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El restaurante

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(Dedicado a Sonia, una persona muy especial para mí)

 

Estoy esperando en la puerta de las Torres de Colón. Entonces me doy cuenta que un taxi se detiene frente a mí y, ahora sí, no hay duda, sois vosotras las que descendéis con cierto nerviosismo. Vuestra presentación me gusta, es la que os pido, zapatos con poco tacón, faldas de tela suave y con caída (creo que deben ser de viscosa), ligeramente por encima de las rodillas, y arriba Sara lleva una camiseta ajustada (negra en este caso) con un escote que, sin ser excesivamente generoso, permite disfrutar del principio de sus senos firmes y apretados hacia el centro (sin duda por obra y gracia de alguna sofisticada prenda de lencería). Por el contrario, Sonia viste una camisa blanca, ligeramente transparente, tras la que parece adivinarse un sujetador de encaje color champán.

Camináis hasta mí, con paso más decidido de lo que yo hubiera imaginado previamente, y os presentáis con sencillez:

- Hola Tess.

- Hola Tess.

- Hola. Me agrada vuestra presencia. Ahora quiero que vayamos a comer. Caminad hasta el restaurante delante de mí, no volváis vuestra mirada y no olvidéis ir cogidas de la mano. Yo os seguiré detrás, me apetece disfrutar del movimiento de vuestros culos. Adelante.

El paseo hasta el restaurante es agradable. El fresco del aire de Madrid contrasta con el calor que empiezo a notar por mi entrepierna. También noto que el pulso se me ha acelerado ligeramente. Tengo que relajarme un poco, esto sólo ha comenzado y hay tiempo para todo. Cruzamos por el paso subterráneo de la Castellana, el músico que recoge monedas con las melodías de un violín algo gastado por el tiempo no puede evitar dirigir su mirada hacia las dos mujeres que me preceden. Se ha parado a media canción, sin duda este será el mejor momento de su día. Al subir hacia el exterior la brisa mueve vuestras faldas, una de vosotras hace ademán de sujetarla por el bajo, pero la otra, rápidamente, da un pequeño tirón al brazo de su amiga. La vista ha sido muy fugaz, pero ver la continuación de uno de vuestros muslos dispara mi imaginación hacia lo que puede ser una comida con sobremesa incluida. Al llegar al restaurante os detenéis para abrir la puerta y cederme el paso. Me adelanto a vosotras y cruzo el umbral, el interior no es que sea excesivamente acogedor, pero sí lo suficiente para lo que necesito. Busco con la vista una mesa adecuada. En un rincón está la que quiero, junto a una cristalera que da a la calle y con una jardinera con plantas altas que la separan del resto del salón. Una vez sentado os indico las sillas que se encuentran frente a mí. Sabéis que mientras no os lo indique no tenéis que hablar nada en absoluto y cuando se acerca un camarero os digo que pidáis lo que os apetezca, el menú será idéntico para los tres, yo sólo me encargo del vino (con un poco de suerte pueden tener alguno de La Mancha, un tinto de crianza que nos caliente lo suficiente).

La comida transcurre en silencio, sólo se oye el ruido de los cubiertos y, según los nervios, la respiración más o menos agitada de cada uno de nosotros. Este tiempo me sirve para relajarme algo, lo que seguirá lo tengo pensado de antemano, pero a vosotras noto que aumenta vuestro nerviosismo. Estoy seguro que cuando llegamos a los postres ese nerviosismo deja paso a una muy sincera excitación.

- Os vais a quitar la ropa interior. Pasad al baño, primero Sara y después Sonia, y cuando volváis quiero que depositéis vuestras prendas sobre el mantel y cerca de mi plato.

Tal vez mis primeras palabras en el restaurante os hayan sorprendido algo, el caso es que cruzáis vuestras miradas como una interrogación.

- No quiero que volváis a miraros. Sara, levántate ya.

Obedeces casi como un resorte. Te diriges al baño y, al cabo de 5 minutos (la camiseta te ha debido entretener algo) vuelves con paso rápido, apretando entre tus manos el sujetador y un pequeño tanga a juego. Quieres esconderlas pero sabes que no puedes y, antes de sentarte, las dejas donde te indiqué. Coloco mi mano sobre ellas y aún noto el calor de tu cuerpo, tomo sólo el tanga y lo acerco a mi nariz. Mis dedos sienten tu humedad femenina y aspiro el aroma de tu deseo, pese a que sé que eso me provoca una erección casi completa.

