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Los crímenes de Laura: Capítulo decimoséptimo

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Una inversión indecente.

 

Nivel de violencia: Moderado.

 

Aviso a navegantes: La serie “Los crímenes de Laura” contiene algunos fragmentos con mucha violencia explícita. Estos relatos conforman una historia muy oscura y puede resultar desagradable a los lectores. Por lo tanto, todos los relatos llevarán un aviso con el nivel de violencia que contienen:

 

-Nivel de violencia bajo: El relato no contiene más violencia de la que puede ser normal en un relato cualquiera.

-Nivel de violencia moderado: El relato es duro y puede ser desagradable para gente sensible.

-Nivel de violencia extremo: El relato contiene gran cantidad de violencia explícita, sólo apto para gente con buen estómago.

 

-¿Que han secuestrado al juez Alonso? –preguntó Laura asombrada mirando a su compañero-. ¿Cómo? ¿Cuándo?

-Al parecer nuestro amigo tenía preparado un viajecito al extranjero. ¡Joder! Su mujer dice que había ido a dar un paseo y que ella estaba esperando a que llegara cuando le ha llamado por teléfono para despedirse. Acto seguido se ha puesto en contacto con nosotros. ¡Me cago en la puta!

Laura sacó un paquete de tabaco del bolsillo del pantalón y encendió un cigarrillo con calma mientras observaba a su compañero.

-¿Y eso ha sido ahora?

-Sí. En cuanto han recibido la llamada en la central me han llamado a mí… ¿Qué pasa? Coño, Laura. ¡Espabila!

-Estaría dando un paseo por los alrededores de su casa, supongo…

-Es posible.

-Vale, sube al coche, que nos vamos.

Germán entró en el coche y se sentó mientras Laura daba la vuelta y entraba por la puerta del conductor.

-Germán, llama a la central otra vez. Diles que busquen cualquier propiedad de Hugo Hidalgo, que es lo que deberías haber hecho desde el principio. –El subinspector la miró con cara de pocos amigos-. Y ordena que vayan todas las patrullas que haya por la zona a la casa del juez. Que busquen la furgoneta, si lo han secuestrado por allí es posible que seamos capaces de pillarlo. ¡Vamos! ¿A qué esperas?

El subinspector García rechinó los dientes y se dispuso a marcar el número en su teléfono. Mientras, Laura arrancaba el sedán negro y encendía las luces camufladas en el salpicadero.

-¿Hay algún problema? –inquirió Xavier Xacón, que seguía detenido en el asiento trasero del vehículo, y que no había oído la conversación que había tenido lugar fuera del coche.

-Ninguno que te importe. Abróchate el cinturón.

Laura pisó a fondo el acelerador del sedán, que salió disparado, y se incorporó a toda velocidad a la avenida principal desde la calle lateral en la que se encontraban, esquivando un utilitario que se vio obligado a hacer una brusca maniobra para evitar la colisión. El subinspector García iba transmitiendo las instrucciones que le había dado Laura por el teléfono mientras avanzaban entre la marea del tráfico en una marcha absolutamente delirante.

-Laura, por dios, frena un poco, joder, nos vas a matar –dijo García tras colgar el aparato-. Estamos muy lejos de la casa del juez Alonso, por mucho que corras no vamos a llegar a tiempo.

-No vamos a casa de Alonso

Laura maniobraba el coche sorteando al resto de vehículos que circulaban por la ciudad, sin dejar de hacer sonar el claxon mientras maldecía por lo bajo. Los que podían se apartaban a su paso, pero la mayoría de los conductores no sabían que estaba sucediendo hasta que veían como eran adelantados por algún hueco imposible por un coche negro que lanzaba destellos azules a través de la luna delantera.

-Si no vamos a casa del juez, ¿a dónde coño vamos con tanta prisa?

-El fiscal, García, a casa del fiscal.

-¿El fiscal? ¿Pablo Perea? ¿Pero qué coj…?

-Si se ha llevado al juez –interrumpió Laura-, puede que ahora vaya a por el fiscal. Puede que no, pero estamos cerca, y tú mismo has dicho que estamos demasiado lejos para ser de utilidad en casa de Alonso.

Dando un golpe de volante, Laura invadió el carril contrario para sortear un numeroso grupo de coches que esperaban frente a un semáforo, obligando a un ama de casa, que llevaba a sus hijas al colegio, a dar un brusco frenazo al encontrase el coche de frente al doblar la esquina.

Tras unos frenéticos minutos, Laura detuvo el coche en un vado a unos cien metros de la casa en la que hacía tan poco habían estado intentando encontrar sentido a los desvaríos de un anciano. Apagó el motor y desconectó las luces, dejando el coche bien aparcado. Si aparecía por allí el secuestrador y asesino, lo último que quería era alertarlo de su presencia.

-Vamos a ver si hay alguien en casa –dijo Laura apeándose del coche y encendiendo un nuevo cigarro.

-¿Y qué coño hacemos con éste? –preguntó Germán mirando al teniente de la Guardia Civil que permanecía sentado en el asiento trasero, con una lividez perceptible y el pánico reflejado en el rostro.

-¿Vas a intentar escapar? –dijo Laura metiendo la cabeza por la puerta delantera.

-N… no.

-A mí me vale. –Laura levantó la vista hacia su compañero-. Marca mi número en tu móvil y dáselo. Y tú, si ves una furgoneta negra con los cristales tintados, llama. No hagas nada más, no salgas del coche, simplemente llama.

