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Una historia de odio, una historia de amor (3)

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CAPÍTULO 3º

A Ágata el corazón se le subió a la garganta, casi atragantándola, mientras sus latidos se disparaban casi “ad  infinitum”, con la sangre hirviéndole en sus venas… Y es que ese “La única mujer en el Universo Mundo de la que no puedo, no debo, enamorarme”, le martilleaba incesante el cerebro, llenándola de un sinnúmero de sensaciones, placenteras las más, complicadas, muy complicadas las otras… De nuevo, aquellas ensoñaciones con un imposible, le vinieron a la mente, amenazando con enseñorearse de su estabilidad emocional por siempre jamás, destruyéndosela por siempre jamás, si es que no demoliendo su razón “pa los restos”… Se decía, repetía, una y otra y otra vez: “No desvaríes, Ágata, que eso no puede ser, y tú bien que lo sabes”, pero el sentimiento era más, mucho más fuerte que la razón… “¡Sí; vale!... Pero… ¿Y si?”… Y ese “¿Y si?”, no la dejaba descansar, desasosegándola osa fina…

Todo este proceso, que parece tan largo, realmente ocurrió en un lapso temporal de entre segundos y minutos… Y de ello, finalmente, no fue la razón, el raciocinio, lo que se alzó como único poseedor del campo, sino la visceralidad del sentimiento, lo más opuesto al pragmatismo de la razón, la racionalidad, al decidirse a “lanzarse a la piscina” de cabeza, a tumba abierta, arriesgándose a no encontrar en ella agua, abundante, acogedora, sino la dureza de un fondo enjuto, de cemento, contra el que se partiría la crisma sin remedio. Durante todos esos momentos, la mujer había permanecido seria, muy seria, con la vista fija en su hijo, casi sin pestañear, mirándole con inusitado interés, casi, casi, que podría decirse subyugada, hechizada… Por fin, se rescató a sí misma de tal “Nirvana”; se arrimó a su hijo lo que no aparece en escrito alguno, redoblando sus “mimicos”, arrumacos, y otras yerbas castellanas a su adorado vástago

·       Eusebio, hijo: Verás, me gustaría saber algo…

·       Mamita; pues no tienes más que preguntar… A lo mejor, hasta te respondo sin mentirte, ja, ja, ja

·       ¡Mira qué gracioso el niño!, ja, ja, ja… Bueno; ahora en serio… Me dices que cuando viste…esas dichosas fotos…esos videos… Que te hicieron mucho daño… Que te partieron el alma… Que te partí, yo, el alma, el  corazón, es lo que me has dicho, creo que más o menos textual, ¿no es así?

·       Sí; efectivamente, así es

·       Eusebio, cariño… Eso, que esas fotos, esos videos te causaran todo eso, no es normal… Que, a consecuencia de eso, me odiaras como me odiaste, hasta querer castigarme tan duramente como es violarme, no es nada normal… Que te indignaras, que me llamaras de todo…puta, como me llamaste, sí es lógico… Que te avergonzaras de mí hasta el punto de no quererme volver a ver más, también sería normal… Pero que te sintieras tan herido… Que me llegaras a odiar, hasta el punto que lo hiciste, eso no es normal… Eso, en un hijo, no es normal… ¿Porqué, pues, te sentiste así…me odiaste como llegaste a odiarme?... ¿Por qué, cariño, mi amor, por qué?

·       No lo sé, mamá; no lo sé… No lo sé…

·       Sí lo sabes Eusebio… Sí lo sabes… Otra cosa es que no quieras saberlo… Que te de miedo la respuesta… Que te de miedo saberlo, afrontarlo… Pero saberlo, lo sabes… Ten valor, hijo… Afróntalo… Mira en ti, y acepta lo que encuentres… Que no te de vergüenza reconocerlo… No te sientas mal por eso…que no pasa nada, amor; no pasa nada… Soy mamá, y cómo me voy a sentir avergonzada, mal, por lo que mi hijo me diga. Mi queridísimo hijo, al que amo con toda mi alma…con todo mi ser…

Ágata, empezaba a “quemar sus naves”, como Cortés en Méjico… Perdón, México… Empezaba a jugar duro, a apostar fuerte, muy fuerte, en ese juego del “todo o nada”… A poner sobre el tapete su “resto”, yendo ya a por todas… Perderlo todo o ganarlo todo, en un envite… Y también empezaba a poner en la balanza sus femeninos ardides del juego de la seducción… La seducción del hombre… E, importaba poco, que ese hombre fuera su propio hijo, ni más ni menos… O, ¿es que él no era un hombre como todos los demás?... O, ¿es que no era ella una mujer como cualquier otra?... Que, a esos respectos, fueran también madre e hijo, para ella era un simple accidente, que no tenía por qué invalidar nada… Así, su voz se hacía más y más cálida, aunque, también, más y más ronca, quebrada por la tremenda enervación que, cada vez más vivamente, la embargaba dominándola; susurrando, más, bastante más, que hablando, al oído de Eusebio, con tonos, matices, la mar de insinuantes, la mar de sensuales… Estaba tan cerquita de su hijo, que sus senos casi se estrellaban en el pecho de él, embriagado ya por su salvaje aroma de mujer…de hembra humana… Sí; el bueno de Eusebio empezaba a “perder los papeles” ante aquél asalto demoledor, avasallador, a que ella ya se había entregado con todas las de la ley

