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Adela (Capítulo 1)

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La conocí en 1965, hacia mediados-fines de Abril, a mes y pico de la Semana Santa y, casi justos, dos años de conocer a Montse, mi novia. Pero lo curioso fue que a las dos las conocí de rebote, por intercesión de tercera persona. Montse era catalán pero recriada en Madrid, donde llegó con seis siete años, permaneciendo en la capital de España hasta sus quince-dieciséis años, acabando ya el bachillerato, cundo a su padre, ejecutivo de una puntera firma de la banca catalana, le trasladó su empresa a un pueblo castellonense, del Bajo Maestrazgo, muy cerca ya de la linde con Cataluña por Tarragona; compañera de colegio e íntima de mi hermana, su amistosa relación se mantuvo en la distancia, escribiéndose y llamándose por teléfono regularmente; así, que en 1963, Montse vino a casa, invitada por mi hermana, para pasar la Semana Santa de tal año… En fin; que para Agosto de ese año, a los cuatro meses de conocernos, éramos novios, con el “plácet” de ambas familias…en especial de mi hermana, que no cabía en sí de gozo ante el panorama de llegar a ser cuñada de su amiga más querida. Y a Adela la conocí por medio de mi gran amigo Carlos, mi amigo de la infancia, de cuando, a los diez años de él, once míos, iniciamos juntos el bachillerato.

Aquí, conviene decir que mi profesión, desde mis diecinueve  años, cuando comencé a viajar con mi padre, fue, es,  viajante de comercio; agente de ventas en ruta, una zona precisa del país, en nuestro caso, de mi padre y yo  mismo, la región de la Mancha, provincias de Toledo, Cuenca, Ciudad Real y Albacete, y en añadidura, Murcia y Alicante; consecuentemente, en Madrid parábamos poco; ocho o nueve días, cada tres meses, al acabar la ruta, Navidad y Semana Santa…más algún domingo y lunes entre medias, si rendíamos el sábado a no más de ciento cincuenta kilómetros de Madrid…

Bueno, pues fue uno de esos domingos de Abril del 65 que llegué a casa, ya de madrugada, a la una y pico, que mi madre me dijo que Carlos estaba en el “El Deseo” o casa Jesús, un bar casi enfrente de casa que solíamos frecuentar; que si no llegaba muy tarde, bajara a tomarme un vino con él y charlar de algo importante, según Carlos. Bajé al bar y allí estaba  él. El “asunto importante” que quería tratar conmigo era un problemilla que tenía en ciernes: Su novia, al día siguiente, domingo, vendría con “carabina”, una prima suya, Adela, que acababa de llegar a Madrid; y claro, quería que yo fuera con él para “desactivarle” la carabina… Y yo, qué iba a hacer, sino plegarme a sus deseos…”echarle el capote” ante la “embestida” de la “carabina”.

En fin, que a las doce de la mañana del domingo, los dos, Carlos y yo, estábamos a las puertas de lo que hoy es el Parque Eva Duarte, entonces un somero pero coqueto parque, en Francisco Silvela, esquina a la plaza de Manuel Becerra. Adela resultó ser una chica muy menuda, con su metro cincuenta y no tantos centímetros, delgadita; en rigor del término, no podría decirse que fuera guapa y, menos aún, escultural; vamos, una de esas chicas con las que te cruzas por la calle y casi ni la miras, pero que si te acercas a ella, si la aprecias en verdad, sus facciones, su mirada, la cálida musicalidad de su voz, estás más “perdío” que Carracuca, porque, sin siquiera tú percatarte de ello, te gana irremisiblemente

Porque Adela tenía una carita de ángel que no se “pué aguantá”, por la casi infantil candorosidad, ese aura de infantiloide, límpida, inocencia de “niña buena”, de su rostro, de sus ojos claros, verdiazules, que te miraban con tanta, tantísima ternura, tantísima dulzura…tanta, tanta franqueza…de esa sonrisa, alegre, que se asomaba a sus labios Esos ojos, esa sonrisa, decían muchas, muchas cosas, aún sin palabras… Se dice que el rostro es el espejo del alma, y en Adela eso era tesis de palmaria realidad, pues lo que también se desprendía de su mirada era su inmensa capacidad de dar cariño, de dar amor… Cariño de amiga, amor de mujer, si tenías la ventura de atraértela, ya como amiga, ya como mujer enamorada… Y añadido a todo ello, un tipito que, sin ser nada portentoso, tampoco dejaba de agradar a la vista, denotando un cuerpo muy, muy acorde con su menuda apariencia, con la cándida sencillez de su rostro, su mirar, su sonrisa, con nada espectacular, nada que hiciera volver la vista al cruzártela, pero al que, tampoco, finalmente, nada le faltaba para ser hermoso y atractivo

Estuvimos paseando por los paseos del parque, charlando, charlando, las dos chicas en el centro y nosotros, Carlos y yo, a los extremos, él junto a su novia, yo al lado de Adela; sin darnos cuenta Adela y yo, ensimismados en nuestras conversaciones, Carlos y su nena, subrepticiamente, se habían ido quedando atrás, hasta que por fin, ella y yo nos “coscamos” de que íbamos los dos solos. Volví la vista atrás y “cacé” a mi amigo y su chica dándose un “piquito” en los labios, que no “morreo”; Adela y yo, nos miramos y sonreímos beatíficamente; pero he te aquí, que a mí se me ocurrió decir eso tan socorrido de “L’amour, l’amour”, con lo que Adela soltó al aire, a pleno pulmón, el argentino cascabel de su risa