Y dicho esto, cerró la puerta y se dirigió al portal donde vivía el fiscal Pablo Perea. El subinspector marcó el número en el teléfono, se lo lanzó al detenido que aún permanecía inmóvil en el asiento trasero del coche y corrió tras su compañera. Cuando llegó a su lado estaba llamando insistentemente al portero automático.

-¡Joder! No me gusta dejar al detenido en el coche sin vigilancia –le dijo.

-No contesta nadie –respondió Laura ignorando por completo la objeción de su compañero-. No me gusta.

-No estarán en casa, habrán salido…

-No me gusta –repitió Laura, apretando el resto de los botones del telefonillo hasta que alguien contestó-. ¡Abra, policía, es una emergencia!

Un zumbido indicó que la puerta había sido abierta y ambos agentes  se abalanzaron al interior del edificio.

-¿Y si se larga? Tiene mi móvil –volvió a intentarlo Germán sin demasiada convicción mientras entraban en el ascensor.

-No va a largarse. El mismo ha confesado todo, no creo que tenga muchos lugares a donde ir. Además, si hubiera querido fugarse no se habría quedado en casa esperando a que llegáramos para interrogarle. Si se hubiera querido marchar no estaría ahora mismo sentado en el coche. Pero si tanto miedo tienes de que escape, baja y quédate con él.

El ascensor se detuvo con un traqueteo y Laura salió al rellano seguida de cerca por su compañero. Conforme se acercaron a la puerta del fiscal, pudieron escuchar el televisor que estaba bastante alto.

-No me gusta nada –volvió a repetir Laura por tercera vez mientras llamaba al timbre. Tras un par de infructuosos intentos más, sacó su cartera del bolsillo y cogió una tarjeta de crédito.

-No podemos entrar así, me cago en todo –protestó Germán al ver lo que se proponía su compañera.

-Impídemelo.

Laura tiró el cigarrillo al suelo, lo pisó, y acercó la tarjeta al borde de la puerta introduciéndola entre el marco y el lugar que ocupaba el pomo. Tras un pequeño forcejeo la cerradura chasqueó y la puerta se abrió hacia adentro con un chirrido. Los detectives se quedaron petrificados por un segundo al ver el espectáculo que se presentaba ante sus ojos. La mujer del fiscal y un joven de piel morena estaban sentados en un par de sillas, él vestido sólo con una camisa, ella con un picardías, ambos con las manos a la espalda, las piernas inmovilizadas, la boca amordazada y una mirada suplicante en los ojos.

-Estas cosas sólo me pasan a mí –bufó Laura recuperándose de la sorpresa-. Otra vez tarde García. ¡Joder! Otra vez tarde.

Aun siendo conscientes de que habían llegado demasiado tarde, tanto Laura como Germán sacaron sus nueve milímetros reglamentarias y entraron en la casa con precaución. Mientras Germán cerraba la puerta tras de sí, Laura se acercó a la mujer del fiscal y le soltó de un tirón la mordaza adhesiva.

-¡Tienen que encontrarlo! Por favor, dense prisa, tienen que encontrarlo.

-Tranquilícese, señora. Ya estamos aquí, venimos a ayudarla. ¿Dónde está su marido?

-Se lo ha llevado, ¡se lo ha llevado! Tienen que encontrarlo…

-¿Quién se lo ha llevado?

-Un hombre, se lo llevó, nos amenazó con una pistola, con un cuchillo, por favor, va a matarle.

-Laura, el teléfono –dijo Germán guardándose la pistola en la cartuchera. Laura se giró hacia su compañero, sacó el teléfono del bolsillo y se lo lanzó.

-¿Dijo algo antes de irse? ¿Dijo a dónde iba?

-No… no lo sé…. No…

-Piense, es importante.

-Ya he dado aviso –interrumpió Germán a su espalda-. Mandan un par de patrullas.

-¿Qué dijo? ¿Dijo algo? ¡Piense! –Insistió Laura mientras Germán se metió en la cocina y tras rebuscar un poco por los cajones salió con un cuchillo.

-Dijo… dijo que mi Pablo había matado a su madre, y… y que tenía que ver cómo había conseguido vengarse.

-¿Nada más?

-No… no lo sé…

-¿Qué piensas? –preguntó Germán mientras cortaba las ligaduras de los cautivos con el cuchillo.

-Que volvemos a estar en otro callejón sin salida, ¡maldita sea! –exclamó Laura sacando el paquete de tabaco del bolsillo y encendiendo un nuevo cigarrillo-. No hay forma de pillar a este cabrón, siempre va un paso por delante.

-Subinspector García –Germán descolgó el teléfono de Laura y contestó a la llamada-. Muy bien, ahora bajamos.

-¿Qué?

-Nuestro detenido favorito. Han llamado a mí teléfono de la central, han localizado una casa a nombre de un tal Hugo Hidalgo en el oeste, en la zona alta –respondió Germán tras colgar el celular-. Ustedes dos, no se muevan de aquí, enseguida llegará una patrulla para tomarles declaración. Me extraña que aún no estén aquí… ¡Y vístanse, por el amor de dios!

Sin decir nada más, ambos policías salieron del domicilio. Ni siquiera comprobaron si el ascensor continuaba o no en el piso, y directamente corrieron hacia las escaleras, bajando los peldaños a saltos, de dos en dos y de tres en tres. El teniente Xacón seguía en el mismo lugar en el que lo habían dejado. Cuando entraron en el coche le devolvió el teléfono al subinspector y se reclinó en el asiento. Cuando Laura encendió el motor y activó las luces de emergencia, el detenido se apretó fuertemente el cinturón.

-¿Al oeste? –preguntó Laura.

-Voy a llamar y que me confirmen la dirección, pero sí, eso me ha dicho aquí el figura –dijo señalando al asiento trasero.

