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PASIÓN SECRETA

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 Mi nombre es David.

 

La primera vez que vi a mamá desnuda tenía trece años. Eran las ocho de la mañana de un día primaveral. Llevaba varios días en cama, con fiebre, y me había levantado para ir al baño. La puerta estaba arrimada, sin cerrar. La empujé suavemente para entrar y la sorpresa que me llevé me dejó paralizado. Mamá acababa de salir de la ducha y se estaba secando la cabeza con una toalla blanca frente al espejo. La veía casi de perfil, con el trasero al aire. Un pecho turgente, altivo, del tamaño de una naranja, se agitaba medio escondido tras su brazo. Miles de gotitas recorrían su piel rosada y tersa. Bajé la mirada hasta su vientre. Debajo de su pequeña tripita se apreciaba una mata de pelo rizado, negro como su cabello.

-­ ¿Qué haces ahí? - me preguntó forzando una sonrisa, mientras enrollaba la toalla alrededor del pecho.

- Venía al baño. Me aprieta el vientre, mamá.

- ¿No sabes llamar? - me dijo soltando un suspiro -. Anda, pasa. Y no vuelvas a levantarte sin poner la bata.  

Avancé hacia el váter con indecisión. Mamá se agachó apresuradamente para coger una braga blanca. La toalla, que sólo cubría hasta la ingle, se subió medio palmo. Yo estaba detrás de ella, y de reojo pude distinguir dos bulbos carnosos que se escondían bajo sus nalgas. La visión duró apenas un segundo, pero me dejó conmocionado. Luego, con toda naturalidad, se puso la braga de espaldas a mí. Le quedaba ajustada, muy ceñida, y subía con un amplio arco hasta la cintura, dejando medio trasero al descubierto. Se estiró la toalla y salió del baño sin volver la vista. Cuando cerró la puerta resoplé. Estaba temblando. El corazón me golpea con violencia contra el pecho. No podía quitar de la cabeza lo había visto. Me quedé sentado durante varios minutos, incapaz de hacer mis necesidades.  

Esa noche tuve mi primera erección completa. Fue una experiencia placentera y violenta. Por una especie de pudor y temor irracional no quise tocarme. Pero mantuvo su dureza hasta que me dormí. No volví a tener otra erección igual durante los seis meses siguientes, sólo hinchazones moderadas. Pero no conseguí olvidar lo ocurrido. Aquella escena me marcó para el resto de mi vida. Desde entonces, siempre que podía, examinaba con detenimiento a mamá, sobre todo cuando estaba limpiando y cocinando. Me fijaba en las curvas de sus pechos y de sus nalgas. Me esforzaba por recordarlas, e intenta imaginar cómo le sentaría la ropa interior que a diario colgada a secar. Para mí, ella era la mujer más deseable del mundo. Habiendo intuido sus secretos, quería descubrirlos por entero. A sus 38 años, aún se conservaba atractiva. Era inteligente e ingeniosa, pero tenía un carácter fuerte, dominante y arisco. En el instituto, donde daba clases de matemáticas, la apodaban “la generala”. Pocas arrugas cubrían un rostro de cutis fino y mandíbula afilada. Al tener una figura delgada, con brazos frágiles, parecía más alta, cuando en realidad no superaba la media. Sus caderas eran anchas y al usar tacones se contoneaba como una modelo de pasarela. Yo la temía, la respetaba, y en secreto empezaba a venerar su cuerpo.

De ser un chico soñador y distraído, amable con todo el mundo, me convertí en un joven distante y retraído. Las chicas de mi edad, con sus pechos en crecimiento, me interesaban poco, o nada. Yo sólo tenía ojos para las mujeres maduras que cruzaban por el parque. Las comparaba con mamá, y todas salían perdiendo. Quizás porque ellas eran inaccesibles y mamá estaba a mi disposición. Podía hablar con ella, mirarla y olerla de cerca, rozarla al sentarme a su lado, darle un abrazo, o besarla en la mejilla al salir de casa. Pero lo que no podía hacer era confesarle mi devoción por ella, mi deseo oculto de verla desnuda una vez más, y de tocarla. Al comenzar el nuevo curso, seguía igual..   

