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Ninfomanía e infidelidad (1)

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Las modificaciones son un ejercicio de fantasía literaria. Ahora contaré algo que pudo haber ocurrido de otra manera a la realidad, conociendo a los personajes pero situándolos en otro escenario factible si yo hubiese tomado otras decisiones.

Hay mucho material para expresarme cada vez que intento explicar esto, sin embargo me pierdo un poco al querer empezar. Además, mi exesposo y algunos familiares lo cuentan de una manera algo diferente. Por ello deseo exponerlo desde la perspectiva de la otra protagonista de esta historia, o sea yo. Saúl, mi exesposo, siempre fue bien parecido, aunque delgado (pero hacía mucho ejercicio), 1.75 m de altura, pelo negro intenso (con brillos azules), ojos marrón oscuros, boca antojable, pene tamaño normal (13 cm, y digo normal porque está en el promedio y en la mayoría de los más de un centenar que he tenido entre mis manos, mi boca, mi vagina y demás) sus testículos no caben simultáneamente en la boca de alguna (debería ser muy bocona para que eso se dé) trabajador (tanto para el trabajo rudo como para el intelectual y el de los manitas e inteligente (un chico de 10 que sabía lo que deseaba hacer al terminar sus estudios universitarios). Yo, Tita como me dicen en la familia, era una muchacha de piernas delgadas, pero torneadas y nalgas algo flacas, pero con las curvas adecuadas, pero una cara bonita, pelo largo lacio de color negro y unas tetas que han sido mi llave y anzuelo para obtener al hombre que se me antoja (ni uno se me ha escapado). Además, para retenerlos y saber que volverán por más, tengo una vagina con suficiente vello negro que permite difundir el aroma de mi deseo y un “perrito” con el que los vuelvo más locos que con mis tetas. Llegué a medir 1.65 m pero ya voy hacia abajo.

No somos los mismos que los que fuimos cuando nos tocó vivir estos episodios. Éramos muy jóvenes e inexpertos; bueno, inexperta yo pues él tuvo su primera eyaculación a los 12 años, dentro de una niña (a quien conozco) de 10, además que desde los 10 años ya se había manoseado con una niña (es un decir pues estaba muy desarrollada y con el sexo muy peludo y aromático) de 15 y pasaron muchas más por su vida sexual antes de estar conmigo. Por mi parte, sólo llegué a tener fajes esporádicos con algunos compañeros de la secundaria y de la preparatoria, además de Roberto (un primo de mis primos, un año mayor que yo, pelo largo castaño oscuro, ojos un poco saltones, constitución atlética y 1.75 de estatura). Esto sucedió un año antes de casarme, fue un detonante en mi vida ya que en el cortejo me metió la mano en el sostén sacándome una chiche la cual besó y me calentó al grado de que metí mi mano por la cintura hasta tocar su miembro erecto que me hizo desear desde el abrazo, cuando me lo restregaba en el pubis... Afortunadamente, llegaron unos parientes comunes y tuvimos que comportarnos.

Saúl y yo iniciamos nuestro noviazgo, él 18 años y yo 17. Las ideas que teníamos entonces no eran nuestras, eran, en su mayor parte, las que habíamos aprendido en el entorno en el que cada uno había crecido y se desenvolvía, lo cual nos hacía asumir roles que no necesariamente eran lo que cada uno hubiese querido —de haberlo sabido conscientemente—. Nuestro noviazgo duró cuatro años donde le entregué a Saúl mi virginidad, además de embarazarme y pedirle que me apoyara para abortar (él no quería, pues deseaba ser padre e insistía en casarnos a los 20 años) pues no quería vivir el descrédito en mi familia ni en mi trabajo. Aceptó mi súplica sólo porque me amaba.

Desde el primer año de noviazgo tuve fajes con otros compañeros de la preparatoria, Felipe era quien más cerca estuvo de mi sexo, aunque todos probaron o acariciaron mis pezones. A los 19 años trabajé en una institución financiera y allí conocí a Eduardo, otra persona clave en este desbarajuste en el que se fue convirtiendo mi vida. Eduardo era un auxiliar de contador (divorciado, cinco años mayor que yo, esbelto de 1.80 m de altura, pelo castaño oscuro y colocho) quien se encargaba de hacer el papeleo de los depósitos y transferencias de la compañía para la que trabajaba con las instituciones crediticias y fiduciarias, entre las cuales estaba la que me empleaba. Su porte varonil, su seductora voz, y su madurez me cautivaron, pero fui casi inmune a sus requiebros, sólo acepté salir a un café o comer con él un par de veces, pero también tuvimos dos fajes donde nos magreamos: una vez en su auto y otra en la sala de cine. Los besos, sus caricias en mis tetas, y las mías en su pene (todo sobre la ropa) más grande que el de Saúl y que el de Roberto; por poco me convence de hacer el amor. Al siguiente intento me negué a darle algo más allá que un saludo de mano pues seguramente terminaríamos en la cama.

