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Mi adolescencia: Capítulo 35

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No sé cuánto tarde en contarlo todo. Solo sé que debí emplear más de una hora porque no ahorré ni un solo detalle en mi descripción y lo expliqué todo paso a paso. Una vez terminé de contarlo, Iñigo se me acercó y me dio un cariñoso beso en la mejilla al mismo tiempo que me decía: “Es una historia fascinante y maravillosamente morbosa. Es la historia más morbosa, más sensual, más excitante y más embriagadora que he escuchado en mi vida. La has relatado tan convincentemente que me has dejado alucinado y muy agradablemente asombrado. Deberías escribirla tal y como me las contado, sin obviar nada, contarlo todo porque es algo que merece la pena que lo tengas escrito”. Después de eso, francamente no recuerdo mucho más, porque ya era muy tarde y estábamos muy borrachos por el vino por lo que ambos nos quedamos profundamente dormidos en el mismo sofá. Fue una noche en la que tuve muchas pesadillas y, al levantarme, me dolía todo el cuerpo por haber dormido en mala posición. Me levanté resacosa, con dolor de cabeza y mal cuerpo, solo quería irme a mi casa. Miré a Iñigo que seguía durmiendo en el sofá. En ese momento no pude contener una sonrisa pensando que nuestra primera cita oficial nos quedamos solos en casa y no solo no nos acostamos sino que ni tan siquiera nos quitamos la ropa. Fue una noche inolvidable repleta de confesiones, confidencias y revelaciones, que me hizo sentirme más cerca que nunca de Iñigo.

Al cabo de unos minutos Iñigo se despertó y le comenté que me iba para casa. Él me acercó en coche y nos despedimos en mi portal con un sentido y cariñoso beso en los labios de por lo menos 10 segundos. Subí a mi casa. Me metí en mi habitación y, desde el mismo momento que entré, no pude quitarme de la cabeza esa última frase que me dijo Iñigo antes de quedarnos dormidos la noche anterior. Me martilleaba la cabeza esa frase de “Deberías escribirla tal y como me la has contado, sin obviar nada, contarlo todo porque es algo que merece la pena que lo tengas escrito”. No dejaba de pensar en ello. Me pedía el cuerpo hacerlo. Necesitaba hacerlo. Fue el germen determinante de lo que luego sería este gran relato el cual llevo ya meses escribiendo aquí. La semilla desencadenante de todo lo que he contado aquí y la causa principal que me llevó a hacerlo. Aunque, por supuesto, en aquella mañana a los 18 años no me puse a escribirlo. Solo empecé a escribir fragmentos sueltos de algunos de esos recuerdos sensuales y a detallarlos paso a paso tal y como ocurrieron. Pero todo eso me vino genial para cuando dos años después, al poco de cumplir los 20 años, me animase por fin a escribirlo todo cronológicamente contándolo todo tal y como ocurrió (eso sí, cambiando todos los nombres de los que salen para que nadie pudiese sentirse identificado) y que acabase siendo hoy en día el mastodóntico relato de cientos de folios que llevo ya escrito. En cierta manera, este gran relato ha sido como una válvula de escape para exorcizar mis obsesiones más ocultas.

Lo cierto es que nunca imaginé que mi vida de los 14 a los 18 años abarcase tal cantidad de folios como los que llevo escritos hasta ahora, pero es que no he querido ahorrar en detalles y he querido irlo contando todo poco a poco tal y como ocurrió y todo lo lenta, sensual y morbosamente que fue para mí. Aunque eso sí, si mi vida de los 14 a los 18 años había sido sumamente excitante, no menos excitante iba a acabar siendo de los 18 a los 20 años. Pero seguiré contando, como ahora, todo poco a poco cronológicamente que es sin duda la mejor manera de hacerlo.

