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La sombra de una duda

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Julio de 1984

Desperté sin tener constancia de tiempo y lugar. Mi única sensación era una punzada, que dolorosamente trepaba desde mi recto hasta mi cerebro, impidiéndome pensar con claridad. Abrir los ojos me costó muchísimo esfuerzo,  pues tenía el parpado izquierdo hinchado,   levanté la cabeza en la medida que mis fuerzas me lo permitían, arañé con mis manos el suelo intentando incorporarme, pero me flaqueaban las piernas, me toqué el labio, constatando  que lo tenía roto, pues estaba hinchado y  todavía  seguía manando sangre de él. Hice el amago de gritar pidiendo  ayuda,  pero la boca me sabía a tierra y únicamente conseguí toser compulsivamente.

A pesar de mi ingenuidad, mi mente sabía perfectamente lo que me había ocurrido: Miguel y Ángel, los dos de Cañete, me habían partido el culo sin mi consentimiento y yo no podía evitar sentirme culpable. En mi fuero interno, creía firmemente que tenía más que merecida la paliza que aquellos dos desalmados me habían dado y el hecho de que me hubieran follado, me lo había buscado yo solito. Si no me hubiera ido con ellos, nada me habría pasado, si no hubiera tentado a la suerte mi vida habría sido completamente distinta.   

Instintivamente llevé una mano a mi vejado trasero, fue pasar los dedos por mi agujero y una cuchillada lacerante recorrió todo mi cuerpo. Mis dedos se impregnaron de algo viscoso, al observarlos detenidamente, comprobé que se trataba de esperma reseco mezclado con sangre. De nuevo hice intención de levantarme, pero no podía mover las piernas, era como si no las sintiera. Un terror inconmensurable me invadió, sentía un dolor tan tremendo que llegué a pensar que me había quedado parapléjico o algo por el estilo. Impotente, me puse a llorar desconsoladamente.

Un rato después, cuando ya había perdido toda esperanza de que alguien me encontrara, escuché unas voces que se acercaban:

—… ¡que sí Juan que es verdad! Tu hermano se ha metido en el encinar  con esos dos tíos y se está dejando que se lo follen…

Nunca pensé que me alegraría de oír  la voz del Rafita, lo que no me hizo tanta gracia fue que parecía venir acompañado por mi hermano Juan y que, por lo que pude deducir de sus palabras, lo había visto todo ¿Cuánta gente venía con ellos?  ¿Me pasaría como al Genaro que me tendría que ir del pueblo por maricón?

Sobrecogido por la incertidumbre, levanté mi mano y ,sacando fuerzas de donde no las tenía, grité llamando su atención. No sé decir que fue peor, si las humillaciones a las  que me habían sometido aquellos dos canallas o la vergüenza que pasé cuando  mi hermano, el Rafita y los que venían con él me vieron de aquella guisa.  

—¿Qué coño has hecho Pepe?

La reacción de Juanito y sus acompañantes la he analizado una y mil veces a lo largo de los años y sigo sin encontrarle  ninguna explicación. Era más que evidente que mi aspecto no era el de una persona que hubiera hecho algo para su satisfacción: tenía un ojo hinchado, el labio roto, la ropa desgarrada, de mi desnudo culo brotaba un pequeño río de sangre, estaba sucio y era incapaz de moverme por la paliza que me habían pegado. En ningún momento, ni en aquel instante, ni después más tarde, nadie se planteó que me pudieran haber violado. Todo el mundo me vio pasear por la feria con los dos militares, todo el mundo sacó sus conclusiones y ejerció de juez y parte, sentenciándome con ello al mayor de sus desprecios. La ignorancia y el miedo a lo diferente, cuando van de la mano, son de las peores catástrofes del ser humano.

La vergüenza me impidió responder a mi hermano, agaché la cabeza y lloré en silencio. No sé qué fibra sensible toqué en Juanito, quien venía dispuesto a montarme una bronca por lo que había hecho y, en cambio, me tendió su mano para que me pusiera de píe. Al constatar que era incapaz de moverme, pidió ayuda a un par de sus colegas y entre los tres me levantaron.

Mi hermano estaba terriblemente abochornado, pero se hizo dueño de la situación lo mejor que pudo,  me subió el pantalón e intentó recomponer la destrozada camisa.

—¿Puedes andar?

Al levantarme  confirmé que las piernas me  seguían funcionando y su aparente inmovilidad era un efecto secundario del estado de shock en el que me encontraba. Aun así, al incorporarme me mareé tanto que era incapaz de dar un paso solo,  todo me daba vueltas y estaba como en una nube. Sin dejar de lagrimear, negué con la cabeza.

