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Secreto compartido

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La luz de una mañana soleada se filtraba por las cortinas.

Teresa seguía en cama, relamiéndose las heridas de la noche pasada. Se había pasado horas, con sus amigas, buscando a Fran por los locales habituales. Su móvil estaba apagado, y el de su compañero de juergas no contestaba. Empezaba a sospechar que la evitaba. Para colmo de males, se había destrozado los pies con los malditos zapatos de tacón, que no solía usar. Después de rechazar a un tipo pesado y a otro de aspecto desaliñado, había regresado a casa furiosa y amargada. Llevaba tres meses sin sentir un hombre entre las piernas, y más de dos años sin un novio formal. A sus veinte años sus relaciones sexuales se podían contar con los dedos de las manos. No es que no fuera atractiva, que sí lo era, sino que tenía un carácter caprichoso y mordaz. Con su inteligencia, sin proponérselo, intimidada a los hombres. Además era muy selectiva, y demasiado franca en la cama. Si no disfrutaba, lo decía.

    - Con la racha que llevo se me va a cerrar el agujero - murmuró.

    Una sábana azul de algodón, ligera y fresca, la cubría hasta los hombros. Estaba tumbada de espaldas, con la cabeza ladeada y la cara rodeada por una maraña de rizos dorados. Dos pechos como manzanas, firmes y picudos, se agitaban levemente con cada respiración. Le dolía un poco la cabeza, y también la vista. Pero a falta de un analgésico, conocía un remedio eficaz. Había deslizado una mano bajo el pantalón del pijama para acariciar el pubis, cubierto por un fino vello rubio. Necesitaba olvidar, relajarse y aplacar sus ansias. Había separado un poco las piernas. El dedo índice, se deslizaba por la parte alta de una raja alargada. Suspiraba casi de un modo inaudible, tanto por el goce que obtenía, como por las penas que se resistían a partir. Pensaba en Fran, en su trasero, y en su pene, que aún no conocía. El placer subía en oleadas desde el bajo vientre. Se sentía liviana, etérea. El dedo recorría la vulva, toda húmeda, y luego se metía con timidez en la vagina. Ya no sabía se estaba despierta o si seguía soñando. 

    - ¿Vas a dormir todo el día? - dijo su padre al entrar en el cuarto.

    El susto la dejó paralizada, con el dedo hundido en su sexo. La sábana la cubría, pero se podía apreciar dónde tenía la mano. La quitó de allí con discreción, lamentando el orgasmo que había perdido. Su padre la miró con severidad, no por lo que hubiera estado haciendo con esa mano (rascarse o magrearse), sino porque detestaba a la gente dormilona y perezosa.   

    - Enseguida me levanto - dijo Teresa con enfado.

    En cuanto se cerró la puerta, tiró la sábana a un lado con rabia y se levantó de un salto. Lo del orgasmo quedaba aplazado para mejor ocasión. Se quitó el pijama con desgana mientras bostezaba. Se sentía triste, falta de energía, y algo tensa. Frente al espejo, se reflejó un cuerpo de aspecto frágil, con brazos y piernas largas. Tenía una cintura estrecha y una cadera huesuda. Sus rizos rubios caían abundantes sobre unos hombros pequeños y redondeados. Suspiró con resignación al tocar sus pechos; le hubiera gustado que fueran un poco más grades. Fue entonces cuando notó el olor de su dedo. Apestaba a fluidos corporales. Lo chupó para limpiarlo pues no quería impregnar la ropa. Se puso un juego de ropa interior, una minifalda blanca, y un suéter amarillo de tiras, con escote rectangular.

    Pasaban de las once y media. La perspectiva de quedarse encerrada en el piso le disgustaba. Aún sentía un leve escozor entre las piernas por el placer no consumado. Necesitaba caminar, respirar aire fresco y oxigenar el cuerpo, para atenuar su excitación y su frustración. Además, hacía un día espléndido, ideal para lucir un cuerpo joven de piel blanca y tersa. Quizá encontrase al amor de su vida, por pura casualidad. Antes de salir pasó por la cocina y tomó una tostada y un vaso de leche fría. Recogió su bolso, donde había dejado el móvil, y se marchó rauda y sigilosamente.   