Mi siguiente cita con Iñigo fue un poco, cómo lo diría, avergonzante, pues de repente me di cuenta de todo lo que le había contado y confesado a Iñigo en esa noche etílica. Le había contado mis secretos más profundos y morbosos y ahora él conocías mis interioridades hasta mi más íntimo secreto. Por supuesto nunca le di los nombres de nadie y, aunque tampoco era muy difícil identificarlos, fue todo en plan muy anónimo y privado. Por un momento me sentí como una niña pequeña colorada por el pudor y algo abochornada de cómo se había enterado de cosas que jamás antes había contado a nadie (y que jamás volvería a contar a nadie más). Cierto era que él también me contó sus secretos más inconfesables por lo que en cierta manera estábamos empatados, pero eso no conseguía mermar esa sensación de pudor, vergüenza y acaloramiento que sentía ahora al tenerle otra vez cara a cara. De todos modos Iñigo siempre tuvo la virtud de quitar hierro al asunto y a tranquilizarme, por lo que enseguida dejé de sentirme incómoda por ello. Aunque lo cierto es que enseguida sacó el tema de las conversaciones el día anterior, aunque lo hizo de un modo tan distendido, ameno y natural que no me avergoncé de volver a recordarlo.

Eso sí, sin lugar a dudas, Iñigo ha sido el chico más morboso y fantasioso que he conocido nunca, pues enseguida en sus conversaciones volvieron a salir temas sensuales, morbosos y muy íntimos que quería hablar conmigo. En parte, Iñigo era mi complemente ideal, pues yo siempre fui, desde los 14 años, terriblemente morbosa, fetichista y fantasiosa como él, con la salvedad, claro está, que a mí siempre me había gustado todo en plan muy light y que las fantasías o historias que llevaba a cabo eran en cierta forma muy morbosas pero inocentes y nada fuertes. De hecho, con las dos únicas personas que hasta ese momento había tenido relaciones sexuales completas habían sido solo con Edu y con Rafa, es decir, lo normal en una chica de mi edad, aunque antes hubiese jugado mucho a los jueguecitos y situaciones sensuales y morbosas sobre todo relacionadas con el fetichismo de la ropa. Pero no fue precisamente del fetichismo de la ropa (del cual Iñigo también era un forofo) de lo que hablamos aquella tarde invernal en el bar que quedamos.

Porque Iñigo solo quiso tratar dos temas muy sensuales que quería preguntarme. Uno fue muy directo que hasta incluso me molestó un poco por el poco tacto que tuvo al preguntármelo. Sus palabras más o menos fueron: “Oye, por todo lo que me has contado ayer queda claro que nunca has hecho una felación y que tampoco te han hecho ninguna a ti, ¿verdad?”. Yo fui cortante en mi respuesta: “Pues no, claro que no, eso nunca, ni hablar” y, aunque algunas veces, tal y como ya se ha contado en todo lo que llevo escrito, Rafa o David pasaron su pene por mis labios yo lo esquivé siempre porque era algo que me repugnaba y asqueaba, algo que ni me planteaba y que para mí no tenía nada que ver con las fantasías o con las relaciones sexuales. Iñigo se quedó como un poco contrariado y solo me dijo: “Ah, bueno, pues no sabes lo que te pierdes, porque si te lo hacen bien es una auténtica maravilla que te puede hacer ver las estrellas. Si yo te lo hiciera te haría gozar tantísimo que no te lo creerías, te haría alcanzar tales cotas de disfrute, gozo y satisfacción sexual solo con eso que fliparías. Pocas cosas hay más placenteras y gozosas que una buena mamada. Te lo puedo asegurar”. Me molestó todo eso que me dijo. Todavía no nos habíamos acostado juntos ni una vez (de hecho, todavía no nos habíamos desnudado ni vistos desnudos el uno al otro ni una sola vez) para decirme con tanta osadía y descaro lo de las mamadas y felaciones. Me cabreó un poco todo esto.