- Sonia, ahora tú.

El juego sabes que continúa. La vuelta de tu amiga tal vez te tranquilice un poco, y la excitación cada vez mayor de tu sexo te ayuda a obedecerme. Caminas hacia el baño con bastante elegancia, y el movimiento de tus caderas recorre toda la falda, acariciando con su pequeño vuelo el final de tus muslos alargados. Vuelves pronto, con un nuevo color en tus mejillas, acaloradas por la nueva situación, y con el acierto de haber abierto tu escote un botón más que antes, para poder disfrutar de la parte menos morena de tu pecho. El restaurante no está completo, pero sí lo suficientemente lleno como para pasear con tus prendas en la mano y que alguien pueda verlas. Te sientas y las dejas a mi derecha, entre mi plato y la cristalera que da directamente a la Castellana.

También noto el calor de tu cuerpo. El sujetador es tal y como había imaginado, de algodón y lycra color champán, con un bonito encaje que recorre el contorno del escote. Acaricio con mi mano tus bragas a juego, y las imagino rodeando tu cuerpo, esos dos triángulos tensados alrededor de tu culo y tu pubis. Tienen dos finas tiras para tus caderas, las enrollo entre mis dedos y las acerco con descaro hacia mi rostro, para que mi lengua pueda notar tu sabor, más dulce de lo que esperaba. El espectáculo de vuestros pezones apretándose a la tela es muy intenso, menos mal que el camarero ya no tiene que volver, y guardo en mi maletín vuestra ropa interior, el envoltorio de las partes más íntimas que me pertenecen.

- Ahora vais a abrir vuestras piernas y, en esa posición, sin moverlas para nada, estaréis mientras tomáis el postre. Hacedlo despacio y sin levantar la vista del plato.

Empezáis al mismo tiempo, con una coordinación que parece ensayada y, con la tercera cucharada, coloco mi pie izquierdo desnudo entre las piernas de Sara. Quiero ver tu reacción al acercar mi dedo pulgar a tu sexo. Sólo das un pequeño respingo, y dejas de comer por un instante, pero rápidamente adelantas tus caderas para ayudarme en mis tareas.

- Sigue comiendo, lo estás haciendo muy bien.

Sonia ya imagina lo siguiente y se prepara igual que su amiga. Mi pie derecho se abre paso acariciando la parte interna de tus muslos, para entretenerse jugando con los rizos de tu pubis. Después exploro vuestros sexos, los abro con mis dedos, que se mojan al instante en una esencia caliente y resbaladiza, y noto los clítoris abultados al presionarlos rítmicamente. Ahora ya no coméis al mismo ritmo, habéis perdido la coordinación pero no importa, me gusta ver como se entornan vuestros ojos, como mordéis vuestros labios y ahogáis los gemidos que os podrían delatar ante el resto de comensales. Os pido que me aviséis antes de llegar al orgasmo, no quiero que os corráis así. Así, cuando cada una de vosotras me lo indica con un breve "Ya", detengo mis caricias y vuelvo a calzarme.

- Tomad vuestras cucharillas y mojarlas en vuestro cuerpo.

Sé que esa no será una sensación demasiado agradable, pero tampoco molesta. A estas alturas no os importa la gente que está en el local, les dais la espalda y sólo podéis verme a mí. Así, con esa ficticia sensación de intimidad, cumplís mi deseo y me ofrecéis las cucharas rebozadas en vuestra miel. Las tomo con mis manos y las utilizo para tomarme el postre. Mientras tanto permanecéis quietas, algo más relajadas que antes pero con la incertidumbre de cuándo y cómo será el final.

Al terminar mi última cucharada observo vuestros rostros. La belleza y la excitación iluminan vuestra mirada. Os pido que me miréis a los ojos durante un tiempo, mientras permanecemos en silencio. Son sólo dos minutos, pero se alargan en nuestras mentes de forma muy excitante.

- Quiero que me digáis si queréis que me marche ahora, o si preferís continuar conmigo.