    El ascensor seguía averiado. A Teresa le daba igual. Le gustaba utilizar las escaleras, porque así fortalecía sus glúteos. Bajó apresuradamente, saltando de dos en dos peldaños. Su minifalda se agitaba como las alas de una mariposa, subiendo a veces casi un palmo. Ella disfrutaba como una colegiala con esas locuras. Pero al girar hacia el último tramo, que conducía a la planta baja, se dio de bruces con Amelia, que subía cargada con las bolsas de la compra. Gracias a sus reflejos de ardilla, consiguió evitar un impacto frontal. Pero dos de las bolsas se fueron escaleras abajo. Las otras dos quedaron aplastadas entre ellas.

    - Perdona. Lo siento mucho. Con el apuro de salir, ya ves. ¡Si es que llevo un día!

    - Tranquila chica. No pasa nada - dijo Amelia ofreciendo una sonrisa - Menudo achuchón. ¿Tú estás bien? 

    - Sí, soy muy flexible - dijo con ironía -. ¡Vaya desastre! Te ayudaré a recogerlo, y pagaré lo que esté estropeado.  

    - No es necesario que pagues nada. Creo que todo se puede aprovechar. 

    Una de las bolsas estaba rota. Teresa metió lo que pudo en la otra y entre las dos recogieron el resto. Lo menos que podía hacer era ayudarla a subir la compra. Amelia aceptó encantada. No solía tener visitas, y la joven rubia le resultaba simpática, aunque apenas se conocían. En realidad, Amelia mantenía una escasa relación con la vecindad. Prefería pasar desapercibida y ocultar su vida privada. De ella sólo podían asegurar que vestía con elegancia, que era educada y que vivía sola. Había cierto interés morboso por conocer algo de su pasado, o de su familia. Pero ella sabía eludir las preguntas indiscretas. Sus silencios los tachaban de orgullo, soberbia, o prejuicio. En general, no gustaba; era demasiado diferente.

    Teresa se adelantó escaleras arriba, subiendo con paso firme y todavía con el vientre encogido por el susto. Amelia la siguió a escasa distancia. Desde abajo, podía admirar las piernas largas y pálidas de Teresa. La minifalda se balanceaba a cada lado con amplitud, dejando atisbar el minúsculo triángulo de una braga rosa. La visión fugaz resultaba graciosa y excitante. Le traía recuerdos de su adolescencia, cuando podía lucir conjuntos de talla pequeña, que se ceñían a su cuerpo como una segunda piel. Ahora, a sus 43 años, acumulaba redondeces en las nalgas, en los pechos, en el vientre. Su rostro ovalado había perdido frescura y las arrugas se resistían a los cosméticos. Sin embargo, con sus vestidos de diseño, aún resultaba una mujer atractiva. En particular, tenía piernas firmes y suaves, que sabía lucir.        

    Subieron hasta el 5º A, un ático. Teresa llegó jadeando, y con las axilas humedecidas. Sólo entonces se dio cuenta de que había estado enseñando el trasero, y quizá algo más. Tampoco le dio mayor importancia. Al contrario, le pareció una escena de lo más erótica. Sólo lamentó que no fuera Fran el que subiera detrás. En todo caso, necesitaba un descanso y beber algo. Amelia, en cambio, no parecía afectada por el esfuerzo. Respiraba con normalidad y se movía con soltura. 

    - Estás empapada - bromeó Amelia.

    - Si es que el ejercicio intenso no es lo mío. ¡Soy una debilucha!

    - Pues tienes unas buenas piernas - dijo con confianza.

    - Será lo único bueno que tengo. Las exhibo mucho, pero trabajan poco.

    - Yo diría que tampoco estás mal de pecho - dijo parándose frente a ella -. ¡Menudas dos puntitas! Son como lanzas.