·       No… No quiero seguir hablando de esto, mamá… Tú misma has dicho que nos olvidemos de todo esto… Todo lo sucedido ayer…

·       Pero yo no quiero dejarlo… Yo quiero seguir, hasta que me lo digas todo… Pero todo, todo… Aunque te avergüence, aunque te duela, te haga daño reconocer la verdad… Es importante para mí, amor… Y, estoy segura, también lo es para ti… Sí; es verdad que te lo dije, cariño…mi amor, que lo olvidaríamos todo, que reemprenderíamos la normal vida en común que habíamos llegado a cimentar… Eso lo mantengo… Pero esto no es recordar lo que queremos olvidar. Es, simplemente, averiguar qué se esconde bajo este barniz de normal formalidad

·       No mamá… por favor, no me hagas ésto

·       Mamá no te hace nada malo, mi bebé… El daño te lo estás haciendo tú, al evadir la realidad… Esa realidad que tú y yo sabemos, pero que a ti te espanta… No tengas miedo de eso, cariñito mío… ¡Encáralo!… ¡Acéptalo!... Lo que después suceda, sucederá y punto…. Dependerá de ti, amor… Y de mí, cariño mío… De lo que tú  desees… De lo que yo quiera… De lo que los dos acordemos que nuestras vidas sean… De lo que, entre los dos, responsablemente, sabiendo lo que ambos queremos, decidamos que ocurra… Que sea nuestra vida en común…

Eusebio, por fin, se vio desbordado por la  tremenda presión a que Ágata le estaba sometiendo y estalló, entre emocionado y lloroso

·       ¡Pero mamá, cómo te digo que ella eres tú!… ¡Que esa mujer de la que me enamoré, la única de entre todas las mujeres que no puedo, no debo, mirar como mujer, no es otra más qu tú!... ¿Cómo te digo eso mamá?... Dime…¿cómo  te lo digo?...

Eusebio acabó llorando; llorando a lágrima viva, anonadado… Pero lo había “soltado”… De “cabo a rabo”…de “pe a pa”. Ágata le miraba con los ojos brillantes; muy, muy brillantes… Y, en sus labios, en sus ojos, la más maravillosa de las sonrisas, la más cariñosa expresión que pueda darse… Por fin; por fin lo había logrado… Que su hijo se lo confesara, le dijera, palmariamente, en “román paladino”, castellano puro y claro, (castellano=lengua española(1)), lo que ella tanto deseaba escuchar de él. Se levantó y, tendiéndole a él la mano, le tomó una, la diestra

·       Ven cariño; ven con mamá

Ella tiraba de él, suave, pero firmemente; y él la siguió… Dócil, como un corderito… Un corderito que sabe va al matadero… Como víctima propiciatoria que será sacrificada en el altar de Venus, Afrodita, Astarté… Y es que él sabía de sobras donde iban, a lo que su madre le llevaba tras ella… Era, sí, un sueño imposible hecho realidad, la dicha más inmensa con que pudiera no ya desea, sino soñar,  pero, también, algo horrendo para él… Llevaba, al caminar tras ella, un miedo cerval metido en el cuerpo… Miedo a lo que pasara al día siguiente, la mañana siguiente… Miedo a perder lo que tenía por un puñado de aire, pues bien sabía que ese tipo de relaciones, pocas, poquísimas, veces, salen bien… Que, a la noche de magia, suele suceder que los remordimientos destruyen lo mágico de la noche… Que, en el mejor de los casos, “eso” sólo duraría unos pocos meses, mientras se mantuviera la pasión, el deseo, entre ellos, pero que, al final, llegarían los remordimientos que se llevarían todo…todo, todo… Hasta lo que entonces tenía, el cariño maternal de su madre… Pero no podía oponerse a tal destino, porque lo que su madre entonces le ofrecía era el sueño de su vida… Lo más deseado, lo más anhelado por él. A veces se dice que “por un instante de dicha, toda una ida se entrega, y eso es lo que, por finales, acabaría pasando: Que entregaría toda su vida futura por ese instante, esos instantes…esos minutos, horas o días de excelsa dicha, por todo el resto de su vida…

Llegaron a donde debían llegar, la habitación, el dormitorio de ella, de Ágata; con esa cama conyugal, grande, casi enorme en su anchura, con ese metro cincuenta de ancha; él se quedó en la misma puerta, junto a la entrada, incapaz, de momento, de entrar más adentro, con el corazón encogido, pero el corazón latiéndole a todo latir, exaltado en sus masculinos deseos, ansioso por que, de una vez, se produjera ese momento, esos momentos, de indescriptible placer, que era lo más fervientemente deseado ya por él, despeñándose, a tumba abierta, por la pendiente de lo irremediable

