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La Atalaya (capitulo 1)

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Hacia frío, una ligera escarcha cubría los rojizos campos de Andújar a esa hora temprana. Hacia poco más de un par de horas, que la claridad comenzó a inundar lentamente un paisaje de olivos hasta donde la vista alcanza dentro de ese relieve ondulado. Los perros, tres podencos grandes, de pelo cerdeño y estilizados como suspiros, corrían entre ellos envueltos de una vitalidad arrolladora. José, con las solapas de su chaqueta de pana subidas y la gorra calada hasta las cejas, contemplaba la escena desde lo alto de su caballo sin sacar la mano izquierda del bolsillo. En ese momento era feliz, el campo, el frío de la mañana, los animales, la soledad. A lo lejos «La Atalaya», la casa familiar, un cortijo blanco y señorial, en un cerrito que se agarraba a las faldas del monte del santuario como una verruga. 

Parecía mayor de sus quince años, sin duda fruto de la buena alimentación de una familia de maestros y antiguos terratenientes venidos muy a menos. Su padre Rafael, último de una larga lista con el mismo nombre y primogénito de la familia Morales, heredó oficialmente, como Dios manda, la dirección de la finca a la muerte del suyo, aunque la propiedad estaba compartida con su hermana, a la que cedió la dirección real: hacia muchos años que no quería saber nada de ese tema. En ese momento, la finca solo era algunos miles de olivos, tres vacas viejas, un par de mulas, un caballo, y los tres perros: nada que ver con lo que llegó a ser. En sus buenos tiempos, más de treinta personas, todas del pueblo, trabajaban a diario en la finca entre criados, guardeses, vaqueros y peones. Pero Rafael no estaba hecho para eso, y desde muy joven sus inquietudes iban por otro lado. 

Estudió para maestro en la Universidad Granada y encontró tiempo para tirarle los tejos a una muchachita muy especial que también estaba en la capital estudiando: una Gil, una familia con bastante influencia en Andújar y su comarca. Desde muy pequeña ayudaba a su abuelo, representante desde sus orígenes del Partido Conservador, a empaquetar las monedas con las que compraba el voto de campesinos y jornaleros. Posteriormente, su padre Fabián rompió la relación de la familia con los conservadores. Nunca tomó partido por ninguna otra formación: aborrecía la política, a los políticos y todo lo que representaban. Su relación con Rafael, desde el principio no cayó bien, don Fabián no tenía problemas con los Morales, pero si con él, al que consideraba poco involucrado con los de «su clase». El futuro no depararía nada bueno a los Gil. Desde el advenimiento de la República, la familia estaba muy vigilada, en particular su abuelo, artífice de un gran número de desmanes oligárquicos y al que muchos se la tenían jurada. De todas maneras, tal era su poder que los jornaleros de izquierda no se planteaban iniciar acción alguna contra la familia, por lo menos, en un principio. El ambiente en la zona en particular y en España en general, se iría enrareciendo paulatinamente hasta culminar varios años después en una hecatombe que sumiría a este país en la desesperación, el odio y el ajuste de cuentas.

Pero todavía no es el momento, esta historia empieza mucho antes, y terminara mucho después. Desconocedor de su futuro, que imaginaba incierto, intentaba saborear estos instantes que sabía llegaban a su fin al día siguiente.

 

Rafael no nació en Andújar. Como todos los terratenientes y miembros de la clase pudiente del pueblo, nació en Marmolejo. Unos años antes, ese pueblo no era gran cosa. Un puñado de casas de labriegos y jornaleros, en torno a una iglesia mediocre, un convento de monjas a cuya inclusa iba a parar el fruto de los pecados, más o menos inconfesables, de los señoritos jienenses, y algo más retirado, en un extremo del pueblo, el muy corriente y envejecido palacio del marques. Hacia años que nadie le veía por ahí y era mantenido por un matrimonio de guardeses, tan viejos, que no me extrañaría que participaran en su construcción. A escasos quinientos metros del núcleo de casas blancas, rodeado ya por el comienzo de un mar de olivos y flanqueado por el Guadalquivir, se encontraba el paridero de esposas, y alguna que otra mantenida, de la agroaristocracia de Andújar y su comarca. Aprovechando un manantial de aguas minerales junto al río, comenzó a construirse el núcleo de lo que seria el balneario, en torno al que se instalaron, en un primer momento, un hotel y varios hostales de diversa categoría.

Las aguas minerales del pueblo se pusieron de moda en toda España de manera inexplicable, y es que no eran nada especiales. Es una de esas rarezas de la burguesía española. Lo cierto es, que gracias a la afluencia del turismo de «agüistas» de calidad, comenzaron a aparecer más hoteles, hostales, pensiones, restaurantes, un par de casinos y joyerías adscritas a los dos hoteles de lujos y varias boutiques, que estaban al tanto de la moda francesa. Durante la década final del siglo XIX, no era extraño ver por el pueblo, y ante la mirada anhelante y servil de los marmolejeños, a banqueros, políticos, empresarios y todo tipo de fauna aristocrática habida y por haber, real o ficticia.