Una mañana lluviosa de sábado, estando solo en casa, aburrido y apático, se me ocurrió entrar en el cuarto de mis padres. Fui directo a abrir el lado izquierdo del armario, el de mamá. Abajo había dos cajones. El primero estaba lleno de medias y calcetines. El segundo contenía sujetadores y bragas, de distintos tejidos y colores. Revolví con cuidado, procurando dejar todo tal y como estaba. En el fondo, encontré la pequeña braga blanca que viera en el baño. Parecía muy gastada por el uso. La olfateé y pude percibir, entre el aroma del suavizante, uno débil olor acre. Me estremecí y comencé a sufrir una erección moderada. De pronto vi un objeto rosa alargado. Al cogerlo noté que era de plástico, y pesado. Tenía una rosca en la base. Mi curiosidad pudo más y la giré para abrirlo. Pero lo que ocurrió es que se puso a vibrar como un móvil. Con el susto y la impresión lo dejé caer al suelo. En ese momento escuché las llaves en la puerta de la entrada. Casi me da un infarto. Cerré el cajón y el armario y salí corriendo hacia mi dormitorio con la braga y el artefacto sonando en mi mano. Mis padres entraron con las bolsas de la compra y se metieron en la cocina al mismo tiempo que yo entraba en mi cuarto. Sudaba por el miedo. Desconecte el aparato y lo guardé entre mis juguetes. La braga la escondí bajo la almohada.

Por la noche, en la cama, tuve mi segunda gran erección. Llevaba puesta la braga, pequeña pero elástica y suave. Me acaricié con más pasión que destreza. De repente llegó el éxtasis, y experimente mi primer orgasmo. Ese pus lechoso blanco, apenas una cucharadita, que manchó mi vientre, me causó una honda impresión. Nadie me había explicado qué era el semen. Sentí miedo y asco. Me limpié con un pañuelo azul claro que dejé en el suelo. Estuve una hora en vela, rememorando el cuerpo de mamá, antes de que me venciera el sueño.

Ese domingo, me quedé dormido hasta muy tarde. Mamá entró en la habitación preocupada y encendió la luz. Me desperté al escuchar su voz aguda y vibrante. La tranquilice ofreciendo mi mejor sonrisa. Me ordenó levantarme enseguida. No le gustaba la gente perezosa ni ociosa, porque según ella, esa era la fuente del vicio. Entonces me di cuenta de que tenía puesta la dichosa braga. Me puse pálido. No quería mostrarme con ella puesta, ni mucho menos desnudo. Rogué por un minuto más, sin aparente éxito. Se acercó a mi lado para recoger la ropa sucia del suelo, incluido el pañuelo, la prueba del delito. Quise morirme cuando vi como lo agarraba con su mano. Me dio la impresión de que se quedaba paralizada durante un breve instante. ¿Habría notado algo? Nunca me lo dijo. Arrugó la nariz. Se levantó sin mirarme, y salió más tiesa que una vara. Cerró la puerta al salir.     

Media hora más tarde, mientras desayunaba en la cocina, se sentó enfrente a mí.

- David, ¿no habrás estado revolviendo entre mis cosas? - dijo con voz calmada.

Mi expresión de pánico me delató. Conocía a mamá. Podía reñirte, pero te perdonaba enseguida si eras sincero con ella. Lo que no toleraba era la mentira y el engaño. Por su mirada inquisitiva y firme adiviné que sabía muy bien de lo que hablaba. Enrojecí hasta las orejas y bajé la vista. Lo mejor era implorar piedad. Le dije que sí con la cabeza.

- ¿Y no te habrás llevado un aparatito eléctrico?