-Que envíen un par de patrullas a controlar la casa, pero que no hagan nada hasta que lleguemos.

-De acuerdo.

-Pues vámonos.

Laura pisó el acelerador sacando el vehículo del lugar en el que estaba aparcado y se lanzó de nuevo a la carretera.

***

Carolina había sido criada en un ambiente de lo más extraño, en el que nunca había conocido lo que era amar o ser amada. Desde el mismo momento de su nacimiento se había convertido en una propiedad. Su vida nunca le había pertenecido, ya que su propia madre la entregó a cambio de una sustanciosa suma de dinero a un mafioso de la Europa del este. A todos los efectos ella era huérfana, y había pasado su infancia y su juventud en cautiverio. Aunque nunca estuvo sola. Había otras niñas, otras jóvenes.

Desde bien pequeña le enseñaron, como al resto de las chicas, a leer y a escribir, a sumar y a restar, y algunas nociones básicas del mundo. Eso era todo lo que necesitaban saber para la vida que les esperaba. Pero si había algo en lo que insistían sus captores; era en que las mujeres habían nacido para complacer, y que ellas no eran una excepción. Fueron educadas en la obediencia absoluta, aprendieron a cocinar, a limpiar, a servir y a realizar absolutamente cualquier tarea que se les solicitara de forma rápida y eficiente.

Cuando cumplían con sus cometidos a la perfección eran recompensadas con dulces y chocolate, cuando erraban, eran castigadas, azotadas, golpeadas e incluso encerradas en la dama. Carolina se estremeció al pensar en la dama. Era un horrible armario de dos metros de alto que no tendría más de cuarenta centímetros de ancho. Las paredes estaban recubiertas de clavos afilados y vidrios rotos, por lo que cuando una chica era obligada a permaneces en el interior de la dama, debía mantenerse durante horas en pie, erguida, sin siquiera soñar en apoyarse en alguna de las paredes.

Pero aparte de eso, no estaba tan mal. Estaban bien alimentadas, bien vestidas y aseadas. Y no conocían otra cosa. Por supuesto, ellas no estaban al tanto del destino que les estaba deparado. No tenían ni idea de que tan sólo eran un bien, un producto, una inversión indecente de un acaudalado hombre sin escrúpulos, que pagaba unos cuantos dólares a mujeres miserables a cambio de niñas recién nacidas, para después poder venderlas por una buena cantidad a cualquiera que estuviera dispuesto a pagar por ellas.

De cuando en cuando una de las muchachas desaparecía sin dejar rastro y sus pocas pertenencias eran repartidas entre las que quedaban. Normalmente las que abandonaban aquel peculiar hogar de acogida eran las más mayores, pero no siempre. Ahora Carolina sabía cuál era el destino de sus  antiguas compañeras, pero en aquel entonces no tenía ni idea. Esperaba que la mayoría hubiera tenido al menos la mitad de suerte que ella al encontrar propietario, pero si era sincera consigo misma, no lo creía.

Carolina fue creciendo poco a poco, desarrollándose, hasta convertirse en una joven muy atractiva. Conforme el tiempo pasaba, Carolina observaba a las compañeras que abandonaban la casa cada vez con más resentimiento, pues ella nunca era la elegida para marcharse. No sabía lo que hacía mal, no entendía por qué a ella no le concedían la libertad. Finalmente se convirtió en la mayor de todas las muchachas, y aún permanecía allí.

Procuraba ser siempre la más obediente, la más dedica en todas las labores que se le encomendaban y se ocupaba de cuidar a las más jóvenes, convirtiéndose casi en una figura materna para las huérfanas de hecho. Esperaba que si lo hacía todo bien, era posible que finalmente la sacaran de allí y le permitieran conocer el mundo que se escondía tras las paredes de aquella casa. Pero nunca era la escogida.

Y es que sin saberlo, se había convertido en la muchacha más valiosa de toda aquella abominable red de trata de mujeres. Su larga cabellera del color del fuego, sus penetrantes ojos verdes, su pálida tez y su sinuosa sonrisa eran demasiado preciados como para entregárselos a cualquiera. Quien quisiera tener a Carolina debería pagar, como mínimo, su peso en oro. Había sido seleccionada, como lo habían sido ya antes que ella algunas otras muchachas que daban el perfil, para una educación mucho más exhaustiva.

Finalmente llegó el día que ella había estado esperando. Un hombre de mediana edad, con el pelo entrecano y un bigote bien recortado que asomaba bajo una nariz aguileña le ordenó que le acompañara, y ella, sin rechistar, obedeció. Nunca le había visto antes, pero aquello no era óbice para no acatar una orden directa. La condujo por lugares de la mansión que en los que nunca había puesto un pie y la acompañó hasta una gran puerta que conducía al exterior. Bajo las grandes escalinatas esperaba una berlina oscura con el motor encendido y un hombre sentado al volante. Carolina apenas pudo distinguir al conductor, pues se escondía bajo una gorra de plato y llevaba puestas unas gafas oscuras.

Su acompañante la acomodó en el asiento trasero, le deseó buena suerte cerrando la puerta tras de sí y regresó a la casa. Carolina se fijó en el edificio en el que había estado viviendo durante tantos años desde una perspectiva nueva. Estaba compuesto por tres grandes alas, la central, por la que ella había salido, debía contener las dependencias principales, y por lo menos una de las alas laterales, a juzgar por el recorrido que acababa de hacer, era el lugar donde residían las chicas.