Toda esta «tropa», como siempre, vivía es su mundo particular, mientras la nación se sumía en uno de los periodos más desastrosos de la historia de España. O por lo menos eso creíamos, porque con el tiempo descubriríamos que todo siempre es susceptible de empeorar. En este marco, en la primavera de 1.890 los padres de Rafael llegan al pueblo y se hospedan en el Gran Hotel, anexo al manantial. Segunda, su madre, esta de siete meses. 

El Gran Hotel era la mejor y más ostentosa instalación hotelera de la población, poco asequible a la mayoría de los mortales. Pero ellos no tenían problema, y aunque lo tuvieran, por supuesto no lo admitirían. La familia ocupaba desde hace tiempo, una posición de privilegio que procuraban demostrar en todo momento y de la que, de alguna manera, alardeaban.

 

La historia familiar estaba envuelta cómo tantas otras en las brumas del tiempo y la fantasía. La versión oficial es, que un Morales llegó a México para acompañar a Juan de Oñate en la expedición que en 1.598 cruzo el río Grande, iniciando la conquista de Nuevo México y Texas. Anteriormente, otro Morales acompañó cómo navegante a Colon en el tercer viaje al Nuevo Mundo, pero de él no se sabe mucho más. El Morales de México, se estableció en el sur de Texas, para más tarde, regresar definitivamente a México, donde hizo fortuna. Esta era la versión oficial que era la que daba más empaque y prestigio a la familia, por aquello del «héroe conquistador», pero eso no significaba que fuera la correcta. En la intimidad de la familia, y apoyada por documentos familiares, la versión aceptada es, que como miembro de la Compañía de Jesús, un Morales llegó en 1.680 a México para sustituir a los franciscanos cuándo estos cayeron en desgracia con la Corona española. Se estableció en la recién fundada ciudad de Paso Norte, posteriormente rebautizada como Ciudad Juárez, donde inicio su labor evangelizadora. Después, no hay noticias de ningún Morales hasta ciento cincuenta años después. Incluso hay la posibilidad de que todos estos legendarios Morales estén relacionados, de alguna manera.

Lo cierto es que el tatarabuelo de los actuales Morales, estaba establecido en la ciudad de Veracruz en torno a la primera década del siglo XIX. De como la familia llego desde la frontera del río Grande a esta ciudad portuaria es un misterio, nadie lo sabe, pero si es cierto que había logrado amasar una considerable fortuna, y que había una evidente conexión entre los dos personajes: el fraile y el terrateniente. 

Las cosas comenzaron a ir mal desde que en 1.810, el «Grito de la Dolores» marca el comienzo de la Guerra de Independencia que duraría 11 años. Desde el comienzo, vio que la cosa pintaba mal para los intereses coloniales españoles. En previsión, este Rafael tatarabuelo, comenzó a vender poco a poco sus propiedades, comenzando por las menos importantes. Los fondos obtenidos los fue acumulando en lugar seguro, hasta que con el fin de la guerra napoleónica en 1.814 y el advenimiento del absolutismo con el rey Fernando VII, mandó a Andújar a uno de sus hombres de confianza: don Rogelio Iribarren. Rogelio, mexicano de nacimiento y español de origen y corazón, comenzó a comprar terrenos en la carretera del Santuario, aunque poco a poco fue ampliando sus adquisiciones al propio casco urbano. ¿Por qué eligió Andújar cómo lugar de destino? No se sabe nada de la relación de los ancestros Morales con la localidad, todo es un misterio: el origen del apellido Morales esta en la zona de Santoña, en Santander.

Mientras tanto, en México, consumada la independencia en 1.821, la situación siguió empeorando para los intereses de Rafael. Un año después, decidió liquidar lo que quedaba y regresar a España. Cuándo en 1.829, el gobierno mexicano decretó la expulsión de todos los españoles, ya hacia varios años que no quedaba ningún Morales a ese lado del Atlántico. 

 

Cuando llega a Andújar, con toda la parafernalia de un traslado de esa magnitud, comienza la construcción de la nueva casa familiar, «La Atalaya», a la par que continua extendiendo los limites de la finca. A don Rogelio, en agradecimiento por los servicios prestados le vendió, a bajo precio, diez hectáreas y le regalo otras diez, mas arriba en la misma carretera del Santuario, donde construyó su casa con aire de hacienda mexicana: «Villa Juanita». En ella vivió con su pareja, una mexicana mestiza zapoteca de la que se desconocía todo, incluso si estaban casados, pero a la que todos trataban como la gran señora que sin duda era. 

