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BUSCANDO SUS ORÍGENES

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Carlos María, Carlos Mari para cuantos le trataban, acababa de celebrar su diecinueve cumpleaños. Buen chaval, alegre, desenfadado y en lo justo, hasta bullanguero, también era, cuando así convenía, responsable y trabajador, pues a ese aspecto abierto y festivo de su carácter de joven más adolescente que otra cosa, añadía un sentido común poco normal a tales edades.

Y a la efeméride de su cumpleaños se había añadido que días antes recibió el diploma que le acreditaba como perito mercantil, titulación obtenida del mejor centro español en Formación Profesional, que comprendía una excelente formación en taquigrafía, mecanografía, cálculo y contabilidad, amén de organización de oficinas mercantiles. En fin, el “sumum”, al menos en España, de la formación administrativa de la época, inicios-mediados de los 70

Ítem más, pues al diploma había acompañado una carta de presentación para una gran empresa española, interesada en personal con su perfil profesional, lo que casi, casi, significaba un buen empleo en breve, antes seguramente del fin del verano, es decir, en un par de meses máximos

Aquel día se habían celebrado en casa los dos eventos, el cumpleaños y la titulación académica. Habían estado, amén de él mismo y su padre, Carlos, los mejores amigos del padre, con sus esposas los casados, vamos, la mayoría de ellos, y sus propios íntimos amigos y amigas.

La fiesta resultó francamente bien, con más, bastante más que lo justo en bebidas alcohólicas, refrescos, canapés, chucherías y tal, y Carlos Mari lo había pasado, como vulgarmente se dice, “dabuten” o “dabuti”, hasta bailando como una peonza, pues de todo hubo en la fiesta, hasta eso, música de tocadiscos y discos de 45 rpm…

Pero luego, en la noche, cuando Carlos Mari, solo ya en su cuarto y acostado, no se sentía a gusto. Algo que en el fondo, como en el subconsciente, le había pesado y traído un tanto a mal traer durante casi toda la tarde, entonces, sin el bullicio, la música, las bromas y risas de la tarde; los brindis con champan por sus diecinueve recién estrenados “tacos de almanaque” y tal, le pesaban de verdad, mucho más que durante la tarde, hasta casi amargarle un poco. Vamos, que, en el mejor de los casos, le tenía tan desasosegado que le impedía conciliar un sueño medianamente tranquilo

¿Qué le ocurría? Sencillo, que había echado en falta algo; mejor dicho, alguien. Allí, en su casa, en su fiesta, pues había sido suya, en su honor y homenaje, estaban sus amigos y amigas; los amigos y amigas de su padre, su propio padre… Mucha gente, desde luego… Mucho bullicio, mucho jolgorio… Eso sí, pero… ¿Qué eran; quienes eran toda esa multitud de gentes? Al final, nada; nadie… Importantes de verdad, su padre y él mismo… Ellos dos solos, siempre solos, constituían todo lo que él podía entender como familia…

Allí no había abuelos, tíos… Sobre todo, no había madre… Que debía tenerla o, cuando menos, haberla tenido, desde luego no cabía duda; todo ser vivo tiene un padre y una madre, pero… ¿Quién es, quién fue? Ningún recuerdo de ella tenía, nada, nada en absoluto. Siempre vivieron su padre y él solos y él nunca pensó en ella, nunca la echó en falta… Creció sin ella, sin la menor referencia a ella, solos siempre su padre y él. Es más, es que ni tan siquiera una relación femenina le conoció a su padre en todos aquellos años

Sí, nunca había pensado en su madre ni la había echado de menos; simplemente, para él ella nunca había existido. Pero últimamente, no sabía entonces bien si meses o años incluso, había empezado a pensar en ella, a echarla de menos. Bueno, eso no es exacto, pues a quien no conoces, a quien nunca has visto ni te has relacionado con él, con ella, es difícil echar de menos, pero sí a la institución que la madre representa Eso es lo que echaba de menos, la figura, la referencia de una madre… Y de una familia, unos abuelos, unos tíos unos primos… Todo eso que todo el mundo tiene, pero que él nunca tuvo…

Pocos días después, una de tantas tardes que los dos, su padre y él pasaban juntos, aunque no revueltos: Su padre, como casi siempre, leyendo algo, lo que sea, pues era un lector impenitente, y él más bien escuchando discos en la cadena de sonido, acallada con los “cascos” para no molestar a su padre, sucedió.

En un momento, inopinadamente Carlos Mari se quitó los cascos, apagó el equipo y, alzando cabeza y voz, se dirigió a su padre

―Papá, ¿Quien es mi madre? ¿Qué pasó con ella? ¿Por qué no la he conocido nunca; por qué nunca me has hablado de ella? No hay nada de ella en casa, fotos, recuerdos… Nada, nada… Como si no existiera; como si nunca hubiera existido… Y eso no es posible, tuvo que existir… Tuvo que parirme… ¿Qué pasó papá? ¿Qué pasó entre vosotros?

Su padre, alzando la cabeza del libro que estaba leyendo, se quedó en suspenso, pensativo, como digiriendo la batería de cuestiones que su hijo acababa de lanzarle a la cara… Cuestiones que se reducían a una sola, su madre, María.