Carolina sólo conocía el mundo exterior de los jardines del ala este, que estaban rodeados por un muro de una altura considerable. El lugar era ciertamente precioso, con un estanque conectado a un riachuelo en el que las niñas jugaban a intentar atrapar a las carpas. Los pequeños senderitos que se internaban entre los arbustos les ofrecían lugares en los que podían encontrar algo de intimidad y en los que jugar con tranquilidad. También era allí donde se ejercitaban a diario, durante los meses veraniegos, desde una edad temprana, practicando deportes grupales que dirigidas por una mujer grande de rudo aspecto pero que demostraba preocuparse por ellas. Durante los duros inviernos el exterior estaba, por desgracia, vetado para ellas, pues las bajas temperaturas eran demasiado extremas para arriesgarse. Por ello, aquel exterior era absolutamente nuevo para ella.

El vehículo rodó por el camino embaldosado que separaba la puerta de la casa de las grandes verjas de la finca, y Carolina volvió la vista para poder guardar un último recuerdo del lugar al que sabía que ya no volvería. El lugar en el que había pasado su infancia. Ahora un nuevo mundo se abría ante ella, y estaba deseosa de probar cada bocado de él sin demora. El asiento trasero del coche estaba separado del delantero por una mampara opaca, por lo que no pudo hacerle al conductor ninguna de las preguntas que se agolpaban entre sus labios. Presa de la excitación por el nuevo comienzo, no tuvo más remedio que sentarse y esperar mientras veía desfilar por la ventanilla ante sus ojos todo un mundo desconocido hasta el momento.

Primero atravesaron un frondoso bosque, repleto de árboles centenarios, tan grandes que hubiera necesitado por lo menos a tres como ella para rodearlos. Comparados con los arbustos y escuálidos pinos del jardín de su antiguo hogar, aquello alerces de dimensiones imposibles ofrecían un espectáculo sobrecogedor. Sobrecogedor y caótico. En la vida de Carolina no había habido momento para el caos reinante en el mundo, todo lo que había conocido había sido dispuesto de antemano por lo que aquel lugar salvaje, inexplorado en su imaginación, era para ella un lugar tan mágico como los lejanos mundos fantásticos de príncipes y princesas de los que había leído.

Cuando dejaron atrás el bosque de coníferas, la carretera se convirtió en una larga y sinuosa travesía por la llanura. Carolina no dejaba de asombrarse cada vez que se cruzaba con otro coche, cada vez que atravesaban un viaducto o cada vez que a lo lejos se veía alguna granja. Finalmente la estrecha carretera se convirtió en una gran vía, y ésta, a su vez, desembocó en una autopista donde un gran número de vehículos circulaban a toda velocidad adelantándose unos a otros. Aquello era maravilloso. No creía que pudiera ver nada más maravilloso en lo que le restaba de vida. Pero se equivocaba, porque entonces llegaron a la ciudad.

Mientras recorrían las avenidas, calles y callejuelas, Carolina no daba abasto para mirar todo lo que ante sí se aparecía. Aquello era un lugar bullicioso, lleno de gente, de coches y de luces. Establecimientos comerciales de todo tipo pregonaban sus mercancías a los cuatro vientos; anunciándose con luminosos neones que extasiaban a la joven. Finalmente, con un brusco frenazo, el cochero detuvo el vehículo en un recóndito callejón y se apeó, procediendo a abrir la puerta trasera para que pudiera salir.

Carolina se alisó el vestido azul que le cubría hasta la mitad de las pantorrillas, y que era la única pertenencia que ahora tenía, pues quería causar buena impresión a quien quiera que debiera recibirla. El hombre, que iba uniformado con camisa blanca, pantalón y chaqueta negra además de la gorra y las gafas, la acompañó hasta una puerta desvencijada que se elevaba sobre unas escalerillas y llamó tres veces. Unos segundos después la puerta se abrió y una mujer joven apareció en el dintel. Carolina calculó que su anfitriona rondaría los veinticinco años, aunque no se hubiera atrevido a asegurarlo.

-Aquí le dejo la entrega –dijo el cochero echándole un último vistazo a Carolina-. Esta será una buena pieza, trátela bien, pues es un pequeño diamante en bruto.

-No me diga cómo debo llevar mis negocios –espetó la mujer con voz severa-. Ya ha cumplido, ahora lárguese. Y tú, jovencita, entra ahora mismo.

Carolina, presa de los nervios y temblando, siguió a la mujer hasta el interior y se quedó parada en mitad de una gran cocina. Su anfitriona se giró y la contempló con ojo crítico. Carolina también evaluó a la mujer durante unos segundos. Iba enfundada en un traje negro muy ceñido, seguramente de látex o algún otro material similar que dejaba al descubierto sus hombros y la práctica totalidad de las piernas. El conjunto era completado por unas botas negras de talle alto que llegaban justo hasta las rodillas. Era rubia, de ojos anaranjados y tez muy pálida, lo cual resaltaba el rojo intenso de sus labios. La mujer estiró la mano y cogió una fusta que hasta ese momento había permanecido fuera de su vista sobre uno de los bancos de la cocina.

-A partir de ahora eres mía. Sólo te dirigirás a mí como Ama o Señora.

-De cuerdo –contestó Carolina con voz trémula.

-¡Sí, Señora! –la mujer descargó con violencia la fusta sobre el pómulo de la joven.

-Sí, Señora, perdón Señora. –Carolina intentaba reprimir las lágrimas que había comenzado a surgirle en la comisura de los ojos.

-Sólo hablarás cuando se te pregunte, sólo dormirás, comerás y te lavarás cuando se te autorice. Obedecerás cualquier instrucción en cuanto te sea dada, sin dudar y sin protestar. ¿Lo has entendido?

-Sí, Señora. –Lo había entendido.