    - Oh, se parecen a las de mamá - sonrió turbada -. Pero a los chicos le gustan más las tetas grandes, como las tuyas.

    - ¡Qué sabrán los chicos! La mayoría lo ignoran casi todo de las mujeres - sentenció con severidad.

    Nada más entrar en el piso, dos gatos vinieron a recibirlas. Uno era grade y gordo, con un pelaje gris plata, llamado Apolo. La otra era Diana, una joven gata siamés. Amelia le confesó que eran como sus niños, que los adoraba, y que los tenía muy bien enseñados. Pasaron a la cocina donde depositaron las bolsas. Teresa la ayudó a guardar lo más urgente en la nevera. Lo hizo por cortesía, pero también porque se sentía a gusto a su lado. Amelia, por su parte, ansiaba conocerla más afondo, y le suplicó que se quedara un poco más. Creía que podría haber sintonía entre ellas. Teresa aceptó sin dudarlo.

    - Ahora mismo preparo un té y charlamos. Puedes esperar en el salón - dijo Amelia.

    El salón era amplio y acogedor. Teresa se acomodó en un gran sofá marrón de tres plazas. Exhaló un suspiro largo y profundo. Tras descalzarse, examinó sus doloridos pies. Tenía algunas rojeces, pero ninguna herida grave. Subió las piernas al sofá y se recostó sobre un cojín contra el respaldo. El alivio que sintió fue inmenso. Todos sus músculos se distendieron, relajados. Plegó las rodillas y bostezó. La minifalda cayó toda sobre su vientre. Deseó poder quedarse a dormir allí. Cerró los ojos y se imaginó a Fran sentado a su lado, admirando sus largos y esbeltos muslos. Sintió una leve calentura en su sexo, muy agradable.

    De repente Apolo, el gato gordo, saltó al sofá. El roce de su pelaje gris con el tobillo la sobresaltó. Lo miró de reojo, sin apenas moverse. El contacto era demasiado suave y placentero como rechazarlo. Pero Apolo siguió adelante, hasta restregarse contra la parte baja de los muslos. Teresa contuvo un pequeño chillido por la sorpresa. Las cosquillas que sentía, sobre todo con los pelos del bigote y las orejas, que rozaban la entrepierna, eran insoportables. Intentó apartarlo, pero el gato opuso resistencia. Al erguirse y quedar sentada, con su pie izquierdo apoyado en el suelo, dejó los muslos separados. Lo que vio en ese momento la dejó helada. Apolo arrimó la cabeza y se puso a lamer con su lengua áspera y puntiaguda sobre la braga, allí donde se apreciaba la hendidura de su sexo. Lo más asombroso es que tras el espanto inicial, empezó a sentir placer. El gato lamía con frenesí, e incluso con pericia. El olor, intenso, lo atraía. Era evidente que estaba muy bien adiestrado. Entonces se dio cuenta, con horror y con pena, de lo ocurría: ¡se consuela con sus gatos!      

    Teresa oyó pasos en el pasillo. Sin pensárselo arrojó al gato al suelo y se alisó la minifalda. Amelia apareció con una bandeja. Se había quitada la chaqueta. La blusa malva aparecía tensa, conteniendo unos pechos generosos. Estaban realzados por efecto del sujetador. Su falda gris, con abertura a un lado, constreñía unas piernas morenas y musculadas. Tras dejar la bandeja en la mesita de cristal, se sentó con naturalidad al lado de Teresa. Sus muslos quedaron a escasos centímetros. Teresa tenía el pulso acelerado y no dejaba de mirar de reojo a los gatos, temiendo que alguno se atreviera a saltar a su regazo. Pero con Amelia presente, ni se acercaban al sofá. Se tranquilizó un poco al escuchar la voz melodiosa de Amelia. Tras las primeras frases, las dos supieron que se caían bien. La confianza surgió espontáneamente. Tomaron el té como si fueran dos amigas íntimas.

