente la buscaba por un buen rato para finalmente, desorientado y abatido, coger “prestada” una bicicleta que, apoyada en una pared, milagrosamente se mantenía en pie. Ella le vio partir entre sollozos, con el corazón roto y musitando: “Corre, corre amor mío, no te detengas…” “¡Si en verdad existes, Dios de mis padres, ayúdale!

A la mañana siguiente, un día muy nuboso pero sin lluvia, sobre las once horas una de las chicas hizo un macabro descubrimiento: Tendida boca abajo en el fangoso barro que cubría las márgenes del casi arroyo que discurría al fondo de la parte soviética de Novo Slóvoda estaba el cuerpo sin vida de Galina Ruslanovna, ahogada en el mismo fango. Inmediatamente Sibirzev culpó al teniente Ursbach del hecho y cuando se atestiguó su ausencia a nadie le cupo duda alguna de que el sargento siberiano estaba en lo cierto. Se buscó al alemán pero sin resultado y dado que su captura no se comunicó a la superioridad oportuna se decidió que mejor no mover demasiado el asunto.

Luego al otro día de descubrirse el fatal suceso se inhumó a la nueva víctima de los fascistas en el cementerio de los héroes de la Compañía con honores militares. A Lida Ilianovna no se le conmovió ni un músculo de su rostro cuando disparó las salvas de ordenanza mientras rememoraba el momento de la mañana anterior, cuando muy temprano aún, con su bota hundía el rostro de Galina en el fango de la orilla del río hasta asfixiarla. Había acusado a Lida de esconder al prisionero para sí misma  y exigía se lo entregara pues suyo era como trofeo de guerra. Incluso la agredió, agarrándola por el pelo sin piedad, para arrastrarla por el barro. Y Lida sintió tal rabia, tal odio hacia ella, que disfrutó salvajemente al darle muerte.

Pero desde entonces Lida dejó de ser la misma. Se tornó taciturna, huraña incluso, rehuyendo el contacto con sus camaradas. Permanecía como ida y nada la sacaba del marasmo en que se hundiera. Y es que cuando vio alejarse a  su amado Helge se le secó el alma para siempre. Cuando partía de patrulla a la “caza” de alemanes, participaba en asaltos a posiciones enemigas o en incursiones nocturnas en campo alemán, su pulso no temblaba al disparar, eliminando tantos enemigos como antes. Pero ahora era distinto, pues no sentía el feroz gozo de antes. Hasta sentía pena de aquellos pobres diablos; y cuando los enfocaba con la mira telescópica del arma mentalmente les pedía perdón al disparar. Pero era la guerra, y ella cumplía fielmente su deber para con la Patria.

Incluso multiplicó sus aciertos, pues se presentaba voluntaria a cuantas patrullas, asaltos o incursiones se proponían. En todos los casos pedía el puesto más peligroso y se acercaba al enemigo increíblemente. Sus camaradas celebraban y elogiaban el valor de que hacía gala. Pero nadie sabía que eso no era valor sino deseos de morir; vivir no lo aguantaba, perdió el interés por la vida desde que viera partir a su amado Helge.

Los “palotes” en su Cartilla de Aciertos crecieron. En once meses escasos pasaron de 117 a casi 300. Pero ella odiaba esos “palotes”, pues cada uno de ellos representaba un camarada de Helge abatido de un disparo en la frente, exactamente sobre el nacimiento de la nariz entre ambas cejas

Pero los mandos militares no sabían eso y todos ellos, hasta el camarada Generalísimo Stalin, se deshacían en alabanzas que a Lida no agradaban ni importaban.

Fue hecha Heroína de la Unión Soviética y se le concedieron las más altas y codiciadas medallas militares.

El 13 de Julio de 1944 el mariscal Iván Koniev, con el 1º Frente Ucraniano lanzó la ofensiva Lvov-Sandomiertz. En este 1º Frente Ucraniano se encuadraba la compañía Baida, ahora bajo el mando de la teniente Lida Ilianovna Selenko, tras caer Stella Antonovna en Agosto de 1943. Al siguiente día, 14 de julio, los soviéticos estaban a la vista de la ciudad de Brody, a unas 84 verstas (80 Km) de Lvov, primer objetivo de la Ofensiva, preparándose a asaltar la ciudad. Pero el 17 de julio un nutrido fuego de artillería alcanzó de lleno el puesto de mando de Lida, hiriéndola de extrema gravedad al atravesarle el pecho la metralla. Varios días estuvo entre la vida y la muerte, con alto riesgo de producirse hemorragia interna. Pero, para suerte de Lida, su puesto de mando se hallaba junto al hospital de la División cuyos médicos lograron el milagro de salvar su vida, aunque la recuperación se prolongó hasta enero de 1945.