Por la tarde fuimos a bailar, y ni más ni menos que, “estirándonos” Carlos y yo cosa fina, llevamos a las nenas a “Pasapoga”, “Pasa y Paga”, como humorísticamente se la llamaba, por lo alto de sus precios, pero es que, todavía por aquellos idus, y no de Marzo, precisamente, tal sala era de lo más “in”, de lo más selecto y señorial de Madrid y de España en general, con, aún, excelente fama a nivel internacional de “boîte” exquisita. Nos llegamos allá cuando ya eran algo más de las seis de la tarde, casi las seis y media, por lo que no encontramos mesa libre hasta el segundo piso de la sala, el “gallinero”, como se decía, también, del piso más alto de cines y teatros

Aquí, para los lectores profanos en lo que era “Pasapoga”,  decir que  ésta ocupaba los bajos del cine Avenida, de la Gran Vía madrileña; el local, antes de ser sala de baile, fue salón de billares, el mayor de Madrid, distinguiéndose por lo alto de su techo, a más de siete metros del suelo. En 1942 abrió Pasapoga, cuyo nombre era el acrónimo de los apellidos de sus cuatro dueños, Patuel, Sánchez, Porres, García. Al local se accedía, desde la calle, por una puerta doble de hierro forjado con apliques de metal dorado, que daba al vestíbulo; por otra puerta igual a la primera, se salía al inicio de una escalinata más que señorial, con gruesa alfombra roja hasta el final, barandas de metal dorado y pasamanos forrado en terciopelo rojo, que, serpenteando en curvas, bajaba hasta la planta baja, al suelo del local, donde estaba la barra, en medio óvalo, con banquetas giratorias ancladas al suelo, las pistas de baile, el escenario y mesas. Los más de siete metros hasta el techo permitieron añadirle dos pisos hacia arriba, dispuestos en herradura,  abrazando el centro de la planta baja, a los que se ascendía por otras dos escaleras, flanqueantes de la principal. La decoración del local, suntuaria, con paredes y escaleras en mármol, blanco, negro y de color, estatuas en mármol, alabastro y piedra; columnas de piedra hasta el techo y sosteniendo los dos pisos superiores; pesados cortinajes en tapicería noble, grandes frescos y espejos, decoraban las paredes de mármol, y en los artesonados de los dos pisos superiores había, en sus molduras de pan de oro, hasta doce kilos de tal metal… Enormes, numerosas, arañas de cristal pendían del techo, haciendo de Pasapoga un ascua de luz. Por allí, en los cincuenta, pasaron, como clientes internacionales, Ava Gardner, Gary Cooper, Orson Welles…y por su escenario, el gran Frank Sinatra, en la cumbre de su carrera…

Y, siguiendo la narración, nos sentamos a la mesa a que el “maître” nos condujo, encargamos al camarero que al momento vino a atendernos y continuamos con la charla que ya manteníamos; al poco, nos sirvieron lo encargado, bebimos unos sorbos de las consumiciones recién servidas y, enseguida, Carlos y María Ángeles se levantaron de la mesa para irse a bailar, acometiendo al momento las escaleras rumbo a la planta baja, a las pistas de baile; Adela y yo seguimos hablando unos minutos más, hasta que yo. Así mismo, la invité a bailar; la tomé de la mano y también nosotros enfilamos la escalera para bajar; pero cuando llegamos al piso de abajo, al primero, vimos un rodalito un tanto despejado, con dos o tres parejas bailando allí, por lo que la propuse quedarnos allí, en vez de seguir bajando; Adela estuvo de acuerdo conmigo y me dispuse a enlazarla y empezar a bailar… Y entonces ocurrió el milagro

Por la mañana, cuando nos vimos y conocimos, nos caímos bien desde un principio, y esa primigenia y  placentera sensación se fue afianzando a lo largo de aquella mañana; pero esa tarde, cuando nos sentimos, cuando, al enlazarnos para bailar, nuestros cuerpos entraron en directo contacto… Ni sé cómo explicar lo que pasó… Fue…fue… Como si un ángel anduviera entre nosotros, envolviéndonos en un hálito de dulzura…de ternura… Sí; de la dulce ternura del amor que, sin saber cómo ni de qué manera, había surgido entre nosotros… Fue entonces, al sentirnos, que ambos dos, Adela y yo…o yo, por lo menos, fui consciente de que me había enamorado de  ella, de Adela… De que la quería… De que la quería con toda mi alma… De que la amaba como nunca había amado a mi novia Montse.

Y allí estábamos, los dos juntos, pegaditos, muy pegaditos ambos, con nuestras caritas, nuestras mejillas, juntitas… Así bailamos no sé…dos, tres piezas, no más, hasta que mis manos variaron de sitio; la izquierda, dejó su mano diestra para bajar al centro de su espalda, apalancándomela tan fieramente como antes lo hiciera mi derecha, la cual, cediendo el sitio a su compañera, bajó a su vez, espalda femenina abajo, hasta ese punto del que se dice es donde la espalda pierde su digno nombre, el final de la columna vertebral, el coxis, donde empiezan las nalguitas, pero sin llegar, todavía, a abarcarlas, haciendo presión hacia mí con esa otra mano también, buscando la íntima fusión de nuestros pubis… Y Adela, me respondió a todo ruedo a esa mi demanda de máxima intimidad posible entre nosotros… El máximo que, las buenas costumbres de la época, aún permitían, pegándoseme con su propio pubis, empujándolo hacia mí, al tiempo que, con sus brazos, entonces ya los dos libres, me rodeaba el cuello, abrazándome ya sin tapujos…