Se pasó las manos por la cara, tapándola por un momento, y cuando la destapó y la levantó a su hijo éste la vio pálida, casi desencajada se diría. Sí, su padre, Carlos, estaba pálido, la cara casi contraída y temblándole, trémulos, los labios. “¡Qué calor que de pronto hacía en esa habitación!” se decía Carlos, el padre, mientras se sacaba un pañuelo del bolsillo y se enjuagaba unas gotas de sudor, brotadas casi por arte de magia, pues, desde luego, de calor en la sala, ni pizca.

Por fin, cogiendo aire tras tomarlo y soltado antes, ruidosamente, empezó a relatar a su hijo la historia de sus vidas. La de él, Carlos María, y la de su madre.

En primer lugar supo que ninguno de ellos era español, sino mejicanos todos, y que su madre se llamaba María y que ambos, padre y madre, eran de la misma edad, él unos cuatro, cinco meses mayor que ella. También que su nombre no era otra cosa sino la unión del de su padre y su madre. Vamos, que si él mismo era fruto de la unión entre sus dos progenitores, su nombre también lo era. Un monumento o testimonio perenne de esa unión, del amor que un día les uniera a ambos.

Su madre era hija de un adinerado hombre de negocios, dueño tanto de una gran empresa como de una hermosa finca rural, a no demasiados kilómetros de la capital mejicana.

Su padre, en cambio, de familia campesina de pocos posibles. No fueron pobres, pero tampoco el dinero sobró nunca. De generaciones le venía a la familia paterna el servir para la de su madre: Así, su abuelo paterno fue capataz de la hacienda materna, como antes lo fueran el padre, abuelo y puede que hasta el bisabuelo del padre de su padre.

En la finca nacieron los dos, su padre y su madre; juntos se criaron, juntos crecieron, juntos jugaron de pequeños y, frisando los quince/dieciséis años se enamoraron, él de ella, ella de él… Y como lo que tenía que pasar pasó, con dieciséis años y no pocos meses, ella, María, anunció a su novio que estaba encinta. “¿Qué hacemos?”, dijo él, más que asustado, aterrorizado; “¡Huir, escaparnos para poder amarnos libremente y criar a nuestro hijo!” respondió ella, su madre, con esa indómita energía que tenía, indudable herencia paterna.

Huyeron y su madre le parió con diecisiete años y no excesivos meses. Vivieron felices durante una temporada, corta, pues apenas si llegó al año. Su padre se contrataba de jornalero en el campo o de peón en la construcción, lo que le surgía; y su madre casi lo mismo. Fue al campo mientras pudo y sirvió en casas acomodadas, lavando, planchando, cosiendo, fregando, cocinando…

María, su madre, la hija del amo, la señorita criada y hecha a comodidades y lujos, sabiendo acomodarse a la dura vida de los humildes, sabiendo vivir como la mujer de un jornalero debe hacerlo… Y sin quejarse nunca, sino con alegría, transpirando siempre dicha y vitalidad en torno suyo…

Pero, como ya antes se apunta, eso duró poco, pues cuando el crío apenas alcanzaría los cuatro meses, un atardecer aciago llegó a ellos el padre de ella con un tropel de matones.

A él le propinaron un palizón de muerte, en tanto a ella se la llevaron a rastras mientras lloraba y gritaba intentando zafarse de la fuerza bruta de aquellos “pencos”, brutos pero no nobles, mas no pudo hacer nada; se la llevaron a viva fuerza.

Cuando el padre de su madre consideró que la paliza era suficiente para que el “desarrapado” que embaucara a su hija nunca la olvidara, ésta cesó y arrastraron hasta el arroyo al guiñapo que para entonces era el “desarrapado”, dejándolo allí tirado. Seguidamente fue el bebé que para entonces era Carlos María el arrojado a la calle, junto a su padre. Por finales, prendieron fuego a la casa que habitaran y se marcharon por fin del lugar.

La paliza fue tan tremenda que tardó en reponerse más de dos meses, y tanto él como el bebé subsistieron gracias a la piedad del vecindario de aquel pueblo o aldea, que les recogió y cuidó de ellos

Luego, Carlos padre supo que a su mujer la habían “facturado” a Europa, a Inglaterra exactamente, metiéndola en un internado la mar de estricto para que aprendiera a ser una señorita “bien”; de buenos modales, cual correspondía a su más que “alta cuna”

Finalmente, el hombre decidió emigrar también a Europa, pero en su caso a España, y aquí estaban, desde que el muchacho apenas si superaba el año.

Cuando su padre acabó la narración de hechos, Carlos María le besó y se lo agradeció. Luego se marchó a su cuarto y el tema, por algún tiempo no volvió a salir a relucir. Parecía que para el muchacho, saber de dónde procedía y quién había sido su madre, era suficiente

Los años transcurrieron y Carlos María llegó al que cumpliría los veintidós años, en el que tenía que incorporarse al Servicio Militar. Se licenció, ya con veintitrés años, y entonces dio la gran campanada, cuando hizo saber a su padre que se iba a Méjico, a buscar y conocer a su madre.