Cuando fue dada de alta, se le propuso destino en la Escuela Especial de Tiro, a las afueras de Moscú, como Instructora Jefe, pero ella prefirió solicitar la baja del servicio por motivos de salud, cosa que enseguida se le concedió.

Fuera ya del Ejército, Lida marchó a la aldea donde nació, en un fértil valle de la ladera europea de los Urales. Allí disfrutó del amor de su madre, de tranquilidad y del cariño y devoción de sus paisanos. Era la heroína del lugar, luego le dedicaron una calle y dieron su nombre al centro de reuniones del Koljos. El soviet local en pleno fue a visitarla, pero también el pope de la aldea hizo lo mismo. Este, en una clandestinidad a voces, cada domingo celebraba misa en un almacén del koljos mientras el soviet local miraba para otro lado. A esta misa la madre de Lida acudía cada domingo y, en una agradable sorpresa, Lida quiso acompañarla al domingo siguiente. La muchacha no supo por qué lo hizo pero la verdad era que, desde que invocara al Dios de sus padres por primera vez al separarse de Ursbach en Novo Slóvoda, varias veces volvió a invocarle.

Entonces, cuando decidió acompañar a su madre a misa, volvió a pensar que ese Dios, en el que no creía ni quería creer, sólo era una reminiscencia del más remoto pasado humano; de la negra era en que el individuo, privado de racionalidad, inventó mitos y leyendas con que  superar su miedo ante lo desconocido e inexplicable.

Mas lo cierto es que en aquel improvisado templo se encontraba bien, a gusto. Recordó su niñez, cuando acompañaba a sus padres a misa, y mucho más a escondidas que ahora lo hacían.

Siguió siendo la perfecta bolchevique que siempre fuera, la consciente atea que siempre había sido pero, sin explicarse él por qué, su asistencia a la misa dominical junto a su madre se prolongó en tanto permaneció en la aldea.

Pero nada es eterno y llegó marzo de 1945, cuando Lida decidió que era hora de regresar a Moscú y matricularse en su Universidad en el curso 1945-46 y acabar el semestre que le quedaba para obtener el título de Médico Odontólogo.

Cuando dio su nombre en la Universidad comprobó que a nadie le decía nada, era una simple alumna más, y calló su pasado militar. Tampoco ella deseaba llamar la atención, menos aún ser el centro de nada. Así, ignorada y anónima, es como quería aparecer ante todo el mundo.

Lida había cambiado mucho en los últimos meses. No era sólo que el odio feroz que antes sintiera hacia los alemanes se trocara incluso en compasión, sino también el sosiego que ahora disfrutaba, sosiego que en su aldea natal, junto a su madre, se reafirmó.

Este cambio empezó al huir de Helge Ursbach en Novo Slóvoda y se profundizó en el sanatorio militar donde se recuperó de sus graves heridas. Allí tuvo tiempo de recapacitar en su situación de mujer enamorada. Por de pronto Lida asumió un hecho inevitable: Helge Ursbach estaba muerto; muerto para ella pues no volvería a verle. O mejor dicho, enterrado: Con mucha suerte bajo la sagrada tierra rusa y si no en cualquiera de los terribles campos de prisioneros de la URSS, donde los presos, alemanes o rusos, morían lentamente de agotamiento, hambre, enfermedades… De sufrimiento en definitiva. Ante esa perspectiva ella se estremecía de dolor y prefería pensar que su amado reposaba bajo la tierra rusa. Así, al menos, sus suplicios habrían terminado al morir.

Y si él estaba muerto ella era su viuda; viuda de un oficial alemán con el que nunca se casó, con el que nunca hizo realidad su amor en una Noche de Bodas. Pero le daba igual, el recuerdo de aquella noche en la asolada granja junto al Donetz le era suficiente: Al menos durante esos efímeros minutos supo lo que era amar y ese recuerdo le valía por toda una vida de sexualidad sin amor.

También asumía que nunca amaría a otro hombre. En un principio llegó a plantearse cerrar el capítulo de su vida que Helge Ursbach representaba y rehacer su vida: Conocer a un buen hombre, casarse, tener hijos... ¡Imposible! Sólo pensar en sentir otras manos masculinas en su piel, otra boca masculina en sus labios, el hálito de esa boca junto a la suya, junto a su cuello, le resultaba insoportable, la asqueaba.

Nada ni nadie borraría el recuerdo de su amado Helge y su vida ya no tendría otra razón de ser que venerar su memoria pasara lo que pasase. Pero también tenía que mitigar el hondo dolor que la atormentaba. Y entendió que lo único que lo lograría sería el trabajo, el trabajo al servicio de los seres más desgraciados de la URSS.