Bailamos así un tiempo algún minuto, alguna decena de minutos… ¡Quién sabe!... El tiempo para nosotros no existía… Nada, nada, existía, excepto la dicha del momento que los dos compartíamos, porque con nuestras almas, nuestros corazones, mucho más de lo poco, poquísimo, que con nuestros cuerpos por entonces podíamos hacer, nos estábamos amando, queriéndonos… Amándonos y queriéndonos con alma, corazón y vida… Y, sin embargo, no nos decíamos nada… Nada de nada… Ni una terneza, ni una palabra de amor… ¡Para qué, si nuestros ojos, esas miradas que de vez en cuando nos dedicábamos, sonriéndonos, eran sobradamente más elocuentes que parrafada alguna que nos dijéramos!… Tampoco había caricias… Ni besos… Y, de nuevo, ¡para qué!, si con nuestra sonrisa nos acariciábamos, nos besábamos infinita más dulcemente que si, en verdad, con nuestras manos nos acariciáramos, con nuestros labios nos besáramos…

Subimos, por fin, al piso de arriba, donde estaba nuestra mesa, por aquello de que Carlos y su novia, María Ángeles, no se escandalizaran demasiado. Allí estaban, y se embromaron de lo lindo con nosotros, con lo de si habíamos sido “malos” y demás… Pullitas y risotadas, de doble sentido que hacían que Adela se pusiera roja como la grana. Luego, nuevas consumiciones, refrescos ellas, algo más alcohólico nosotros, nuevas risas sin sentido, charla vana, “pijaditas” tontas, “chuminás”, que dicen por Andalucía, chorradas que decimos en Madrid… Y más, y más risotadas. Y Adela y yo, sin perdernos de vista, mirándonos, más o menos disimuladamente, sonriéndonos, diciéndonos mil y una cositas dulces con los ojos…unas miradas que volverían a incendiar Roma… Volvimos a bailar, aprovechando la danza para abrazarnos a brazo partido… Volvimos a mirarnos de vez en vez, sonriéndonos… A querernos, a amarnos, con nuestros ojos…

Y desde entonces, cambiaron muchas cosas para mí, pues ya los sábados de viaje, sus tardes sobre todo, se me hacían interminables, ansioso como estaba por acabar de una puñetera vez para ponerme al volante de mi Renault 4L, “Cuatro Latas”, y agarrar carretera y manta hasta Madrid, sin parar como quién dice… Fueron cinco, seis, puede que siete semanas, que pasé en Babia, en una nube de felicidad de la que ni a tiros quería bajarme… De la que, ni a tirones, quería bajarse ella, Adela… Pero, sin decirnos con los labios, con la lengua, lo que nuestros ojos no paraban de decirnos, nuestras sonrisas cuando, arrobados, nos mirábamos… Y sin que nuestras manos osaran acariciarnos…nuestros labios besarse. Todo lo más a que nos atrevíamos, era a tomarnos amorosamente de la mano… Y mirarnos, sonreírnos a mansalva

Pero llegó la séptima u octava semana, el séptimo u octavo domingo… Llegué a casa tarde, más que otros sábados, pues venía de más lejos, de Albacete capital, doscientos cincuenta kilómetros a Madrid, cinco-seis horas por aquellos entonces, con medias que, si llegaban a sesenta km/hora, unos noventa de crucero, no estaba nada mal,  y mi madre vuelta con un recado de Carlos: Que al día siguiente, el domingo, me esperaba en Fuentemaya, una cafetería en nuestra misma calle, casi al pie del portal de él, a las diez de la mañana como máximo, pues tenía que hablarme de algo muy, muy importante… Intrigado por aquellas tempraneras, nosotros no solíamos quedar sino a las once de la mañana para ir a buscar a las nenas, me presenté en el lugar, la cafetería de marras

Enseguida me “cosqué” de que no era mi amigo quién me hablaba, sino su querida “chorba” María Ángeles, por su boca; vamos, que mi amigo de toda la vida, de la infancia, pues nos conocimos yendo al colegio, yo con once años, él, con diez, no era más que papagayo con lección bien aprendida de su nenita querida… Que lo que estaba haciendo, jugar a dos barajas tanto con mi novia, como con Adela, la prima de la amaestradora de papagayos obedientes, era una verdadera canallada, impropia de un hombre que se viste por los pies… De un verdadero caballero… Que era una charranada (RAE: Acción propia de un charrán=sinvergüenza) muy, pero que muy gorda; y yo, un sinvergüenza, sin crianza y con verruguillas en la panza, para que nada faltara en mi haber de malandrín emérito… Y un extenso, interminable, “bla, bla, bla” sobre el mismo y monográfico tema