    Amelia supo que la joven estudiaba Enfermería, que era torpe con los hombres y que detestaba el alcohol. Teresa se enteró de que ella trabajaba en una editorial, que era licenciada en Historia Antigua, y que seguía soltera. Ambas preferían los lugares apartados y tranquilos; detestaban los ruidos y las aglomeraciones. Las dos eran francas, atrevidas y muy celosas de su independencia. Amelia sonreía al hablar, dejando que su cabello negro, corto y ondulado, se agitara acompasado con en incesante movimiento de sus manos. Teresa la escuchaba atenta, con el cuerpo rígido y los muslos apretados, mientras dejaba vagar su mirada por el amplio salón. Fue así como se fijó en un estante elevado, donde se alineaban una serie de proyectiles de distintos colores. Quedó fascinada, tratándose de hacer una idea precisa de lo que eran o de lo que representarían.

    - ¿Qué son? - preguntó con ingenuidad.

    - Chica, ¿qué van a ser? - respondió Amelia con una amplia sonrisa - ¡Consoladores!

    - Ah, sí ya. ¡Qué original! - dijo con turbación.

    - Los colecciono. Tengo más de medio centenar. Pero esos son los que más aprecio. ¡Ven que te los enseño!

    Teresa se había ruborizado como una colegiala. No deseaba hablar de temas relacionados con el sexo. Pero prefería levantarse a seguir sentada en el sofá; la mirada de Apolo la inquietaba. Los doce artefactos estaban dispuestos de mayor a menor tamaño. El primero medía casi 30 cm de largo, y estaba hecho de metal cromado; relucía como el oro. En el otro extremo, el más pequeño, de aluminio, tenía casi 15 cm. Los que estaban allí expuestos eran piezas exclusivas, o ediciones limitadas. Amelia estaba orgulloso de ellos. Eran caros y difíciles de conseguir.

    - Los he probado todos - dijo Amelia con total naturalidad - y te puedo asegurar que funcionan de maravilla, aunque cada uno tiene su, como decirlo, toque especial.

    - Ya - dijo Teresa cortada. No sabía si tomárselo a broma y reírse, o si adoptar una pose seria y curiosa.

    - ¿Cuál tienes tú? ¿De esos de plásticos alargados?

    - No tengo. Nunca he tenido. A mi edad ¿para qué?

    - ¿Cómo que para qué? - dijo con un tono reprensivo - Para correrte como Dios manda.

    - Salgo con chicos, nos lo montamos bien, cuando podemos - dijo a la defensiva.

    - ¿Y cuántos de esos chicos te han provocado un orgasmo?

    - Varios, diría. Pero tuve que intervenir con mi mano, sino nada. El problema es que ellos, ¡terminan tan pronto!

    - Desengáñate, ni aunque estuvieran toda la noche metiéndotela te llevarían al cielo. No saben cómo manejar nuestros cuerpos. Todo se lo tenemos que enseñar. Y para eso es preciso que una aprenda a conocerse de memoria. ¡Sígueme!

      Amelia la condujo hasta su dormitorio. En un estante de pared, de dos baldas, se disponían su colección de consoladores (la mayoría con función de vibración). Estaban en posición vertical, agrupados como un ejército. Los había de todos los tamaños y colores, formando un curioso mosaico. Casi podían pasan desapercibidos. Amalia cogió un consolador pequeño y compacto, de 12 cm y dos pulgadas de diámetro. Era negro, hecho con material sintético, suave al tacto.

    - Este es muy práctico y fácil de ocultar - dijo Amelia-. Lo puedes llevar en el bolso. Además, viene con mando a distancia. Tiene tres niveles de vibración. Toma, te lo presto para que lo pruebes. Y ya me dirás qué tal te fue.

    Teresa estaba desconcertada y sin palabras, algo muy raro en ella. Sentía una tentación irrefrenable por tomar ese artefacto entre las manos y, quizá, probarlo en la intimidad. De hecho, volvía a sentir palpitaciones en su sexo y un desagradable escozor que pedía ser calmado. Pero el sentido de la corrección, inculcado por sus padres, le impedía aceptar ese artefacto. Le parecía una oferta indecorosa, sobre todo viniendo de una mujer mayor. 