Su padre se enfadó cosa mala, pues con su decisión el muchacho iba a tirar por la borda un futuro que ya se mostraba esplendoroso, pues en la empresa donde empezara a trabajar con diecinueve años recién cumplidos empezaba a escalar peldaños hacia arriba, pero todo fue inútil; el choco se empeñó, por lo que una mañana de no muchos meses después tomó un vuelo de Iberia rumbo a la capital mejicana

Ya allí, empezó a hacer indagaciones acerca de la familia de su madre, su propia familia materna, y resultó que era arto conocida, pues su empresa, “Pedro Aguilar Inc.”, era de lo más famoso por aquellos lares. Así que, a los diez o doce días de llegar se presentó en las oficinas de la empresa solicitando empleo. Muy amablemente le indicaron que si deseaba trabajar para ellos se dirigiera a una empresa de “consulting”, es decir, una de esas que se dedican a la selección de personal

Carlos María así lo hizo. Telefoneó a dicha empresa nada más salir de allí, con lo que la consultora le citó para entrevistarle tres días después. La entrevista consistió, simplemente, en que él les hablara, vamos, un monólogo a su cargo. Debía indicar su actividad laboral hasta entonces, con todo lujo de detalles, pero también un poco sobre él. Su familia, sus estudios, sus “hobby’s”… El puesto requería hablar inglés con fluidez, y si se hablaba algún idioma más, pues mal no vendría. Así, él manifestó hablar inglés y francés con soltura más algo de alemán; eso sí, ese alemán muy básico y elemental.

Le indicaron que expresara en inglés su disertación y él así empezó a hacerlo hasta que le dijeron que prosiguiera en francés Por finales, concluido ya su parlamento, uno de los entrevistadores le hizo unas cuantas preguntas en alemán; nada del otro mundo: Lo de “¿Cómo está usted?”, “Buenos días, buenas tardes”, ¿Le gusta, le interesa esto o lo otro?”… Cosas así, a las que él respondió como buenamente pudo

Pasaron los días tras la entrevista, y con los días la primera semana y la segunda sin tener noticias ni respuesta a su solicitud de empleo. Así que cuando también la tercera semana quedó atrás y la cuarta iba de vencida, Carlos María empezó a pasar de la duda al convencimiento de no haber sido admitido, con lo que se le complicaba el plan que tenía de acercarse a su madre sin levantar recelos, sin que ella pudiera relacionarle con nada anterior…

Quería observarla en su “salsa”, en su cotidiana espontaneidad, para saber cómo era realmente, al menos por aquél entonces; y según de lo que viera ya decidiría si darse a conocer o no… Pero claro, para observarla bien y cada día debía estar muy cerca de ella, pero inadvertido, sin llamar su atención en forma alguna… Y qué forma mejor de lograr eso que entrando como oscuro empleado…

Pero como se dice que no hay mal que cien años dure, tampoco la ya casi angustiosa espera del joven llegó a su término la mañana en que la patrona de la simple casa de huéspedes en que se hospedaba, aunque la susodicha mostrara ínfulas de regentar poco menos que el Gran Hotel, vino a anunciarle, muy circunspecta, que “el señor” tenía una llamada telefónica. Era de la secretaria del jefe de personal, directamente, que le citaba para la mismísima mañana siguiente.

Como es de esperar, Carlos María no tuvo nada que objetar a tal cita, por lo que a la siguiente mañana, bien tempranito, estaba esperando ante la puerta del despacho de tal secretaria. No tuvo que esperar mucho, pues en menos de diez minutos, la secretaria de la secretaria del jefe de personal, que sería por falta de secretarias/os por lo que en aquella empresa saliera algo mal, le franqueó el paso al “Sancta Sanctórum” de la “prima donna” secretaria.

El encuentro más rápido no pudo ser, pues se limitó a informarle del trabajo para el que se le requería, asistente internacional del Director de Ventas; vamos, algo así como intérprete de tal director; informarle también del salario que percibiría y presentarle el contrato para que lo firmara si estaba de acuerdo con todo. Y lógico, de mil amores lo firmó, por lo que a la misma mañana siguiente estaba en su nuevo puesto de trabajo.

Tan pronto como ocupó su mesa en la gran oficina donde le situaron empezó a indagar, como quien no quiere la cosa, sobre la gente de su familia materna. Así supo que su abuelo, el padre de su madre había muerto seis o siete años antes, de un fulminante infarto de miocardio, y que desde entonces sus hijos, Pedro, Ana y María, dirigían la empresa de su padre.

Aunque esto sólo era en teoría, pues de manera efectiva era la más joven de los tres, María, la que dirigía la empresa, como su directora general, pues sus dos hermanos de lo único que se ocupaban era de “poner el cazo” cuando tocaba repartir beneficios, sin dedicar ni un segundo de su tiempo a trabajar por la empresa.

De su madre le dijeron que era una mujer terrible. Terrible en su carácter, fría, distante e implacable con los errores, por nimios que fueran… Terrible en su exigencia para con sus subordinados, de los que exigía que siempre se dejaran “los pelos en la gatera” por la empresa, pero que en nada ayudaba a que la empleomanía se identificara con la empresa, menos con la familia, por su forma de tratarlos, distante hasta parecer soberbia con todo el mundo, sin un átomo de humanidad hacia nadie… Pero también terrible en su espléndida belleza, su increíble atractivo de mujer de bandera, aún y a sus seguramente cuarenta años, aunque a decir de todos los “machitos” de la empresa más de treinta y cinco, treinta y seis a lo sumo, nadie le daría.

Expectante esperó a conocerla personalmente, cosa que sucedió al día siguiente, cuando entró en las oficinas de la empresa, pisando fuerte, más tiesa que erguida y cabeza alta, por no decir altanera; Carlos María buscó sus ojos y sí, los vio fríos como el acero, impersonales, pero de mirar profundo, de esas miradas que todo lo abarcan de una sola pasada, sin que se les pierda nada, ni el más mínimo detalle.

