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Gordos de Cabotaje (3)

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CAPITULO III: UN REPENTINO CAMBIO DE PLANES.

 

Con mis 18 años recién cumplidos, hice un balance de mi situación.

Estaba en un país que me era desconocido, pero por suerte no tenía problemas con el idioma ni con las costumbres.

Hacía una semana que estaba a cargo de un flamante comercio de ropa casual en pleno centro comercial de una de las provincias de Buenos Aires.

Mi padre y su socio seguían trabajando con la distribuidora, que les iba funcionando en forma muy próspera.

Ya había debutado sexualmente de la manera más hermosa tres años antes con la persona que parecía haber salido de uno de mis sueños.

En estos momentos, tenía a alguien que también me movía los cimientos con sólo estar cerca de él, pero la relación no iba más allá de juegos con distintos grados de peligrosidad. Llámese juegos a los manoseos, franeleos o distintas maneras de masturbaciones; o también al hecho de que siempre estaba rondando alguna persona que permanecía inevitablemente ajena a nuestro irrefrenable impulso lujurioso. Dicha persona solía ser mi padre, o alguna otra víctima del azar; o como en el caso aquel en la sala del cine, una multitud.

El hecho no dejaba de presentar siempre un costado excitante, además de morboso. La adrenalina de estar a punto de ser descubiertos en cualquier momento, le agregaba una salsita diferente al asunto.

Pero nada más.

Sin compromisos, pero también sin amor. Como eran sus reglas.

Nunca un beso; jamás conocí el sabor de su lengua.

Tampoco nos desnudamos plenamente frente a frente, con la excepción, claro está, de lo que sucedió en el primer capítulo de la historia, en mi propia cama antes del viaje. Pero como en esa oportunidad habíamos estado abrazados sin tocarnos, y no habíamos visto nuestros cuerpos completamente sin ropa, ni nos habíamos siquiera tocado esas partes escondidas, no creía que lo tuviera que tener como un logro para destacar en ese sentido.

Reconozco que lo del cine fue algo realmente fuera de lo común, pero también estuvo todo oculto en las penumbras.

Yo necesitaba incentivar siempre la mayor cantidad de sentidos para poder disfrutarlo en forma completa.

Tampoco lo conseguí con lo pasó posteriormente, ya que no pasaron más allá de alguna sacudida en los depósitos de la distribuidora, con mi padre casi siempre dando vueltas por allí. Algunas veces llegando al clímax, volviendo a vaciarnos en nuestros mutuos pañuelos, o en el peor de los casos dejándonos calientes por el resto del día con impulsos irrefrenables de toqueteos por encima de los pantalones, con el sólo fin, nada detestable por cierto, de sentir en nuestra propia mano el sexo erecto del otro. Eso me llevaba con desesperación a desear el momento de llegar a casa por la noche para terminar el trabajo en el baño.

Siempre así de apurados y con esa extraña sensación de que alguien nos viera en esas incómodas posiciones de un momento a otro.

Nunca una mamada de parte de ninguno de nosotros; tampoco hablamos nunca de penetración, por más que no le hubiera permitido que él lo hiciera; pero si él lo hubiera solicitado yo le hubiera enterrado el miembro en ese hermoso culo sin ningún problema.

Lo que se dice, para que quede claro, siempre los mismos jugueteos, que con el correr del tiempo se volvieron simple rutina; tan así, que en forma paulatina dejaron de colmarme el apetito.

Definitivamente, tenía la certeza de que esta relación no iba a prosperar, de ninguna manera.

Eso estaba más que claro desde el principio, pero si pudo haber alguna posibilidad, con el correr del tiempo quedó descartada en forma terminante.

Comencé a excusarme un par de veces para no quedar a solas con él, y luego de varios intentos, con sendos rechazos de mi parte, desistió seguir con el intento. No hubo explicaciones, tanto de mi parte como de él.

Sólo continuamos con nuestra relación comercial, como si jamás hubiera sucedido nada.