Me sacaron de allí entre mi hermano y uno de sus amigos, Javier. Ellos  dos soportaron todo mi peso y yo me limité a arrastrar los pies como una especie de muñeco roto. Todo giraba  a mi alrededor de manera vertiginosa  y tenía la horrible sensación de que la gente que me rodeaba se movieran como a cámara lenta, las voces de los que me acompañaba sonaban como  una grabación reproducida a menor número de revoluciones, sus rostros se me desdibujaban como imágenes de un sueño macabro. Era consciente de todo lo que pasaba y, al mismo tiempo, no entendía nada, de nada. Todo se me hacía enorme y pequeño a la vez.

Poco a poco fui recobrando la consciencia, a oír las voces debidamente, a descifrar los rostros, las miradas inquisidoras  de mis amigos y de los de mi hermano, el rostro altanero de Rafita que parecía disfrutar con lo que me estaba pasando, los curiosos que se acercaban al verme maltrecho y, que  al conocer los motivos, parecían alegrarse de lo que me había sucedido, como si fuera una especie de castigo divino por sacar los pies del tiesto.  

Tanto más volvía a la realidad, más dolorido me encontraba, era incapaz de discernir que parte de mi anatomía tenía más dañada, me costaba trabajo respirar, no sabía si por la ansiedad o porque realmente los golpes de aquellos dos canallas me habían dañado los pulmones. Aunque más tarde supe que no había daños internos,  solo un inmenso moratón en el tórax, mi mente imaginaba lo peor y la única salida que encontraba, era gemir y llorar como una magdalena.

No sé en qué momento todo el mundo llegó a la conclusión de que el ojo hinchado, el labio partido y la paliza era un efecto colateral de ser maricón, no sé  si pensaban que  la visible sangre que manaba de mi ano era el justo pago por ser distinto al resto. Lo que sí aprendí es que la gente cree lo que quiere creer y si de algo gusta el ser humano, independiente de su credo, clase social e ideas políticas, es sentir alivio ante la desgracia ajena,  y aquella noche de Feria lo que tocaba era considerarse afortunado por no ser marica, ¡qué hay que ver como acaban los pobres! 

Si sentirme violentado por las miradas reprobatorias de mis paisanos fue un mal trago, no fue nada comparado con lo que tuve que soportar cuando llegaron mis padres a recogerme.  

La noticia se había corrido como la pólvora, y a pesar de no haber amanecido aún, ya alguna vecina indiscreta se había encargado de telefonear a mi madre y de ponerla al día con lo sucedido. Motivo por el cual los pobres de mis progenitores, aterrorizados y preocupados por igual,  salieron disparado hacia el recinto ferial, con la única intención de  saber de primera mano lo que le había sucedido a su hijo.

Bajo la atenta mirada de los paisanos curiosos, mi madre me metió en el coche de mi padre, su primera reacción fue pegarme una bofetada y sentarse a mi lado guardando un sepulcral silencio, solo abría la boca para balbucear una y otra vez:” ¡Qué vergüenza, qué vergüenza! “

Al llegar a casa, salió a recibirme mi hermana Gertrudis, quien junto a mi hermano Juan, me acompañaron al baño. Entre ambos me ayudaron a desvestirme y me metieron en la bañera. ¿Hasta dónde llegaba la ignorancia pueblerina de mi familia? ¿Pensaban que los moratones de mi pecho y las demás contusiones respondían a una especie de juego sexual? Aunque mis hermanos se portaron de lo más solícitos conmigo, no se cuestionaron en ningún momento que me hubieran forzado y que mi magullado cuerpo no  era el resultado de una “sesión de sexo salvaje”.

El agua y el gel de baño escocían como su puta madre, pero me sirvió para ir reanimándome poco a poco, para ser consciente de que después de lo de aquella noche nada sería lo mismo y que si mis progenitores se habían negado a hablarme, el resto de la gente del pueblo haría lo mismo. A pesar de haber borrado todo rastro de inmundicia de mi cuerpo, me sentía la persona más sucia del planeta. Incapaz de saber que me dolía más, si el cuerpo o el espíritu, salí de la bañera.

Me sequé y me puse el pijama que me trajo Gertrudis y, con su ayuda y la de Juanito,  me dispuse para ir a la cama. De camino hacia mi habitación,  no pude evitar escuchar la fuerte discusión que mantenían mi padre y mi madre.

—¡La culpa la tienes tú, por tenerlo metio debajo de tus faldas…! ¡Te crees más madre que nadie!