Desde luego, aquella primera impresión que de su madre se llevó, más deprimente y negativa no pudo ser, pues estuvo seguro de que cuanto negativo de ella le dijeran era la pura verdad: Su madre resultaba ser un ente deshumanizado.

Aquella primera impresión se fue reforzando con el paso de los días que siguieron, pero de pronto, cayó en algo que también de ella le dijeran y que en principio apenas si le prestó atención: Que no se trataba con casi nadie, que no se le conocían amistades ni relación alguna… ¿Qué significaba aquello?

Indagó más y supo que, básicamente, se referían a relaciones masculinas. No se le conocía pareja alguna en todos aquellos años, y a la familia se la conocía bien; de antiguo, de siempre, se sabían las numerosas aventuras al efecto de sus dos hermanos, pero de ella nada de nada. Se sabía que en su temprana juventud tuvo una relación con un jornalero de su padre, cosas de juventud; que incluso puede que tuviera un hijo con aquél hombre, aunque de esto no había seguridad alguna. Sí, que su padre cortó aquella relación por lo sano mandándola a ella a Europa por cinco o seis años, pero nada más. Desde que de allá volviera nada de nada…

Y poco a poco, según pasaron las semanas aquella primera idea que de ella se hiciera se fue matizando un tanto. Sí, era tal y como se la describieran, y más aún si cabe, pero dedujo algo más: Su madre carecía de alma, y no porque nunca la hubiera tenido, que era lo que de ella se decía, sino porque se la habían arrancado. Le habían hecho tanto, tanto daño, que le habían secado el alma. Era la única explicación a ese tan radical cambio, entre la mujer que su padre le retratara, la que supo adaptarse, por amor, única y exclusivamente por amor, a la vida dura de la mujer de un jornalero, y esta que había encontrado.

Sí era un ser deshumanizado, pero porque el dolor la había hecho así. El dolor más profundo que ser humano pueda llevar dentro de sí, el daño producido por su propio padre.

La compadecía realmente; deseaba acercarse a ella, decirle que él era su hijo y que su padecer se había acabado porque él estaba allí, con ella, para consolarla, para devolverle la alegría de vivir… Pero, ¿cómo llegar hasta ella? ¿Presentarse en su despacho y, sin más ni más, decirle: “Mamá, soy tu hijo”?... Demencial resultaría… Pero cuanto más lo pensaba, más le parecía que esa era la única manera, pues fuera de allí, del trabajo y las oficinas, abordarla sería en la práctica imposible…

O… ¿Tal vez no?... Si se presentaba en la mansión familiar y pedía verla, ¿qué pasaría? ¿De verdad se negaría a recibirle? A fin de cuentas, él era un empleado de la empresa, y sabía que le conocía pues más de una vez se había dado cuenta de que ella le miraba. Sin ir más lejos, cada mañana, cuando entraba en las oficinas a paso de carga, pero con una visual se llevaba todo cuanto cada cual estaba haciendo, junto con cada rostro, cada cara….

Así llegó un viernes en que Carlos María decidió visitar a su madre en su mansión aquella misma tarde, inicio del fin de semana. Pasaba la mañana y, cuando faltaba ya bien poco para salir, la señora directora general apareció por las oficinas y, alzando la voz, dijo.

―Señor Juárez, ¿sería tan amable de pasar por mi despacho antes de irse?

―Desde luego señora. A su disposición me tiene, señora. Si así lo prefiere puedo pasar ahora mismo

―No; no es necesario, señor Juárez; no es tan importante el asunto…

Llegó la hora en que la jornada laboral se acababa, y Carlos María empezó a recogió su mesa, y se apresuró a ir al despacho de dirección, mientras sus compañeros salían hacia sus casas o dónde narices les apeteciera ir.

Cuando llegó a la antesala del despacho, los dominios del gran cancerbero de la señora directora general, es decir, su secretaria, ésta, sorprendentemente, no se aprestó en absoluto a cortarle el paso, sempiterna estrategia de todo secretario o secretaria de dirección que se precie, sino que, en un verdadero alarde de inusual cortesía y amabilidad, le sonrió abiertamente, hasta casi que de oreja a oreja, diciendo

―Pase. Pase, señor Juárez; la señora directora general le está aguardando

Y, asombroso, se levantó abriéndole la puerta del “Sancta Sanctorum” de Dª María Aguilar, la señora directora general

―Señora directora, aquí está el señor Juárez

―Ah, muy bien; gracias señorita Aguirre. Que pase, por favor

Carlos María penetró en los más que personales dominios de su madre, un espacio amplísimo, con enormes ventanales desde los que se podía ver buena parte de esa inmensa urbe que es Ciudad Méjico. Cuando él entró en el despacho ella se levantó y vino hacia él

―Muchas gracias por venir, señor Juárez, pero me temo que mi iniciativa ha sido una verdadera tontería; en fin, que todo se va a reducir a pedirle disculpas por hacerle perder unos minutos de su tiempo… Muy agradecida, de todas formas, a su amabilidad al venir…

Y ahí parecía terminarse todo. Carlos María, al instante, supo que así no debía dejar las cosas; algo en su interior le decía que ese era el momento justo para abordar lo que quería abordar, pues le parecía que, por causas muy desconocidas para él, aquella mujer dura hasta casi ser despiadada, tremendamente enérgica, estaba entonces vacilante, insegura… Y una persona insegura es una persona vulnerable. En fin, que una especie de sexto sentido parecía decirle: “O ahora, o nunca” Y se dijo que tenía que ser ahora.