Todo bien.

Punto.

Entonces decidí concentrarme más en mi trabajo.

El nuevo emprendimiento comenzó colmando con creces el más optimista de los pronósticos. Y todo continuó en paulatino aumento.

Tanto mi padre como yo estábamos muy contentos, tanto como para independizarnos de Arturo, hasta que tuvimos una conversación con él y decidimos de común acuerdo disolver la sociedad por temas meramente comerciales, quedando la relación entre nosotros en muy buenos términos.

Tanto la distribuidora como el local comercial daban muy buenos dividendos, por lo que el reparto equitativo fue muy fácil de determinar.

Mi padre se desvinculó de la distribuidora, que quedó en manos de él, y nos quedamos con el local, solucionando el tema de las diferencias de cifras en mercaderías, a pagar sin demasiadas problemas ni urgencias.

Negocio redondo para ambos.

Todos felices y contentos.

Todos, menos yo.

A mí, me seguía faltando algo.

Estaba en un país en donde no tenía amigos, ni siquiera conocidos, y cada vez que veía a un gordo, me venían las ganas de estar con él, de conocerlos, de acercarme. Pero mis necesidades no paraban allí, ya que cuando alguien así se aparecía en mi radar, comenzaba como siempre a desnudarlos con la mirada, y me sumía en una amargura inmensamente proporcional al tamaño del gordo en cuestión.

Mis relaciones anteriores se había concretado de manera natural, sin haber buscado tenerlas; por lo menos no había sido yo el que había encarado ni al profesor de inglés ni a Arturo, por más que el deseo estuvo apenas los conocí a ambos; entonces, tenía mucho temor de encarar a gordos desconocidos por le temor al rechazo. No sabía cómo soportar ese sentimiento si llegaba a ocurrir. Creo que podría llegar a morirme de pena. Por tal motivo, cada vez que veía a un gordote, inevitablemente me ponía a llorar

Pasaron meses de rutina laboral, ya estaba resignado a no conocer a nadie más fuera de los ocasionales clientes obesos, al que sólo disfrutaba verlos entrar por unos minutos en mi vida, y luego desaparecer, algunos para siempre y otros realizar la misma rutina varias veces, pero sin otros objetivos que los comerciales.

Entonces, por el solo hecho de ver la mayor cantidad de gordos posibles, se me ocurrió sugerir que teníamos que tener una sección para la venta de prenda de talles especiales.

Esa experiencia nació con el simple propósito de regocijarme la vista, Pero ante mi sorpresa, comprobé que satisfacía a los tiernos gorditos que no dejaban de felicitarnos y agradecernos por tener las medidas necesarias para que se fueran contentos. Mi padre que en principio fue un poco reticente a incorporar medidas de esos tamaños, con el tiempo, y luego de ver los resultados, elogió mi visión, se alegró y nunca supo el motivo real por el cual se me había ocurrido semejante idea.

Además de proporcionarnos unos suculentos réditos, me sentía realmente emocionado cada vez que veía la cara de felicidad de un obeso saliendo del local con su compra bamboleando esos inmensos y deseables traseros, luego de invariablemente haberme estrechado la mano, y yo haber sentido esos cosquilleos de diferentes intensidades, según la persona en cuestión.

Es que hacer feliz a un gordo parece ser el destino de mi vida.

Esa pareció ser por algún tiempo mi eterna rutina, hasta que una vuelta de tuerca inesperada cambió el rumbo de mi deliciosa, pero al fin aburrida vida en en transcurso de mi estadía en el país vecino.

Cierto día estaba en el local comercial, en uno de esos momentos libres de trabajo, el cual siempre aprovechaba para jugar con los pensamientos lujuriosos que me inundaban cada vez que rememoraba mis encuentros con el profesor de inglés, o hacía correr mi imaginación con fantasías nunca concretadas respecto a alguno de los orondos clientes del local, por no quebrar la sagrada regla de "donde se come, no se caga", cuando de repente por la acera de enfrente divisé a un gordito más o menos de mi edad, carita de niño, cuerpo de superchubby, grande, inmenso, con pechos y trasero muy abultados, caminando como dando una especie de saltitos sobre las baldosas.