En 1.829, un 21 de marzo, nace el primogénito, por supuesto también Rafael, fruto de su apresurado matrimonio con una cría de diecisiete años de una familia de cuna respetable, patrimonio escaso y cuarenta años más joven. El nacimiento, que fue muy movido, coincidió con la fecha del terremoto de Torrevieja, donde fallecieron casi cuatrocientas personas. La mayor parte de los habitantes de Andújar no se enteró del temblor, aunque algunos listos aseguraron que si, entre ellos Rafael. 

La joven madre siguió pariendo hijos a un ritmo de uno al año. Parecía que el padre quería recuperar el tiempo perdido y repoblar Andújar el solo. Las malas lenguas aseguraban que en esa labor tenía ayuda, porque el solo no podía con una mujer tan fogosa como la suya. Fuera como fuese, cuando llegaros a doce, como los apóstoles, pararon, principalmente porque a causa de un accidente domestico, la coz de una mula, Rafael se quedó imposibilitado de cintura para abajo cuando ya pasaba muy de largo de los setenta años. Se hizo fabricar una silla con andas con la que dos braceros le llevaban a todas partes como en la Roma clásica. Finalmente, cuatro años después, en 1.846, falleció y un nuevo Rafael heredó la finca. Está quedó sensiblemente mermada por el reparto con sus once hermanos, la juventud del primogénito y la forma de hacer las cosas de su madre, que como tutora, quería contentar a todos los hijos. El proceso terminó como el Rosario de la Aurora y cuando por fin tuvo el control de su parte de La Atalaya, que como primogénito contenía la casa familiar, trabajo duro para devolverle el esplendor que tuvo con su padre. Fue un proceso traumático y con alguno de sus hermanos no volvió a hablarse jamás. Después de aquello juro que nunca tendría tantos hijos, y lo cumplió, solo tuvo dos: chico y chica.

Se casó en 1.856 con una joven de familia acomodada del pueblo. Tuvo que aplazar varios meses la boda por la muerte repentina de su madre a los 43 años. Al parecer fue victima de unas fiebres poco claras que algunos, muy en privado, identificaron como sífilis. Por supuesto, sobre el asunto se echó el más tupido de los velos y se aceptó la versión oficial. 

Con la ayuda de Antonia, su flamante esposa, que entendía de ganadería, y de Rogelio, que hacia años que a pequeña escala lo hacia en Villa Juanita, comienza a criar ganado en la explotación familiar. Gracias a ello, La Atalaya, se empieza a recuperar del desastroso reparto familiar y comienza su época de máximo esplendor. Diez años después de la muerte de su padre, había recuperado las partes de sus hermanos: unos, los menos, porque se las cedieron para que las administrase, y el resto, acuciados por las deudas, fruto de la buena vida y la mala administración de sus propiedades. 

En 1.857 nace un nuevo Rafael, el primero de los de Marmolejo y tres años después le seguiría su hermana. Para evitar problemas de derechos entre los hermanos, Rafael padre redactó un testamento por el cual la dirección de la finca recaída en el primogénito, pero los beneficios se repartían a partes iguales entre los dos. 

Como ya he dicho anteriormente, La Atalaya conoce el periodo de mayor esplendor durante los siguientes cincuenta años. La finca tiene su ultima ampliación, pequeña en comparación con el resto de la propiedad, pero significativamente importante para el futuro comercial del cortijo aunque terriblemente cara. Y así es, 160 hectáreas de dehesa a precio de oro que abren definitivamente La Atalaya al río Jandula, que como una gran serpiente, rodea en un abrazo amoroso el cerro del santuario. Con esas pocas hectáreas, la finca llega a las 13.500, pero lo más importante es que proporciona una entrada al río de casi kilómetro y medio de frente. Rafael introdujo cerdos ibéricos, que es el animal idóneo para dehesas y multiplica las cabezas de ganado bovino. Logra firmar, gracias a sus buenas relaciones políticas, un ventajoso contrato de suministro de carne para el ejército, en el que varias manos anónimas se beneficiaron, cómo es habitual en la historia no oficial de España.

La Atalaya estaba a casi 20 km de Andújar, demasiado lejos para mantener y frecuentar sus nuevas relaciones personales y políticas. Los Morales necesitaban sin falta trasladar al pueblo su residencia habitual, y a tal fin, compraron una edificación señorial que ocupaba una manzana entera en el centro del pueblo junto a la iglesia de Santa María. Al poco tiempo de su inauguración oficial, todo un evento en el pueblo, la nueva residencia se convirtió en el centro social de la clase alta de la comarca. Bajo la dirección de Antonia, que demostró una maestría insospechada en todo lo referente a asuntos mundanos a los que no estaba acostumbrada, los actos sociales, y algunos otros, eran constantes. No pocos negocios y tratos de todo tipo se cerraron entre los muros de la casa, muchos de ellos poco claros. La corrupción no es algo nuevo producto de la España democrática como algunos quieren hacer creer, esta profundamente enquistada a todos los niveles en la sociedad española desde hace siglos, dónde diversos personajes han medrado, y medran a la sombra de los cargos públicos. 