    - ¿Qué ocurre? ¿Es que no sabes usarlo? - bromeó Amelia -. ¡Cógelo mujer, que no muerde!

    - No. Sí, se usarlo. Supongo - dijo con cierto enfado. Nada dolía más a Teresa que cuestionaran su inteligencia.

    - Mira, si es muy fácil. Yo te enseño si quieres.

    - Vale - dijo mecánicamente, sin que en realidad supiera bien qué quería decir. Intentaba ganar tiempo.

    Amelia tomó la respuesta en su sentido literal, como habría hecho si se tratara de una de sus amigas íntimas. Se sentó en la cama acercando a Teresa a su lado y, sin mediar palabra, le levantó la minifalda. Ante ella apareció una braga rosada, con ribetes en los bordes elásticos, un poco holgada;  así es como le gustaba llevar la ropa interior. Teresa la miró con estupor, excitación e impotencia. Emanaba un intenso olor a sexo que no podía pasar inadvertido. Amelia tiró de la braga hacia abajo para dejar a la vista un pubis rubio rodeado de piel blanca como la nieve. La rajita era muy fina y estaba húmeda. La palpó con tres dedos, lo que hizo que Teresa se estremeciese de pies a cabeza. Amelia acarició los labios mayores con suavidad. Los separó y deslizó la yema de sus dedos hacia arriba, buscando el clítoris. Con la otra mano encendió el consolador, que empezó a vibrar. Pero cuando Teresa lo sintió en la entrada de su vagina dio un paso atrás, asustada. No pudo evitar asociar la vibración con la electricidad, a la que temía. Por otro lado, no le gustaba meterse cosas en su pulcra vagina, ni siquiera un simple lápiz.

    - Lo siento. No puedo - dijo Teresa mientras se colocaba su braga con precipitación.

    - Tranquila. No pasa nada - terció Amelia -. Tener miedo a lo que no conocemos es natural. Lo mejor es que veas cómo lo hago yo y así te haces una idea.

    - De verdad que no es necesario.

    Pero ya Amelia se había bajado la cremallera de la falda. Se levantó para dejar que se deslizase por sus piernas abajo. La blusa malva quedó como flotando, y ocultó una braga  tipo tanga, blanca y de rejilla. Fue hacia la mesita y abrió el primer cajón. De allí sacó un consolador morado, que tenía la forma de un pene, en el que se podían distinguir las venas. Se echó sobre la cama, de espaldas, y recogió las rodillas. La blusa cayó sobre su vientre. Teresa pudo ver como la fina tira blanca de la braga se hundía entre unos labios carnosos y abultados. Volvía a sentir una mezcla de miedo y excitación. Quería huir de allí cuanto antes, pero sus piernas no respondían. Los pequeños pechos se le habían endurecido sin que se diera cuenta. La vulva parecía querer abrirse como una flor. Estaba paralizada por el horror y el placer.

    El consolador comenzó a vibrar. Hacía un ruido parecido al de una maquinilla de depilar. Resultaba más cómico que aterrador. Con un dedo, Amelia apartó la tira blanca y mostró una caverna rojiza. El Consolador se hundió con suma facilidad, más o menos hasta la mitad, unos 10 cm. No se precisaba más, le aseguró Amelia, para experimentar placer, aunque cada mujer debía buscar su punto exacto. Había que mantenerlo sujeto, pues con las contracciones de la pelvis lo podía expulsar.

    - Ahora, con la otra mano - dijo Amelia - te acaricias donde más te guste. Pero es mejor que dejes el clítoris para el final, porque sino el orgasmo puede ser rápido y demasiado intenso. O por lo menos eso es lo que sucede a mí.

    - Vale - dijo Teresa, que había recuperado parte de su natural aplomo y de su curiosidad -. Lo que me sorprende es como eres capaz de meterte todo eso dentro. A mí no me entraría.

    - Oh! - suspiro -. Tengo una vagina muy, pero que muy, versátil.