No me pude resistir, y me fui acercando a la vereda para verlo más de cerca, mientras lo seguía con la mirada hasta que entró a un local ubicado justo enfrente al nuestro.

Estuvo allí un par de segundos, hasta que salió. Siguió por unos instantes caminando por la vereda, y se volvió a meter en el local contiguo al primero. Así continuó por todos los locales del resto de la cuadra, hasta llegar a la esquina donde dobló y me impidió seguir deleitándome del movimiento acompasado de ese culo enorme.

Mierda! Justo cuando comenzaba a humedecerme, desapareció.

Volví a ingresar al local, e intenté vanamente concentrarme nuevamente en el trabajo.

Alrededor de media hora después, estaba de espaldas a la puerta de entrada cuando de pronto escuché una voz muy tierna y tímida que me hizo girar rápidamente.

—Disculpa. Te puedo dejar un volante? Es de una librería nueva que abrió hoy mismo en la esquina.

Cómo decirle que no. El sabroso gordito me extendía el trozo de papel con sus dedos regordetes.

Le miré directamente a los ojos y estuve a punto de perder el equilibrio de la emoción. Sus cachetes rosados y muy abultados dejaban entrever un par de ojos verdes, los más lindos que yo hubiera visto hasta ese momento, que parecían más pequeños por culpa de la sincera sonrisa que me obsequiaba; por encima de ellos, su cabello castaño claro muy corto; y por debajo, sus labios gruesos, que destilaban una ternura tal que me tuve que contener para no partírselos allí mismo de un beso.

—Tú trabajas allí o sólo eres el que reparte los volantes? —pregunté con excitación por conocer alguna información adicional sobre él.

—Sí, mi papi es el dueño y yo vengo a ayudarle por las tardes, porque estudio en la mañana —fue su respuesta que acompañó ampliando aún más una sonrisa.

No sé qué hizo enamorarme instantáneamente de él, si esa deliciosa sonrisa espontánea que me derritió ipso facto, o su "mi papi" dicho con tanta dulzura.

—Soy Zesna —me presenté y le ofrecí la mano temblorosa para que me la estreche, esperando sentir esa clásica descarga de energía habitual que me transmitían cada uno de mis contactos con personas como él.

—Yo me llamo Daniel —dijo y apresó literalmente mi mano con la suya.

No sucedió lo esperado.

Sucedió MÁS de lo esperado.

Un calor intenso y una descarga parecida a un shock eléctrico fue la sensación recibida. Casi como las ocasiones anteriores, pero mucho más fuerte, mucho más potente, que me dio la certeza en lo más recóndito de mi ser de que este gordito iba a ser alguien muy especial en mi vida, aún desconociendo entonces que el destino me iba a jugar una muy mala pasada en poco tiempo más.

Su mano inmensamente grande, que hacía juego con su cuerpo, ocultaba completamente la mía. A pesar de que hizo tan solo una leve presión, sentí como si me la estuviera triturando. Este muchacho tenía una fuerza descomunal. Creo que se percató de ello, ya que súbitamente me la soltó.

—Perdona! —se disculpó— Bueno, espero verte por allí.

Giró sobre sus talones para continuar su camino dejándome en primer plano esas gigantescas nalgas que se movían al son de sus saltitos.

Cuando casi ganó la acera, se dio vuelta nuevamente y alcé la vista lo más rápidamente posible para que no se percatara que le estaba admirando el culo.

—Me dio mucho gusto haberte conocido Zesna —dijo, y volvió a girar.

Noté cómo le dio un rápido vistazo a la palma de su mano antes de seguir su camino, girando a la derecha y perderse de mi vista.