Pero lo malo fue que yo me creí todo eso a pies juntillas, por lo que acabé decidiendo dejar en paz a Adela, olvidarme de ella, para dedicarme única y exclusivamente que a mi Montse. Pero, ¡Dios!, y lo que me costó asumir eso; renunciar a Adela, olvidarla… Aunque eso, olvidarla, a decir verdad, nunca lo logré. Esa misma tarde me puse de nuevo en viaje y así me mantuve por unos cinco meses consecutivos, sin aparecer para nada por Madrid, los meses que precisé para reunir un poco de valor, que no de ganas, para volverme a poner ante la que, oficialmente, era mi novia. Para entonces, hacía ya unos ocho meses que no nos veíamos, y casi siete desde que conocí a Adela. Mi relación normal con esa mi novia, Montse, se basaba en cartas que nos cruzábamos, una por semana habitualmente, aunque ella solía hacerlo con más frecuencia que yo; pero es que fue comenzar mi relación con Adela y yo, prácticamente, romper toda relación con Montse… Todavía, durante las casi dos primeras semanas de este nuevo romance mío, a Montse le escribí alguna carta, pero enseguida quedé en un absoluto mutismo respecto a ella; la pobre me escribía y escribía, con más frecuencia cada vez, preguntándome que qué me pasaba…que por qué no la escribía…que si me había ofendido en algo, sin querer, para que estuviera enfadado con ella… Dejé de leer sus cartas, para no sentirme tan mal, por lo que le estaba haciendo… Y ella, al tiempo, dejó de escribirme

Y entonces, cuando logré reunir el suficiente valor, la suficiente vergüenza, para aparecer ante ella; aquél día, viernes, de fines de Octubre, en que llegué a su pueblo, donde ella vivía, yo deseaba estar en cualquier sitio, el Infierno incluido, antes que allí, donde estaba, y a pocas horas de ponerme ante ella… Si tuviera que comparecer ante un tribunal de Justicia, respondiendo de los más horrendos crímenes, más nervioso, más temeroso, más inseguro de mí mismo, no estaría. Allí, primero en el hotelito donde me registré y dejé el equipaje, luego en la cafetería donde después hacía tiempo, esperando fueran las seis y media de la tarde, hora en que ella salía del trabajo, hora en que yo estaría esperándola a la puerta de su empresa, los dedos se me hacían huéspedes ante el panorama del rapapolvo que, con toda seguridad, me espetaría tan pronto me echara la vista encima… Porque Montse tenía un genio de mil diablos, y buenas pruebas de ello me llevaba dadas

Y es que, ella no  me esperaba; no había sido capaz de decirle ni media palabra de mi llegada…ni siquiera, en esos últimos cinco meses, me había atrevido a escribirle. Así que, como reo que se encamina al patíbulo, iba yo a su encuentro, cuando se hizo, para mí, la hora fatídica, seis y nada de la tarde. Las seis y media se hicieron en menos que canta un gallo, conmigo en la puerta de su empresa, y más nervioso que un flan, y apenas habían pasado dos, tres minutos de tal hora cuando la vi salir, con otras dos chicas, compañeras suyas y amigas, podría decirse, a las que de vista conocía; y, diría, que hasta formalmente alguna vez ella me las había presentado. Y entonces, fue la gran sorpresa, pues la reacción de Montse al verme fue enteramente opuesta a lo por mí esperado, pues, tras quedarse un segundo parada, echó a correr hacia mí, con los brazos abiertos y gritando a todo gritar

―¡¡¡HAS VENIDO…HAS VENIDO, ANTONIO!!!... ¡¡¡POR FIN, POR FIN!!!... ¡¡POR FIN TE HAS ACORDADO DE MÍ!!!...

Y, cuando llegó a mí, me echó los brazos al cuello, y ¡Dios!, cómo me besó… Como nunca lo había hecho… Porque, de siempre, si Montse se había distinguido en algo conmigo, era por su trato más bien frío… No voy a decir que nunca nos hubiéramos besado con algo de pasión, pero más correcto sería decir que había sido yo quién así la había besado, con intercambio de lenguas, saliva y tal, más robándole el beso que dándomelo ella, que, además, siempre me había reprendido luego, y a modo, con que esas efusiones, para cuando el cura nos hubiera unido en “santo matrimonio”… Y a qué decir de lo que, de siempre, habían sido nuestras intimidades novieriles: Más castas, casi imposible, pues si alguna vez se me había ido la “manita tonta” a sus senos y, no digamos, bajo su falda, de milagro no me arreaba un guantazo… Todavía lo de las “chiches”, por encima de la ropa, ¿he?, que mucho cuidado ir más lejos, más menos lo admitía unos más segundos que minutos, pero si me daba por intentar explorar muslo arriba, cuatro o cinco dedos más allá de su rodilla,  cortaba el avance casi, casi, que “manu militari”, al tiempo que decía: “A este paso, a ver qué dejas para la noche de bodas”, a lo que yo me pensaba… “Pues, a este paso”, todo, todito, todo”

Pero, como digo, esa tarde, al verme allí, explotó en alarde de pasión, arreándome todo un señor “morreo” que resultó de impresión, y que a mí me dejó anonadado, sin poder acabar de creérmelo… Aquella tarde estuvimos primero en una cafetería, merendando las famosas tortitas con nata acompañando un chocolate como debe ser, más espeso que claro, para después, ya en la franca oscuridad del anochecer, perdernos por los andurriales de un parque público, buscando la soledad, para besarnos a modo y manera… Y es que yo, de momento, a ir más allá, ni por soñación me atrevía, ateniéndome a sus directrices en lo tocante a intimidades de novios