Ella, en cambio, segura, decidida, se fue a la cama; mandó a hacer gárgaras colcha y sábana, aventándolas de un tirón y, acto seguido, se soltó el cíngulo que por la cintura ceñía el albornoz, cerrándolo a cal y canto; la prenda, libre de ataduras, se vino  a su natural posición abriéndose por el centro, con lo que quedo al aire, medianamente visible, su cuerpo desnudo a excepción de la braguita, el sucinto tanga en rosa pálido que al levantarse se vistiera. Luego, le tocó al albornoz seguir la suerte de colcha y sábana, tras desprenderse de él, esta vez ya de cara a su hijo, a su hombre, que estaba ya rojo de deseo, de pasión de hombre hacia ella, con su virilidad más tope que encaminándose a ello… Y, al fin, se bajó el minúsculo tanga, más pausadamente, más sensualmente que antes se desvistiera del albornoz, recreándose en ello, frente a su hombre, frente a su hijo, que ya babeaba mirándola, loco de pasión, de ánsias amatorias… Quedó, por fin, integralmente desnuda, y trepó a la cama… Gateó sobre manos y rodillas hacia la almohada, con voluntaria exhibición de ese culo que a Eusebio lo traía algo más que a mal traer, dándole, más que sensual, lascivo meneíto en voluntad de volverle bastante más loco de lo que ya estaba. Alcanzó la meta tan deseada y se echó boca arriba, con las piernas, los muslos, entreabiertos…

·       Amorcito mío; ¿quieres venir al lecho…a la cama, conmigo…con mamita?

Si el desvestirse integralmente un hombre fuera deporte olímpico, Eusebio sería campeón mundial, indiscutible, en la materia, pues en bastante menos que se tarda en decirlo estaba en cueritates vivos, y con la “herramienta” algo más que desaforada; se fue a donde su madre le esperaba, más ansiosa que anhelante, y se subió a  la cama; Ágata, al quedar él totalmente despelotado, y corriendo más que andando hacia el lecho, se preparó a recibirle como es debido, abriendo sus piernas, sus muslo, todo cuanto de sí podían dar, o, al menos, así ella lo pensó; el muchacho se encaramó arriba, colocándose, de rodillas, en medio de aquél glorioso Arco de Triunfo formado por sus piernas, sus muslos, abiertos de par en par. Se besaron, con infinita pasión; comiéndose, mordiéndose, devorándose, mutuamente como fieras encarnizadas.

Ella metió sus manos, buscando la masculina “herramienta”; cuando la tuvo en su mano,  la acarició suavemente, con delectación. La “cabeza” del “instrumento”, el glande, estaba a poco más que medio descubrir, con lo que, haciendo retroceder los pliegues del prepucio, la cabezota quedó enteramente desnuda, eso sí, cabeceando que era una vida suya, de Ágata… Seguidamente, tomó con los dedos pulgar e índice lo que era ya el indiscutible centro de sus femeninas ánsias, dirigiéndolo, justo, donde deseaba tenerlo, abriéndole paso a través dela maraña “boscosa” de su vello púbico, suave, sedoso, acariciador antes que hirsuto, abriendo con los dedos de su mano izquierda los pétalos que, a medias, velaban el interior, el cáliz, de aquella su flor de pasión, de su más íntima naturaleza de mujer. Obligado por sus dedos, aquél ariete embravecido cruzó las “horcas caudinas” de los entreabiertos pétalos, allanando la entrada al interior del cáliz, y él respondió como de un hombre se espera, pero de un hombre atento, solícito, con la mujer amante: Empujando, sí, con firmeza, con resolución por consumar la íntima unión, pero también con dulzura, dulzura inmensa, con tremenda delicadeza…

Y Ágata se sintió llena; llena a rebosar… Y completa en su femenino ser de mujer… Se sintió mujer deseada…querida, amada por aquél hombre que era su hijo; su propio hijo… Exhaló un suspiro que era un “¡Por fin!...Por fin lo tengo… Por  fin es mío… Y yo soy suya; enteramente suya” Se abrazó a él, pegándosele como lapa a roca, con sus brazos ciñéndole el cuello, con sus piernas, sus muslos, atenazándole en más que prieto dogal los masculinos muslos, las viriles nalgas, incluso, en vana vocación de fundirse, fusionarse con él en un todo, incrustarse ella en él, su feminidad en la masculinidad d su hijo, esa virilidad en lo más genuinamente femenino de su ser de mujer… Como si en ello, previamente, se hubieran concertado, ambos dos, al unísono empezaron a moverse, perfectamente sincronizados entre ellos, en el dulce, arrebatador, “baile de Venus”, del amor físico, sexual, retrocediendo ella cuando él, decidido, “tiraba p’alante”, hundiéndose, profundizando, más y más, en el fondo de aquél cáliz que le volvía loco, para facilitar, también más y más, la masculina penetración, y lanzando su pubis, su sexo, hacia adelante, en querencia de que, entre los de los dos, no hubiera solución de continuidad alguna, cuando quien reculaba era él, pensando en volver a la carga, con más ímpetu,  más denuedo, al instante