De modo que decidió acabar su carrera de odontóloga y ejercer en un lugar remoto, donde nadie quisiera ir. Y tales sitios están, principalmente, en la inmensa Siberia.

Pasó marzo, pasó abril y llegó mayo. Al amanecer del día 9 (2) todas las emisoras, los periódicos y demás medios de comunicación soviéticos lanzaron a los cuatro vientos la gran noticia: Alemania se ha rendido, la Gran Guerra Patria ha terminado y la URSS la ha ganado.

Al conocerla, la primera impresión de Lida fue de profunda alegría: La Patria estaba libre de invasores y las muertes habían terminado. Pero un momento después se llenó de inquietud, pues las celebraciones oficiales del evento no se harían esperar. Con gusto Lida se habría sumado a los festejos populares y asistido a los desfiles militares, vitoreando hasta enronquecer a los heroicos hombres y mujeres del Ejército Rojo. Pero bien sabía que esos desfiles comúnmente finalizan con la exhibición de prisioneros alemanes, paseados por la Plaza Roja expuestos a la ira, la venganza del pueblo soviético. Y en cada rostro alemán ella vería el de su amado, cada insulto, cada pedrada u otro objeto lanzado contra ese cortejo casi fúnebre ella lo sentiría en su alma pues también sentiría que quien lo recibía era su querido Helge. Y Lida eso no lo podría soportar.

Enseguida la muchacha rompió en llanto. ¿Por qué las rosas siempre tienen que estar entreveradas de espinas? ¿Por qué la alegría está, casi de continuo, acompañada del dolor? Cuando se cansó de llorar decidió salir, marchar de Moscú; se iría a su aldea donde las cosas no serían tan crudas como en la capital moscovita.

Consecuentemente al día siguiente, el 10 de mayo, muy de mañana Lida Ilianovna abandonó Moscú camino de su aldea al pie de los Urales. 

Como esperaba, las celebraciones del fin de la guerra en la aldea carecieron de los tintes revanchistas que tanto abundaron en las grandes ciudades. Allí, los lugareños se limitaron a vitorear a pleno pulmón a la gran patria soviética, al camarada Stalin y a los bravos soldados del glorioso Ejército Rojo. Claro, también a la gran heroína local, la propia Lida, y a los jóvenes y no tan jóvenes que partieron hacia los frentes de combate, voluntaria o forzadamente, y a los que aún se esperaba. Y por todos ellos se brindó hasta la total embriaguez de no pocos vecinos y vecinas. De todo ello Lida disfrutó de lo lindo, lanzó vivas hasta perder la voz y no declinó ninguno de los brindis que se le ofrecieron, aunque supo también administrarse, de manera que no se “pimpló” en lo más mínimo. Incluso asistió a los bailes tradicionales, los modernos estaban prohibidos por antisoviéticos y contrarrevolucionarios, que tuvieron lugar en la Casa del Pueblo de la aldea, aunque sin participar en ellos pues no aceptó las invitaciones para unirse a los danzantes. Bueno, esto no es exacto, sí que salió a bailar tres veces: Con un hermano de su madre y otros dos buenos amigos de la familia que cada uno juntaba casi tantos años como entre su madre y ella misma, aunque conservándose fuertes como robles. Y también aquí, viendo las evoluciones de los danzantes, se divirtió como una loca.

Así, disfrutando de nuevo de su madre y sus paisanos, permaneció Lida en su aldea hasta que agosto amenazó con concluir, momento en que la chica regresó otra vez a Moscú para iniciar el último semestre de odontología en la universidad moscovita.

En septiembre de 1945 Lida Ilianovna empezó el curso académico. Al momento su lozana belleza se ganó el interés de buena parte de sus compañeros masculinos, lo que se tradujo en múltiples proposiciones de salir a pasear, al cine o a frecuentar cualquier salón de té, proposiciones que en ningún momento ella aceptó. Dejaba bien claro a todo el mundo que, de momento, sólo le interesaba estudiar y aprobar lo que le restaba de carrera, por lo que las proposiciones poco a poco decrecieron hasta desaparecer por completo antes de diciembre de ese año.

Pero los años pasados combatiendo por la patria y sin mirar un libro se dejaron sentir conforme el curso avanzaba, con lo que en los exámenes  de marzo de 1946 suspendió varias asignaturas, lo que determinó que tuviera que iniciar nuevo curso en septiembre de ese año con la fortuna de que en los exámenes de recuperación previos a la fiesta de Fin de Año consiguiera aprobarlas todas, con lo que en enero de 1947 se le entregaba el título de Médico Odontólogo expedido por la Universidad de Moscú, firmado y sellado, en nombre del camarada Generalísimo Stalin, por el ministro de Cultura y Educación.