Iñigo debió percibir en mi rostro mi enojo y principio de enfado, porque enseguida trató de quitar hierro al asunto explicándolo con matices. Dijo algo así como: “Aunque claro, eso no es llegar a lo bruto y ponerse directamente a hacerlo en plan rápido. Primero hay que estimular todos los sentidos poco a poco, jugar con el cuerpo de la otra persona, relajar su mente, conquistar su cerebro con todo el morbo y la fantasía, y, a partir de ese momento, tras muchos preliminares, juegos y tono fantasioso rematar haciendo una felación con mucho tacto, cuidado y volcando muchas emociones en ella”. Este monólogo que me soltó atemperó un poco mi principio de enfado. De todos modos por la expresión de mi cara, Iñigo comprendió perfectamente que por el momento jamás permitiría que me hiciera eso y, sobre todo, que yo jamás se lo haría a él. Pero no pareció importarle mucho que no me viese dispuesta a llevar a cabo esas acciones sexuales. Quizás con Pilar sí que las había tenido y en cantidad, pero desde luego conmigo lo llevaba claro. Además, estábamos al principio de nuestra relación, todo era todavía demasiado pronto para plantearse estas cosas tan fuertes.

Pero si esa pregunta de Iñigo me enfadó un poco, mucho más habría de enfadarme y cabrearme su siguiente pregunta. No por la cuestión en sí, sino porque no se creyó mi respuesta y aunque se lo juré que era cierto no acabó de creérselo del todo, y esto sí que me cabreó porque yo nunca miento, no tendría ninguna necesidad de mentir y menos en una tontería como esta. La pregunta era muy simple: “por lo que me contastes anoche tú nunca te has masturbado por ti sola, nunca te has hecho nada a ti misma estando sola, nunca te ha apetecido masturbarte ¿verdad?”. Le dije claramente la verdad: “No. Nunca tuve la necesidad. Nunca lo necesité”. La cara de Iñigo era pura incredulidad e insistió con un irritante: “¿de verdad? ¿en serio?”. Le volví a contestar lo mismo. Era la pura verdad. Yo nunca lo había hecho, y no había nada malo en no haberlo hecho, pues todo el mundo lo hace, tanto las chicas como los chicos, pero yo nunca tuve la necesidad real de tener que masturbarme por mi misma.

Supongo que mi deseo sexual siempre ha estado muy ligado al morbo fetichista fantasioso y a las historias que me monté desde los 14 años con Edu, Rafa y los demás, es decir, que mi satisfacción sexual solo se consumía si había ese toque de morbo de jugar con la ropa o los demás jueguecitos que desde los 14 a los 18 años había jugado y planificado. Por tanto, sin poder excitar a mi cerebro (por ejemplo viendo como excitada a un chico con una fantasía) no tenía ninguna necesidad de excitar y de proporcionar placer a mi cuerpo, pues para mí siempre lo primero fue la necesidad de motivar, excitar y alterar el morbo fetichista de mi cerebro para luego ya sí sentir el placer de las caricias del chico en cuestión. Quizás es difícil de explicar, pero yo lo veo tan claro, que no entiendo porqué le costó tanto a Iñigo asumir la verdad. Finalmente Iñigo asumió que le decía la verdad y eso le complació más todavía, porque me dijo: “Genial. Me encantará ser el responsable de conseguir excitarte, motivarme y hacerte descubrir un inagotable mundo de sensaciones que ni te imaginas”. Sus palabras me sonaron a presuntuosas y engreídas, aunque el futuro me iba a demostrar cuantísima razón tenía en lo que había pontificado. Y me lo iba a empezar a demostrar el día siguiente.