Ágata no estaba segura de si “aquello”, era real, lo estaba, en verdad, viviendo, o si todo no era más qu un sueño, una ensoñación de sus deseos, de sus afanes más profundos, del que acabaría por despertar, comprobando que “estuvo viva con la muerte, pero que estaba muerta con la vida”, parafraseando al poeta español, del Siglo de Oro, D. Francisco de Quevedo y Villegas, ese que asociaba el estar dormido con la Muerte, y el estar despierto con la Vida, en uno de sus poemas: “Mas desperté del dulce desconcierto,/y vi, que estuve vivo, con la Muerte;/ y vi, que con la Vida, estaba muerto”… Pero no era un sueño, una dulce, dichosa, ensoñación, sino una realidad como la vida misma… Lo veía, lo sentía, cómo él llenaba hasta bosar el “cáliz” de su femenina flor de mujer, haciendo de ella la mujer más feliz, más dichosa, más completa, del Mundo, la Tierra, el Universo sideral… Y cómo él, con su culito de mujer firmemente agarrado por sus manos, la atraía más y más hacia él, buscando un contacto sexual que más era empeño de fundir sus cuerpos, sus almas, en un solo cuerpo, en una sola alma, haciendo un todo perfecto de ambos cuerpos, de ambas almas, empeño que ella compartía al cien por cien, en ese ansia por incrustarse ella en él, incrustarle a él en ella misma, como magnitudes inseparables.

También era consciente de otra cosa más, mucho más importante, que todo eso: Que ella se sentía plena, enteramente, amada por ese hombre que era su hijo, al que, a su vez, ella entonces, en esos álgidos momentos, amaba hasta delirar por él… Sintió, con meridiana claridad, que lo suyo no era simple deseo sexual, simple materialidad, sino que era un “amor como no hay otro igual”… Hablando en “román paladino”, claro y llano: Follaban, sí, pero amándose; y se amaban follando, en perfecta simbiosis de sentimientos y sentidos, de materialismo y espiritualidad…de cuerpos mortales y almas ¿inmortales?, compartiendo un amor prácticamente desconocido, único en el mundo, al combinarse en él dos fortísimos pero dispares afectos: Su mutuo amor hombre-mujer/mujer-hombre, y su también mutuo cariño de madre-hijo/hijo-madre, fusionados ambos tipos de afectos en un todo armónico; como en una sinfonía se mezclan las “blancas” con las “negras!, las corcheas y semi corcheas, las fusas  y semifusas, así mismo se amalgamaban entre sí ambos afectos, formando una deliciosa obra única, toda ella armonía, afinamiento, dulce concordancia, reafirmando, reforzando, uno al otro, mutuamente, ambos afectos, al servicio los dos de una misma, única, razón de ser: Mantenerlos unidos de por vida, sin que ninguno de ellos dos, Ágata y Eusebio. Eusebio y Ágata, desfallecieran en su mutuo amor en ninguno de los  momentos de su vida que seguirían al en tal momento vivido

Bastaron cuatro, cinco, todo lo más, seis enviones de él para que su madre alcanzara el primer orgasmo de los muchos que en esa tarde, en esa noche que a la tarde seguiría, disfrutaría. Fue largo, muy largo, intenso, muy intenso, eyaculando a grifo abierto, como pocas, muy pocas veces antes le había pasado…por no decir que como nunca antes le había sucedido… Y Ágata se volvió loca; loca de atar… Loca de deseo, loca de pasión, loca de amor por él… Y se empleó a fondo con su hombre…con su macho de su alma, como hembra embravecida por el celo; sus caderas, que hasta entonces empujaran lenta, suavemente, se tornaron hasta agresivas, moviéndose a velocidad cada vez, cada minuto, cada segundo, más rápido, más trepidantes, en una locura de deseo…en una locura de lujuria libidinosa, tomando el mando, el control, de la relación, imponiendo un ritmo que, poco a poco, se iba tornando más y más frenético, ritmo al que él al instante se adaptó como anillo al dedo, como guante a la mano, tallando en ella al mismo ritmo frenético que ella demandaba…

Así, los repetidos orgasmos de ella fueron sucediéndose en secuencias temporales más irregulares que regulares, solitarios unos, encadenados en cascada de tres, cuatro y más  otros, pero todos, todos increíblemente intensos, de tremendas eyaculaciones. Ágata se sabía multiorgásmica por naturaleza, dada su ardorosa condición, al experimentarlo en los “findes” de sexo loco, salvaje, con las “presas depredadas” por ella y su  amiga Chelo en sus “cacerías” de viernes y sábado, pero aquello nada tenía que ver con lo ahora disfrutado, por raquítico lo de antes conocido respecto a lo recién descubierto, pues en esa su primera relación con su amado hijo llegó a sentirse rota, desbaratada…hasta a morir de descomunal, inconmensurable, placer… Sí; hasta morir creyó, pero en qué dulcísima muerte…tanto, que hasta quiso morir, quiso para sí esa tan dulce muerte, si tal fuera la condición “sine qua non” de que semejante placer nunca acabara…se hiciera eterno, interminable, por los siglos de los siglos, amén.