Yo hice lo mismo con la mía, para descubrir que además de estar temblando, estaba húmeda. La acerqué a mi nariz, le tomé el aroma a la transpiración del gordo y le pasé la lengua.

Durante los días siguiente, se me agotaron todas las excusas para lograr ir a la librería casi todas las tardes.

Mi padre se desconcertaba cuando era yo mismo el que iba a sacar las fotocopias a la esquina, teniendo a un cadete con nosotros para hacer ese tipo de tareas.

Poco a poco, fui entablando amistad con Daniel, y nos fuimos conociendo día a día.

Él provenía del interior del país y hacía un año que se había mudado para aquí con su padre, justo un mes después de fallecer su mamá. Todos sus familiares y algún amigo que tenía habían quedado en su ciudad natal, y a pesar de su sonrisa constante, se podía vislumbrar que tenía una tristeza interior que me partía el alma.

La razón era que sentía muy sólo.

Demasiado sólo.

Cómo no entender ese sentimiento, si yo tenía exactamente el mismo.

Disfrutaba muchísimo de su compañía, y sentía realmente que él también lo hacía. Nuestras conversaciones giraban en todas direcciones, queriendo conocer cada vez más el uno del otro.

Le conté cómo había llegado hasta allí, omitiendo por supuesto todo lo relacionado con mi motivo principal, que era estar cerca de Arturo; pero excepto ese detalle, sentí que podía abrirme de par en par con él, ya que me transmitía un verdadero interés por saber más de mí.

Igualmente eran mis pretensiones, y de la misma forma sentí que él se desnudaba ante mí. Bueno, quiero decir en sentido figurado, aunque no me hubiera molestado en absoluto si se concretaba también en sentido literal.

Llegué a conocer en Daniel el verdadero significado de la palabra amigo. Y creo que por primera vez.

Quería pasar el mayor tiempo posible con él; y aunque parezca muy difícil de creer, y medida que nos íbamos conociendo más, ya no lo veía en todo momento con esos ojos de lujuria como al principio, ni desnudándolo con la mirada en cada momento como me sucedía siempre con otros gordos, sino que sólo sucedió al principio y en determinadas otras ocasiones también.

Toda nuestra relación se fue dando en forma muy natural. Nunca algo forzado.

Nuestra amistad creció, y creció.

Algunas noche meditaba sobre esto y me hacía la pregunta de “cómo crece una amistad?”

No sabía la respuesta, con sinceridad. Tampoco me puse a analizarlo, ya que nunca había tenido un amigo antes. Pero ahora que sí los tengo, también me es muy difícil expresarlo en palabras.

Una aproximación a una explicación, bien podría ser la siguiente: cuando somos ambos los que queremos, cuando somos ambos los que lo necesitamos, entonces es factible que se pueda lograr. Una amistad no la puede hacer uno sólo, por más esfuerzo y concesiones que pueda hacer; es algo que se alimenta mutuamente al 50 por ciento por partes iguales; y cuando una de las partes desiste en el intento o abandona, se termina todo.

A mí, que odio la mentira y muchas veces me doy cuenta cuando alguien me está mintiendo, me sorprendía lo peculiarmente sincero y honesto que Daniel era conmigo. Así lo sentía en cada una de las palabras que salían de esa boca que me volvía a sentir tentado a partir de un beso una y otra vez, y así de sincero pretendía ser yo mismo con él.

No dejamos ningún tema sin hablar.

Bueno... casi ningún tema.

En determinado momento de nuestra relación de amistad, comencé a sentirme mal por no animarme a contarle lo que me pasaba con las personas gordas como él. Juro que si Daniel no hubiera sido así de gordo, me hubiera sincerado con él, haciéndole partícipe de mis gustos personales. Pero no me animaba porque él era justamente uno de ellos, y temía que pudiera pensar que mi acercamiento a él, era una farsa para conseguir algo diferente a lo que realmente pretendía. Puede que hubiera estado acertado en el principio de nuestros encuentros; pero era consciente de que prefería una y mil veces sólo estar hablando con él, frente a frente con una mesa de por medio, que intentar proponer algo indebido y lograr perder su amistad.