—¿Yo tengo la culpa? ¡Qué bien sabes escurrir el bulto, hijo mío! Si hubiera tenido un padre en el que fijarse, pero  al señorito le falta tiempo para ir al bar a jugar al dómino con sus amigos y a emborracharse… Y la Rosario es la que se tiene que hacer cargo de to, de los hijos, de la casa…

—¡¿Tú te haces cargo de to?! ¿Quién se levanta to los días a las seis pa trabaja como un cabrón? ¿Tú? No sirves pa na, ni cria a unos hijos en condiciones has sabio. Una se quedó preña a la primera de cambio y hubo que desbaratarle la barriga, el otro no sirve ni para estar escondio… Y el más chico: ¡Maricón!

Era una de las pocas veces que veía a mi padre levantarle la voz a mi madre, el hombre tendría sus fallos pero siempre la había respetado y querido muchísimo, tanto, que para no contrariarla normalmente agachaba la cabeza y decía que sí a todo, aunque tuviera que comulgar con ruedas de molino.

Muy cabreado con el mundo tenía que estar el pobre hombre, para hablar del embarazo “fallido” de  mi hermana, tema que era un secreto a voces entre aquellas cuatro paredes, pero del que no se hablaba nunca, como si fuera una especie de tabú. Muy cabreado con el mundo tenía que estar para despotricar de la ineptitud de mi hermano hacia los libros. Muy cabreado, si había soltado un improperio tan enorme hacia el menor de sus hijos…

Subí las escaleras, con sus gritos de banda sonora de fondo, estaba destrozado físicamente pero no lo estaba menos anímicamente. Ver como mis padres se tiraban los tiestos a la cabeza por mi culpa, me hacía sentirme lo peor de lo peor. Luego estaba la mirada reprobatoria de mis dos hermanos, quienes pese a estar serviciales y atentos conmigo, no dejaban de recordarme  con su actitud hacia mí, lo mal que me había portado y lo deshonroso que estaba siendo todo aquello para la familia.

Al sentarme sobre la cama, Gertrudis constató que el pijama estaba manchado, pues mi ano seguía sangrando.

—¡Juan llégate por una toalla blanca,  agua oxigenada, algodón y mercromina por favor!

Una vez él le trajo todo lo que le había pedido, tendió la toalla sobre la cama y me pidió que me colocara sobre ella,  boca abajo. Tras desnudarme procedió a curarme con todo el mimo que mi hermana mayor era capaz. Aun así, el ardor que sentía en mi ultrajado culo era tan  fuerte que no pude evitar exteriorizar mi aflicción.

—¡Haberlo pensado antes!  —Fue la fría respuesta de mi hermano  Juanito, ante mis ahogados gritos.

Verme rechazado por mi familia, fue aún menos soportable que el tormento de la cura de la fisura del orificio anal, de mi madre y de mi padre podía esperarlo, e incluso entenderlo, pero el desdén con el que actuaba Gertrudis conmigo y la forma de mirarme de Juan no. A pesar de sus desvelos conmigo, no había cariño en su trato, me atendían del mismo modo que a un desconocido, por caridad humana. ¿Tan terrible era lo que había hecho?

Una vez tuve limpia mis heridas, me dieron otro pijama y tras un glacial “hasta mañana”, me dejaron con la única compañía de  la oscuridad de mi cuarto.

Me acurruqué en mi camastro, intentando expulsar los fantasmas de aquella noche de mi mente, cada vez que cerraba los ojos veía a Miguel y Ángel, quienes habían pasado de ser dos seres adorables a dos perfectos monstruos, a pesar del miedo a ser atrapado de nuevo por aquellos dos en el reino de las pesadillas, el cansancio  me venció irremediablemente.

Un zarandeo de hombros me sacó del lugar de mis sueños, de un mundo donde no había sido violado por dos desconocidos y donde nadie me miraba como a un bicho raro. Un mundo donde era el Pepe de siempre al que todos querían…

—¡Despierta mal hijo! —Dijo mi madre bastante enfadada sin dejar de moverme para que me despertara.

Abrí los ojos y me encontré con una habitación en penumbras. Junto a la cama pude discernir ligeramente la figura de mi madre y  sentado a unos metros de ella, a mi padre.

Intenté decir algo, pero no se me ocurría nada coherente que pudiera aliviar  el daño que les había hecho. De un día para otro, me había transformado de hijo estudioso y obediente, a persona non grata. Todo eso en una época, donde todavía los corrillos de  comadres del pueblo seguían estando más interesados en la vida de  sus paisanos, que en la vida de los famosillos del papel cuché.

—No vas a ir al Instituto de Almendralejo —La firmeza en la voz de mi madre era evidente —Tu padre y yo hemos pensado que vas a ir a un internado, donde sepan llevarte por el camino recto, ya que nosotros no hemos sabido hacerlo.