Supo, adivinó, lo que se le venía encima con ligera anticipación al hecho, al notar cómo aquél miembro viril que la trastornaba con el ínclito placer que  le prodigaba, crecía y engordaba en su femenino interior, ahondando más y  más en ese interior, su cuevita de Alí Babá y los Cuarenta Mil Placeres, golpeando inmisericorde, también más y más, y mucho más, en el cuello de su matriz, cual martillo pilón, con lo que, cuando su hijo, bastante más que congestionado, de lo rojo qu estaba, trémulo, temblequeando por el titánico esfuerzo de ahondar en ese, para él, más que divino interior, amén de la exaltada emoción del momento y el  supremo placer que su madre le generaba,  rompió a decir, con voz ronca, entrecortada por la emoción, ella ya estaba en antecedentes de todo

·       ¡mamita; mamita querida!... ¡Lo siento, amor; lo siento…pero…no…no aguan…too…mááss!… ¡Acabo; acabo, mamita acabo!… ¡¡¡ACAABOOO!!!... ¡¡¡ACAABOO!!!... ¡¡¡ME COO…RROOOO, MAAMÁÁÁ!!!... ¡¡¡ME COORROOO!!!

Sus exclamaciones, más bien que estaban de más, pues al tiempo que empezaba a aullar como un demonio, el primero, el segundo, de sus más cumplidos  que escasos “disparos” de semen, de su vital elixir, se estrellaba contundentemente contra lo más profundo de la más femeninamente intimidad del ser de mujer de Ágata, y ésta, no pudo responderle, no pudo hablar, pues el redoblado placer que al punto experimentó se lo impidió totalmente… La impresión, el ramalazo de intensísimos goces de que al instante disfrutó, la anonadó, dejándola sin capacidad para reaccionar, para hablar… Pero es que eso no fue todo, sino que, también al instante, sintió los inequívocos prolegómenos de un exquisito orgasmo propio que, con la fuerza de una ola gigantesca, la energía liberada por la Naturaleza desmandada, desatada en todo su esplendor, en toda su tremebunda potencia. Comenzó con un calorcillo la mar de agradable fijo en su bajo vientre que, paulatinamente, empezó a subir y subir, y subir, por su cuerpo, inundándolo, encendiéndoselo…abrasándoselo…pero sin quemarla, sin dolerle; antes bien, llenándola de toda una sinfonía de sensaciones a cual más grata, a cual más arrebatadora, que la enciende aún más en ardoroso deseo de más y más, y más placer… Mucho, muchísimo más placer…

Hasta que el fuego en que se consume, sin quemarse, le llega al mismísimo cerebro para, al instante, despeñarse columna vertebral abajo rompiendo en lo más profundo, lo más hondo, de su más íntimo ser de mujer inundándola de un casi dulce sopor del placer más inusitado que darse puede en este “pastelero” mundo, haciéndola eyacular como jamás, en toda su, también, “pastelera” vida lo había hecho. Aquél  orgasmo vino a ser como el padre y la madre  de todos los orgasmos, habidos y por haber, aunque, en justicia, no debería hablarse de un orgasmo, sino de toda una cascada de orgasmos consecutivos que, sin solución de continuidad entre uno y el siguiente fueron, denodadamente, rompiendo en el fondo de su cuevita de los inmensos placeres, pues no acababa de romper uno, cuando el siguiente ya estaba en funciones… Y así, uno y otro y otro más, incesantes, interminables, con las fuentes de donde manaban sus excelsos “juguitos” femeninos, trabajando a destajo, soltando flujos y flujos, y flujos, a raudales, a grifos abiertos, con sus caderas jugando a todo jugar, lanzadas a vertiginoso galope desbocado, sin darse un solo segundo de descanso… Y qué decir de su hijo, Eusebio, sudando como un demonio, bufando, berreando, rugiendo, metiendo riñones, caderas, a brazo partido, esforzándose como un condenado, ahondando y ahondando en ella, como si en ello le fuera la propia vida, metiendo  y sacando, metiendo y sacando, metiendo y sacando…

Se quedó seco, sin adarme de elixir de vida en su organismo tras la formidable eyaculación… Pero ella aún no había terminado, aún no había llegado, del todo, al culmen que pelín más tarde conseguiría llegar, como traca final de esa especie de fuegos artificiales que era la inacabable cadena de orgasmos consecutivos de que estaba disfrutando, y padeciendo, al mismo tiempo, por lo agotadora que también le resultaba, aniquilándola, desfaratándola, en dulce, dulcísimo tormento, haciéndola polvo. Y allí estaba él, seco, vacío del masculino germen de vida, roto, destrozado de cansancio tras el tremendo esfuerzo realizado y ella, aniquilada, desbaratada, aunque gozando a todo gozar, exultante en ese tan eximio placer, que, por nada  del mundo, deseaba que terminara; moriría, si fuera necesario, pero moriría disfrutando…disfrutando a tope… La reacción de ambos fue idéntica e instantánea por ambas partes: Seguir, y seguir y seguir… A costa de lo que fuera, de un imposible si necesario fuera, sacando fuerzas, energías, de donde no las había, de donde estaban más que agotadas, en sobrehumano esfuerzo… Con él tallando y tallando sobre ella, impávido, como un titán, y ella lo mismo que él, esforzándose y esforzándose a tope, en imposible esfuerzo, que su voluntad, su férrea voluntad, hacíalo enteramente posible, a cambio, ambos, de concentrar sus escuálidas energías en ese principal objetivo, prescindiendo de todo, absolutamente todo, lo demás