Me acuerdo que estaba sentada a mi mesa estudiando, pues tenía al cabo de unos días un examen importante (ahora no soy capaz de recordar de qué era el examen) cuando me llamó por teléfono. Me insistió en quedar en mi casa justo en ese momento. Yo me negué. Tenía que estudiar y no podía perder el tiempo, aunque me apetecía verle tanto como él a mí. Además, mi madre estaba en casa, y no me hacía ninguna gracia que Iñigo se pasase por aquí estando mi madre también. Además, oficialmente no éramos novios ni nada, era solo un amigo, y no era lógico que viniese. Todo eso intenté hacérselo comprender pero insistió continuamente hasta que al final le dije que sí, pero solo unos minutos, que tenía que estudiar. Muy cerca debía de mi casa pues no tardó ni 3 minutos en llamar al portero automático. Hay que reconocer que la seguridad, presencia, elegancia y encanto que siempre ha desprendido Iñigo (y no solo por su belleza física) le hace ganarse a todo el mundo, y mi madre no fue una excepción, pues nada más entrar se la cameló en tono agradable, simpático y encantador en tan solo un par de minutos. Hay personas que están dotadas de cierto carisma que las hace muy agradables para todo el mundo. E Iñigo es sin duda una de ellas. Esa misma noche, ya cuando Iñigo se fue, mi madre me contó en tono confidencial lo que le había encantado y lo mucho que le gustaba la pinta que tenía. Ay, cuánta ingenuidad. Si ella hubiese llegado a imaginar lo que ese chico encantador estuvo haciendo todo el rato que estuvimos a solas en mi habitación.

Pero vayamos por partes y lo contaré todo poco a poco. Porque lo primero que Iñigo hizo nada más quedarnos a solas en mi habitación fue pedirme que al día siguiente fuésemos a su casa y que yo fuese vestida de nuevo como Scarlett Johansson en “Lost in traslation”, es decir, con el conjunto específico que él me regalo y que tanto le obsesionaba en plan fetichista (el jersey gris sin mangas, con la camisa azul a rayas y el pantalón negro), pero eso iba a ser el día siguiente, para esa tarde me tenía preparada otra sorpresa. Porque en un tono susurrante, seductor y embriagador me cogió de la mano y me dijo: “Por favor, abre tu armario, ábrelo”. Yo, un poco desconcertada lo hice, y él suspiró al ver mi ropa allí. Me dijo: “Ni te imaginas la de veces que en los últimos años te he deseado cada vez que te ponías alguna de estas prendas y sobre todo por lo bien que las combinas siempre”. Sé que me mentía al decir eso, pues dudo mucho que se hubiese fijado antes en mí porque para empezar apenas hacía dos años que nos conocíamos de vista y para finalizar en todo este tiempo se le vió muy feliz junto a Pilar. De todos modos a mí me gustó que me dijera eso. Lo que sí que me descolocó del todo fue el siguiente ruego que me pidió: “Por favor, cuéntame poco a poco, cómo combinas cada una de tu ropa, dime como combinas cada prenda, dime cuales son tus conjuntos favoritos y, sobre todo, dímelo poco a poco para que me de tiempo a imaginármelo todo”.

El ruego de Iñigo me descolocó por completo. Entiendo que su fetichismo era muy grande y que el mundo de la moda y la ropa le fascinaba, pero esa fantasía fetichista por saber cómo combinaba las distintas prendas me parecía un poco absurda. Además, todavía a esas alturas todavía no habíamos intimado nunca ni nos habíamos visto nunca desnudos, es decir, nuestra relación era muy light, aunque muy pronto dejaría de serlo. Sin saber por donde empezar, comencé diciendo: “Pues esta camisa blanca me la suelo poner bajo este jersey azul oscuro y con estos pantalones vaqueros”. Eso fue el detonante que hizo saltar la chispa morbosa de la pasión en Iñigo. Pues, acto seguido, se colocó detrás de mí, me acarició los pechos por encima del jersey que llevaba ese día y me pidió que siguiera narrando todo. Por lo que tímidamente seguí describiendo qué camisas me solía poner con que jerseys, que pantalones combinaba con ciertas camisas o jerseys, qué faldas combinaba con las prendas, con que solía combinar las camisetas cuando las llevaba en vez de las camisas, etcétera. Es decir, que durante más de 20 minutos, en un modo lento, pausado y relajado describí toda la ropa que había en mis perchas y en mis cajones lo cual excitó muchísimo a Iñigo, pues según lo fui haciendo lo dejó de masajear mis pechos por encima del jersey hasta que consiguió que se me pusiesen duros los pezones. Sentí un poco de pudor y vergüenza al notarme los pezones duros. Eso me ruborizó. Pero el plan de Iñigo había funcionado a la perfección: el morbo de describir fetichistamente la ropa al tiempo que me acariciaba me excito de sobremanera.