-A partir de ahora comienza tu verdadera educación. Te voy a convertir en un objeto sexual, en una muñeca de placer, aprenderás que es lo que los hombres quieren de ti, y se lo darás. Te utilizaré, y también lo harán ellos. Serás sólo un divertimento para hombres y tal vez para mujeres, harán contigo lo que les plazca, y lo mismo haré yo. ¿Tienes algún problema con ello?

-No, Señora –contestó Carolina agachando la mirada.

-Muy bien, así me gusta. Cuando acabe contigo tal vez alguien esté dispuesto a pagar algo por tu persona, porque ahora mismo no vales nada. ¿Me has oído? No vales nada. Eres una mierda, menos que una mierda. No vales ni para limpiarme la mierda de las botas. ¿Vales para algo, estúpida?

-No, Señora. –Carolina ya era absolutamente incapaz de controlar las lágrimas.

-Te he dicho que me chupes la mierda de las botas, ¿es que no me entiendes o es que eres tonta? –dijo la mujer mientras volvía a descargar un golpe con la fusta sobre el dolorido rostro de la muchacha.

Carolina se agachó lo más rápidamente que pudo, arrodillándose en el suelo y comenzó a lamer las botas de la mujer, esperando así evitar un nuevo golpe. Sus esperanzas fueron vanas, pues volvió a sentir el impacto de la fusta, aunque esta vez en lugar de en el rostro fue en el culo, y al interponerse entre ella y la vara la tela del vestido, el golpe fue mucho menos doloroso. No entendía porque la obligaban a humillarse de esa manera, pero el entendimiento no era necesario para la obediencia. Pasó la lengua por las botas hasta que no quedó ni un solo rincón que no hubiera sido lamido. Cuando el cuero estuvo húmedo y reluciente, la mujer levantó un pie y Carolina entendió que también debía utilizar su lengua para limpiar las suelas. Ni siquiera dudó, simplemente agachó la cabeza y continuó con la tarea que se le había impuesto.

-Bien, bien –dijo su Ama complacida-. Al final aprenderás, ya lo creo que aprenderás… Ya basta, ponte en pie. –Carolina obedeció la orden sin demora-. Sígueme, te mostraré tus habitaciones.

-Sí, Señora.

-Aquí vienen hombres de toda clase y condición –explicó la mujer mientras conducía a Carolina por un estrecho pasillo que salía de las cocinas y conectaba con una empinada escalera-. Vienen buscando servicios especiales, cosas que no pueden encontrar en otros establecimientos. La mayoría tienen… gustos complejos. Y tú aprenderás a complacerlos. ¿Ya has perdido la virginidad?

-¿Qué, Señora?

-¿Si eres virgen, estúpida? ¿Si ya has follado con alguien? ¿Si alguno ha metido ya su polla en ese asqueroso coño que tienes entre las piernas?

-No, Señora –respondió la joven sintiendo como el rubor acudía a sus mejillas.

-Eso es bueno, sé de quién estará dispuesto a pagar una buena suma por arrebatártela. Y tú se la entregarás gustosa.

-Sí, Señora.

-Esta es la parte privada de la casa –continuó la mujer cuando alcanzaron la cima de la escalera, recorriendo un largo pasillo con puertas a ambos lados-. A la parte pública se accede por las puertas dobles de la cocina. No te preocupes que tendrás tiempo de conocerla a fondo. Y esta será tu habitación.

La mujer se detuvo y abrió una de las puertas laterales que lindaban con el pasillo. Carolina entró y se sintió aliviada al descubrir que la habitación, pese a no ser muy grande, sólo contenía una cama. Iba a tener su propia habitación, algo que siempre había deseado. Sólo por eso merecía la pena haber tenido que lamer las botas de la Señora. Aparte de la cama, también había un escritorio con una mesa, un armario ropero, que estaba abierto y vacío, y una puertecilla cerrada. La mujer abrió la puerta y le mostró un baño, ¡su propio baño! Carolina miró con asombro aquel lujo impensable. Sólo había una taza, un bidé, una pila bajo un espejo y una pequeña ducha, todo ello en, como mucho, dos metro cuadrados, pero era suyo, para ella, era el mejor regalo que habría podido esperar. Un fuerte golpe en la cara con la mano abierta de la mujer la sacó de su ensimismamiento.

-Darás las gracias, siempre, por todo lo que sea dado.

-Sí, Señora –replicó Carolina llevándose la mano a la cara-. Perdón Señora. Gracias, Señora.

-Así me gusta. Tendremos que comprarte algo de ropa, no puedes ir siempre con ese estúpido vestido azul –la mujer la recorrió con la vista de arriba abajo-. Quítatelo. –Carolina obedeció-. Bien, sí…. Hoy bastará, creo que podemos sacar un buen pellizco por tu virginidad. ¿Sabes maquillarte?

-No, señora.

-Bueno, ya aprenderás. Quiero que te duches, y después enviaré a una de las chicas a que te ayude a ponerte guapa. Te doy dos horas, tengo que llamar a algunos clientes. Cuando te mande llamar, deberás bajar desnuda, y ya te explicaré lo que haremos. La manutención no es gratis, vas a tener que ganártela, y empezarás hoy. Voy a subastar tu virginidad. Sí… vas a ser una jovencita muy rentable…

-Sí, Señora.

Carolina no había comprendido lo que se esperaba de ella, pero le habían dicho que se duchara y esperara, y eso hizo. Se frotó el cuerpo con ganas y se lavó la larga cabellera, disfrutando de aquel espacio que era suyo. Cuando salió de la ducha ya había una chica joven, esperándola sentada en su cama. No hablaron demasiado, tan sólo recibió instrucciones de cómo maquillarse y fue ayudada en la tarea. Cuando estuvo lista, su maquilladora se marchó, dejándola sola.