Así, los dos guardaban silencio, empecinado silencio, para ahorrar energías, no gastar ni un ápice de ellas de modular sonido alguno, excepto tenues, musitantes, jadeos incontrolables para ella en su desaforado estado d excitación… “¡Aayy!... ¡Aayy!... ¡Aayy!... ¡Aaagggg!... ¡Aaagggg!... ¡Aaagggg!”..., mientras él rechinaba los dientes de lo enclavijadas que tenía las mandíbulas. Ella,  enseguida fue consciente del empeño de él, su tremenda decisión de seguir y seguir y seguir, profundizando más y más para el portentoso placer femenino… Ágata le miraba con los ojos muy, pero muy abiertos, con una expresión en su mirada que lo mismo podía expresar tremendo estupor como casi espanto.

Antes, cuando él empezó a arrear de firme, transparentando su decisión de ir ya a por todas, en directa búsqueda del cénit del mutuo placer sexual, ella puso a trabajar sus músculos vaginales, aprisionando bien aprisionado esa “cabezota”, el glande desnudo de la masculina virilidad, para ayudar a la conjunta conquista del común objetivo; pero, es que, ese trabajito que su experta vagina venía dedicando a ese suave, dulce, objeto de deseo que para ella era la tan gentil “cabezota” del miembro viril de su hijito de su alma, se convirtió en auténtica, delicada, labor de bolillos, por la forma tan exquisita que tomó esa vagina succionando y succionando sobre la “cabezota”, exprimiéndola como se exprime, hasta sus últimas gotas, un limón… Y así, a ver quién es el guapo que aguanta sin poner de su parte hasta la intemerata… En fin, que aquella especie de espingarda árabe que el niño de Ágata se gastaba entre sus muslos, antes de menguar tras la tremenda avenida que acababa de disfrutar, casi que creció, en volumen y grosor, penetrando más y más en aquél como como pozo sin fondo que cada vez más era la femenina intimidad materna, hasta  que volvió a pasar lo que, irremediablemente, debía suceder, que, por fin, los dos estallaron en sendos orgasmos epopéyicos…homéricos, entre un concierto de bufidos, gruñidos, bramidos, rugidos de león furioso, barritados de elefante irritado al máximo, presto a atacar… Aullidos de loba en celo que acababan por trocarse en alaridos de persona posesa… Y allí fue también, como traca final a una sucesión casi interminable de variopintos fuegos de artificio, la cresta de la ola libidinosa en forma harto violenta, con los dos amantes buscando comerse, devorarse mutuamente, como fieras salvajes ávidas de sangre… Por finales, de aquél tumultuoso aquelarre de sexo desenfrenado salpimentado de violencia casi animal, los labios de ambos, algo más que tumefactos, sangrando casi abundantemente, en especial el inferior masculino, pues casi todo el gasto lo cubrió ella, puesta en aterrante locura de fiera hembra depredadora…una verdadera leona, auténtica tigresa, genuina gata montés

Que así acabó él, señalado hasta la intemerata por los dientes de ella, en esos paréntesis formados por sus dos arcos dentarios, superior e inferior, marcados a fuego en la masculina piel, dejando, incluso, aquí y allá, por mejillas, cuello, hombros, pecho, rastros sanguinolentos donde los dientes hicieran carne, y con las espaldas aradas por las afiladas uñas femeninas, eso sí, cuidadísimas, limadas y  recortadas a la perfección, puntiagudamente en las manos; bien esmaltadas en color rojo fuego, el tono que tanto le gustaba lucir en las uñas, lo mismo de sus pies como de las manos… Dos juegos de cuatro surcos, paralelos, uno junto al otro, profundos hasta rasgar la piel e incluso llegar a horadar la carne, provocando tenues hilillos de sangre que brotaba de los “surcos”, enrojeciéndolos…ensangrentándolos…

Cuando la calma empezó a suceder a la fiera galerna, levantiscamente desatada, Ágata,  deshecha, rota, desmadejada, desvencijada, descoyuntada, desjarretada, se derrumbó, inerte, sobre la superficie del lecho, mientras que Eusebio, en absoluto en mejores condiciones que su madre, se desplomaba sobre ella, como toro recién apuntillado. Además, los dos en las mismas condiciones, amén de rotos, deshechos, descuajeringados, con el rostro demudado, desfigurado, los ojos desorbitados, queriéndoseles salir de sus oculares órbitas, por efecto de la tremenda libido que les acució mientras se amaban…mientras disfrutaban, él de ella, ella de él…al máximo…como jamás, jamás, imaginó Ágata que fuera posible ser tan dichosa…tan rematadamente feliz, más que dichosa… Como jamás, pero jamás, esperó él, Eusebio, que en la vida, en la Tierra, se pudiera ser tan genuinamente dichoso… Como nunca soñó que la relación sexual entre dos seres humanos, un  hombre y una mujer, pudiera llevarle a alturas tan eximias del placer… Del placer a todo ruedo, Urbi et Orbe…