 

Los últimos años de la monarquía parlamentaria de Isabel II fueron convulsos, tanto que terminó exiliándose en Francia en 1.868, abdicando posteriormente en la persona de su cuarto hijo: Alfonso. España es una jaula de grillos y las lumbreras de la época proclamaron una monarquía democrática, pero no tenían rey. Rápidamente, comenzaron a buscar alguno disponible y lo hallaron en Amadeo de Saboya, hijo de Francisco José I de Italia. Pero cuando llevaba un tiempo en el país y vio el panorama, salio corriendo asustado y se refugió en la embajada italiana. Ese día, el 11 de febrero de 1.873, se proclamó la I República Federal y en sus escasamente dos años de existencia se desencadenaron tres guerras. Tal fue el desbarajuste, que su primer presidente, Estanislao Figueras, dejó la dimisión encima de la mesa de su despacho y sin decir nada a nadie, se fue a Atocha, cogió un tren y se bajó en París. El 29 de diciembre de 1.874, el general Martínez Campos, en las inmediaciones de Sagunto, proclamó rey por la fuerza a Alfonso XII. Los que se quejaron, lo hicieron con la boca pequeña, miraron a otro lado y comenzó una nueva Restauración monárquica.

En 1.869, Antonio Cánovas del Castillo y Francisco Silvela, pusieron las bases del futuro Partido Conservador, que junto al Liberal, serian los protagonistas de medio siglo de la historia de España. Los dos partidos de expandieron rápidamente por la geografía nacional y Rafael de Morales (hace poco que ha conseguido, gracias a generosas «donaciones» el derecho a incluir el «de» antes del apellido), se convierte en el representante de Cánovas y Silvela en el pueblo. Siempre en la sombra, Rafael dirigió con mano firme y segura la vida política de Andújar en connivencia con el representante del Partido Liberal, que curiosamente es su cuñado. Entre los dos, acuerdan alcaldes, concejales, secretarios y cualquier cargo publico ávido de poder, mientras ellos llenan las alforjas de manera casi descarada. 

De manera repentina, y cuando estaba en el apogeo de su poder, Rafael muere a los 60 años. Rápidamente sus compañeros de partido maniobran para hacerse con el control ante la falta de interés del nuevo Rafael. Ese hecho supone que el centro del poder político se desplaza lejos de la residencia familiar y por lo tanto la capacidad de influir políticamente en los negocios se esfuma.

 

Dos años antes, se produjo un nuevo acontecimiento nupcial en el pueblo. El mayor de los Morales se casa con una señorita de Jaén capital, de la familia López Marchena, Beatriz. Desde el primer momento el ambiente pueblerino de Andújar la desagrada y la joven pareja fija su residencia en La Atalaya. Allí, Beatriz creó su mundo particular del que rara vez salía salvo para ir a Marmolejo en dos ocasiones. Era una gran lectora y los libros se los traían por toneladas desde una librería de la capital. A diario montaba a caballo sin importarla las inclemencias del tiempo, y con frecuencia, le llevaba le comida a su marido si este no podía pasar por casa. También se dedicaba a atender a los hijos de los aparceros que dependían de La Atalaya. Creó una pequeña escuela que encomendó a un joven fraile que hacia la misa a diario en la capilla del cortijo. Beatriz tuvo dos hijos, como ya empezaba a ser habitual: Rafael por supuesto, y Camila. La vida en La Atalaya era tranquila, sosegada, al gusto de Beatriz. A pesar de la perdida de influencia económica de la familia, los recursos de que disponían eran suficientes para que no sufrieran ningún tipo de penurias. Beatriz falleció repentinamente a causa de una caída del caballo cuando este se asustó con una culebra. Rafael nunca se sobrepuso a la tragedia, pero con los hijos pequeños tuvo que tirar para adelante por narices. Cuando su primogénito alcanzó la mayoría de edad, le cedió la dirección de la finca, aunque ya lo hacia desde hacia tiempo. Al poco tiempo apareció muerto en el mismo lugar donde murió su amada Beatriz. Se disparó en el pecho con su escopeta de caza.

Rafael, su hijo, su caso en 1.888 con una nieta de Rogelio Iribarren: Segunda. Se conocían desde que eran pequeños y a todo el mundo le pareció lógico. Siguieron viviendo en La Atalaya, en cuyo panteón reposaba ya, gran parte de la historia familiar.

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