Como sabemos, el propósito de marchar a Siberia una vez tuviera en sus manos el título venía de antes de su ingreso en la universidad, pero durante su estancia en la residencia de estudiantes universitarios, mirando como tantas otras veces el mapa siberiano, su vista se posó por casualidad en el extremo nordeste del inmenso territorio, en la región de Yakutia, el país de los yakutos, una de las etnias más primitivas y pobres del universo, y se dijo: “¿Por qué no ir aquí, a Yakutia?. Pues dicho y hecho. Allí apareció en Yakust la capital, única localidad del territorio con algo semejante a un hospital, en aquel día de la primavera de 1947. 

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Pero volvamos al presente, a la mañana de un día de septiembre de 1950 en Yakust.

Cuando Lida Ilianovna se serenó decidió hallar ese lugar, el presunto campo de prisioneros alemanes y solicitar allí empleo de Odontólogo. Deseaba ayudar en lo posible a esos pobres alemanes, pues cuando se los imaginaba veía el rostro, las maneras de su amado Helge; su pelo rubio, casi dorado, su sonrisa.... En fin, todo lo que él era. Y una inmensa compasión hacia ellos se adueñó de ella, empujándola a intentar que el día a día de esos hombres no fuera tan duro como en general sabía era en esos campos. Estaba segura de que, dadas las duras condiciones de su vivir diario, su salud dental sería arto deficiente y una de las cosas que más tortura a una persona es un dolor dental.

Así que empezó a indagar el paradero del campo entre los nómadas yacutos y pronto lo localizó. Estaba en un área muy boscosa al noroeste de Yakust, sobre el río, Lena(3), a unas 60-70 verstas(63-73 Km.) Y también supo algo de su comandante, el coronel Iván Ivánovich Meteliev, al parecer un hombre muy tratable, tolerante y que parecía tratar a sus prisioneros con bastante benevolencia. Le pareció persona muy accesible, justo lo que Lida necesitaba, pues el propósito que abrigaba era peliagudo. ¡Que una autoridad soviética autorice auxiliar a los que oficialmente eran “Criminales”, no “Prisioneros de Guerra”(4) ¡Casi nada!

Unos días más tarde, muy preocupada y con el corazón en un puño, Lida emprendió el viaje al lugar donde localizara el campo de prisioneros en un mapa de carreteras, no porque allí apareciera el campo, que no aparecía, sino porque las informaciones allí lo ubicaban.

Le costó encontrarlo y llegó un momento en que ni camino de tierra alguno parecía llevarla hacia allá; pero se le ocurrió seguir una vereda, más bien una trocha de renos salvajes, y lo descubrió a lo lejos. Un rectángulo enorme cercado por una valla de madera altísima, de unos cinco metros, con torres de vigilancia a tramos regulares. La senda pasaba a varios metros de la gran portada flanqueada por dos torres, de la que partía un camino de tierra que se unía a la senda a noventa o cien metros. Después la senda se perdía entre la frondosa arboleda del bosque que cubría el entorno.

Pero súbitamente, casi que por ensalmo, del bosque surgieron dos vehículos blindados, aullando sirenas y gritándole a través de altavoces.

―¡Por favor camarada, deténgase y baje lentamente del coche! ¡Con las manos bien a la vista e identifíquese!

Seguidamente uno de los vehículos se situó sobre la senda, cortándole el paso en tanto el otro le cerraba la retirada situándose a su espalda

Lida frenó lentamente su automóvil, procurando no alarmar a aquellos hombres, pues sabía lo peligroso que podía resultar; pausadamente bajó a tierra con los brazos en alto, portando en ambas manos no sólo su cédula personal sino también cuantos certificados avalaban su condición de teniente, Heroína de la Unión Soviética y cuantas condecoraciones se ganara en la guerra. Nuevamente el altavoz ladró.

―¡Por favor camarada acérquese lentamente, brazos en alto!

Lida se aproximó tal como le indicaban al vehículo que le cerraba el paso; al llegar a un par de metros del blindado se apeó de él un sargento que se llegó hasta la muchacha, la saludó militarmente y tomó los documentos que Lida le ofrecía. Apenas vio un par de ellos su rostro se transformó, cambiando el duro gesto que hasta entonces mantenía por otro de estupor, temor incluso. Volvió a saludarla extremando la cortesía militar, casi como lo haría ante un general, diciendo.

―A sus órdenes, camarada teniente. Con su permiso informaré a mi superior

No fue preciso que el sargento llegara hasta el blindado pues apenas saludara éste a Lida, un teniente se arrojó al suelo llegando hasta el sargento antes de que éste pudiera dar media vuelta, arrebatándole casi con violencia la documentación de Lida. Su sobresalto ante esa documentación fue igual, si no mayor, que el del sargento. Se cuadró con absoluto rigor y dijo.