No quería bajo ningún concepto perder esta amistad, y si le contaba mis secretos, corría el riesgo de que se asustara y me rechazara. No podría soportar dejar de ver a la persona que tan sólo con mirarla ponía literalmente mi sangre en estado de ebullición.

Prefería seguir así, alimentando esta relación que se fortalecía día tras día; y me mantuve como siempre, esperando que el destino moviera por mí los hilos de esta amistad, dejándome conducir a ver qué tan lejos llegaría.

La prueba de que tenía pánico en no echarlo todo a perder, era justamente porque ésta era la primera vez en que no pensaba sólo en el sexo propiamente dicho.

Poco tiempo después, en una tarde sumamente calurosa, estaba en uno de esos días de mierda, en donde me sentía saturado con las tareas de rutina, cuando de repente apareció Daniel con sus clásicos saltitos, para alegrarme la jornada.

—Zesna, Zesna. Tú sabes algo de contabilidad? —dijo ante mi asombro— Es que mi padre tiene un problema con los números que no puede resolver.

—No soy un profesional, pero algo entiendo ya que ayudo con ese trabajo en este local. Pregúntale si es muy urgente, y voy al instante para darle un vistazo. De lo contrario, me tendrá allí una vez que cerremos el local, a última hora, para intentarlo más tranquilo —informé—. Si quieres llámame por teléfono así no tienes que volver.

Salió tan rápido como vino. Verlo por detrás no dejaba de hacerme sonreír en forma maliciosa.

A los pocos minutos, volvió sólo para decirme que no era de vida o muerte y que estaría bien que fuera a la hora del cierre.

Noté que prefirió llegar nuevamente hasta aquí a darme la respuesta, en lugar de llamarme por teléfono. Era lógico, porque yo hubiera hecho exactamente lo mismo. Cuántas veces había ido a la librería con el sólo fin de poder verlo aunque más no fuera un par de segundos, tan sólo para decirle alguna tontería, bien pudiéndolo hacer por teléfono. Él estaba haciendo lo mismo en este momento.

Eramos casi como dos chorlitos inofensivos necesitados de esta amistad.

Dije amistad? Lo mío ya era otra cosa. Sí, soy consciente... estaba lisa y llanamente enamorándome de él y no se lo podía decir en la cara.

A las 19.30, tras el cierre del local, no volví al departamento con mi padre como de costumbre.

Fui directamente a la librería a ver a mi amigo.

Esperé por treinta minutos ya que ellos cerraban a las 20 horas, mientras disfruté viendo trabajar a Daniel en su tarea habitual: sacando fotocopias. Él realmente disfrutaba su trabajo; siempre se le veía con una sonrisa a flor de labios, siendo muy amable y bromeando con todos y cada uno de los clientes. Una maravilla de persona.

Cuando se fue el último cliente, cerró el local, y fuimos a la oficina de su padre, que estaba en forma literal enterrado entre tantos papeles.

Se le veía cansado y malhumorado. Hasta diría que irritado por haber estado todo el día revisando esos libros de contabilidad.

—Tengo unos problemas con la esto, no sé qué tan grave es. Hay algo que no me cierra, y realmente no sé si es tu especialidad pero Daniel me dijo que tal vez tú podrías ayudarme —explicó.

—No soy un genio de las matemáticas, pero he ayudado a llevar los números de la tienda desde que abrimos, así que si puedo ser de alguna ayuda, me gustaría hacerlo. Por favor, dígame cual es el problema que tiene? —pregunté, no estando muy seguro de poder darle la solución.

Me mostró sus libros, diciendo que esa mañana se había percatado de algo equivocado en la contabilidad de ese mes, pero no sabía desde cuándo arrastraba el error.

Eché un vistazo a los datos del primer día del mes; di vuela una hoja y luego una segunda.