Finalmente llegó la hora, y otra chica pasó a por ella. Recorrieron el pasillo en silencio, descendieron las escaleras y volvieron a entrar en la cocina que ahora estaba algo más ajetreada, pues un par de hombres trabajaban en los fogones. Calorina sintió inmediatamente su desnudez cuando ambos cocineros la recorrieron con la mirada, y estuvo tentada de cubrirse con las manos, pero aguantó el escrutinio lo mejor que pudo. Los hombres no parecieron excesivamente interesados en su persona, y regresaron a sus quehaceres de inmediato. Cuando atravesaron las grandes puertas que comunicaban con lo que la Señora había denominado la zona pública, Carolina se quedó atónita.

Ante sí se extendía una gran habitación, con muchas mesas y mesitas, todas ellas cubiertas con un mantel rojo que rozaba el suelo y coronadas por una pequeña vela dentro de un recipiente de cristal. En el centro de la sala había una tarima alta con varias barras que llegaban del suelo al techo. A uno de los laterales pudo distinguir una barra atendida por dos hombres trajeados con una pajarita al cuello. Un sinfín de botellas se apilaban en las estanterías tras los hombres que se movían atareados de un lado a otro atendiendo y sirviendo bebidas. En la pared de enfrente, y también repartidas entre las mesas, había distintos estrados de diferentes tamaños, encima de los cuales bailaban algunas mujeres ligeras de ropa, o totalmente desnudas, en algunos casos. Por toda la habitación se ajetreaban muchachas vestidas tan sólo con unas braguitas semitransparentes llevando bandejas cargadas de vasos llenos y vacíos, que atendían y servían a los caballeros. Y aquello fue lo que le produjo auténtico pánico. Un sinnúmero de hombres estaban sentados en las mesas y en la barra, algunos solos, otros acompañados, algunos en silencio, otros riendo y charlando, pero todos bebiendo, fumando, y persiguiendo con la mirada a las mujeres que les atendían o embobados con las bailarinas.

La Señora se acercó a ella, la condujo a un de las tarimas que estaba situadas en el centro del salón y le ayudo a subirse encima. Golpeó varias veces el costado de la plataforma de madera con una fusta que sacó de la caña de su bota hasta que consiguió llamar la atención de todos los presentes. El discurso fue breve. Prometía la virginidad de la preciosa muchacha a aquél que estuviera dispuesto a pagar la suma más alta. Cualquiera podía acercarse a comprobar la mercancía, pero sólo uno se llevaría el premio de hacer sangrar a la joven. Cuando se alejó de ella, muchos de los hombres se levantaron y se aproximaron. Le tocaron el culo, le masajearon los pechos, le abrieron las piernas y acercaron las narices a sus partes más íntimas. Carolina estaba absolutamente aterrorizada y avergonzada. Pero se mantuvo firme. Permitió que la voltearan, que la acariciaran, que la inspeccionaran e incluso consintió que un hombre le chupara un pie. Aunque fue rápidamente reprendido por la señora que regresó junto a ella en cuanto se percató de lo que sucedía.

La subasta dio comienzo, y la cantidad de rublos y dólares prometidos por ella ascendían rápidamente. Carolina contemplaba horrorizada cómo los hombres alzaban las manos gritando cantidades cada vez más altas sin saber qué hacer. Finalmente la puja terminó, y el ganador sonrió de forma desagradable. Era un hombre gordo, muy gordo, seguramente el hombre más gordo de todo el local, y por supuesto, el más gordo que ella había visto nunca. Tenía una cara con un gesto desdeñoso y una serie de papadas superpuestas que le descendían desde la parte baja de los ojos y caían en cascada hasta casi rozarle los hombros. Llevaba una camisa ancha que casi era incapaz de circundarle, y los botones se veían tirantes en el punto en el que su abultada panza alcanzaba su máximo diámetro.

-Este hombre ha pagado mucho dinero por ti –le dijo la Señora ayudándola a bajar de la tarima elevada-. No me hagas quedar mal. Ahora él es tu Amo y Señor durante el tiempo que desee utilizarte, debes hacer todo lo que te ordene, y después, cuando acabe contigo, puedes volver a tu habitación.

-Sí Señora.

-¿Y qué más? –dijo la mujer alzando la fusta con intención de golpearla.

-Gracias, Señora.

-Muy bien. Toda tuya. –El hombre había conseguido abrirse paso hasta donde le esperaban-. Haz lo que te plazca con ella, pero recuerda, si la rompes, tendrás que pagarla, y créeme que no tienes el dinero que vale.

El hombre la cogió de la mano y juntos se dirigieron a unas amplias y bien iluminadas escaleras que había tras la barra en la que los atareados camareros habían reemprendido su frenética tarea tras el breve descanso que la subasta les había proporcionado. El piso superior contrastaba con la zona privada de la casa en la que la habían alojado. Los pasillos eran anchos, ricamente decorados, cubiertos de espesas alfombras y llenos de macetas con plantas exóticas. La habitación en la que entraron también era muy distinta a la suya. Para empezar era mucho más grande, con una cama con un rico dosel situada en el centro.

-Tú, túmbate –dijo el hombre con un extraño acento-.  Abre piernas.