Sin saber ni por dónde entrarle, comenzó por decir

―Perdone señora, si a lo mejor me inmiscuyo en lo que en absoluto me concierne, pero pienso que, si usted quería verme ahora, sus razones tendría. No se preocupe por mí, por favor se lo ruego, mi tiempo no tiene importancia, pues nada en particular pensaba hacer, y a su disposición lo pongo, si puedo servirla en algo

―Es usted sumamente amable, señor Juárez, y no sabe cuatísimo se lo agradezco… Pero es verdad, todo era una tontería… Casi una locura por mi parte…

Aquella mujer calló por un momento y su rostro se transformó en ese instante. De sus ojos, de su mirada desapareció por breves instantes aquella casi innata dureza, tornándose casi soñadora y, desde luego, ausente… Perdida en el pasado, un pasado dulce y tierno, muy distinto a sus tremendos tiempos más o menos actuales… Así es como a Carlos María le pareció; así es como Carlos María vio entonces aquella mirada…

―Sí señor Juárez. Una locura por mi parte; perdóneme, por favor… Figúrese, me recordaba usted a una persona que hace años, muchos años conocí… Usted, un español, recordándome a un mejicano que hace años conocí…

Como casi todas las cosas bellas y amables de la vida, aquellos instantes de ensoñación en los ojos de María Aguilar duraron sólo eso, unos instantes, apenas uno, tal vez dos segundos, pero para la satisfacción de Carlos María, a aquella mirada soñadora no le sucedió la fría y dura que tan bien conocía, sino que en ella apareció luego una cierta calidez que denotaba estimación hacia aquella persona que para ella, indudablemente, no era sino uno más de su legión de empleados, empleadillos y empleaduchos

―¿Lo ve, señor Juárez? Una tontería, una locura hacerle venir aquí. Por favor, discúlpeme; ha sido imperdonable por mi parte el hacerle perder su tiempo. Ande, márchese; no pierda ni un segundo más aquí. Váyase y diviértase. Que pase usted un feliz fin de semana

María Aguilar daba la entrevista por definitivamente acabada. Dio la espalda al que consideraba su “empleado” y, taconeando sobre el piso de maderas nobles, al igual que las que forraban las paredes del despacho, al tiempo que cimbreaba su escultural cuerpo, caminó hacia su mesa de despacho y su sillón de dirección. Llegó allí y se sentó. Fue a enfrascarse en una serie de documentos que tenía abiertos sobre la mesa, pero instintivamente alzó la vista al frente. Entonces Carlos María vio en esos ojos el acostumbrado gesto de frialdad, de acerada dureza de siempre; no obstante, al momento también vio en esa mirada un brillo como de sorpresa

―¿Todavía aquí señor Juárez? ¿Desea usted tratar algo conmigo?

―Sí señora

―Perfectamente. Siéntese, por favor

―No señora; prefiero seguir así, de pie

―Como usted prefiera. Dígame, por favor; le escucho

―Como bien decía usted, soy español. Español es mi pasaporte y española mi nacionalidad. Pero yo no nací en España. Nací aquí, en Méjico, de padre y madre mejicanos. Y no lejos de aquí, de Ciudad Méjico, a unos ochenta-noventa kilómetros al noreste, en… (aquí citó el pueblo donde sus padres se instalaran al huir del padre de ella, y donde, efectivamente, él naciera), un lugar muy pequeño y miserable, casi, casi que una aldea, hace ya veinticuatro años…

Al escuchar el nombre del pueblo, el rostro de María Aguilar volvió a transformarse: Se puso intensamente pálido, casi blanco podría decirse; blanco cual papel; blanco cual pared encalada… Las mandíbulas encajadas la una sobre la otra, labios y manos trémulas, temblorosas…

―Mi nombre, Carlos María, no es sino la fusión en uno solo de los de mi padre, Carlos, y mi madre, María… Ella, según mi padre, me llamaba Carlos Mari… Y mis apellidos son los dos de mi padre… Soy, creo, caso único en el mundo: Hijo de padre soltero y madre desconocida… En la aldea en que nací no había registro civil, por lo que mis padres no pudieron inscribirme… Iban a hacerlo cuando un ser horrendo los separó; se llevó a mi madre y a mi padre y a mí nos dejó arrojados al polvo, al limo del arroyo, de la calle…

María Aguilar no pudo más; rompió a llorar…

―¡No; no es posible!... ¡Hijo, hijo mío!… ¡Carlos Mari!... ¿De verdad, de verdad eres tú?

La mujer se levantó y llorando, y riendo; llorando a la par que reía, corrió hacia su hijo quien al propio tiempo y, también llorando, también riendo, corría hacia su madre. Se encontraron por fin… Sí, tras veinticuatro años la madre encontraba a su hijo y el hijo a su madre… Se abrazaron, se besaron, se acariciaron, se… Todo, todo cuánto en tantos años hubieran deseado hacerse se hicieron… La vida cambió para ambos desde aquél momento… Pero más, mucho más para María Aguilar, de cuya muerte en vida resucitó aquella tarde, aquél, más o menos, medio día

Comieron juntos aquella tarde y juntos la pasaron, como juntos pasaron todo aquél fin de semana, recuperando, María Aguilar en particular, los largos años pasados sin su hijo.