Aquella noche acabé cenando en su casa, con sus padres y hermanos, chico y chica, él mayor en año y poco que Montse, ella unos dos años más joven, pues no hubo manera de zafarme de su empeño por estar juntos cuanto pudiéramos; aunque también estaba la cosa de quererme reconciliar con sus padres, su madre en particular, que, desde luego, me la tenía jurada tras los meses de abandono que su más que querida hija había sufrido a mis manos, y así pasó, que mientras su padre me recibió como siempre, ni demasiado afectuoso ni, tampoco, muy distante…una cordialidad un tanto fría, distante, como de siempre se había gastado conmigo; pero lo de su madre, sí que fue “harina de otro costal”, (De otro saco o talego; dicho español que indica que una cosa es muy distinta a otra), pues la buena señora en absoluto escatimó conmigo puyitas y palabras de doble sentido, referidas a lo malitamente mal que con su niña habíame comportado, aunque eso sí, envuelto todo ello en amabilidad y amplia sonrisa en su boca, cosas ambas más falsas que el “beso de Judas”

Pero bueno, la velada acabó por transcurrir antes bien que mal, aunque sin pasarse tampoco en las albricias, reportándome ello sendas invitaciones a comer y cenar en aquella casa cuantos días allí estuviera… Y que ni se me ocurriera rechazar una invitación que, por finales, creo tenía más espontánea verdad que embuste de conveniencias… Así que, al día siguiente, sábado, estaba, de nuevo a la puerta de la empresa de Montse a la una y media del mediodía, hora de la matinal salida, esperando que mi novia apareciera, cosa que hizo en menos de ocho/diez minutos, pero ya con la tarde libre por especial benevolencia del jefe, consentidor en la súplica de su fámula a tal respecto, pretextando deberes inalienables en su casa. Y allá nos fuimos, al domicilio familiar de mi novia, a comer; pasaron los dos platos, los postres y el café, con las correspondientes copas de coñac para los caballeros, con lo que la sobremesa se acabó y  mi Montse y yo, pues ella volvía a ser mi querida novia a todos los efectos, más que olvidado ya mi “affaire” con Adela, nos fuimos para meternos en un cine, y pasar allí la tarde… O lo que de ella quedaba.

A las seis y pico estábamos ante las taquillas del cine, pidiendo yo las localidades; y allí llegó mi segunda gran sorpresa, tras lo del “morreo” de la víspera, pues a mi pedido de entradas por las fila y asientos centrales, seis a ocho y pasillo central, a ser posible,  cosa que ella exigía siempre, en un rotundo “Sí u sí”, se me descuelga diciéndome que por qué no mejor, atrás del todo y, si fuera posible, al extremo derecho o izquierdo de la sala… Vamos, lo que vulgarmente llamábamos, “la fila de los mancos”, pues las manos no se le veían a nadie, ocupadísimas en las interioridades de senos, muslos y otras inmensidades más innombrables aún, que ya es decir de innombrabilidades. Y dicho y hecho; que en lo más “florido” de entre “los mancos” nos fuimos a sentar…

Y qué “quirís que sus diga”… Pues que allí, amparados por la oscuridad de la sala y rodeados de gente que estaba bastante más a su propia “película” que a la que se proyectaba en la pantalla, fueron los más “morreados” besos que darse puedan; los “Te quiero, te quiero, te quiero” más inflamados que se puedan imaginar… Y claro está que, en un momento dado, mi “manita tonta” buscó los senos de ella, posándose en ellos, casi estrujándolos, de la pura y erótica pasión que me dominaba… Y, ¡oh milagro!, ella no sólo no me rechazó, sino que, al momentito y sonriéndome deliciosamente, llevando sus manos a la espalda, soltó las presillas del sujetador, para, al momento, tomar mi mano entre las suyas y hacer que ésta le desabrochara un botón, el de arriba, de la tenue blusa que celaba sus divinas manzanas del Jardín de las Hespérides… Y qué iba a hacer yo, sino acudir al mudo ofrecimiento

¡Dios de mi vida!... Ni crédito podía dar a lo que estaba sucediendo… ¡Yo, gozando, por vez primera, la cálida suavidad de la piel de sus senos desnudos que ella, en amorosa primicia, me ofrecía y por propia iniciativa!... Sí; casi me dormí; tal era la inefable felicidad, la inenarrable dicha que ella me brindaba… Yo, casi muerto de placer y ella, arrullándome con su voz, en arrebatadores “Te quiero, te quiero, novio mío; te adoro… Soy tuya, cariño mío”, susurrados entre beso y beso, indecibles “morreos” todos ellos. Salimos del cine hacia las ocho y media de la tarde, aunque bien podría decirse que de la noche, pues la oscuridad nocturna era ya la dueña del ambiente.

―¿Dónde quieres que vayamos?... ¿Tomamos algo en alguna cafetería?... Podíamos merendar como  ayer

Le dije, a lo que ella me respondió

―¿Y si fuéramos a la chopera?... Se sebe estar ahora bien allí… ¿No te parece?

Y  de nuevo mi Montse me dejó a cuadros… Porque si, por un lado, tenía razón en lo de que allí podría estarse bien en aquella noche, bastante cálida para lo avanzado del calendario, el lugar a que se refería, tenía bemoles; lo que allí se conocía por “La Chopera”, era un paraje a poco más del kilómetro del pueblo, a orillas de un más que río arrollo, algo más que un bosquecillo de chopos, de ahí el nombre, con el suelo tapizado de mullida hierba y salpicado por alto matorral aquí y allá… En fin, lugar ideal para parejas que quisieran hacerse cariñitos a manta e, incluso, darse amor a raudales… Y, ni que decir tiene, que sitio considerado por mi Montse como aposento del mismísimo Satanás, al que, indudable, las parejitas que allí iban a solazarse debían adorar a brazo partido… Un lugar sin Dios, feudo indiscutible del Emperador del Averno… Y, por ende, que ni borracha consentiría en ir allá, así que, cuando me propuso que fuéramos a tan “depravado” sitio, trono del vicio más execrable, decir que me quedé a cuadros es decir poco