Mis planes para los próximos años se fueron por el desagüe en un segundo, “¿Un internado?  ¿Dónde?” —las preguntas martillearon insistentemente mi cerebro  pero estaba tan apesadumbrado que las palabras no terminaban de salir de mi boca.

—Iras a uno que hay cerca de Madrid —Escuchar a mi padre sin verle la cara, me pareció de lo más terrorífico —un compañero de trabajo metió allí al hijo porque empezó a ir con malas compañas y salió hecho un hombre de provecho. Esperemos que a ti te ocurra lo mismo.

—Mientras tu padre hace las gestiones para que te puedas trasladar —Prosiguió mi madre sin dejarme recapacitar —permanecerás encerrado en la habitación  a cal y canto, Gertrudis y Juanito se turnaran en hacerte compañía, por si necesitas ir al baño o cualquier otra cosa. Comerás aquí.

Dicho esto, se marcharon sin más.

Los días siguientes me sentí como un delincuente al que se le priva de libertad, y aunque no me hacía ninguna gracia el puto internado, estaba deseando salir de mi casa. Para no tener que aguantar más reproches silenciosos, para no tener que mirar a mi querida hermana a la cara y no ver ni una pizca de la compresión  y el cariño que siempre me había brindado.

Solo abandoné mi reclusión para ir al médico para hacerme un chequeo que incluía una  analítica de sangre y orina, una vecina le dijo a mi madre que podía haber cogido el sida y pegárselo a todo el pueblo. Aunque por aquella época los medios para detectarlo dejaban mucho que desear, los cerdos de los dos militares no me habían pegado nada y de la paliza que me dieron no quedó secuela alguna.

Con los años, sobre todo en las múltiples sesiones con mi terapeuta, he analizado miles de veces el despropósito que fue todo aquello y nunca he terminado de cuadrar las piezas de aquel complejo puzle. Puedo entender que, por su mentalidad atrasada y pueblerina, la única salida que vieran fuera condenarme al olvido por maricón, pero lo que nunca pude asimilar fue que, a pesar de los signos visibles del maltrato en mi cuerpo, asimilaran que aquello fue consentido y nunca se buscara a los culpables, quienes, al sentirse inmunes,  posiblemente cometerían la misma tropelía una y otra vez.

Quince días más tarde, mi padre me llevo al internado. Desde fuera el edificio parecía majestuoso e impersonal, con un aspecto entre hospital para pobres y cuartel del ejército. Las altas verjas del patio exterior le conferían el aire de lo que realmente era: una cárcel para delincuentes a los que la justicia familiar había considerado culpables.

Uno de los profesores, don Mateo, un cuarentón calvo y barrigón con una pinta innegable de solterón, nos recibió y nos acompañó en la obligada visita por el centro. Las clases, el comedor, el patio me recordaban al colegio de mi pueblo pero más señorial y mucho más blanco. Era como si quisieran que el edificio emanara pureza e impregnara con ella a los allí “presos”. A pesar de las reformas, algunas zonas de aquel inmenso centro educativo seguían recordando lo que fue antaño: un convento de frailes.

Nuestro guía me condujo a las habitaciones, un inmenso  y desangelado pasillo donde la única decoración eran crucifijos, cuadros del rey y alguna que otra imagen religiosa: vírgenes y mártires. Pese a que aquella zona intentaba emular una especie de hotel o de albergue, a mí, a cada paso que daba, me recordaban las zonas carcelarias que tantas veces había visto en las películas.

Mi cuarto lo tendría que compartir con un tal Oscar, por lo que dijo el profesor era un buen chico, a lo que yo me pregunté: “Si era un buen chico, ¿qué hacía allí?”. Mi compañero, al igual que la gran mayoría del alumnado, estaba pasando las vacaciones de verano con su familia y volvería en Septiembre.

 Aquel lugar por mucho que dijeran que era un instituto de estudios superiores, era una especie de reformatorio, donde a los hijos de buenas familias que habían descarrilado el camino se les llevaba por el sendero correcto para que se labraran un buen futuro.

Una vez concluyó la visita, mi padre se despidió de mí poniéndome la mano en el hombro y diciéndome:

—¡Pórtate bien! ¡Qué no me tengan que llamar los profesores diciéndome lo contrario!

La fría reprimenda de mi padre fueron las únicas palabras que escuché de él en mucho tiempo. Se despidió del profesor y se fue sin darme siquiera un beso. Si me hubiera pegado una paliza, me habría dolido menos.

Mientras sacaba mis cosas de la maleta, no pude evitar llorar. El rechazo de los míos me estaba rompiendo por dentro y todavía no lo había desahogado. Un mar de lágrimas más tarde, sequé mis ojos y me prometí a mí mismo que no lo haría más: ¡Qué llorar era de maricones!, y yo había ido allí a hacerme un hombre. 