- Sí, lo encontré por casualidad. Lo dejé entre mis juguetes después de apagarlo. Se encendió solo - puntualicé.

- ¿Solo?  - dijo tratando de contener el enfado -. Tráelo, que no es un juguete. ¡Ahora!

Salí casi a la carrera. Cuando regresé, deposité el aparato rosa sobre la mesa, apoyado sobre su base, en vertical. Medía unos 20 cm y parecía un supositorio gigante. Luego me senté en mi silla, pendiente de la sentencia y la pena que me correspondía. Mamá me traspasó con su mirada implacable. Ni por un momento miró para el artefacto.

- Estoy muy disgustada contigo - comenzó con gesto serio -. No esperaba eso de ti. Pero comprendo que no lo cogiste por malicia. Seguro que fue sólo curiosidad. Espero que estés profundamente arrepentido. 

Moví la cabeza afirmativamente. Luego levanté la vista con temor y descubrí que no tenía el ceño fruncido. Eso era una buena señal. Entonces hice una de las preguntas más estúpidas e inoportunas de mi vida.

- ¿Qué es? - señalé hacia el aparato.

- Es para relajar - comenzó titubeante - la tensión; el cuerpo. Para los nervios.

- Ya, ¿y cómo funciona? - pregunté con toda ingenuidad.

Mamá abrió la boca, pero se quedó unos segundos pensando qué decir. Detestaba mentir y tenía una escasa habilidad para desviar la conversación. Ladeó la cabeza. Me pareció que un leve rubor asomaba a sus mejillas.

- Vibra. Y se apoya sobre la piel - parecía incómoda -. Y ya está. No es para niños. Y no quiero que lo vuelvas a tocar. Pero sobre todo, no quiero que husmees en cosas que no son tuyas. De momento, te prohíbo entrar en mi cuarto sin mi permiso. Hoy te quedas sin salir al parque, y para la semana ya veremos.

Asentí con alivio. Después de todo, la sentencia había sido benigna. Escuchamos como se abría la puerta de la entrada. Papá regresaba con el periódico. Mamá agarró el aparato y se lo llevó pegado al cuerpo, como si quisiera ocultarlo. Se marchó a su dormitorio. Suspiré y continué con el desayuno.

A la semana siguiente, el asunto parecía olvidado. Me quedé con la braga. Ni podía, ni me atrevía a devolverla. Se convirtió en mi mayor tesoro y en mi fetiche. Me la ponía cuando quería masturbarme, pero también cuando me apetecía sentir su suavidad. Era más cómoda que mis calzones, más ligera. Entre tanto, mi obsesión con mamá se mantenía incólume. Pero me tenía que conformar con visiones fugaces. A veces la sorprendía de rodillas, limpiando debajo del fregadero. La falda se le subía y podía admirar sus muslos. Cuando limpiaba los estantes superiores de la cocina, me las arreglaba para pasar por debajo. Con sus faldas de amplio vuelo, podía distinguir qué tipo de braga llevaba. ¡Tenía tantas!  

Mi suerte cambió un viernes frío y ventoso. Cenábamos los tres temprano, pues papá tenía turno de noche; era policía. A mamá le dolía la cabeza y estaba apática, triste. Padecía estrés y jaquecas recurrentes, por culpa de las clases. A veces le bastaba con un analgésico. Pero esta vez papá había comprado una caja de pastillas para dormir, de las fuertes. Mamá tomó una, que era la dosis normal, y media más. Luego, cuando papá se fue, pude ver como se tomaba la otra media. Me dio las buenas noches y se fue a su cuarto. Me quedé viendo la televisión hasta las once. Habían pasado casi dos horas. Estaba nervioso, excitado y asustado. No sabía cuándo volvería a tener otra ocasión como esa. No podía dejarla pasar. Al menos debía intentarlo.