Pero bueno; hacia allá encaminamos los pasos, enlazados ambos por la cintura, yo a ella, ella a mí, besándonos a cada trecho como si en ello nos fuera la vida… Como si nos fuéramos a morir luego y quisiéramos morir uno en brazos del otro. Llegamos, y ella, tomándome de la mano, llevándome más a remolque que otra cosa, hizo que ambos nos internáramos en la espesura del follaje, (jo, y qué “palabro” relatando tales circunstancias) hasta llegar a la misma ribera del río-arrollo; allí, ella se sentó en la suave yerba, tirando de mí para que, así mismo, me sentara a su lado…muy, muy juntitos los dos. Me echó los  brazos al cuello y de nuevo buscó mis labios, mi boca, mi lengua, en bastante más que apasionado beso, pues fue un beso eróticamente tórrido. Seguidamente, se tumbó, boca arriba, en el herboso suelo, haciéndome señales de que yo hiciera lo mismo muy, muy a su vera; así lo hice, y en tal posición quedamos un momento en silencio, con la vista puesta en un firmamento que, dominado ya por la luna, se cubría más y más, por más que también lentamente, de rutilantes estrellas, en una visión que, por sumamente hermosa, inducía a casi soñar con cosas muy, muy, bonitas…como el amor hombre-mujer…el amor que entonces, indudablemente nos unía

Al rato, se volvió hacia mí; me empezó a acariciar, el pelo, el rostro, pasándome su pulgar derecho por mis labios, por mi boca, lo que yo aprovechaba para besárselo: luego, llevó sus labios a mi cuello, detrás de la oreja, detrás del lóbulo de la misma, besándome allí muy, muy amorosamente, para luego, empezar a lamerme el sitio…a mordisquearme el lóbulo… Se me apretaba buscando, casi, casi, la fusión de nuestros cuerpos. Luego, se irguió un momento, poniéndose de rodillas; se llevó las manos a la espalda para soltarse los enganches del sujetador y, a continuación, se desabrochó los botones de la blusa, de arriba abajo, para de inmediato, desprenderse de la prenda. Se volvió a acostar sobre la hierba, quedándose boca arriba… Entonces, me incitó a que fuera a ella, a acariciarla esos sus rotundos senos. Porque Montse, sin ser una “top model”, era muy, muy atractiva: Alta, comparada conmigo, al sacarme unos cinco centímetro en altura; con unos señores senos, aunque sin excesivas estridencias, cinturita más que aceptable, caderas y nalgas rotundas más unas piernas que ni el mismísimo Mirón esculpe mejor

Y de nuevo digo lo de “qué queríais que yo hiciera”, más que lo que, finalmente, hice: Subirme encima de ella, frenético, degustando la dulce miel de esos sus dos ricos odres; ella entonces me abrazó estrechamente, rodeándome el cuello con sus brazos, haciendo que me pegara más y más a ella…pegándoseme ella más y más, al tiempo que, con sus manos libres, me acariciaba, mesándome la nuca, la cabeza por detrás, mientras sus labios me besaba el rostro, el cuello, mordisqueándome, quedamente, sus dientecitos, el lóbulo de mi oreja.. Era una auténtica prueba de cariño, de amor más sublime que entregado. Y entonces sí que me dejó de una pieza…anonadado, pero rendido a ella; rendido de cariño, cuando me susurró al oído con voz quebrada por la emoción

―Te quiero Antonio, queridísimo novio mío… Te quiero muchísimo; con toda mi alma…con todo mi ser… Y deseo hacerte dichoso… Siempre, siempre te haré feliz…te haré dichoso, porque ese será el fin de mi vida mientras viva…hasta mi último día… Hacerte feliz, hacerte dichoso… Toma de mí lo que quieras… Lo quieras, amor; lo que quieras… Es tuyo todo…toda yo soy tuya… Te lo doy, te lo daré siempre todo, todo, todo… Todo cuanto desees… ¿Me entiendes, cariño mío?... ¿Entiendes lo que te digo…lo que te ofrezco, de todo corazón?... Toma de mí lo que quieras… Pero no me dejes, amor; no me dejes… No me dejes nunca…

Ya lo creo que lo entendía… Se le entendía todo, pero todo, todo… Me ofrecía todo cuanto ella era, su cuerpo, hasta el último milímetro cuadrado de su ser de mujer… Y me lo ofrecía por puro amor, por puro cariño hacia mí, mucho más que por su propio deseo…su propia libido, que tampoco voy a decir que no estuviera jugando su cuarto no a espadas, oros, copas o bastos, sino a corazones… Ese corazón que es palo de la baraja inglesa, pero también  símbolo del amor; ese amor inmenso que Montse me profesaba… Y me desarmó… Me dejó, como digo, anonadado, prendado de ella, pero sin ya deseo de macho alguno, sino cariño de hombre hacia aquella mujer que me estaba dando, ofreciendo, la mayor prueba de amor que una mujer puede dar a un hombre… Entonces, al menos, así todavía sucedía; era típico un dicho que por aquellos tiempos se decía por toda España: “La mujer peca con el corazón; el hombre, con los sentidos”…

Qué cerca estuvo, pues yo, en aquellos momentos estaba que ni caballo garañón en época de parada, pero no lo hice… Ante mí, hubiera sido un cualquiera, un ser abyecto si me hubiera aprovechado de lo que entonces Montse sentía… Aunque tampoco era cosa de dejarla a dos velas si ella hubiera estado, de todas, todas, “por la labor”. Yo seguía encima de ella, entre sus piernas que me había abierto de par en par, aunque aún, bajo su falda, con esa tela, más la de mi pantalón, mediando entre mi más genuina prenda masculina y su más íntima femineidad... Pero me limité a besarla, a acariciarla; con toda dulzura, con toda ternura… Con todo el cariño que en ese momento ella me inspiraba; ese cariño que es mucho más potencia del alma que querencia del cuerpo; ese cariño que es mucho, muchísimo más, sentimiento, que deseo de macho biológico de reproducción sexuada

―¿De…de verdad lo quieres?