—Un momento! Aquí hay una cuenta que está mal hecha —dije apenas vi la tercer hoja.

Daniel y su padre se miraron, y ambos a dúo se abalanzaron sobre el libro que yo estaba mirando.

—Pero cómo te diste cuenta tan rápido y sin una calculadora? —preguntó Daniel sorprendido pero sin ocultar su admiración.

—No me di cuenta en realidad de la operación en sí, sólo que aquí es evidente que falta un dígito, y supongo que eso arrastra toda la cuenta equivocada de ahí en adelante hasta el día de hoy —dije, señalando el lugar.

—Es un genio, no es verdad, papi? —le dijo a su padre.

—No exageres, Daniel!—dije al tiempo que me puse colorado de vergüenza porque realmente ni siquiera me había esforzado en lo más mínimo en ver el error. Simplemente me había saltado a los ojos directamente— Es que venía con la mente fresca, y lo he visto. Seguro que ustedes mismos se hubieran dado cuenta si mañana lo hubieran vuelto a revisar, estando descansados o tomando unos minutos de distancia.

—No, no creo... puede que Daniel tenga razón —dijo—. La puta madre que me parió! Me perdí todo el día en esta mierda y ahora tengo que hacer todo el trabajo de nuevo.

—Pero, Papi... no digas eso —dijo Daniel, avergonzado y su rostro se puso colorado por las malas palabras que había dicho padre—. Si tu quieres, me quedo a hacerlo yo mismo ya que mañana es sábado y no tengo que ir a estudiar.

—Bueno, hijo. Me parece que va a ser lo mejor, porque estoy muy cansado de verdad, prefiero irme para casa. Aunque son demasiadas páginas las que hay que rehacer. Si ves que no terminas con todo, no te preocupes que vengo a finalizar el trabajo el domingo, ya que el lunes sin falta tengo que presentar los libros.

—No se preocupe, señor. Yo podría quedarme un par de horas para ayudarlo. Sólo tendría que hacer un llamado a mi padre para avisarle que estoy aquí, y que no llegaré a casa muy temprano. No voy a tener problemas en venir a trabajar más tarde mañana. Aún no debe haber llegado mi padre, por lo que lo llamaré en un rato —finalicé.

—No, no te preocupes. Ya has cumplido con creces con nosotros, pero creo no es necesario... —agradeció, y al pensarlo mejor, ya que era un trabajo engorroso y complicado, preguntó— … realmente te quedarías a ayudar a Daniel?

—No es ningún problema, señor, al contrario. Sinceramente me encantaría ayudarles —dije sin poder ocultar mi excitación, omitiendo que en realidad, a pesar de que gustosamente les daría toda la mano que estuviera a mi alcance, lo que más me encantaba era poder estar más tiempo en compañía de Daniel.

—Ves papi, no te dije que Zesna es un genio? —preguntó sin ocultar su emoción.

—Bueno, no es para tanto —atiné a comentar—. Cualquiera haría lo que yo por un amigo.

—No, no cualquiera —enfatizó su padre, y se despidió de mí con un fuerte apretón de manos—. De todas formas, te lo agradezco mucho, así podré irme a descansar. Esto me sacó literalmente de las cabales, no encontraba el error, y finalmente resultó ser tan sencillo. Daniel, mañana puedes tomarte todo el día libre.

El padre salió del local y por primera vez, nos me quedé a solas con mi amigo.

El noche estaba insoportable de calor.
Daniel estaba empapado en transpiración, se le notaba en el rostro y en su remera completamente mojada.

Mierda! Si tan sólo hubieran visto el error dentro de los primeros días de mes, hubiera sido mucho más rápido, pero no fue así; así que estuvimos corrigiendo veinticinco páginas de cuentas mal hechas por un maldito dígito omitido.

Menos mal que sentía la proximidad de Daniel; y su presencia, sumados al calor y al aroma a transpiración de mi amigo, me comenzó a excitar. No era un olor para nada desagradable, ya que estaba muy bien perfumado y su desodorante surtía efecto, pero el calor indudablemente hacía algún estrago.