Carolina obedeció y se tumbó de espaldas en la cama, abriéndose a aquel desconocido y dejando a la vista toda su entrepierna. El hombre se quitó la camisa y la colocó en el respaldo de una silla, después procedió con los zapatos, los calcetines y los pantalones, los cuales dejó doblados sobre la misma silla. Por último Carolina contempló con un nudo en el estómago como el hombre se desprendía de sus calzoncillos y se quedaba totalmente desnudo. No sabía qué se esperaba de ella, así que se quedó muy quieta, sobre la cama, con los ojos muy abiertos. El hombre se acercó y examinó la mercancía minuciosamente. Cuando quedó satisfecho pasó una mano por los delicados labios vaginales de la muchacha, introduciendo un dedo en su interior.

-Muy seca, muy cerrada –murmuró.

Se acercó a una mesilla y abrió un cajón. Carolina pudo ver como sacaba una botellita transparente, vertía parte de su contenido en la mano y se restregaba el miembro que se había puesto duro como una roca. Cuando finalizó, depositó el frasco sobre la mesita y se acercó a ella. Se colocó entre sus piernas y apuntó con su polla hacia el estrecho agujerito de la joven. Carolina permanecía en tensión sin saber cómo debía actuar, y en ese momento el hombre la embistió. El dolor fue tan terriblemente atroz que Carolina pensó que le estaban desgarrando las entrañas. Gritó con todas sus fuerzas e intentó apartarse, pero el hombre la agarró con fuerza y se lo impidió.

-Tú quieta, puta, o yo pegarte fuerte. Pagar mucho dinero por coñito.

La educación de Carolina en la obediencia, junto a la certeza de que si no colaboraba el daño sería mayor, triunfaron sobre el instinto de huir, y se controló lo mejor que pudo. El hombre continuó dándole fuerte, jadeando mientras la grasa que colgaba por todo su cuerpo se bamboleaba al ritmo de la penetración. Carolina gemía y lloraba, pero no se movía. El hombre sonreía con una mueca terrible que a día de hoy la mujer aún recordaba.

Tras unos minutos que parecieron horas, el hombre descargó su blanca semilla en su interior y se apartó con la respiración entrecortada y jadeando. Lo había conseguido, había superado la prueba, o eso creía. El hombre se tumbó a su lado, satisfecho, y así se quedó durante un rato en el que Carolina no se atrevió a moverse. Pero su suplicio no había terminado. El hombre la poseyó varias veces aquella noche, le obligó a satisfacer todos sus deseos durante horas, y cuando finalmente se marchó, dejándola sola, Carolina había perdido toda la inocencia. Ahora se daba cuenta de que lo que tanto había ansiado, salir de la residencia y ser libre, se había convertido en un infierno.

Y el infierno se alargó durante varios años. Años en los que como le había sido prometido, se convirtió en un mero objeto, en una máquina de dar placer, y en los que, finalmente, aprendió a disfrutar del papel que le correspondía.

-Ven, levanta, hay un hombre que quiere conocerte –le dijo la Señora un día, entrando en su habitación mientras ella dormía-. Te vio aquí la otra noche y puede que esté interesado en comprarte. Nos estás dando un buen rendimiento, pero si paga lo suficiente…

A Carolina se le contrajo el corazón. La vida en la casa de placer era todo lo que conocía, y a pesar de todo no estaba tan mal. Comía bien, tenía ropa bonita, una cama caliente y, últimamente, algo de libertad, pues de vez en cuando, si cumplía sus obligaciones con esmero, se le permitía salir, siempre en compañía de la Señora o de alguna de las otras chicas. Pero recordaba con nostalgia el lugar donde había pasado la niñez, y sabía cuan equivocada había estado pensando que su situación mejoraría al salir de allí. Y temía que lo mismo pudiera volver a ocurrir. Aun así, como siempre, cumplió la orden que le había sido dada sin rechistar. Se duchó, se arregló y se enfundó en un vestido negro ceñido.

Cuando llegó a la planta baja entró en la gran sala, que estaba vacía a aquellas horas excepto por la Señora y un hombre que debía doblarle la edad, su estado de ansiedad era patente.

-Soy Hugo –se presentó el hombre en un rumano muy rudimentario-. Es un placer conocerte.

-Soy Carolina, Señor.

Él la miró durante un rato, se levantó y le ofreció una silla. Ella se sentó cabizbaja y esperó. Carolina se fijó en el hombre que pretendía comprarla, era alto y corpulento, de pelo oscuro, piel olivácea y ojos marrones, y bastante atractivo. La señora y Hugo mantuvieron una larga conversación en un idioma que desconocía, pero por las caras de los interlocutores, ambos parecían satisfechos. Finalmente se estrecharon las manos y Carolina supo que la transacción había concluido.

-Pronto volveré a por ti –le dijo el hombre con un acento peculiar mientras le cogía las manos-. Serás mía, y tal vez algún día yo seré tuyo.

-Muy bien, ya tienes nuevo Amo –dijo la señora-. Se ha acabado para ti el trabajar aquí, pero no te irás todavía, aún quedan cosas que hacer. De aquí a un año el señor Hidalgo vendrá a por ti, y para entonces has de estar preparada. Viajarás a España, un lugar bonito, te gustará.

-Sí, señora.

-Pero para esto vas a tener que aprender español. Esa será tu única tarea durante los próximos meses. ¿Me has comprendido?

-Sí, Señora.

-Muy bien, buena chica. Vuelve a tu habitación, lo arreglaremos para encontrarte un profesor. No hace falta que bajes a trabajar esta noche. No sabes la suerte que has tenido, él te quiere para que seas su compañera, creo que te irá bien…

El año siguiente pasó en una exhalación. Carolina dedicaba la mayor parte de las horas del día a estudiar aquel nuevo idioma con un tutor contratado exprofeso para la tarea. También disponía de mucha más libertad, saliendo casi a diario con el profesor a dar largos paseos mientras practicaban conversando. Cuando finalmente se cumplió el plazo, dominaba el idioma castellano casi a la perfección.