    Teresa se acercó un poco más, para mirarla con atención desde apenas medio metro. Estaba fascinada e impresionada. Nunca había visto a una mujer masturbándose delante de ella, al natural, sin disimulos. Creía que una escena así le resultaría indiferente, grosera, o ambas cosas. Se reía de sus amigas, dos que lo había hecho, por probar. Pero lo cierto es que ella estaba terriblemente excitada. Su organismo acumulaba demasiada tensión, por el placer no satisfecho en los últimos días.

    - ¿Puedo? - Preguntó Teresa con ingenuidad, señalando al consolador.

    - ¡Por supuesto! Te lo dejo en tus manos.

    Teresa lo tomó con sumo cuidado, casi dejando que se agitase entre sus dedos. Estaba asombrada con su osadía. Nunca había sentido una excitación semejante con un chico, tan intensa y generalizada. El hecho de estar haciendo algo prohibido con una mujer madura le resultaba tentador. Amelia empezaba a verse desbordaba por el placer. Su agitación interna se podía percibir a través del consolador. Y tras una leve torsión de la cadera, el artefacto se deslizó hacia fuera. La sorprendida Teresa dio un pequeño chillido por el susto inicial. Luego soltó unas risitas nerviosas.  

    - ¡Agárralo con firmeza! - le amonestó Amelia -. No se va a romper. ¡No es un huevo!

    - Perdón - se ruborizó Teresa y empujó hacia dentro el consolador -. ¿Voy bien?

    - Perfecto. Mételo más adentro. Así. Déjelo un poco ahí - Amelia hablaba con voz firme y baja. Teresa callaba. 

    - Ahora sácalo - dijo Amelia al cabo de un minuto -. No del todo. Gíralo un poco. Bien. Mételo de nuevo. Lentamente. Pero inclínalo para que choque con la pared de delante. ¡Así, qué bueno! Atrás otra vez. Y vuelve a meterlo.

    - Creo que ya empiezo a dominarlo - dijo Teresa después de una docena de penetraciones. El artefacto estaba empapado y desprendía un olor intenso. Igual que ella, que había mojado, o ensuciado, su braga nueva. Lamentó no haberla quitado.

    Amelia suspiró profundamente. Una vez en marcha, ya no se podía detener. Tenía que llegar hasta el final. Estaba segura de que Teresa lo comprendería. En realidad, deseaba que ella lo entendiera. Metió la mano bajo el tanga para buscar su zona más sensible, el bulto esponjoso que se ocultaba entre sus labios. Lo acarició con prudencia, manteniendo la fricción. Los gritos se ahogaron en su garganta. Se tapó la boca con el antebrazo. Miró al techo y cerró los ojos. Teresa se quedó atónita. Nunca hubiera imaginado que fuera a correrse delante de ella, y que lo hiciera tan pronto. Pero así sucedió. Pese a su edad, se arqueó y se retorció con la flexibilidad de una gata. Luego se quedó muy relajada.

    - Sí que es eficaz - dijo Teresa soltando el consolador que se salió expulsado por las contracciones vaginales.

    - Rápido, limpio y seguro - señaló Amelia con el rostro feliz. Se incorporó sobre los codos -. Estás roja como un tomate. ¡Y como jadeas! ¿Tú también te has corrido?

    - ¡Qué va! Me he quedado con las ganas. Después de lo que has hecho no puedo marcharme sin probarlo.

    - No, no debes. Anda, acércate, que yo te ayudo. Verás que bien lo vamos a pasar. Tengo una idea genial.

    Teresa se apresuró a quitar su braga rosa y se echó junto a Amelia. Se dieron un beso largo y apasionado, entrelazando sus lenguas, una afilada y suave, la otra ancha y empalagosa. Estrecharon sus cuerpos. Se abrazaron; los duros pechos de Teresa se hundieron en los de Amelia. Teresa se estremeció, pero Amelia aún no estaba recuperada. Se había descargado del todo.

    - Ponte sobre mí - dijo Amelia - a cuatro patas. Pero del revés.