Miraba cómo él estaba metido en el trabajo y nuevamente el sentimiento de ternura volvió a cobrar forma.

Tenía unas ganas tremendas de abrazarlo. Sólo tener ese cuerpo inmenso y mojado entre mis brazos y sentirlo pegado al mío, me volvió a poner bastante loco.

Me sentí mal otra vez, porque nuevamente le estaba comiendo con la mirada, y esto ocurría por primera vez desde que habíamos fortalecido esta amistad.

La transpiración le caía a chorros por el rostro y cada tanto se pasaba el dorso de la mano para evitar que cayera sobre los libros. En una oportunidad, evité yo mismo con mi mano que eso ocurriera quitando algunas gotas prontas para saltar de su cara. Cuando me vio hacerlo, fue al baño para traer algo con qué secarse.

Antes de que volviera, me llevé esos dedos mojados a la boca y lo saboreé como un elixir. Era salado, pero muy sabroso para mi gusto.

Cuando volvió con una toalla, hice el llamado a mi padre para avisarle que demoraría en volver a casa y en explicarle en dónde estaba para que no se preocupara; me dijo que no me hiciera ningún problema, y que también me tomara libre el día siguiente.

Seguimos con el trabajo, hasta que terminamos casi llegando a las dos de la mañana.

Daniel fue hasta la entrada del local para comprobar que el bar de enfrente seguía abierto; llamó por teléfono y pidió un par de pizzas y dos refrescos.

—No, qué haces? Está todo bien. Cenaré una vez que llegue a casa, no te preocupes —dije sorprendido, ya que hizo el pedido sin consultarme.

—No! Quiero invitarte!—insistió— Es que quiero compensar aunque más no sea con algo, lo mucho que haces por nosotros.

—Me vas a hacer enojar, es que hay otra forma de ser un amigo?—pregunté.

La amenaza de enojo quedó sólo en eso, porque Daniel se acercó y me dio un abrazo que casi me quiebra las costillas.

Cuando nos separamos, se percató de que ahora yo estaba igualmente mojado.

—Oh, discúlpame! Mira cómo te dejé! —advirtió visiblemente preocupado.

—No es nada. No te preocupes —pedí mientras me secaba el rostro con un pañuelo.

—Perdóname es que estoy todo mojado. Sufro terriblemente el calor —informó—. Espérame unos minutos, voy a refrescarme y vuelvo.

Fue al baño y cerró la puerta.

Lo escuché orinar y apretar el botón del inodoro. Hubiera hasta matado por tener la posibilidad de haber podido estar allí dentro con él.

Entonces, comencé a imaginarme la situación, haciendo de cuenta que podía ver a través de la puerta cerrada:

"Se estaba sacando la remera, la colgaba encima de la toalla. Abría la canilla (efectivamente oía correr el agua) y con las dos manos se mojaba toda la cara, el cabello y el cuello. Luego con la mano izquierda se lavaba la axila y el tremendo pecho derecho y con la diestra, hacía los propias partes izquierdas. Tomó un toallón y se lo pasó por todo el torso mojado, debajo de los brazos, la cara y terminó frotándose el cabello hasta secarlo. Sacudió un aerosol y acto seguido el accionar de dos dosis seguidas de desodorante en una axila, que alcancé a escuchar; nuevamente otra agitada, y otras dos veces más (fsss! fsssss!) en el otro sobaco. Efectivamente, me llegó el fresco aroma a través de la puerta cerrada."

Mi miembro había reaccionado al estímulo de mi imaginación.

De pronto y ante un sobresalto que me sacó de mi trance, sentí que golpeaban el vidrio de la puerta de entrada.

Me asusté hasta que comprobé que era el cadete del bar que traía las pizzas y los refrescos. Sabía que la puerta estaba cerrada con llaves, así que las busqué en los alrededores y noté que estaban sobre el mostrador; abrí, le pagué al cadete, y volví a pasar llave a la puerta, en el preciso instante en que Daniel salía del baño.