Como no podía ser menos, enseguida surgió la referencia a su padre, a Carlos, el que un día fuera su hombre

―Como es lógico, tu padre se habrá casado; seguro que hasta tienes hermanos, hermanas… (Le soltó ella, de improviso, aquella misma tarde; seguramente, para no andarse por las ramas de los circunloquios)

―Pues te equivocas; papá sigue siendo “padre soltero”. Y no, no hay más prole que yo mismo. Ítem más; ni una mala relación femenina conocida en todos estos años. “Curas de urgencia” a ciertos picores de entrepierna, la verdad, no lo sé. Aunque lo dudo. Papá es demasiado serio y mirado para tener relaciones esporádicas, amén de que para ello tendría que haber pasado alguna noche fuera de casa, cosa que no recuerdo, y tendría que recordar, por lo excepcional que hubiera resultado… Y qué me dices de ti… ¿Algún que otro “novio por una noche”

―¡Qué va, hijo!... Al principio estaba demasiado cabreada con el mundo como para pensar de cintura para abajo; y luego, pues ya ves, una vieja; cuarentona ahora, casi cuarentona no hace tanto…

―¡Serás tonta!... O tonta o quieres que te regalen los oídos… ¡Si estás como un tren, mamá!... Que tu hijo soy, pero también hombre, y sé lo que veo cuando te veo a ti… ¡Una mujer de bandera! Eso es lo que veo, mamá ¡Una mujer de bandera!

Su madre rompió a reír alegremente, a carcajadas.

―¡Favor que tú me haces, hijo! Favor que tú me haces

―Pues, yo no quiero hacerte ningún “favor”, pero los tíos de la oficina ya lo creo que se mueren por hacerte “un favor”… ¡De los de antología además!… Que bien “salidos” se ponen cuando pasas por la oficina… Si oyeras las burradas que levantas a tu paso…

Las carcajadas de María se incrementaron en ni se sabe cuántos enteros al oír a su hijo

―No creas que no me he dado cuenta hijo, que sí que lo sé… ¡Babean cuando paso!... ¡Ja, ja, ja!... Pero, ¿sabes? ¡Que les den a ese atajo de babosos!… ¡Qué tíos más sucios, Dios mío!... ¡Que les den!  A ellos y a todos los hombres

―Vamos mamá… De verdad… ¿A todos?... ¿Sin ninguna excepción?

―¡Hijo, eres un liante! Pero no te esfuerces, que no me “sacarás” lo que no quiero decir… ¡Faltaba más!... ¡Que me sacaras mis secretillos! Pues no hijo; ni una palabra más me sacarás respecto a tu padre…

―¿Y quién ha hablado aquí de mi padre más que tú? ¡Lianta, más que lianta! Que tú sí que eres una lianta; una soberana lianta…

Madre e hijo acabaron riendo ruidosamente.

Desde entonces fueron muchas las cosas que cambiaron, y para bastante mejor. Para empezar, el gesto frío, distante, hasta sañudo, desapareció de la directora general María Aguilar, trocado en habitual plácida sonrisa, llegando hasta a ser amable con su empleomanía; hasta a ser humana con ellos.

Siguió siendo, desde luego, la mujer enérgica que siempre fue. Siguió siendo la jefa exigente hasta dejarlo de sobra, implacable en cuanto atañía al trabajo, pero sin acritud; dejó de ser esa especie de “negrero”, “negrera” en su caso, que antes más bien fuera.

Incluso empezó a tener en cuenta los problemas personales de cada cual; hasta se interesaba por problemas específicos de sus empleados, en especial a lo tocante a la salud de sus familiares, esposas, maridos, hijos de cada uno, de cada una de ellos, de ellas.

Pero lo más sorprendente para todo el mundo fue comprobar que ella, realmente, los conocía a todos, por insignificante que fuera el puesto que en la empresa ocuparan. Sabía sus nombres y los distinguía perfectamente a unos/unas de otros/otras. Conocía sus diferentes situaciones familiares, en no pocas ocasiones, hasta los nombres de sus familiares. Incluso muchos de sus peculiares problemas, personales o familiares

Pero lo que más llamó la atención a todo el mundo, en las oficinas especialmente, fue la mutación en la situación del “nuevo”; del “español” como solían llamar a Carlos María pues, de la noche a la mañana, abandonó su mesa en la gran sala de las oficinas generales para ocupar todo un señor despacho contiguo al de dirección, como nuevo secretario personal de la señora directora general.

Aquello a quién peor le sentó fue a esa especie de cancerbero que la señora directora tenía a su puerta, la hasta entonces única secretaria de dirección, pues lo de personal era absolutamente nuevo, y claro, verse de golpe y porrascazo convertida en subordinada de aquél “intruso”, pues de inmediato el advenedizo del “español” pasó a ser su jefe inmediato, fue demasiado para tan eficaz “cancerbera”. Y claro, ella fue quien primero propaló la especie de que, tras tan “repentina” ascensión del “novato”, se escondía el pago de “favores de alcoba” por parte de la señora directora general, Dª María Aguilar.