Cuando Saúl y yo nos casamos, mi esposo ya contaba con dos buenos empleos y una regular cuenta bancaria que mes a mes crecía. El excedente de lo que serían nuestros gastos y sus ingresos me permitió tomar la decisión, en contra de los consejos de Saúl, de renunciar a mi empleo para dedicarme exclusivamente al hogar. Así fue que decidí que Saúl sería el esposo al que había que complacer en todo; me gustaba, lo amaba y me entusiasmaba la idea de lo jóvenes que éramos (22 años) y quería, sin saber qué, hacer planes con él de todo tipo.

Mi esposo quería ser papá, yo no quería embarazarme inmediatamente sino un par de años después, pero le debía una… En la segunda noche de nuestra luna de miel, él se negó a usar el condón y me penetró sin dejar de decir “esta noche serás mi cigüeña” en cada una de las embestidas que me daba en la posición de misionero. Yo lo sentía muy caliente, más que en la noche anterior donde me puso en muchas posturas ante el espejo para mirar cómo danzaba mi pecho al ritmo de su frenesí y las cabalgatas que hice sobre de él. Me fascinó su pasión y me uní al movimiento. Tuve como seis orgasmos antes de sentir en mi interior el fuego de tres chorros densos y potentes de semen. Estaba ovulando… y me resigné a ser “su cigüeña”.

A los dos meses me confirmaron que estaba embarazada. Creí que con la llegada de mi bebé cambiaría mis planes para bien. Recibimos muchas felicitaciones y visitas con regalos conforme se acercaba la fecha de parto. Específicamente Roberto y Eduardo, cada uno en su momento, se atrevieron a pasar la mano por mi vientre subiéndola hasta mis turgentes senos y bajándola hasta mi pubis. ¡Calentadota que me puso cada uno! En ambos casos me despedí con un beso húmedo buscando sentir la dureza de sus penes en mi pubis, pero, dada mi altura y lo avanzado del embarazo sentí las vergas en la panza.

El médico decidió hacer una cesárea y del camino de vellos que tanto le gustaba recorrer a la lengua de mi esposo, que iban desde mi ombligo hasta el pubis, no quedó más que una enorme cicatriz. La cual siguió adorando mi esposo con la lengua.

Tuve ayuda de mi madre después del parto, pero empecé a sentirme deprimida y la responsabilidad que me obligaba la creatura la acrecentó, el síndrome post parto, decían. Me sentía en una prisión donde el hijo, la adoración de Saúl, era el grillete principal. Mientras que mi esposo le robaba tiempo a sus relaciones de trabajo para estar en casa yo anhelaba huir de allí. Se fue tejiendo esa relación en la que yo fui desarrollando una gran cantidad de frustración e inconformidad, porque ciertamente me hacía falta algo que yo misma no sabía lo que era. Así, empecé a vivir en una soledad infinita, a generar rabia contra mi feliz esposo —sin saberlo exactamente—, contra mí más, por supuesto, porque yo misma no sabía quién era ni qué quería, al mismo tiempo que tenía todo para estar cómoda, a gusto… Encima, por mi parte, tenía que soportar a mi suegra pues nunca sentí que me quisiera, sentía que me veía y me trataba con inferioridad, y eso agregó molestia a mi ya desquiciada condición de ser la esposa de un ser que era muy feliz con su familia: tenía al hijo ansiado y fornicaba diariamente con la bella mujer que durante muchos años había deseado y tenido pocas veces. ¡Me sentía usada! No niego que con un par de besos me calentaba y gozaba haciendo el amor, pero también furtivamente, me imaginaba que estaba con Roberto o con Eduardo y mis orgasmos se intensificaban. A pesar de lo satisfactorio del coito pensaba que lo que ideal era culminar alguno de los romances cuyos recuerdos me acompañaban en mis masturbaciones solitarias y en las penetraciones de Saúl. Acumular y acumular frustración y miedo, no tener idea por dónde caminar, vivirlo en mucha soledad, fue mi más frecuente ánimo en ese tiempo, a la vez que me sabía joven, inteligente y guapa, no sabía qué hacer con mi vida, cosa que me separaba mucho de mi esposo, ya que él sí sabía qué hacer con la suya, más allá del ámbito de la pareja y los hijos, él planeaba cada cambio de trabajo para mejorar en posición ingresos y prestigio al resolver retos muy difíciles para la mayoría, incluidas las personas de mayor experiencia. A eso le añadía su estilo: no pasar encima de nadie y competir de frente y abiertamente, sin resentimientos contra los que hacían lo contrario y apoyarlos una vez vencidos.