―Camarada Lida Ilianovna Selenko es un honor conocerla y, si me lo permite, estrechar su mano.

           (Lida ofrece su mano al teniente)

    Y ahora dígame, ¿en qué podemos ayudarle camarada?

―Deseo ser recibida por el camarada comandante, el coronel Iván Ivánovich Meteliev.

― Comprenderá camarada que debo comunicar al camarada coronel su petición y él decidirá.

―Lo entiendo teniente, no se preocupe. Cumpla con su deber.

El teniente volvió al blindado y unos minutos después, asomándose por la cúpula de la torreta artillada, dijo a Lida.

―Camarada, por favor, sígame.

Lida subió al automóvil y la comitiva se puso en marcha. En minutos cruzaron la gran portada del campo, que estaba abierta y en la explanada que ante ella se abría, la figura del que sin duda era el coronel Meteliev, al parecer esperándoles pues tan pronto se detuvieron se acercó solícito al coche de Lida, saludándola al estilo militar y tendiéndole la mano para ayudarla a descender a tierra, al tiempo que decía.

―Es para nosotros un honor recibirla en nuestra casa, camarada Lida Ilianovna Selenko. Por favor pasemos a mi despacho donde podremos hablar tranquilamente, pues supongo que esta visita no será protocolaria. Por gusto nadie visita un campo de prisioneros, luego imagino que usted viene con un propósito muy definido. Venga pues conmigo camarada, por favor.

Lida se había limitado a estrechar la mano que el coronel le tendía. Y sin responder a su discurso marchó a su lado hacia una edificación de ladrillo que presidía la gran explanada abierta frente a la portada.

Ya acomodados en el despacho del coronel, ocupando unos mullidos butacones que a un lado de la mesa de despacho había, con una mesita baja de centro situada ante las butacas, un camarero luciendo una elegante chaqueta blanca y pantalón negro, como en cualquier buen hotel se podría encontrar, les sirvió sendas tazas de té y una bandeja de plata con pastas y pastelillos de miel. E iniciaron la conversación. 

―En fin camarada, dígame el objeto de su visita que si está a mi alcance no dude que será un placer complacerla.

―Camarada coronel, mi deseo es colaborar con ustedes en este campo de prisioneros como médico odontólogo. Tengo el título por la Universidad de Moscú y ejerzo en el Hospital de Yakust. Pretendo asistir aquí por las tardes, tras mi consulta en Yakust. Y por el sueldo no se preocupe, no será problema. Sólo pido que, amén de atender a su guarnición, pueda atender también a los prisioneros.

―Desde luego que su petición es insólita. Pero, aunque lo encuentre raro, veo su propósito encomiable. La misericordia es algo hermoso que define a la persona que es capaz de sentirla; y si se dirige a un enemigo tan cruel como el invasor fascista, es hasta heroico. Pero pienso que en sus motivos falta algo; un interés así no surge por simple piedad. Pienso que hay mucho más, algo muy profundo, muy personal en usted. Sincérese conmigo querida Lida Ilianovna; no tema nada por mi parte al confesarme lo que sea. Dígame sus reales motivos.

En ese momento Lida perdió su aplomo; la tensión nerviosa que desde su salida de Yakust la acosara hizo crisis y la chica rompió a llorar. Así, entre sollozos y muerta de miedo, confesó al coronel Meteliev lo de su amado Helge Ursbach, pero sin pronunciar su nombre, sólo un genérico “médico alemán”.

Meteliev la escuchó en silencio, sin interrumpirla. Y al finalizar Lida su relato dijo a ésta con suavidad, sin acritud alguna; como consolándola, casi como un padre hablaría a la hija atribulada.

―¡Qué bella historia la suya! ¡El amor surgiendo en medio del Infierno que fue la guerra! No la censuro camarada ni la acuso de nada. El amor es lo más hermoso que los humanos poseemos, puede que sea el rasgo más humano de nuestra psique pues nos hace generosos. Pero ya entenderá usted que atender su propuesta no es cosa fácil. No tengo autoridad suficiente para permitir que trabaje aquí; en todo caso tendré que solicitar un permiso especial a la superioridad. Pero le prometo hacer cuanto pueda. Por de pronto su concurso nos sería muy valioso, pues quien se ocupa aquí de ese menester no pasa de sacamuelas.

Confíe en mí camarada. Deme unos días para gestionarlo. Vuelva a visitarnos en digamos.... Un mes. Le informaré de lo que consiga.

Con esa promesa el coronel Meteliev daba fin a la entrevista y Lida, agradeciendo la buena disposición, se levantó y regresó a Yakust.

Iba esperanzada, pero también preocupada. El coronel parecía asequible y benévolo, pero.... ¿y si todo no fuera sino una trampa para mantenerla incauta en Yakust y en cualquier momento aparecían los de la NKVD?

