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Mi madre y yo

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Desde que mi padre nos abandonó y se fue a vivir con una jovencita de 19 años, mi madre y yo siempre hemos estado más unidos. Siendo realmente sinceros, aún no sé las razones que empujaron a mi padre a abandonarnos, sobre todo teniendo a su lado a una mujer como mi madre. Se casaron jóvenes, y yo nací cuando Adriana (mi madre), contaba con 21 años.

Pero para no alejarnos de lo que interesa, y como decía antes, la confianza entre mamá y yo era cada vez mayor. Hablábamos de todo, y ella siempre me aconsejaba según su criterio, aunque para ciertas cosas se le notaba algo novata, sobre todo en lo que se refería en cuestiones referentes al sexo. Actualmente, vivimos en una ciudad española del este. Adriana tiene 37 años, tiene el pelo castaño y unos ojos que coronan una delas caras más dulces que haya visto nunca. A pesar de sus años, se cuida, va al gimnasio y su cuerpo aún le permite vestirse de manera provocativa de vez en cuando. Sus pechos, aunque no muy grandes, son firmes, y su culo tan respingón haría dudar hasta al cura más casto. Vivimos en un piso que no está mal, céntrico, nos basta para los dos. Debido a la confianza con la que contábamos, no sentíamos ningún pudor en ir ligeros de ropa por casa, o incluso desnudos.

Desde hacía tiempo, y debido a mi edad, mis hormonas estaban a mil. Cosa normal, por otra parte, ya que cuando cuentas con 16 años te follarías a cualquier cosa que se menee, y más teniendo en cuenta si una mujer que está tan buena como mi madre va paseándose en paños menores por la casa. En ocasiones, verla con una camiseta ancha que le llegaba a la mitad de los muslos y unas braguitas ajustadas me provocaban tremendas erecciones que debía aliviar yendo al baño. Algunas veces, mi madre se percataba de ello, pero nunca me dijo nada. Incluso podría decir que, con algo de perspectiva, parecía alegrarse de ser la causa de mis pajas.

Esta situación llegó a convertirse en una obsesión. No pensaba en otra cosa en todo el día que en llegar a casa y ver a mi madre lucirse para mí. La espiaba cuando cocinaba o cuando veía la tele en el salón. Cuando ya no podía más, iba al baño y "descargaba" mi amor. Mi madre lo sabía, y no sé si por malicia o por pura ignorancia, cada vez llevaba menos ropa y forzaba situaciones que me enloquecían.

El día que empezó todo me levanté pronto. Había quedado con mis amigos para ir a jugar al baloncesto, y quería desayunar bien. Cuando llegué a la cocina, mi madre estaba calentando la leche, y sólo llevaba puesto el sujetador y un pequeño tanga. El efecto inmediato fue que se me empalmó la polla de una manera automática. Me quedé mirándola como un tonto. Llevaba puestos unos calcetines muy cortos, de esos que se pone para ir al gimnasio, y el hilo del tanga se le perdía en la raja del culo, parecía desnuda de cintura para abajo. Me senté rápidamente para esconder mi erección.

Pasé todo ese día en casa con mi madre. Llevó el mismo conjunto de ropa interior todo el día. Ya no aguanté más, le respondería con las mismas armas. Fui a mi cuarto y me desnude, sólo me quedé con unos pantalones anchos de deporte con los que juego al baloncesto. Después de comer, nos sentamos a ver la tele. En el comedor tenemos dos sofás, uno queda justo enfrente del televisor y el otro forma un ángulo recto con el primero. Yo me tumbé en el que quedaba frente a la tele, y mi madre se recostó en el otro. La podía observar mientras ella no se daba cuenta.

De repente, abrió las piernas y se quedó por un rato así, sin hacer nada. A los diez minutos, comenzó a acariciarse la parte interior de los muslos de una forma inocente, o eso es lo que me parecía a mí en ese momento. Cada vez iba subiendo más, llegando a un punto en que casi tocaba la tela de su tanga con los dedos. Yo me estaba poniendo realmente enfermo. Ella no paraba, y llegó a deslizar un dedo por debajo de la tela, acariciando sus ingles de una forma muy sensual. En ese instante, un chasquido en mi cabeza hizo que me bajara la parte de delante del pantalón y me sacara la verga, que para entonces apuntaba al techo de una forma espectacular. Comencé a masturbarme muy despacio, para que ella no lo notara.

Y dudo mucho que se hubiera dado cuenta de algo, porque cuando volví a mirar, había metido toda su mano bajo el tanga y ella también se estaba dando placer, ni siquiera intentaba ahogar sus gemidos. Cada vez se frotaba con más fuerza, y la mano que le quedaba libre iba acariciando sus pechos, que para entonces ya estaban fuera del sujetador. Llegados a esa situación, y visto que acabábamos de romper un tabú, me quité los pantalones y me situé al lado de ella. Al verme, no sólo no paró, sino que además me miró con una cara de lascivia que me hizo comprender que mi madre era una guarra, una mujer de esas mujeres en las que el sexo ocupa un lugar primordial en su vida, que estaba dispuesta a todo con tal de follar. Volví a masturbarme, pero esta vez ya más intensamente, sin dejar de observar cómo mi madre se auto penetraba con sus dedos.

- Vamos Héctor, hazte una buena paja para tu madre. Quiero que te corras sobre mí, quiero ver cómo es tu leche.

Era lo poco que me faltaba por oír. Al instante comencé a eyacular, y lo hice como nunca antes. Chorros de semen cayeron sobre el vientre y los pechos de mi madre, que no paraba de masturbarse. Una vez hube acabado, mi madre empezó a esparcirse mi leche por todo su cuerpo, llevándose las manos de su boca a su empapado coño y hundiéndose dos y tres dedos a la vez, hasta que tuvo su orgasmo. Pero esto no la calmó, pues seguía esparciéndose mi leche como si de una de sus cremas se tratara. Cuando ya no quedó nada por restregar, yo volví a sentarme en el sofá, mientras mi madre se quitaba el tanga y se recostaba junto a mí.

- Ha sido algo maravilloso hijo. No sabes cuánto tiempo he deseado esto. A partir de ahora quiero que sepas que me vas a tener siempre que quieras.

No supe qué decir. Estuve toda la tarde callado. Pero cuando ya nos disponíamos a cenar, entré en la cocina y vi a mi madre poniendo la mesa. Sólo llevaba unas bragas. Me acerqué por detrás y me acoplé a su culo.

Mientras le masajeaba los pechos le dije: de acuerdo, a partir de ahora sólo vas a ser mía. Harás lo que yo te diga, ¿de acuerdo? Mi madre se volvió y me miró con una cara llena de felicidad. A partir de ese momento, todo cambió.

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