Ello significó que enseguida por la empresa corriera el rumor, y bastante más que rumor, pues pronto fue pregón público, de que la señora María Aguilar se había agenciado un buen “garañón” que la “suministrara” debidamente cada noche o, si no, a cada minuto, pues “la parejita” se pasaba las horas muertas, encerraditos los dos en uno u otro despacho, el de ella o el de él. Porque, a ver qué si no iban a hacer en forma tan asidua los dos juntitos y tan solitos…

Pero claro, lo que nadie podía sospechar es que la “parejita” solo eran madre e hijo, hijo y madre, que, lógico, querían estar juntos lo más posible, tras separación tan prolongada

Pero es que, además, en la decisión de Dª María Aguilar subyacía otro interés, personal y de lo más peculiar: Que su hijo, lo antes posible, se pusiera al tanto de cuanto al negocio concernía; o, mejor dicho, a los negocios familiares, pues la empresa que el padre de Dª maría Aguilar heredara de sus mayores, ella la había convertido, durante sus años de directora, en un “holding” de dos o tres empresas diferentes que daba trabajo a varios miles de mejicanos, a miles de mejicanas… Y es que, Dª maría Aguilar tenía más que prisa por dejar la dirección del “holding” de empresas en manos de su hijo, para poder ella dedicarse a menesteres más halagüeños y, sobre todo, más placenteros, allende el océano, allá en Europa, en la vieja España.

Pero Dª María Aguilar no tardó en cortar por lo sano tales habladurías, máxime cuando empezaron a cundir entre su más cercano círculo de amistades y familia; no faltaba más que a su hijo le mirara nadie por encima del hombro, tildándole de “gigoló” que vivía a costa de las mujeres, de ella misma, su propia madre en este caso.

De manera que un buen día, organizó un verdadero fiestón en su mansión, al que invitó, al menos, a la mitad de la más empingorotada sociedad de Ciudad Méjico, amén de a su familia, sus dos hermanos y asociados, es decir, esposa, marido o ligues más o menos serios, más o menos de “aquí te pillo, aquí te lo hago”, que de todo había en la viña del señor, amén de estar un tanto revueltos esposas, maridos y ligues.

Y allí, ante tamaña concurrencia, presentó a su secretario personal como aquél hijo que un día tuvo, adjuntando certificados de nacimiento obtenidos pocos días antes, cuando madre e hijo viajaron al poblado donde ella diera a luz acompañados de un notario de la capital mejicana, que levantó acta de lo declarado por la partera y las dos mujeres que la asistieran en el trance, en base a las cuales, el muchacho fue inscrito en el Registro Civil como , Carlos María Juárez Aguilar, hijo de Carlos Juárez, según el pasaporte español de su hijo, y de María Aguilar, según las actas notariales aportadas.

Luego, tuvo lugar la misma presentación a la asamblea de empleados de todas las empresas del “holding”, con lo que todo el mundo tuvo que callar la boca.

Durante cerca de dos años Dª María no dejó a su hijo ni resollar, pues a trabajar, trabajar y trabajar, limitó la vida del muchacho; de lunes a viernes el trabajo era  más bien en sesión continua, desde muy de mañana hasta ya de noche. Sí, hasta la tarde de los viernes, aunque para el resto del personal fuera ya fin de semana, con lo que el muchacho sólo disponía de sábado y domingo para respirar un tanto; y aún en tal caso, si a su madre no se le ocurría que tal o cual cosa que quedó un tanto en el aire durante la semana, el sábado era el día ideal para asegurar tal asunto.

María Aguilar quería que su hijo llegara a conocer todos los entresijos de las empresas no ya como ella misma los conocía, sino mejor todavía, por lo que hasta en los talleres le metió, haciéndole trabajar a pie de máquina. Así que le tuvo varios días, un mes varias veces, en cada especialidad trabajada en talleres, para que, por lo menos, tuviera una idea de cómo se fabricaban todos los manufacturados.

Y lo logró; vaya si lo logró. En primer lugar, porque ella fue con hijo más implacable aún que con cualquier otro subordinado, pero también porque, al parecer, Carlos María había heredado de su madre su misma energía y capacidad de trabajo; su misma dedicación y férrea fuerza voluntad cuando acometía cualquier meta

De manera que, por fin un día, casi dos años después de que Carlos María arribara a Méjico, cuando él ya contaba con veinticinco años, más bien largos, y su madre con unos cuarenta y tres, María Aguilar anunció que cedía la dirección de sus negocios a su hijo, pasando ella a retirarse a una vida privada, alejada de toda actividad pública.

Y así, pocos días después de la “cesión de trastos” (1), cual se diría en la jerga del toro, María Aguilar se embarcó en un avión rumbo a Madrid.

Carlos Juárez volvía a su casa, tras trabajar con su último cliente del día. Volvía cansado, pero lo peor es que, como casi cada noche, cuando conducía de regreso a su domicilio lo hacía más bien alicaído. Mientras andaba por la calle, visitando clientes en busca de los pedidos nuestros de cada día, no se encontraba mal; el enervamiento de la venta, ese gusanillo que un día encontró, cuando al arribar a España no encontró forma mejor de ganarse la vida que entrando en una pequeña compañía dedicada a la venta de maquinaria para bares y empresas, desde cajas registradoras hasta cafeteras exprés para bares y cafeterías, como agente de ventas.