Durante la cena descubrí que el alumnado que en aquel momento se encontraba en el centro, eran aquellos que sus padres no podían,  o no querían, hacerse cargo de ellos en los meses de verano. Lo que yo te diga, la creme de la creme.

Ignoró lo que es estar en un centro penitenciario, pero por lo que he leído y visto en las películas, el ambiente entre aquellos muros era lo más parecido.  A pesar de que era un conjunto reducido, en pocos días conocí de la existencia de grupos con sus líderes, compitiendo por un poder, tan intangible como dañino. Era como una jungla,  donde los depredadores  hacían de otros más débiles  sus presas, quienes tenían dos opciones: bailarle el agua a los prepotentes líderes, o convertirse en la diana de sus fechorías.

La naturaleza de los distintos grupos no podía ser más variopintas: madrileños, pueblerinos, niños ricos, “delincuentes”, etc…

 Si en mis primeros días allí, la existencia de aquella especie de tribus urbanas me sorprendió bastante. Más lo hizo la actitud del profesorado y personal no docente del centro, quienes mostraban una impasividad total ante el tema  y,  como si se tratara de una especie de daño colateral, practicaban el deporte de mirar hacia otro lado. 

Como en todo presidio, los poderosos del lugar indagaron sobre por qué estaba allí, qué “delito” había cometido para que mis progenitores decidieran ocultarme en aquella especie de reformatorio encubierto. Más siempre contesté con vaguedades o con un sugestivo silencio y, como mi padre no había informado de los verdaderos motivos que lo habían impulsado a internarme allí, creció en torno a mí una especie de halo de misterio, que promovió que se tuviera de mí una imagen de chico malote y se me conociera con el sobrenombre de “El extremeño “.

No llevaba ni diez allí  y aprendí que los supuestos líderes, en lo referente a temas académicos, no sabían una mierda, la mayoría eran repetidores y sacaban los estudios a trompicones y, en numerosas ocasiones,  por el empeño que ponían algunos profesores en ello. Yo, en cambio, siempre había sido un estudiante de matrícula de honor y escucharlos hablar con terror de los exámenes de recuperación de Septiembre, me proporcionó una idea que me abriría muchas puertas y sobre todo, haría que me respetaran.

—¿No tenéis profesores de apoyo ahora en verano?

—Sí —El que así hablaba era Felipe, un chaval que cursaba segundo de BOUP —pero Don Remigio, el de matemáticas no vuelve hasta después del puente de Agosto, con lo que prácticamente tenemos el verano perdido y a mí las mates es lo que se me da peor. Con lo que me veo otro año, pringando en esta mierda de sitio.

—Y como este y yo no aprobemos —Intervino Juan Carlos su compañero de tropelías —por navidades tampoco nos van a dejar ir a casa.

—Yo os podría ayudar —Dije inculcando una seguridad en mi voz que rozaba la chulería, en parte porque estaba empezando a creerme el inmerecido rol de peligroso delincuente.

—¿Tú? —Felipe frunció el ceño, haciendo alarde de  una visible incredulidad. 

—Una de las cosas que me han traído aquí —Mentí —es porque soy un genio con los números, por lo que no creo que las matemáticas de segundo supongan algún problema.

Los dos adolescentes intercambiaron pareceres como si yo no estuviera presente y tras unas cuantas frases incongruentes e inacabadas, me miraron y dijeron:

—¡Por probar no se pierde nada!

—Si no nos va bien, con dejarlo tenemos bastante.

Acto seguido me dieron la mano como si sellaran un trato, cuando en realidad lo que me estaban dando es una oportunidad para entrar en su elitista círculo.

En perspectiva, veo que le eché dos huevos y un palito al tema, sin embargo, estaba claro que si no quería que aquellos indeseables me tomaran por el  pito del sereno, tenía que hacerme respetar y la mejor manera era haciéndome necesario. 

Me empapé de los libros de matemática de primero y segundo, pese a que había muchos términos desconocidos por mí: progresiones, trigonometría, logaritmos,… Dediqué tanto esfuerzo y empeño, que a aquello dos mendrugos le llegué a parecer un Einstein. Para cuando el rumor de que era un peligroso delincuente dejo de tener efecto, Felipe y Juan Carlos  habían aprendido tanto gracias a mí, que era intocable por el resto de los matones del internado.