Aún salía luz por debajo de la puerta de su dormitorio, lo que me dejó desconcertado. Estuve unos diez minutos dudando en medio del pasillo. Hasta que se me ocurrió llamar para decirle que me encontraba mal. Golpeé con los nudillos tres veces sin obtener respuesta. Cogí aire y abrí la puerta despacio. La lámpara de la mesita de su lado seguía encendida. Mamá tenía la cabeza ladeada sobre la almohada, la boca abierta y los ojos cerrados. Había un libro sobre su busto. Me acerqué a ella con el corazón a punto de estallar. Apenas se la notaba respirar. Acaricié su mejilla tras apartarle el pelo. Busqué su oreja, y le di un leve tirón hasta conseguir elevar un poco la cabeza. Ni se inmutó. Ahora, o nunca, me dije. Levanté un poco su brazo, y aparté la colcha blanca y la sábana. Descubrí su cuerpo entero, acostado boca arriba. Llevaba puesto un blusón fino de algodón, color amarillo claro, que le llegaba hasta  la mitad del muslo. A través de la tela se podía apreciar la  mancha oscura de los pezones, pues no llevaba sostén. Toqué su pecho izquierdo con los dedos. Lo noté blando, esponjoso y cálido. Lo abarqué con la palma de la mano para estrujarlo levemente. Mi pulso se aceleró al mismo tiempo que sufría una repentina erección. Luego me fijé en su entrepierna, donde se podía intuir una braga roja de corte triangular. Levanté el blusón y lo deslicé con precaución hacia arriba, hasta dejar al aire su vientre. La braga era de redecilla, con bordados de encaje negros en las cintas elásticas. Por delante cubría lo justo, dejando incluso escapar algunos pelillos por los laterales. Me quedé fascinado con esa prenda, y me prometí conseguirla algún día. Sólo con acercar la mano a la tela, sentí dos golpes de intenso placer en mi calzón y un tercero que me llevó al orgasmo súbito. Maldije mi precipitación, tan inoportuna.

Pero necesitaba ver más. La operación era complicada y el peligro evidente. Tiré del elástico hacia abajo con temor a romperlo. Se atascó. Tuve que meter la mano bajo una nalga para sacarlo. Después hice lo mismo con la otra nalga. La piel allí debajo era suave y cálida, un goce para los dedos. Mamá se revolvió un poco, moviendo un brazo hacia arriba y girando la cabeza. Respiro con fuerza dos veces, pero no llegó a abrir los ojos. Noté entonces que flojeaba de las rodillas y me temblaba el pulso. Me quede quieto durante unos minutos, mirándola fijamente. Dormía. Cuando por fin recuperé el ánimo, di el último tirón de la braga. Primero apareció el pubis, de pelos cortos y encrespados, como una alfombra mullida. Luego vi la fina raja, con los dos pliegues carnosos a cada lado. La sorpresa inicial dio paso a una leve decepción. ¿Eso era todo? Me acerque para examinarla de cerca. Separé un poco una de las piernas. Con los dedos índices empujé los pliegues, que se abrieron como una flor. Un sutil olor acre, y a orina, llegó hasta mi nariz. Lejos de repugnarme, logró despertar mi joven pene. Esperaba encontrar una especie de cueva amplia y circular, palpitante, exudando jugos relucientes. Pero allí no había más que tejido enrojecido y húmedo. Hurgué con el índice hasta que por casualidad éste se hundió casi por completo. Desde luego, era una abertura bien oculta y pequeña. Mamá suspiró al tiempo que cerraba sus piernas con fuerza. Mi mano quedó atrapada. Por suerte, no llegó a despertarse o me habría muerto allí mismo. Extraje la mano con mucho cuidado. El dedo, empapado, despedía un olor intenso y embriagador. Me recordaba a las algas marinas de las rocas. Lo probé mientras con la otra mano me sujetaba el pene. Luego me agaché y deslicé mi nariz sobre velludo monte. El olor resultaba de lo más enloquecedor. Saqué la punta de la lengua y llegué a tocar esa raja. Di un lambetazo, y me corrí por segunda vez.