Con mi hijo de seis meses fuimos a la ciudad donde vivían mis padres a pasar las vacaciones. Saúl solamente estaría una semana, pero yo me quedaría tres. Mi estado de ánimo se mejoró, pero más porque una vez que regresó Saúl a trabajar yo salía frecuentemente “de compras” dejando unas mamilas hechas con mi ordeña y otras de fórmula pues el destete de mi hijo había comenzado. La salida era para verme con Roberto, quien vivía en la misma ciudad y se escapaba de su negocio a lo más una hora que la pasábamos aparcados en su auto o paseábamos en algún jardín cercano a su trabajo. Siempre eran intensas las caricias y los besos: le compartía la leche que me sobraba; bajo la falda, él me metía los dedos en la raja y jugaba con mis labios y clítoris; yo le acariciaba el pene, el cual, cuando era prudente, se lo sacaba y le daba unas mamadas que rápido terminaban en eyaculación (“te doy leche, paga con leche”, era nuestra consigna), pero no podíamos hacer más en ese corto tiempo y a la luz del día. Sin que pasara a más, regresé a mi casa.

A punto de cumplir dos años de casados y completamente deprimida sin saber por qué, mi esposo aceptó la invitación de mis padres de que mi hijo y yo fuéramos a visitarlos y pasara allá un par de meses. Ellos también estaban preocupados por mi salud y, además, todos sabían que la depresión prácticamente desapareció cuando estuve allá. Con esa convicción, se acordó mi viaje. ¡Noticia que me hizo feliz! Yo me controlaba por el método de Billings y cuando el método indicaba que no, le ponía un condón a mi esposo, ya no quería “ser cigüeña” otra vez, sería para mí un doble grillete.

¿Se imaginan qué pasó? Roberto hizo arreglos en su trabajo para que periódicamente lo sustituyera su hermano. A mis primas les encantaba cuidar de mi hijo. Esos días que Roberto tenía libres, yo me salía de la casa de mis padres diciendo que iría a la casa de mis primas y a ellas les decía que iría de compras y a ver a algunos parientes con los que quizá comería. Regresaba al atardecer para recoger a mi hijo e irme a la casa de mis papás. Claro, siempre les pedía que, si mis padres hablaban, les dijeran que había salido al centro con una de ellas o alguna cosa así para no preocuparlos. De esta manera, sin que nadie lo supiera, yo me entregaría al amor, ¡al verdadero amor!

Tomaba un taxi y le pedía que me llevara al sitio acordado con Roberto. El me esperaba y apenas desaparecía el taxi de la vista, me subía a su carro. El saludo era rutinario dada nuestra ansiedad: nos dábamos un gran beso y nuestras manos iban al cuerpo. Una mano de él, invariablemente a mi pecho y la otra debajo de la falda. Una mano mía o las dos a sentir cómo le crecía el pene el cual acariciaba y presionaba sobre su pantalón. Después, encendía el motor de su auto y partíamos a su casa, nuestro verdadero nido de amor. En la poca distancia que recorríamos menudeaban los besos y las caricias de tal manera que él llegaba con la humedad notoria en el pantalón y yo con unas pantaletas mojadísimas. Sólo era cosa de entrar y comenzaban los mimos y los “te amo” quitándole uno la ropa al otro. Nuestra quinta cita que fue sin condón, y ya desnudos, se dio así:

—¡Me tienes caliente, Tita! Me basta ver tu pecho y mi pene empieza a ponerse como el de un burro en primavera

—Te amo, mi burrito caliente —le contesté tomando el tronco de su miembro y le chupaba el enorme y babeante glande.