En los exámenes de septiembre,  los dos muchachos aprobaron con buena nota y la bondad de mis capacidades docentes  se corrió entre todo el alumnado. Dado que fortachón y matemáticas parecían dos términos incompatibles, raro era el día que no tenía a dos o tres de aquellos pendencieros adolescentes, pidiéndome ayuda con los números, con lo que me convertí en el protegido de muchos  y cuando alguien se metía conmigo, no me faltaban candidatos para dar la cara por mí.

Si conseguí que los compañeros comieran en mi mano, que los profesores hicieran otro tanto por mi buen rendimiento académico, no fue mucho más difícil.

Me habían desterrado de mi pueblo porque no les gustaba lo que era, y para sobrevivir en aquella cárcel educativa  me convertí  en otra persona completamente distinta.  De estar bajo la protección constante de mi madre y de mis hermanos, me había abierto un sitio entre el alumnado.  De ser un paria en mi pueblo, a ser alguien popular en el internado, pero no por ello echaba de menos a  mi familia… Gertrudis, Juanito, mi madre, mi padre, mis primos, mis tíos… Si alguien  no se me quitaba de la cabeza era mi primo Ernesto,  quien  pensaba se había llevado una bronca de mil demonios por no recogerme en la feria, con el tiempo supe que ni mi padre, ni mi madre le reprocharon nada, no tanto porque no lo creyeran culpable, sino por no  tener que verse en la obligación de hablar de su hijo el maricón.

Uno de mis “alumnos” fue Oscar, mi compañero de cuarto,  un chico dos años mayor que yo y que repetía mi curso académico. Era uno de los cabecillas de una de las pandas del internado, concretamente la que todos conocían por la de los “catetos”, aunque yo, por las pocas luces que se gastaban sus miembros, la hubiera bautizado la de los “ceporros”.

Oscar en otras circunstancias habría sido un buen amigo, pues el chaval, a pesar de lo rudo, no era mala persona. Sin embargo, desde que crucé aquellos muros algo había cambiado en mí, me  me había vuelto desconfiado y reservado, las amistades que comencé a cultivar entre aquellas cuatro paredes eran tan sinceras como un político en campaña, me daba a los demás con la única intención de sacar algo para mi provecho, si alguien pedía mi ayuda para algo y no podía obtener beneficio alguno, me negaba.  Si aparentaba ser amigo de Oscar, era porque su ayuda me podía venir bien en un momento dado.

Me acerqué los poderosos y fui distante con los que no lo eran, de ser un chico afable y generoso, pasé a convertirme en un tío egoísta y al que el sufrimiento de los demás no le importaba un pimiento. Todo hasta que conocí a Ignacio.

Ignacio, al igual que yo, era el primer año que estaba allí, tenía unos grandes ojos verdes que parecían quererse salir de sus cuencas cuando te miraba, tan  inocente y noble como yo lo era antes del “acontecimiento terrible”.  A pesar de estar en la misma clase, de no ser porque íbamos al confesionario el mismo día, nunca me hubiera percatado de su presencia.  Sin poseer nada reseñable, era el clásico prototipo de chico invisible, un nombre más en la larga lista de alumnos.

Coincidíamos  una vez en la semana en la capilla del internado, no obstante,  mis conversaciones con él no pasaron de un “Hola, ¿qué tal?”, en aquel hábitat académico el muchacho no era alguien de quien yo pudiera sacar beneficio alguno y, por tanto, no despertaba lo más mínimo mi interés.

De no ser porque un día al salir de misa, me lo encontré llorando a escondidas, nunca  me hubiera dignado a hablar  con él:

—¿Qué te pasa tío?

—Nada — Balbuceó al tiempo que intentaba ocultar sus lágrimas, limpiándoselas  con el dorso de la manga de la camisa.

—Pues no veo cebollas por ningún lado para que estés llorando sin razón alguna, algo te pasara, ¡digo yo!

El muchacho me miró de arriba abajo  y, a continuación,  agachó la cabeza  avergonzado.

Analicé  detenidamente la actitud de Ignacio, no tenía ni la menor idea de lo que le ocurría, pero presentía que era algo gordo y aunque nadie me había dado vela en aquel entierro, yo había decidido poner tantas como en el cumpleaños de un octogenario.

—Bueno, que conste que servidor había preguntado para ayudar y no para cotillear, pero si no pasa nada me voy —Aunque mi actitud era un poco chulesca, mis palabras sonaban afectuosas.

Al ver que Ignacio no reaccionaba, opté por dejarlo solo. No me había alejado ni tres pasos, cuando escuché un débil grito a mis espaldas:

—¡Espera! ¿De verdad que me vas a ayudar?

Aquel chiquillo despertaba en mí un sentimiento de ternura que creía olvidado, así que sonreí ampliamente, mire sus nobles y enormes ojos y le dije:

—Sí, en lo que haga falta. Sin embargo, creo que  para ello tendrás que contarme que te pasa, ¿no?