Había pasado menos de media hora. Colocarle la braga en su sitio resultaba difícil y peligroso. Temía despertarla si tiraba de sus caderas para ajustar la prenda. Más sencillo fue quitársela, y dejarla tirada en el suelo, junto a la falda. Seguramente, no se acordaría de si se había acostado con ella. Luego tapé a mamá con la colcha, apagué la lámpara y me fui del cuarto. Antes de acostarme tuve que lavar a conciencia mi calzón y mi pene.

Al día siguiente me levanté temprano, antes de las ocho. Cuando estaba desayunando llegó papá. Se tomó un vaso de leche fría y se fue al dormitorio. Poco después apareció mamá con el blusón puesto y en zapatillas. Se movía con torpeza, todavía aturdida y somnolienta. Traía el rostro relajado y el cabello suelto. Al parecer, no se había dado cuenta de que iba sin braga. Se podía distinguir perfectamente la mancha negra del pubis, y la hendidura entre las piernas a contraluz. Tragué saliva y puse cara de despistado. No pude evitar recordar lo que había visto, tocado y saboreado. Mi pene se revolvía, hinchándose bajo el pijama. El bulto se destacaba como una lanza, pero la mesa lo mantenía oculto. Mamá preparaba los cereales, frente a mí. En cuanto se fue a la nevera a por su zumo, aproveché para escaparme al baño, colorado como una naranja. Me senté en el váter con una erección completa, tieso y casi en vertical. Sólo había una forma de doblegarlo. Me masturbé a dos manos, con prisa y ansiedad. Tras una docena de movimientos, escupí un primer chorro que impactó sobre el ojo, y un segundo que me dio en toda la frente. En otro momento me hubiera reído. Pero la situación era tensa. Me limpié con papel, mientras maldecía en voz baja.

Entonces entró mamá. Me había olvidado de cerrar la puerta con el pasador. Me quedé sin respiración, más blanco que los azulejos del baño. Mi pene estaba a medio encoger, descendiendo lentamente entre las piernas, y con el glande todo morado al aire. Instintivamente acerqué los muslos para cubrirme, aunque ella ya había echado una mirada furtiva a mi entrepierna. Tragué saliva. Todavía notaba una pequeña mancha en el pelo de la frente.

 - ¡Ah, Estás ahí! - dijo turbada y quizás avergonzada-.  Perdona.                        

 - Casi acabé - fue lo único que se me ocurrió.

Mamá iba a decir algo, pero se le congeló el gesto. Por alguna rara asociación de ideas, debió darse cuenta de que no llevaba braga, de que se le notaban las formas y las sombras de su sexo. Instintivamente se llevó las dos manos hacia delante, y las juntó. Se puso muy colorada. Las venas del cuello se le hincharon. Se dio la vuelta y fue hacia la pileta. Abrió el grifo para lavar las manos. Desde detrás, podía distinguir sus nalgas desnudas, cubiertas por esa fina tela. Con esas caderas anchas, al agacharse un poco, era imposible ocultar dos pliegues carnosos y la fisura que se abría entre ellos. Veía perfectamente su contorno sin forzar la vista. Debía salir de allí antes de que volviese a sufrir otra erección. Me levanté con un pene todavía engordado que parecía querer cobrar vida propia. Mientras me subía el pijama vi de reojo como mamá miraba con disimulo utilizando el espejo. Fue una situación bochornosa. Sin embargo, ella no se atrevió a decirme nada. Quizá se sintiese alagada, o puede que le faltase valor.

Así comenzó una pasión que se acrecentó durante mi adolescencia. Jamás se la confesé, y ella nunca me pidió ninguna explicación por mi comportamiento. Porque me volví más atrevido, más descuidado, y a veces incluso impúdico y obsesivo. Pero de un modo u otro, con el consentimiento tácito de mamá, pero sin ningún acto expreso, conseguí satisfacer mi pasión secreta. Mucho podría contar.  

 

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