―¡Pues claro que sí, amor!... Si tú lo quieres, yo lo quiero… Si tú lo deseas, yo lo deseo… Y siempre será así, cariño mío; porque te quiero… Porque te quiero mucho… Porque soy tuya… Porque todo lo mío es tuyo… ¡Tómame, cariño mío; toma lo que es tuyo, porque yo te lo entrego…te lo doy!… Tuyo es, tuya soy, porque yo así lo quiero… Porque te lo doy, te lo entrego con todo mi corazón…con toda mi alma, querido mío…amor mío…

No había más que hablar; y no voy a decir que ella, en ese momento, en verdad no lo deseara también, en cierto modo al menos, pues los gemidos y jadeos que había exhalado mientras yo le hacía los honores a sus senos, los acariciaba, los besaba, los chupaba y lamía, en absoluto eran fingidos; porque buena cuenta que me daba de cómo se le ponían sus pezoncitos, duros como piedras, enhiestos cual pitón de toro bravo, cuando mis labios los succionaban… Pero también sabía que, en realidad, “eso”, no lo quería; que su ilusión era lucir con toda propiedad, en la plenitud de su significado, su níveo, impoluto, vestido de novia, entrando con él, radiante, en la iglesia donde nos casáramos, del brazo de su padre… Y, luego, en el mítico “¡Al fin solos!” de los recién casados, disfrutar de una verdadera “Noche de Bodas”… De su “Primera Vez” en brazos del hombre amado, convertido ya en su esposo y marido…tanto ante los hombres, como ante Dios…

Me bajé de ella, sin dejar de besarla, de acariciarla… De quererla como, posiblemente, a nadie hubiera querido hasta ese momento… Ella me miró con la sorpresa en su rostro, en sus facciones

―Pero...pero… ¿Qué haces? ¿Por qué te bajas?... ¿No…no quieres…?

Volví a besarla, en un beso lleno, llenetito hasta los topes, de cariño, pero bastante más que huérfano de pasión, y me erguí lo suficiente para quedarme de rodillas; tomé el sujetador que, como quien dice, se acababa de quitar, y empecé a pasárselo por los brazos en intención de ponérselo

―No, cariño; no… Así no; así no lo quiero… Prefiero esperar; esperar a que seamos marido y mujer… A que yo sea ya tu esposo y marido y tú mi esposa y mujer… Prefiero esperar a que tú entres, radiante en tu traje de novia, inmensamente blanco, tan blanco como lo inmaculado de tu ser de mujer… de tu doncellez… Sí, amor; sí…prefiero esperar a esa Noche de Bodas que sé tú deseas mucho más que esta cutrería que sería que lo “hiciéramos” ahora. Anda, cariño… mi querida novia; vístete… Y, si quieres, pasearemos por aquí… Hasta podríamos tumbarnos aquí mismo, los dos juntitos, tomados de la mano, deleitándonos con este panorama  estrellado que el cielo nos obsequia… Esta hermosa belleza, que no es sino tibio espejo de tu belleza, mi amor… Pero, ¿sabes una cosa?; que esa Noche de Bodas que los dos deseamos tiene que ser, tendrá que ser, ya mismo, como quién dice, pues ahora yo sí que la deseo como nunca deseara cosa alguna

Y Montse me sonrió como nunca antes me sonriera; con una expresión de gozo, pero, también, de ternura, como tampoco antes la viera.

―¡Gracias, ­amor; gracias por ser así!… Por quererme tanto… Y sí; agilizaremos lo de la boda todo cuanto sea posible… Porque, ¿sabes?...  Yo, desde este momento, también lo ansío… Ansío con toda mi alma, (y se rio, más juguetona que maliciosa, cuando añadió), y con todo mi cuerpo, que conste, (y aquí su risa se hizo franca), que esa Noche llegue… Aunque… Ja, ja, ja… No veas la cara de mis padres cuando les diga que tenemos prisa por casarnos… Ja, ja, ja…

Montse se acabó de vestir y, efectivamente, nos quedamos allí, tumbados boca arriba,  juntitos, muy juntitos los dos, con nuestras manos enlazadas, observando ese magnífico cielo estrellado hasta una hora que, por entonces, era pelín escandalosa para que una chica decente anduviere todavía por la calle… Y menos, con el novio al lado

En fin, que yo tenía presupuestado pasar allí sólo hasta ese domingo que era el día siguiente al de los famosos autos, pero que luego mi estancia en aquél pueblo se prolongó por otra semana más… Y, efectivamente, que antes de acabarse el año, el 22 de Diciembre exactamente, el día del sorteo de la lotería de Navidad, tuvo efecto nuestra tan ansiada Noche de Bodas, y si queréis algún detalle de tan memorable evento, sólo os diré, mis estimadísimas/os lectoras/es, que fue de inolvidable recuerdo… Por cierto, que, según luego supimos, con toda seguridad que cuando celebrábamos la última noche de aquél año 1965, Montse, seguro, estaba ya embarazada… Que por algo elegimos, precisamente, esa fecha, 22 de Diciembre, para casarnos… Y a buen entendedor, pocas palabras bastan, mis queridas, mis queridos