Aunque las primeras palabras que salieron de sus labios fueron dubitativas e imprecisas, una vez fue ganando seguridad ante mí,  Ignacio comenzó a hablar sin cortapisas y la historia que me contó no me dejo  para nada indiferente.

—…un primo de mi madre me llevaba a su casa y me tocaba, yo nunca dije nada porque siempre lo había visto como un juego, hasta que invitó al asqueroso de su amigo, me vistieron de niña e intentaron metérmela, yo salí huyendo y los vecinos cuando me vieron llorando con aquellas pintas, llamaron a la policía. Por eso estoy aquí…

—¿Tus padres te culparon a ti?

—No, pero el primo de mi madre se buscó un buen abogado y, gracias a sus contactos, salió libre de todos los cargos, por lo que mis padres decidieron mandarme  lejos de su alcance.

—¡Ah! —Saber que a pesar del paralelismo de su historia con la mía, su familia lo había apoyado en la justa medida me dio un poco de rabia pues me hizo sentirme más desgraciado aun  —, pero eso pasó hace ya  mucho tiempo, ¿por qué estas llorando ahora por ello? 

—Es Don Anselmo.

—¿Qué tiene que ver él con todo eso que me has contado?

—Dice que si quiero limpiar mi alma, me tengo que mostrar realmente arrepentido.

—¿Y?

—Dice que el camino para la redención es que le cuente al señor todos los detalles de lo que ocurría en la casa de mi tío…

—…y como él es el representante de Dios en la tierra se lo tienes que contar a él…

—Sí, hoy me ha hecho revivir el día que mi primo y su amigo guarrearon conmigo.

—¡Ese Don Anselmo es un cerdo!

Ignacio me miró atónito, pues en su ingenuidad era incapaz de interpretar lo que quise decir.

—No te preocupes Ignacio, te voy ayudar. Esa cucaracha de Dios no se va a pajear más a costa tuya.

La rotundidad y claridad de mis palabras dejaron completamente atónito a  Ignacio, quien se limitó a sonreír tímidamente y musitar un apagado “gracias”.

Una vez tuve claro lo que debía hacer para que el malintencionado párroco dejara de molestar al pobre muchacho, planifiqué todo al detalle, para que nada pudiera fallar. Tras conseguir que el profesor de inglés me prestara una grabadora para practicar la pronunciación, escribí un guion de lo que debía de hacer y decir, reduciendo a la mínima cualquier contingencia. Es lo que tiene leer muchas novelas de espías.

El sábado siguiente, como siempre, Ignacio, yo, junto con algunos chicos más de nuestra clase aguardábamos que Don Anselmo, el párroco, nos tomara confesión. Al ser aquel un centro católico, la religión  no solo era una asignatura más en el plan académico, era una especie de forma de vida y, a pesar de mi poco apego a los temas del Señor, me veía obligado a  demostrar una fe incondicional y cumplir todos los protocolos dogmáticos, entre ellos el de la confesión. Pese a que yo pensaba que todo aquello eran zarandajas y  para lo único que servía la fe, era para que el café no fuera “ca” y Felipe, “lipe”, en mi afán de supervivencia decía sibwana a todo y mi comportamiento parecía el de cualquier cristiano temeroso de Dios.  

Ignacio salió del confesionario con el rostro apagado, lo que me dio a entender que el pervertido cura, había vuelto a hacer de las suyas. Pulsé el “play” de la grabadora y me arrodillé ante la rejilla del pequeño habitáculo de madera.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—El señor esté en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados.

—Padre, esta noche he vuelto a soñar con los dos de Cañete.

—¿Quiénes son los de Cañete, hijo mío?

—Fueron los dos hombres que practicaron actos impuros conmigo.

El clérigo permaneció en silencio durante unos segundos y tras carraspear un poco me dijo:

—¿Has practicado actos impuros con personas de tu mismo sexo?

—Sí, pero he abrazado la fe del Señor y no volveré a hacerlo más, lo he jurado por la Gloria divina… Lo que pasa, es que no me lo puedo quitar de la cabeza y hasta sueño con ello.

—¿Y qué recuerdas exactamente?  —La voz de Don Anselmo empapada de una curiosidad maliciosa, me dio a entender que mi plan sería más fácil de llevar a cabo de lo que creí en un principio.  

Aunque evidentemente yo no recordaba nada de lo acaecido, pues todo sucedió  estando yo inconsciente, tiré de mi batería de recuerdos, de las veces que había visto hacerlo a mis primos  y monté una película de lo más convincente con el único objetivo de levantar una infernal tienda de campaña bajo la  oscura sotana.