De pie y una mano en su cuello y con la otra jugaba con su verga restregándola en mi clítoris y labios al tiempo que metía mi lengua en su boca lo obligaba, exactamente igual que como reaccionaba mi marido, a tomarme de las nalgas y cargarme para que se diera la penetración. Me colgué de su cuello, y mis piernas se enroscaron en su cintura, Roberto me movió de abajo hacia arriba unas cien veces o más hasta que explotó dentro de mí. Para entonces, antes de dejarnos caer en la cama, yo había tenido un minuto de orgasmos, uno tras otro y grité a todo pulmón “¡Te amo Roberto!”. Él también, venido, tomó aire y dijo “También yo te amo, Tita, mi putita”. Al principio me pareció de mal gusto, pero al rato, después de que nos repusimos, me gustó ser una puta, su puta… Hicimos un 69 para limpiarnos, pero volvimos a venirnos. Con la carga de nuestras excreciones en la boca, nos besamos apasionadamente y dormimos así una hora. Cuando desperté, Roberto echó a andar el equipo de sonido y me invitó a bailar. Bailamos desnudos friccionando nuestros cuerpos; después vino el mambo y nos movimos desaforadamente para que saltaran rítmicamente mis tetas y su pene. Al terminar la música reímos y volvimos a caer en la cama. Me chupo los pezones, los mordisqueó; me hizo ponerme con las chiches colgando juntó los pezones para mamarlos simultáneamente mientras estiraba mis masas; a los cinco minutos los soltó diciéndome “Qué rica vaca, lástima que ya no da leche”. Me acostó y siguió jugando con mis tetas, las juntaba y las soltaba intempestivamente para ver cómo se escurrían hacia los lados. Puso su pene entre ellas y se hizo una cubana (rusa, dicen otros), yo trataba de extender la lengua cada vez que surgía el glande hasta que se vino llegando el chisguete a mi boca. Extendió con su mano el remanente en mis aureolas. Metió sus dedos viscosos en mi boca y los chupé, degustando el sabor ligero de su semen. Se acostó a mi lado y frente a frente me mamaba las tetas y me besaba alternando las tetas seguido de un beso de lengua en la boca después de cada mamada. Dormimos otro rato. Nos levantamos a comer, hicimos un sándwich al que aderezamos con un ingrediente más: mis flujos revueltos con el esperma que me quedaba de él. ¡Sabía riquísimo!

Las vacaciones abarcaban las fiestas navideñas. La Noche Buena estuve con mis padres, nos acostamos muy tarde, más bien, yo hice como que me acosté. Desde la cena les pedí a mis hermanas que atendieran a mi hijo cuando él despertara pues yo iría a misa y a ver a una de mis tías que se sintió un poco mal y por ello no fue a la cena. Tomé un taxi y llegué a la casa de Roberto, quien ya me esperaba muy temprano. Hicimos el amor como si el mundo se fuera a acabar, nos dimos nuestros regalos en esa blanca Navidad (muy blanca porque podía eyacular dentro de mí sin problema).

El día en que tocaba nuestra despedida no pudo haber tal despedida porque empecé a menstruar y en la tarde saldría mi vuelo.

Desde la sala de espera del aeropuerto me despedí telefónicamente. Hablamos con palabras melosas, le agradecí ser una mujer feliz y afirmé que lo amaba mucho. Él me pidió que me divorciara, además, me adelantó que pasaría por mi casa el año siguiente, al hacer escala en un largo viaje de negocios donde compraría insumos para la fábrica donde trabajaba.

—¡Ojalá que para entonces ya puedas acompañarme! ¡Que se enteren todos que eres mi mujer! —me dijo entre muchas cosas más que agotaron el tiempo de espera para el vuelo, antes que se terminaran las monedas fraccionarias guardadas por mí para esa llamada verdaderamente íntima.

En la tarde que mi esposo fue por nosotros al aeropuerto, fingí haberlo extrañado y lo besé como había aprendido a besar esas vacaciones. Saúl, enamorado y deseoso, quiso tomarme esa noche, pero se lo impedí, argumentando la menstruación. Él insistió y besándome el ombligo y lamiendo mi cicatriz trató de quitarme las pantaletas y yo, molesta, me la volví a subir, acomodándome la toalla sanitaria. Mi marido no insistió más, porque al mirar la toalla vio una tenue mancha de sangre en ella y sabía que yo nunca había aceptado hacer el amor con él en esas circunstancias. Saúl se resignó a esperar los más de cinco días que habitualmente duraba mi regla, siempre de abundante sangrado.