Noté que una pulcra camisa había suplantado a su remera empapada, por lo que atiné a pensar que siempre solía tener otra muda de ropa en la librería.

—Qué haces? —preguntó.

—Estaban golpeando y vi que era la cena —informé mientras me acercaba con el paquete y el par de botellas, que terminé ubicando sobre el escritorio.

—Está bien, pero toma el dinero —dijo mientras sacaba su billetera de uno de sus bolsillos y buscaba billetes dentro de ella.

—No, esta vez invito yo —informé con una sonrisa de oreja a oreja.

—No, no y no! De ninguna manera! —negó medio ofuscado como un niñito caprichoso— Toma el dinero.

—Pues... oblígame! —arengué aunque ambos sabíamos que la intención era hacer una broma, y rompimos a reír a carcajadas.

Comenzó un simulacro de lucha.

Me sentía sumamente excitado cuando esas manotas tomaban las mías y me impedían cualquier movimiento, mientras yo intentaba sujetarlo en vano. Parecíamos David y Goliat. Yo con la desventaja de no tener la honda ante tan inmenso rival.

Me tomaba muy fuerte contra su cuerpo, como para levantarme, y yo no ofrecía ningún tipo de resistencia. Para ser realmente honesto, no lo podría haber hecho aunque hubiese querido. Me levantaba sin siquiera hacer un mínimo de esfuerzo.

Intentaba sostenerme de él para evitar caerme, pero él mismo se encargaba de no dejar que eso sucediera tomándome y apretándome contra su cuerpo.

En determinado momento cuando pude apoyar al fin mis pies sobre el piso nuevamente, di un paso hacia él, que todavía me seguía sosteniendo firmemente; y en ese preciso momento, perdió el equilibrio. Ambos caímos al suelo; él primero y yo encima suyo.

Era graciosa la situación. Él boca arriba, con piernas y brazos abiertos, y yo con mi cuerpo encima de su panza, con los pies y brazos en el aire, y mi cara directamente enfrentada a la suya.

Era muy obvio que sólo le bastaba estornudar para quitarme de encima suyo como si fuera un papel sobre una mesa. Sin embargo, con una mano, golpeó el piso tres veces, y dijo: "Uno, dos y tres. El vencedor es Zesna."

Lo quedé mirando perplejo, por lo que había hecho, ya que me había dejado ganar; y eso me hizo emocionar hasta las lágrimas.

De repente soltó una carcajada, y espontáneamente le respondí con una mía.

Estuvimos unos segundos disfrutando de esa risa, sin movernos de donde estábamos y en la misma posición tras la caída.

Cuando la risa se fue desvaneciendo, nos vimos mirándonos directamente a los ojos sin apartarlos ni distraerlos, apenas a unos centímetros de distancia los míos de los suyos.

—Por qué me has dejado ganar? —pregunté.

—Porque se enfrían las pizzas! —respondió y otra carcajada se escapó de la boca de ambos.

—Bueno, entonces vayamos a comer. —dije sin siquiera amagar a salirme de encima de él.

Nuestra carcajada dio paso a una risa nerviosa, y ésta a una sonrisa que se fue desdibujando poco a poco hasta que finalmente desapareció.

Ahora nos miramos muy seriamente, explorándonos mutuamente los rostros. Reconocí su agitación ya que me hacía subir y bajar junto con su respiración, al tiempo que aumentaba la mía en igual grado.

Noté que echó un rápido vistazo a mi boca.

Yo bajé la mirada hacia esos labios gruesos y carnosos...

Y no me pude resistir.

Acerqué aún más mi rostro al de él, hasta sentir con mi nariz su aliento, y sólo apoyé mis labios sobre los suyos para darle un pequeño beso; pero la sorpresa vino cuando él me respondió con otro al mismo tiempo.


CONTINUARÁ.

(9,60)