Y resultó que se le dio bastante bien, que podría decirse había nacido para eso, para vender. Pero lo grande fue que aquello acabó por gustarle más que a un niño un caramelo, por lo que en la calle, con sus catálogos y tarifas encima, se encontraba por entero en su salsa; a gusto de verdad. Eso, para él, acabó convirtiéndose no en un trabajo, sino en un “hobby”.

Pero ahora, desde que su hijo se marchara en busca de su madre, la casa se le caía encima. Se encontraba solo, tremendamente solo allí, entre esas cuatro paredes, y el ánimo se le venía al suelo. Por eso aguantaba en la calle mientras podía. Solía luego cenar en cualquier sitio, mayormente en cualquier tasca o taberna, de esas donde todavía por entonces, primeros-mediados de los setenta, se servían “callos a la madrileña” elaborados en la misma casa; o “gambas al ajillo” o “con gabardina”. O calamares a la romana, cuyos bocadillos le encantaban…

Y luego, cuando casi ya no podía ni tenerse, a casa, a procurar dormirse cuanto antes; hasta pastillas para dormir venía consumiendo últimamente.

De su hijo, sabía bien poco, pues escribirle era superior a sus fuerzas al parecer. Sí, que se había colocado en la empresa de su madre; que la había conocido al fin; que parecía ser que se había vuelo una auténtica arpía… Pero casi nada más…

¡Ah! Y que la cocina mejicana, con tantísimo picante, le sentaba peor que fatal, pero que había encontrado una especie de “tasca” o taberna, muy al estilo de Madrid, donde servían unas paellas que ni en Valencia las harían mejor, y unos callos a la madrileña, con la guindilla justa, pero sin pasarse ni un “pelín”… En fin, que desde que encontró semejante joya comía algo mejor y, lo principal, el estómago había dejado de arderle las veinticuatro horas del día

Así que el santo varón regresaba a su casa. Cuando llegó, dejó el coche en el garaje y, tomando el ascensor, subió hasta la planta que habitaba. Salió allí del ascensor y, distraído, fue a abrir la puerta de su apartamento, cuando una voz femenina le interpeló desde su espalda

―¿Se puede saber de dónde vienes a estas horas, pedazo de golfo? No, si ya me parecía a mí que lo que Carlos Mari me decía de ti estaba un tanto bastante maquillado…

A pesar de todo el tiempo transcurrido desde que por última vez la escuchara, esa voz le resultó inconfundible. Se volvió hacia la mujer al tiempo que decía

―¡Dios mío María! ¡Tú aquí!... No… No es posible…

María Aguilar, pues en efecto, ella era, se levantó, no sin que le resultara trabajoso, del peldaño de la escalera donde se sentara, en el tramo que subía hacia el piso superior

―¡Ay hijo! ¡Me he quedado hecha un cuatro, de tanto esperarte aquí, como un pasmarote!...

Carlos no podía salir de su asombro

―Pero... Pero ¿cómo es que estás aquí?... ¡Dios mío, esto es una locura!... No; no puede ser verdad… Estoy soñando… Eso, eso debe de ser

―Pues mi anquilosamiento; mis dolores por todo el cuerpo, precisamente no los estoy soñando, que bien verdaderos y vivos que son… ¡Pues qué bonito!... Cruzo medio mundo para venir aquí, y lo único que se te ocurre decir es que qué hago aquí… O algo así… ¡Muy bonito, sí señor! ¡Y muy cariñoso y efusivo por tu parte!... Abrase visto mastuerzo semejante

Carlos estaba mudo, anonadado por aquello… ¡María, su María allí, con él!... Era increíble… María avanzó hasta él, hasta fundir su pecho con el de su hombre. Le echó los brazos al cuello y le besó… Le besó en un beso largo, interminable… La pasión, tantos años contenida, se desató en los dos. Las bocas se abrieron y las lenguas se adelantaron, una la encuentro de la otra, en mutua y enfebrecida caricia… Cuando al fin se separaron, ella dijo, tenuemente, en voz muy bajita, al oído de él 

―Carlitos, te comunico que se te acabó la vida de golfo, de “crápula” que seguro llevabas, pues aquí estoy yo, tu mujercita, para controlarte de hoy en adelante… ¡Porque tú eres mi marido y yo tu mujer! ¡Aunque todavía no tengamos “papeles” que lo digan! Que los tendremos; no te quepa duda de ello… Pero, ¿qué hacemos aquí, perdiendo el tiempo? Anda, abre la puerta y llévame al dormitorio; desnúdame y hazme dichosa… Hazme el amor, cariño mío; hagamos el amor… Anda, vida mía; recuperemos el tiempo perdido… Los años perdidos tan lastimosamente….

Se dice que, a la mañana siguiente, los vecinos de los apartamentos de al lado, junto con los del piso de arriba y el de abajo se quejaban cantidad de no haber podido dormir en toda la noche, pues los alaridos de placer que una mujer estuvo soltando casi toda la noche los tuvo despiertos. Y había que verles, queriendo averiguar quién pudo ser la dichosa señora, para partirle el alma

NOTA AL TEXTO

1.      La expresión se refiere al momento en que un torero toma la alternativa. Para quién no sepa de qué va el asunto, decirle que es el momento en que un torero pasa de, digamos, aprendiz a maestro. Es decir, que por ese acto, asciende de nivel profesional. Y se dice “cesión de trastos” porque la alternativa se recibe de manos de un , digamos, “maestro”, que cede los “trastos”, estoque y muleta, al “neófito”

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