Vuestra respuesta no se hace esperar y, con la misma coordinación con que empezasteis a comer el postre, me dirigís un "No amo, no te marches" que llega a mis oídos como un susurro. Sin duda sois mis mejores esclavas, os queda poco por aprender. Entonces os indico que vayáis al baño, quiero que entréis juntas al que hay en medio, el que está diseñado para personas discapacitadas, es más amplio y, por tanto, resultará más cómodo. Allí subiréis vuestras faldas hasta la cintura, os pondréis de cara a la pared, mostrando vuestros culos hacia la puerta de entrada y, con una mano, os acariciaréis el clítoris despacio, sin llegar a correros y esperando mi llegada.

Por vuestras cabezas pasan muchas cosas, algunas de ellas de las que no estáis dispuestas a aceptar. Descubro vuestras dudas en los rostros, pero os miro con una cierta complicidad que pueda tranquilizaros, hago un breve gesto de afirmación con mi cabeza y os indico con una mirada el camino hacia el servicio. Vosotras no lo sabéis, pero pienso dejaros allí un rato, aproximadamente cinco minutos, sé que es mucho pero no hay nadie en el restaurante que vaya a usar ese baño, y, en el peor de los casos, puedo adelantarme para que nadie me estropee mi fiesta particular.

Cuando entro en la estancia, pese a esperar la imagen que ven mis ojos, no puedo dejar de sorprenderme por la enorme belleza de vuestros cuerpos, vuestras largas piernas tensas, los culos enmarcados por la tela de las faldas, que caen por los lados y se mueven al compás de vuestros balanceos, y las manos asomando entre los muslos, abriendo los labios de los sexos para mí. La luz es halógena, eso provoca un brillo especial de vuestro flujo, con tonos dorados y azulados que cambian con el vaivén. Sé lo que me pide el cuerpo: arrodillarme, abrazar vuestras caderas y usar toda mi boca hasta llevaros, primero a una y luego a otra, hasta un orgasmo que no podáis olvidar jamás. Pero eso debo dejarlo, tal vez, para otra ocasión, es nuestro primer encuentro y no hay que ser tan atrevido.

Cierro el cerrojo de la puerta y camino hasta vosotras. Me coloco entre las dos, nuestras piernas se tocan y deposito una mano en cada uno de vuestros culos. Lo hago despacio, queriendo alargar el placer que me produce vuestro calor y suavidad. Después comienzo a acariciarlos en círculos, desciendo pasando por el ano e introduzco dos dedos en cada vagina. Los meto todo lo que puedo y os acaricio por dentro. Noto la presión de los esfínteres y los giro en un sentido y en otro. Las palmas de mis manos descansan en la parte final de vuestros glúteos y comienzo a sacarlos y meterlos sin parar, acelerando cada vez más mis movimientos.

- ¡Correros ahora!

Qué agradecida es la obediencia. Todo vuestro placer se va concentrando en mis manos, asciende por mis brazos y me invade todo mi cuerpo. Tanta satisfacción no puede explicarse con palabras y, tras una pequeña pausa, saco mis dedos y los limpio con mi boca. Sin duda recordaré este exquisito postre durante el resto de mi vida.

- La cuenta ya está pagada. Esperad a que yo salga para arreglar vuestra ropa. Después, podéis salir.

Sois tan buenas que no tengo que recordar vuestras obligaciones. "Gracias amo", esas son las últimas palabras que esperaban mis oídos, y las decís con un agradecimiento sincero. Salgo tan excitado como entré, pero con el enorme placer que provoca, no el orgasmo, sino vuestra sumisión a mis deseos. Sé que, si hubiese querido, estaríais dispuestas e recibirme en vuestro interior, pero hay veces que los orgasmos, al ser tan intensos, borran ligeramente toda la excitación previa, y eso es algo que quiero conservar intacto en mi cerebro, sabiendo que será mayor el placer que me seguirá proporcionando en el futuro.

Cuando vosotras salís del servicio yo ya no estoy. Era algo fácil de suponer, pero eso no impide que vuestras miradas me busquen en un instante breve. Tomáis vuestros bolsos y salís a la calle. La temperatura sigue siendo fresca, el aire asciende por las piernas para refrescar vuestros sexos desnudos y, sin saber por qué, os agarráis de la mano sin decir nada. El sol comienza a asomarse entre las nubes.

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