-Haz el equipaje –dijo la Señora entrando de improvisto en su habitación y dejando una maleta junto a la puerta-. Ha llegado el día, hoy te marcharás para no volver. Has sido una buena chica, me apena que te vayas, pero es el momento de despedirte.

Carolina dejó el ejemplar de Cien años de soledad que estaba leyendo sobre la cama y corrió a cumplir el encargo. Seleccionó un nutrido grupo de vestidos, pantalones y camisas, mirando con pesar la ropa que no podía llevarse consigo y las colocó ordenadamente en la bolsa de viaje. Hizo otro tanto con su ropa interior y con los pocos enseres personales que poseía. El cepillo de dientes, un peine de plata, regalo de un antiguo cliente, y alguna que otra baratija que había adquirido con el poco dinero que le habían suministrado durante el último año.

Bajó a la planta baja y se acercó a la mujer que le había dado cobijo durante la última etapa de su vida.

-Adiós pequeña –le dijo la Señora-. Que te vaya bien.

-Gracias Señora. ¿Puedo pedirle una cosa, Señora?

-Pide.

-¿Podría quedarme con el libro, por favor, Señora? –preguntó señalando el ejemplar de Gabriel García Márquez que sobresalía de su bolsa.

-¿Lo has terminado?

-No, Señora.

-Pues quédatelo, vas a tener un largo viaje por delante. No creo que lo echemos en falta. Las chicas no suelen leer demasiado, y creo que pocas hablan español.

-Gracias, Señora. Gracias por todo.

Carolina bajó las escaleras que conducían al callejón por el que había llegado hacía ya tantos años con los ojos llorosos, y le tendió la maleta al hombre que aguardaba junto al coche de lujo que la esperaba. El hombre le abrió la puerta del compartimento trasero y guardó el equipaje en el maletero. Al llegar al aeropuerto el chofer le entregó unos documentos de identidad que le permitirían sortear los controles aduaneros sin problemas y la dejó a la puerta de la terminal. El viaje transcurrió sin incidentes reseñables, y unas cuantas horas después aterrizaba en un bullicioso aeropuerto a las afueras de una gran ciudad española.

¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel primer, segundo en realidad, encuentro con su nuevo Amo? ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que sus ojos se cruzaron en la terminal hasta que se había enamorado incondicionalmente de Hugo? No estaba segura. Pero sí estaba segura de amarlo, y de haberlo amado durante mucho tiempo. Hugo siempre la trató con cariño y respeto. Era su Amo, eso era indiscutible, y ella tenía sus obligaciones, debía satisfacerle, debía cuidarle, debía obedecerle. Pero él le correspondía tratándola no cómo a un objeto, o cómo a una propiedad, sino cómo a una verdadera compañera.

Los primeros meses habían sido maravillosos, pues fue en los que Carolina descubrió que era también una persona, en los que descubrió lo que era amar, y sobre todo ser amada. Porque Hugo la quería. De una forma un tanto retorcida, debía reconocerlo, pero aun así era amor. Ella llegó para ocupar el vacío que había dejado su madre a manos del hombre que había destrozado la vida de su Amo. Y lo hacía lo mejor que podía. Pero de esto no se enteró hasta un año después de estar viviendo con él y para él.

Un día lo había encontrado llorando, sentado en su despacho, frente a un montón de papeles desordenados. Se acercó a él y le abrazó, le besó e intentó consolarle. Hugo le enseño una carta que acaba de encontrar, y que no significaba absolutamente nada para ella. Pero estaba claro que aquello estaba haciendo sufrir a la persona a la que amaba. Aquel día supo que la madre de Hugo había sido asesinada, supo a manos de quién. El documento era la prueba de que  Ignacio Idalgo había contado con al menos un cómplice, aunque todo apuntaba a que había más gente implicada.

Él se desahogó con ella, y ella escuchó con el corazón roto la triste y desgarradora historia de amor y odio. Cuando el terminó de contar su relato, ella tomó una decisión, una decisión que ahora lamentaba más de lo que había lamentado nunca nada. Pues le había acabado costando lo que más quería.

-Tenemos que averiguar quién ayudo a tu padre a asesinar a la mujer que amabas –le dijo.

-No le llames así, él no es mi padre.

-Perdona, Amo.

-¿Pero cómo? ¿Cómo lo averiguaremos?

Y allí había comenzado la demencial aventura que había terminado convirtiendo a Hugo, el amor de su vida, su Amo y Señor, en la sombra de Ignacio, una sombra de la que nunca se había desprendido.

La sirena de un coche de policía la sacó de sus ensoñaciones. Miró el reloj. Había pasado mucho tiempo, y lo había dejado pasar de forma negligente, recordando el pasado, en un sopor sólo comparable con el estado de shock. O tal vez simplemente había estado realmente en estado de shock. Y el sonido de la sirena se había detenido frente a la puerta exterior de la casa. Saltó del sofá, se asomó a la ventana, y, efectivamente, descubrió las luces intermitentes de un coche patrulla a las afueras del dormitorio. ¡Y no había cumplido las ordenes que le había dado su Amo antes de irse!

Corrió hacia la habitación dónde hacía unas horas habían asesinado a la última de las víctimas inocentes del macabro plan de venganza y descubrió horrorizada que estaba tal y como Hugo lo había dejado, todo revuelto y cubierto de sangre. Sin perder un segundo bajó a la cocina, cogió un cubo, una fregona y la botella de lejía y volvió a la habitación. Pero ya era demasiado tarde, y ella lo sabía.

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