Y así fue transcurriendo la tarde, aquella tarde que fue su “Primera vez”, su momento nupcial, amándose, a brazo partido, a ratos, dormitando, abrazados, tiernamente unidos, otros momentos… Y eso mismo fue también la noche que siguió a la tarde, y el domingo que siguió a aquél glorioso sábado… Y todas, absolutamente todas, las tardes, las noches, que a partir de esa primera se siguieron, “per in saecula saeculorum, amén”. Además, sucedió que en absoluto se cortaron ante nada, ante nadie; eran, fueron, pareja conyugal, novios, marido y mujer, esposa y esposo, lo mismo de puertas adentro de su casa, como de puertas afuera, importándoles un bledo que las “buenas gentes”, tan “cristianas”, tan católicas, apostólicas y romanas ellas, dijeran de ellos dos lo que quisieran, que les señalaran con el dedo tan pronto salían de casa

·       ¿Se ha enterado usted, doña “Fulanita”, de lo de la Ágata y el Eusebio, su hijo?

·       ¡Hay!... ¡No me lo recuerde usted, doña “Menganita”!... ¡Qué vergüenza…qué escándalo, Señor, qué escándalo!... Y aquí, en nuestro propio barrio, en nuestra misma casa, como quién dice… Si, tengo entendido, que hasta duermen juntos… ¡Y desnudos, doña Menganita!... ¡Y desnudos!...

Y lo mismo la Dª “Fulanita”, como la Dª “Menganita”, y hasta unas cuantas Dª “Zutanita” y algún que otro probo D. “Fulano”, D. “Mengano” y hasta D. “Zutano”, se hacían cruces, cuando les veían pasar, lo que no era óbice para que más de uno, más de dos y hasta más de tres de tan probos señores, echara unas miraditas a Ágata, la perniciosa pecadora, que ya, ya….  Hasta, incluso, cuando Ágata, toda orgullosa, comenzó a pasear, ante propios y extraños, aquella incipiente barriguita, premonición más que cierta de su inefable estado de “Buena Esperanza”, que acabaría por ser todo un señor barrigón de embarazada de tomo y lomo, primer fruto concebido del mutuo amorde Ágata-Eusebio. El rorro resultó ser eso, rorro, niño, un nuevo Eusebio, “fartabe más”, no llevar el nombre de pila de su progenitor… ¡Hasta ahí, podían llegar las cosas!, en versión de su señora madre-abuela, Ágata.

De todas formas, lo cierto es que, según se acercaba la fecha clave, el miedo se apoderara, más y más, de sus progenitores, en especial de su madre, ante el riesgo a que se sometían; en especial, ella, Ágata, que llegaba a llorar, sollozar, cuando a la noche se reunía, en la cama, con su hijo-marido, que tenía, en tales casos, que hacer corazón de sus tripas, animando a su amada madre-esposa

·       Cariño; que ya nos lo ha dicho el tocólogo; que todo viene bien, como es debido… Que nuestro hijo, físicamente, será normal…normal, mi amor…normal… Y aún si así no fuera… ¿Es que dejaría de ser nuestro hijo?… Tuyo y mío… ¿Dejaría de ser el fruto de nuestro amor, queridita mía?...

Ágata se calmaba, a los ánimos que su amado hijo-marido le daba… Se acurrucaba aún más en el cuerpo de él, buscando en ese hombre tan amado que era su hijo, su marido, el apoyo, el sostén a sus tremendos temores… Aunque, a decir verdad, en tales momentos, como quién dice, Eusebio no era ya su hijo, sino sólo su marido, su hombre, pues sólo en un marido, en un hombre que se comprometiera con ella, podía Ágata encontrar el apoyo, el sostén, que precisaba. Luego, cuando todo de medio despejó, cuando el rorro fue una tangible realidad, descansando en los maternales brazos de Ágata…cuando, por vez primera, el bebé se agarró al seno materno, succionando así, su minúsculo cuerpecito, el primer alimento, los primeros calostros, pues el pediatra les aseguró que, para él, el niño era enteramente normal… Tirando a grande, a rollizo, dados sus cuatro kilos de peso, más pasados que escasos, además… Y es que, el  pequeño Eusebio bis, era un verdadero cromo  de criatura… Claro, habría que esperar a que creciera el chiquillo, a que empezara a  dar muestras de sus capacidades psíquicas para descartar por entero cualquier malformación psíquica… Pero eso, de momento, al menos, todo auguraba que la travesía de la vida, del pequeño, iría sobre ruedas