Pero debía afrontar el riesgo pues con ocultarse nada lograba; debía volver al campo, no podía ser de otra forma y si era como temía en el acto la detendrían. Luego sólo le quedaba aguantarse y esperar. Lo que tuviera que pasar, pasaría sin remedio.

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En sus temores, Lida Ilianovna resultó estar equivocada, pues el coronel Meteliev no tenía las intenciones que tanto la asustaban.

Unos dos o tres meses antes había recibido una Instancia del teniente Helge Ursbach, uno de sus médicos alemanes, para cursarla a la superioridad. En esa Instancia el teniente renunciaba a ser repatriado pues afirmaba estar arrepentido de su pasado fascista, de haber colaborado con los nazis invadiendo y haciendo la guerra a la URSS, luego quería purgar sus delitos contra el pueblo soviético.

Así mismo se declaraba ganado al marxismo-leninismo, por lo que pedía que, al ser liberado tras su condena, pudiera vivir en la URSS por considerar a ese país su patria, la patria de todo proletario. 

En fin, una retahíla que no se creyó el coronel soviético pues sabía que Ursbach era la antítesis de lo que manifestaba.

Luego quiso saber la verdadera razón de semejante locura. Y Ursbach confesó su amor por “una fusilera soviética” a la que ya libre buscaría por toda la URSS si era necesario hasta dar con ella.

Y claro, cuando Lida Ilianovna le relató su “historia” con un “médico alemán” Meteliev reconoció la coincidencia de ambas narraciones: Las mismas fechas, el mismo escenario junto al Donetz... hasta las condiciones en que se conocieron eran idénticas en ambos relatos: La granja junto al Donetz, la miliciana roja herida..... Todo, todo era idéntico

Luego Lida Ilianovna era la “fusilera soviética” que el teniente alemán ansiaba encontrar y Helge Ursbach el “médico alemán” cuyo rostro ella veía al pensar en los prisioneros alemanes.

Cuando la camarada Ilianovna dejó su campo de Prisioneros, Meteliev pensaba en los relatos de ambos jóvenes y se sintió impresionado, o mejor, emocionado. No podía creer aquello.

¡Que en medio de aquel infierno de odio, muerte y destrucción que fue la guerra en Rusia surgiera el amor! Era tan increíble como si en mitad de un estercolero brotara una delicada y bella flor.

Y esa misma tarde el coronel ruso tomó una decisión. Intentaría que los sueños de ambos jóvenes algún día pudieran ser una hermosa realidad.

Pues pensó o, más bien, su conciencia le dictó que semejante amor, por el que Lida se enterrara en la inhóspita Siberia y Ursbach estuviera dispuesto a afrontar muchos años más de cautiverio; ese amor de absoluta entrega al ser amado, en el que el individuo se olvida de sí mismo y se sacrifica por el ser amado merece toda ayuda y él se la iba a prestar. A pesar de lo que fuera.

Pero había que meditarlo bien todo pues sabía lo difícil que resultaría. Casi imposible realmente.

De inmediato la mente del coronel empezó a trabajar a toda máquina, pero sin encontrar nada que resultara ligeramente práctico: Sólo soluciones excéntricas e irrealizables.

Así pasaron algunos días hasta dar con algo al menos un tanto lógico, mínimamente viable. De inmediato empezó a dar forma al proyecto que cuanto más lo meditaba más le gustaba.

Dos días después de que a Meteliev se le ocurriera lo que entendía un plan realizable un teniente Helge Ursbach perfectamente afeitado y uniformado, aunque despojado de emblemas nazis, pedía permiso al coronel ruso para entrar en su despacho.

―A las órdenes de usted, mi coronel. ¿Da usted su permiso?

―Pase usted teniente. Baje la mano y siéntese, por favor. ¿Un cigarrillo?

―No mi coronel, no me apetece. Muchas gracias mi coronel.

―Bueno teniente, vayamos al motivo por el que le hice llamar. Hace unos quince días, tal vez menos, recibí la visita de una joven odontóloga con una propuesta casi tan insólita como su Instancia: Trabajar aquí, en este Campo. Y sólo para ocuparse de ustedes, los alemanes. Simplemente por ayudarles. Al pronto me desconcerté, pero enseguida entendí que eso era raro. Tanta piedad no es normal. De modo que logré se confiara a mí y me narró una historia que resultó idéntica a la suya, teniente Ursbach.

Seguidamente el coronel Meteliev contó al teniente Helge Ursbach lo que Lida le confesara; hasta su huida de él en Novo Slóvoda, cosa que por cierto no comentara Ursbach en su relato. 

Mientras hablaba Meteliev observaba al alemán, sin perder detalle de su rostro que reflejaba las emociones que la narración le producía. Y vio cómo, al final, sus ojos brillaban pugnando por retener las lágrimas.