Supongo que fueron muchos los factores que influyeron que me excitase tanto esa inusual situación: el morbo de estar en mi propia casa, las hábiles y tenues caricias por encima del jersey, la lentitud y el detalle descriptivo cada vez que hablaba de un pantalón, un jersey, una falda, una camisa o lo que fuese (lo que potenció el tono fetichista morbosa que desde los 14 años siempre me ha encantado). Yo solo sé que en esos momentos me sentí ardorosamente excitada y acalorada. Iñigo lo notó perfectamente porque eso le dio el valor para hacer lo que hizo a continuación. Estaba claro que, en cuestiones de fetichismo morboso, con Iñigo me compenetraba mejor que nadie y que él me conocía muy bien y sabía lo que debía escuchar en cada momento para embriagarme, embelesarme y extasiarme solo con el tema de la ropa. Sus acciones fueron lentas pero muy precisas, pues de repente se arrodilló ante mí y me besó en la entrepierna por encima del pantalón. Acto seguido, con total naturalidad y espontáneidad, como si me lo hiciese todos los días me desabrochó el cinturón y el pantalón, bajó la cremallera, y me lo bajó lentamente hasta las rodillas. Yo estaba parada, extasiada y con el corazón helado por lo que estaba haciendo. No acerté a decir ninguna palabra. Sé que quise decir: “Iñigo, venga, no te pases, que está mi madre en casa, no hagas eso”. Pero no dije nada, me callé y solo estaba expectante a ver qué hacía. Me tenía completamente absorta por sus actos.

Volvió a darme un beso en la entrepierna. Esta vez por encima de las braguitas. Y me dijo: “Tranquila. Sé muy bien lo que hago. Tú simplemente déjate llevar por tus emociones y sensaciones. Te haré disfrutar como nunca antes nadie te lo haya hecho. Te haré descubrir un mundo totalmente desconocido para ti donde el placer no tiene fin”. Calló durante unos segundos. Y finalmente remató su discurso diciendo: “Pero solo te pido una cosa a cambio, y es que mientras te lo voy haciendo te quites ese jersey que llevas y vayas cogiendo ropa de tu armario y te la vayas poniendo, me da igual que sean camisas, camisetas o jerseys, lo que sea, pero tú ves poniéndotelo poco a poco, ves poniéndote tu ropa lentamente, y verás como el cocktail será explosivamente erótico. Te aseguro que vas a disfrutar como nunca antes en tu vida”. Qué razón tenía, porque pocos momentos más inolvidables y memorables habrá más en mi vida que los ocurridos aquella tarde invernal ante el armario de mi habitación.

Por lo que un poco temerosa y muy nerviosa me quité el jersey a rayas que llevaba de forma lenta y algo torpe por lo inquieta que estaba. Al quitármelo me di cuenta que curiosamente era la primera vez que Iñigo me veía en sujetador. Era increíble, no nos habíamos visto ni tan siquiera en ropa interior y nunca había pasado nada antes entre nosotros, y sin embargo ahora estaba de rodillas dando besitos a mis braguitas y acariciando mis mulos con mucha suavidad. Iñigo me dijo: “Sin ninguna duda el órgano más erótico, sensoriales y excitable de una chica es el cerebro. En su cerebro está todo el placer acumulado y es el único sitio donde hay que hacer desatar la pasión y el deseo sexual. Solo ahí. Y para ello hay que conseguir estimularte todos tus sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Y lo conseguiré con fantasías fetichistas mientras te cambias de ropa al mismo tiempo que yo te acaricio y te beso como solo tú te mereces. Dentro de tu cerebro hay un potencial erótico brutal y yo te lo voy a desatar. Te lo aseguro”. Sus palabras me pusieron aún más nerviosa, tanto que no era ni capaz de ponerme la camisa que había cogido de la percha.

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