Sin embargo, al día siguiente todo estaba resuelto, el sangrado había terminado, afortunadamente fue breve y escaso. Mi esposo notó cómo gozaba y lo atribuyó a las ganas acumuladas por el tiempo que no nos habíamos visto. El placer que le hice sentir fue prácticamente diario durante casi un mes, los fines de semana eran dos veces al día, incluso el primer sábado eyaculó tres veces, ¡era algo inusitado que me mostrara tan dispuesta! Pero yo, al cerrar los ojos, pensabas en que mi esposo era Roberto... y pude tener así varios orgasmos. Obvio, me olvidé de los días del condón y la siguiente vez que esperaba la regla, ya no me bajó. Tuve una niña que hizo feliz a Saúl porque ya “tenía la parejita” y fue exactamente nueve meses después de esa blanca Navidad y empecé a sospechar. “Si tu sangrado no fue el habitual seguramente el endometrio no se vació porque estabas preñada”, nos dijo el ginecólogo. Saúl volteó a verme con tristeza, pero no dijo nada y adivinó el motivo de que no estuviera deprimida allá. Nada le dije de esto a Roberto, ya que sopesé antes la situación y el beneficio de mis hijos.

Roberto me insistía telefónicamente a que me divorciara y lo atajé de golpe. Sí, ya sé que vas a venir, pero si quieres disfrutar nuestra relación así, de forma esporádica y periódica, bien, si no, ¡hasta nunca! y colgué el teléfono. Al día siguiente, casi llorando me dijo que vendría en una semana, que lo platicáramos de frente y en persona.

El día se dio y me llevó a un hotel, donde platicamos desnudos. Su tristeza era tanta que no tuvo erección, por más caricias que le hice con la boca. Me quedé frustrada ese día. Los siguientes días de la semana fue a verme a la casa y restauramos nuestra relación sexual. Todo ocurría en el estudio de Saúl. Primero le pedí que me lo metiera estando yo sentada en el escritorio. No le dije el porqué: Saúl me había desvirgado sobre ese antiguo escritorio de caoba que había heredado. Debería expulsar mis demonios. Las demás veces fue en el sofá-cama del estudio. Yo tenía un DIU, así que ya no me preocupé de nada, pero Roberto no lo sabía y entre broma y vera me decía “¿Qué haremos si quedas embarazada? ¿Te casarás conmigo?” “No, Saúl tendrá un crío más”, fue mi respuesta y reí. Roberto se entristeció mucho y yo lloré.

—No es posible que eso pase, no quiero tener más hijos —contesté por toda explicación, pero él no supo ni sospecho que ya era padre.

—Entiendo, llegué tarde.

—No, seguiremos disfrutándonos.

Al último día en el que Roberto estaría en la ciudad donde vivo, llegó y le abrí. Nos besamos sabiendo que sería la última vez en meses. En eso entró Saúl que había olvidado unos documentos y vio la escena: el beso largo, mi mano sobre el pene de Roberto, una mano de Roberto bajo mi falda y la otra sacándome una chiche… Esperó a que nos diéramos cuenta y quedamos petrificados cuando lo vimos. Le dije a Roberto “vete”, interponiéndome entre ellos. Roberto salió de inmediato y yo impedí que Saúl lo siguiera.

—¿Por qué no te vas con él? —me preguntó.

—Porque no quiero —contesté y corrí llorando a mi recámara.

Saúl tomó los documentos y se fue a su trabajo sin decirme nada. Regresó muy noche, yo fingí dormir y él también después de acostarse. Seguramente ambos pensábamos en lo mismo: ¿Qué me pasaba y por qué? Mi depresión volvió a crecer más, pues Saúl tampoco me tocaba. Los días pasaron y tomé la decisión de irme de la casa con mi hija. Cuando Saúl llegó a comer, se encontró que la amiga de mi hermano que estaba de visita unos días en casa le dijo que me había ido llorando y no supo por qué. Él la acomodó en casa de una tía mía, seguramente para no tener problemas con mi hermano, habló por teléfono a su jefe y le dijo que por un fuerte problema familiar no podía ir a trabajar en tres días hábiles. No hubo objeción.  

(Continuará...)

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