―¿Le recuerda a alguien este relato teniente?

―(Rehaciéndose Ursbach un tanto) Sí, a Lida Ilianovna...

―Lida Ilianovna Selenko. Verá teniente, cuando usted me presentó su Instancia me pareció una locura que no le serviría de nada, sólo prolongar vanamente su cautiverio. Créame usted Ursbach, al quedar libre le repatriarían a Alemania sin más. De modo que la guardé en un cajón de mi mesa olvidándome de ella y aquí está todavía. Pero la visita de Lida Ilianovna me hizo cambiar de opinión. Aprecié en toda su magnitud el hermoso amor que se profesan, y me  conmoví profundamente. Me dije que tal cariño merecía cuanta ayuda se precise para que ustedes dos vean sus sueños hechos realidad. De inmediato, tan pronto Lida Ilianovna marchó me puse manos a la obra buscando un plan que haga posible ese buen final. Plan que hace un par de día creo hallé y al que ayer pienso haberle dado forma muy realizable.

Para empezar, dígame Ursbach. Por reunirse con esa mujer ¿está dispuesto a comportarse como un ferviente comunista, digamos que....  mientras usted viva?

Sin dudarlo, el teniente alemán respondió al instante.

―¡Desde luego... camarada coronel! Debió darlo por supuesto...  camarada, pues en la Instancia que le presenté eso va implícito. Habrá observado además que desde entonces me comporto... digamos que más dócil, pues acudo a cuantos mítines políticos nos obsequia el camarada Comisario Político.

―¡Perfecto teniente! En efecto lo suponía; y su cambio de actitud tampoco me ha pasado desapercibido. Y no sólo a mí, sino que también al camarada comisario Yevgeny Sergeievich Kitev, que alguna confidencia al respecto me ha hecho. Le daré una buena noticia: Ayer pedí a mis superiores que Lida Ilianovna se incorpore como odontóloga a nuestro equipo médico y puede dar por hecho que ella esté con nosotros en breve; puede que en este mismo mes aunque mejor espérela para dentro de mes o mes y medio. Ah, una cosa. Cuando se vean de nuevo deberán comportarse como dos desconocidos, pues ustedes, oficialmente, se conocerán aquí, en este Campo. Item más, mientras estén aquí y a la vista de cualquier testigo, ni un gesto de....digamos  excesiva afectividad entre ustedes. Pero vayamos al plan previsto. Escuche atentamente y cumpla mis instrucciones al pie de la letra.

Seguidamente el coronel puso a Ursbach al corriente de su plan  dando por terminada la entrevista cuando entendió que Helge Ursbach estaba enterado de cuanto debía saber y hacer.

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El camarada Yevgeny Sergevich Kitev, comisario político del campo de prisioneros del coronel Meteliev, ese día se había levantado de muy mal humor, tal y como la noche anterior se acostara. Aunque mejor sería decir que se había acostado y levantado abatido y de ahí el mal humor. El asunto es que cuando ya acababa la tarde del día de antes le telefoneó su superior inmediato dándole una buena reprimenda. Se habían puesto en él grandes esperanzas pero los resultados obtenidos las defraudaban. Sibilinamente se le invitó a cambiar de táctica en su cometido, cosa que no supo a qué venía.

¡Qué culpa tenía él de que esos odiosos criminales fascistas siguieran siendo tan orgullosos y tercos, negándose a aceptar el progreso del marxismo-leninismo! ¡Qué culpa tenía de que el coronel Meteliev llevara el campo de forma tan benévola que hasta la asistencia a sus clases de reeducación era voluntaria! Seguro que si el coronel usara más mano dura los resultados habrían mejorado. Incluso en algún momento pensó dar cuenta del coronel pero al final no se atrevió pues era conocida la influencia de su hermano en las altas esferas, ante el propio Camarada Stalin incluso. Y a los poderosos mejor no molestarlos pues podía resultar fatal para la salud.

Pero al final del día todo cambió en él. Se sintió eufórico pensando que, al fin, daría buenas noticias a la superioridad. La cosa fue que a primera hora de la tarde acudió a su despacho el teniente médico Helge Ursbach, un oficial querido y respetado por los prisioneros alemanes, tanto oficiales como tropa. ¡Y, ni más ni menos, le comunicó su adhesión a la causa leninista! ¡Le pidió ser instruido a fondo en las teorías marxistas-leninistas, a fin de colaborar eficazmente en el adoctrinamiento de sus camaradas!