    - Ten cuidado, que tengo un canal estrecho.

    - Todavía no voy a penetrarte. Primero hay que ponerte a tono.

    Amelia estaba tumbada de espaldas, con la cabeza entre las largas y blancas piernas de Teresa. La joven ardía por dentro y por fuera. La minifalda tapaba sus nalgas y dejaba su sexo entre penumbras. Amelia descubrió una rajita larga, fina, con unos labios casi planos, que apenas abultaban. Acercó su cara con avidez. Dio los primeros besos, cortos, superficiales. Luego sacó la lengua y la hundió bajo los pliegues. Comenzó a hurgar en la abertura con la precisión de un cirujano. Teresa empezó a jadear y notó leves calambres en los brazos y piernas. Flojeaba. Le parecía demasiado pronto, pero no se extrañaba, después de todo lo que había pasado. Sintió como unos dedos se hundían en su abertura. Era cierto, la tenía insultantemente pequeña. Pero no era virgen. Normal que le doliera cuando algún chico medianamente dotado se la metía con violencia.

    Amelia encendió el pequeño consolador. No hacía tanto ruido como el anterior, pero daba la impresión de vibrar con mayor frecuencia. Parecía un abejorro inquieto. Teresa apretó los dientes cuando sintió el temible zumbido entre sus piernas. Pero cuando el apartado se hundió con suavidad en su vagina lo que sintió fue un agradable hormigueo. Resopló con fuerza. Se agarró a las sábanas. Tiró del cuello hacia atrás. Amelia sabía muy bien lo que hacía. Lo movía con pericia. Con una mano movía el consolador, lo giraba, lo metía más adentro, tiraba hacia afuera con lentitud, lo sacaba y lo volvía a introducir. Con la otra mano palpaba el pubis, y de vez en cuanto deslizaba un dedo hacia la hendidura, buscando el capuchón, ya crecido. Era demasiado para Teresa, que intentó en vano respirar más hondo para retardar el desenlace. Le llegó repentinamente, como un terremoto. Se desplomó sobre el cuerpo de Amelia, con la cara escondida entre eses muslos fuertes y redondos. Tenía lágrimas en los ojos. En su vida había sentido un orgasmo como aquel.

    - ¿Qué tal? - preguntó Amelia retirando y apagando el consolador.

    - ¡Genial! - dijo sin fuerzas - Me lo quedo. Te compro el aparato. Te los compro todos. Y a ti también si hace falta.

    - No es necesario que te endeudes - bromeó Amelia -. Cuando te apetezca “liberarte”, los fines de semana, y también los viernes por la tarde, puedes pasarte por aquí. Te atenderé encantada.

    - No quisiera molestar, o resultar inoportuna - dijo moviéndose para echarse a su lado, hombro con hombro.

    - Una preciosidad como tú siempre es bienvenida. Además, cuando se juega entre dos es más divertido y placentero. Pero de esto, ni  una palabra a nadie. Ni si quiera a tú mejor amiga. Será nuestro secreto.

    - Ahora tú eres mi mejor amiga - dijo con malicia -. Y yo soy la primera interesada en guardar el secreto. No quiero que mis amigos y amigas me tomen por un bicho raro, o más raro de lo que ya me ven.

    Se besaron con ternura. Teresa pensó que, después de todo, no se le iba a cerrar el agujero; no con esos artefactos. Pensó que esa noche iba a dormir de maravilla y que no volvería a padecer estrés. Pensó que Fran era un idiota, y que nunca más correría desesperada detrás del, ni de ningún otro. Ya sabrían encontrarla si la deseaban. Por su parte, Amelia pensó que había merecido la pena instalarse en aquel edificio lleno de matrimonios tradicionales y conservadores. Sin proponérselo, se había encontrado con un auténtico tesoro. Sabía que no podía durar mucho. Nada es para siempre en esta vida. Pero mientras tanto, disfrutaría al máximo. La joven prometía mucho. Su mente necesitaba ser instruida. Su cuerpo debía ser explorado. Y ella sabía cómo hacerlo.        

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