—Recuerdo que sus braguetas parecían que fueran a estallar de lo grande que tenían sus atributos, recuerdo que se la sacaron para que yo me la metiera en la boca y probé el sabor del pecado. Primero una y después otra. Desde la cabeza hasta sus bolsas, entraron hasta el fondo de mi garganta.

—¿Eran muy grande sus aparatos? —Las palabras del párroco estaban infectadas de podredumbre.

—La  dos eran de un tamaño considerable, aunque la del más moreno era tan enorme como un salchichón de Almendralejo., la del otro también  enorme, aunque no tanto.

—¿Hijo mío y como  te las pudiste meter entera en la boca?

—Aguantando la respiración y conteniendo las náuseas —Afirmé contundentemente con la única intención de calentar a aquel pervertido.

—¿Hiciste algo más con ellos?

—Sí, se bajaron los pantalones del todo, se dieron la vuelta y me pidieron que les besara el culo. Tenían unos traseros apretados y peludos, tan asquerosos que su imagen me persigue en todas y cada una de mis pesadillas.

—¿A qué sabían sus traseros, hijo mío?

Guardé silencio durante unos segundos, pues aquella pregunta no la tenía prevista, e improvisé como pude

—Estaban sudados y olían muy fuerte, ¡aroma de pecado padre!

Noté como el cura se revolvió palpablemente,  aquello lo había excitado  de sobremanera, pese a que la tupida rejilla me impedía verlo con claridad, tuve la la sensación que se llevó la mano a la entrepierna y se sacó la polla fuera.

—¿Les gustaba a aquellos hombres que pasaras tu lengua por allí? —Me preguntó entre gemidos.

—Mucho, pero no tanto como meter sus  lenguas en mi ano.

—¿Te metieron la lengua ahí? —El clericó estaba tan escandalizado como excitado, sin embargo como había empezado a masturbarse, mis palabras no eran otra cosa que partitura para su zambomba.  

—Sí, y padre tengo que reconocer que me agradó más de lo que yo creía, aquellos dos hombres tenían dentro al diablo y conseguían que a mi débil alma le gustara pecar.

—¿Después de aquello que te hicieron?

Guardé silencio unos momentos, a pesar de que lo llevaba hábilmente preparado todo, el simple hecho de recrear el “acontecimiento terrible” hizo que un nudo se me parara en la garganta, y aunque yo sabía que todo era falso, recordar el rostro de los dos de Cañete me dieron ganas de regurgitar, más pensé en el pobre Ignacio y mi entereza volvió. Hice de tripas corazón y proseguí.

—Me metieron sus  enormes miembros en la parte trasera. Estuvieron así por lo menos una hora, primero uno y luego el otro.

—¿Y te gustó hijo mío?

—Sí, aunque sé que no está bien a los ojos de Dios, he de reconocer que  disfruté mucho —Dije apretando fuertemente los puños, intentando contener la rabia que nacía en mi interior.

A través de las pequeñas grietas del panel de madera que nos separaba al pervertido cura y a mí, pude discernir que el muy cerdo alcanzaba el éxtasis, entre pequeñas convulsiones y entrecortados gemidos. Las tripas se me revolvieron, pero contuve las ganas de vomitar, ¿cuántas veces había hecho aquello  el muy cerdo, con el pobre Ignacio?

—La carne es débil y el diablo no para de poner tentaciones en nuestro camino —Dijo como intentando justificarse no ante mí, sino ante su Dios supremo.

—¿Qué puedo hacer padre para evitar caer en el pecado?

—De momento rezar y arrepentirte de tus pecados.

—Así lo haré, padre.

—¡Ah!, otra cosa, hijo mío.

—¿Sí padre?

—Si vuelves a soñar con los dos de Cañete, tienes que venir a contármelo, Nuestro Señor necesita conocer la historia de primera mano—Hizo una leve pausa y me despidió con cierto automatismo —. Ve con Dios.

Tras recibir las bendiciones del pervertido cura, abandoné la capilla. En la puerta me aguardaba Ignacio, que ansioso se dirigió hacia mí y me preguntó:

—¿Cómo ha ido la cosa?

—Salvo que por poco echo la pota escuchando al cerdo eso, bien.

—¿Lo has arreglado?

—No, pero estoy en ello —Dije regalándole una pícara sonrisa de complicidad.

Querido lector acabas de leer:

"La Sombra de una duda"

Segundo episodio de:

Juego de pollas.

 Continuará próximamente en

"Solo Dios perdona"

Estimado lector: Este episodio es el segundo, del arco argumental titulado “El acontecimiento terrible”. Espero te haya gustado. Si no habías leído el primero, ahí te dejo su link. La voz dormida

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