Y lo cierto es que fue así, que el pequeño Eusebio creció y creció, sano y fuerte…e inteligente, pues luego resultó que estaba más cerca de ser un superdotado en inteligencia que con inteligencia de andar por casa, como la de cualquier hijo de vecino… Pero es que el pequeño Eusebio no fue el único fruto de su amor, sino que Ágata dio a su hijo-marido otros dos retoños más, una chica, una pequeña Ágata, y un Juanito, todos ellos lo mismo de sanos, lo mismo, casi, de inteligentes… Un solete de criaturas, vamos…

Pero también sucedió que, cuando el pequeño Eusebio ya estaba en casa, y con dos, tres añitos, se produjo un cambio bastante radical en la vida de la pareja. Fue en una de sus noches de amor casi a destajo, que, cuando la calma sustituyó a la tormenta de la volcánica erupción de ambos, cuando llegaron a la cima superior suprema del placer de pareja, mientras permanecían arrullándose, abrazados hasta casi fundirse, incrustarse, uno en otro, ella le dijo

·       Mi amor; ¿sabes?... Creo que, lo mejor, será que vayamos a vivir a cualquier otro sitio… Donde nadie nos conozca…donde podamos pasar por pareja normal y corriente… Exógamos ambos….

·       ¡Anda!... Y, eso por qué…

·       Amor, ya sabes que no me importa cuánto de nosotros se diga… Que me resbala que nos señalen con el dedo, que seamos la comidilla de todo el mundo… ¡Anda y que les den!... Pero, mi vida, tenemos un hijo… ¡Ja, ja, ja!... Y tendremos más, que con uno no me basta… Y con ellos, la cosa varía: ¡No quiero que nadie les señale, que vayan de boca en boca, como nosotros, que la gente se aparte, tan pronto los vean!… Además, ya sabes lo crueles que pueden ser los niños, y nuestros bebés, algún día, pueden ser víctimas de esa crueldad infantil…

Y no  hubo más que hablar, trasladando sus reales a otra de esas ciudades dormitorio; eso sí, a la otra punta del mapa, pues buscaron acomodo hacia el sur-sureste de la capital de España, cuando ellos venían del Nor-noroeste… Su nuevo hogar, que acabó por ser el definitivo, lo instalaron en una de esas urbanizaciones, tan selectas, que últimamente proliferan por estas macro-poblaciones, surgidas al amor de la inmigración nacional, segunda oleada, más menos, años sesenta-setenta, del campo  a la ciudad, de la miseria del jornalero agrario al “Eldorado” de la industria y los servicios, de la “capital”, y en los actuales idus del post-“desenrollo”, (perdón, desarrollo), post-consumismo, post-“atarlosperrosconlonganizas”, se engrandecen, más y más, acogiendo parejitas de recién casados, de esa clase media-media/media casi acomodada, que prefieren habitar un chalecito, “manque” sea pareado, pero con su “mijita” de terrenito, su césped y demás, a un pisito tipo “caja de cerillas” en ese Madrid de sus pecados, de nuestros pecados, por masificado…

Pero, además, toda una señora urbanización, cerrada y con vigilancia, diurna y nocturna, las veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año, uno tras otro… Y allí, en ese rincón casi privilegiado, alejado del “mundanal ruido”, es donde la pareja de madre e hijo, esposa y esposa, dulces, tiernos, enamorados amantes, todo ello en una sola pieza, en una única relación, de verdad, estableció su nido de amor; donde fueron, verdaderamente, inmensamente felices, más que dichosos, pues, por fin, encontraron un lugar donde no eran más que una pareja más, un matrimonio más, sin “lenguas de doble filo”, sin dedos que les señalen, sin cuchicheos que se callen al acercarse ellos… Con unos vecinos que les trataban como a iguales, como, realmente, lo que eran, al menos para ellos mismos, una pareja de recién casados, criando a los primeros hijos, el primer hijo que su amor les dio, y en vías de recibir en su hogar al segundo fruto de sus quereres, según proclamaba la barriguita/barrigaza de embarazada que Ágata, toda feliz, toda orgullosa, lucía a todo trapo, yendo del brazo de su más que amado, idolatrado, marido, esposo, amante… E hijo queridísimo…

Sus hijos, con el tiempo, cuando llegaron a edades en que pudieran comprenderlo, asumirlo, supieron el real parentesco que unía a sus padres; supieron, pus, que su padre era también su hermano…que su madre, al propio tiempo, también era su abuela…la única que tenían…la única que nunca podrían tener… Y eso, en modo alguno varió lo que por sus progenitores sentían… Lo que su padre y su madre eran para ellos: Ante todo, sobre todo, sus padres, su padre y su madre… Y lo demás, pues algo secundario, como accidentes, que en nada mermaban lo principal…

FIN DEL RELATO

NOTAS AL TEXTO

1.       Del poema de D. Ramón de Campoamor: “En este mundo traidor/ nada es verdad ni mentira/ todo es según el color/ del cristal con que se mira”. En este poema, D, Ramón  se refiere a lo poco estable que es todo en esta vida, en este mundo; que ningún valor es inmutable, y que, inevitablemente, impera el subjetivismo en todas las situaciones, todos los valores, digamos, morales; por eso tacha al mundo, la sociedad en general, de “traidor/traidora”

 

 

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