El camarada comisario Kitev felicitó efusivamente al teniente Ursbach por tan acertada elección, que denotaba una mente abierta al progreso humano. De inmediato comenzó a instruirle en  marxismo-leninismo, enseñanzas que el alemán seguía atentamente, incluso interrumpiendo a veces la disertación del camarada Kitev para pedir le aclarara tal o cual punto que no entendía bien, con lo que demostraba un gran interés por aprender. A eso de las veinte horas, cuando las sombras de la noche hacía tiempo que se adueñaran del ambiente, el teniente Helge Ursbach abandonó el despacho del camarada comisario político, tras concertar el horario que en adelante seguirían en sus charlas de instrucción.

Para entonces el camarada Yevgeny Sergevich estaba que no cabía en sí de gozo: No sólo había roto el aislamiento alemán sino que tenía un verdadero discípulo en Ursbach, dispuesto a difundir el ideario leninista entre sus camaradas.

Desde hacía ya varias semanas venía intrigado por el cambio radical observado en el oficial alemán. El carácter abierto del teniente médico se había tornado taciturno; casi siempre estaba solo, sin apenas relacionarse con sus camaradas y aparecía en general muy pensativo. Ahora se explicaba lo que a Ursbach sucedía en ese tiempo: Seguro que meditaba implicarse en el ideario leninista.

Al día siguiente, muy de mañana telefoneó a su superior informándole de su gestión con el teniente Ursbach, extendiéndose en explicar la buena disposición del médico alemán, su ascendiente entre los reclusos alemanes en general y demás. El superior de Yevgeny Sergevich se interesó mucho en el asunto y felicitó al camarada comisario por su buen hacer, indicándole cuidara mucho a su discípulo pero sin fiarse de él demasiado por el momento. Debía observarle muy bien a fin de comprobar que todo cuanto el alemán le dijera era verdaderamente cierto y no una añagaza urdida por el prisionero, quien sabe con qué objeto. De todos modos el superior ordenó a Sergevich le informara de la marcha de Ursbach cada semana.

Así pasaron los días hasta que, a las dos semanas más o menos, fue el propio Ursbach quien organizó y convocó una reunión de reeducación política con la consiguiente expectación del comisario ante tal evento.

 

 

FIN DEL CAPÍTULO

 

NOTAS AL TEXTO

1. Unas  2000  mujeres  pasaron a lo largo de la 2ª GM por las unidades de francotiradores femeninos del Ejército Rojo de las que sobrevivieron a la guerra no más de 500. La francotiradora más famosa fue Luzmila Mijailovna Pavlichenko, que abatió 309 enemigos. Cada División de Infantería solía disponer de un batallón de francotiradores, masculinos o femeninos, que asignaba una compañía a cada regimiento de fusiles.

2. Aunque la rendición incondicional de Alemania ante los Aliados Occidentales  se firmó en Reims (Francia) en la madrugada del 7 de mayo de 1945, la firma de la misma ante la URSS, en el Cuartel General del mariscal Zhukov, en Berlín, no se produjo hasta las últimas horas del día 8, cuando en Moscú eran sobre las 2 de la madrugada del día 9. Por  eso Rusia y los países ex URSS festejan el fin de la guerra el 9 de mayo, y el resto de Europa, junto con EEUU, Canadá y buena parte de los estados suramericanos,  el 8.

3. La región del río Lena, en el extremo nororiental de Siberia, dentro del Círculo Polar Ártico, desde la época zarista era lugar de deportación de presos, políticosy comunes, lo que no significa que se les metiera en campos de concentración o de trabajo; eso sólo vendría después, con el bolchevismo, “invento” del “padrecito” Lenin, pues hasta entonces se limitaba a llevar al condenado al lugar asignado y, una vez allí, quedaba en libertad, viviendo y trabajando a su albedrío, aunque, eso sí, vigilado por la policía

4. Esto,  no tratar a los prisioneros alemanes como “Prisioneros de Guerra”, no fue exclusivo de los soviéticos. Realmente esto fue un acuerdo tomado en la Conferencia de Yalta (Abril 1945) a propuesta de Stalin, secundado con fervor por el presidente USA Franklin D. Roosevelt y al que W. Churchill intentó oponerse pero al fin lo tuvo que aceptar, aunque luego Gran Bretaña no lo aplicó nunca. El acuerdo comprometía a los firmantes a tratar a los prisioneros alemanes como delincuentes comunes, es decir, como “criminales”. Y, aparte de la URSS, los americanos lo cumplieron a rajatabla, aunque sólo con los efectivos alemanes capturados desde Marzo de 1945, previendo los acuerdos de Yalta. Al efecto los clasificaron como “Fuerzas Enemigas Desarmadas” (DEF=Disarmed Enemy Forces)  para burlar los acuerdos de Ginebra sobre Prisioneros de Guerra suscritos por los EEUU. Y claro, así evitaron ser culpables de Crímenes de Guerra ante Ginebra.

(9,81)