En honor a la verdad, he de admitir que Montse me hizo tremendamente feliz; que nuestro matrimonio fue una inacabable sucesión de dulce dicha, coronada por los tres hijos que ella me dio, que yo engendré en ella, dos chicas que llegaron por delante, nuestras pequeñas Montse y Carmen, Carmela, o Carmelilla en casa, y un chico, nuestro Antoñín, que se amaneció cuando su hermana antecedente, Carmela, contaba ya con cinco años… Un “fallo técnico” en nuestra “planificación familiar”, qué “quirís”, “mes amis”

Sí, nuestro matrimonio  fue un dechado de todo lo bueno que la vida puede dar, excepto que, a los diecinueve años, en las boqueadas de la primavera de 1986 ella me dejó, seducida por un galán irresistible que me la arrebató para siempre, llevándosela consigo; el cáncer. Yo me quedé algo más que abatido, perdido todo sentido a mi vida; pero tuve que rehacerme, recoger mis pedazos para seguir viviendo, pues aunque ya nada me atraía en la vida; aunque vivir ya, para mí, carecía de sentido e interés, tenía esas tres joyitas que ella me dejó… Me regaló, fruto del amor que nos unió, nuestros tres hijos; nuestra Montse, ya con dieciocho años, acabando el Bachillerato y con la Selectividad en ciernes; nuestra pequeña Carmela, dieciséis años, en pleno Bachiller, y nuestro más que querido Antoñín que, a sus once años y totalmente inmerso en la EGB, la Enseñanza Primaria de la época, empezaba a rebelarse cuando le llamábamos así, Antoñín, reclamando casi airado su buen nombre de Antonio, pues, decía, era ya todo un  hombre… O poco menos…

En un principio pensé en regresar con mis hijos a mi casa de soltero, la de mis padres, para que ellos se encargaran de mis chavales, pero entonces quienes se me sublevaron, y de qué manera, fueron los tres, digamos, enanos, liderados por su hermana mayor: Que de salir de casa, nada de nada, monada, que me diga, queridísimo papito; esta es nuestra casa, donde vivimos con mamá, y aquí nos quedamos… Que a los abuelos les queremos mucho, pero ellos en su casa y nosotros en la nuestra… Aunque los domingos, como era costumbre antigua entre nosotros, siguiéramos yendo a su casa a degustar la excelente paella que la abuela hacía… Y no hubo manera de que yo impusiera mi paterna autoridad, con lo que seguimos en casa, con mi segunda Montse en plan ama de casa y madre sustitutiva de sus hermanos, aunque Carmelilla ejerciera, la mar de brillantemente, de segunda de a bordo. En fin, que con mis dos hijas al frente del cotarro doméstico, las cosas mejor no pudieron funcionar, pues sus hermanas, Montse en especial, llevaba más a raya a su hermanito que, incluso antes mi pobre Montse le llevara, no pasándole ni una… En especial, que en el “cole” sacara menos de un notable… Y a mí, excuso decir cómo me tenían mis dos mujercitas cuando podía estar en casa: Hecho un figurín… Y más contento que “chupillas”, que a saber quién sería el personaje, pero que así suele decirse en España para indicar que uno revienta de felicidad,  con mis tres joyitas… Mis niñas en particular, que aunque ya no fueran tan niñas, para mí lo seguían siendo.

Y así, fueron pasando más años, hasta transcurrir otros cinco, con mi Montse recién licenciada en Derecho y trabajando en una empresa de seguros, pero no, precisamente, de abogado, sino tramitando siniestros de automóvil, amén de haberse constituido en novia casi formal de un muchacho que conoció en la “Uni”, haciendo Empresariales; muy buen chaval, por cierto, también con la carrera terminada y “ganándose las habichuelas” en una entidad bancaria, como “Ejecutivo Agresivo”. Mi Carmelilla lidiando con las asignaturas de tercero de Farmacia y el pequeño Antoñín, perdón, Antonio, con sus dieciséis años ya, tratando de estudiar lo menos posible en el “cole” donde cursaba bachillerato. Y entonces vino a sucederme algo que imprimió un giro copernicano a mi vida

La cosa empezó con unos desarreglos intestinales traducidos en fuertes ardores de estómago, sospechosos de úlcera de estómago, con lo que me practicaron una endoscopia gastrointestinal; esa endoscopia, descartó lo de la úlcera, reduciéndola a una fuerte gastritis,  pero también reveló una anomalía que, a prima vista, cualquier médico asocia a cáncer maligno, de hígado o páncreas; eso resultó ser una falsa alarma, algo así como un “defecto de fábrica”, algo con lo que yo nací, que nada, nada, tenía que ver con cancerosidades, pero que determinó mi ingreso en el hospital para hacerme más y más pruebas

El suceso vino a la misma mañana siguiente de mi ingreso, cuando entraron en la habitación los servicios de la Unidad Hospitalaria de la habitación, enfermeras, auxiliares y limpiadoras; pero también la monja al frente de esos servicios, una Sor María de la Cruz de Cristo, en la que, al instante, reconocí a aquella Adela que veinticuatro años antes me enamorara.

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